13

¡Humanos criados como vacas!

A los dos vasos y medio ya estaban borrachas. El vino era tan barato que el dolor de cabeza de Audrey ya había empezado. Su lengua seca estaba atascada en el paladar, así que tomó otro sorbo de vino para liberarla. En la tele, Jay Leno estaba leyendo titulares de periódico absurdos pero reales: «Humanos criados como vacas pastan en el campo», cuando el timbre sonó.

Audrey se levantó con las piernas temblorosas. Parecía que los cuervos de la ventana iban a seguirla. Sus ojos rojos brillaban de una manera muy reluciente.

—Pájaros del demonio —murmuró.

Jayne agitó la mano.

—Esa es Clara. Quiere asaltar tu nevera. Quiero decir que esa mujer es como una orca, como un mamut de peluche.

—Una ballena.

Audrey presionó a la vez el auricular y el micrófono del telefonillo. Pudo detectar con imprecisión el acento francés-haitiano del portero, pero sobre todo había ruido:

—¿Bla-bla-bla, señoguita Lucas? —No tenía ni idea de lo que quería, pero podía esperar hasta mañana.

—¡De acuerdo, bien! —le dijo por el altavoz. Luego regresó estupefacta a la silla y se metió un puñado de judías verdes en la boca. Estaban demasiado cocidas y se licuaron en su lengua. También estaban calientes y, como todo lo caliente y viscoso, le hicieron daño en las encías, debajo de su empaste temporal.

—¡La verdura es una mierda! —comentó.

Uno de los invitados de Jay Leno estaba sudando con una actuación sobre terroristas en la que imitaba divertidos acentos y utilizaba un bote de lluvia acida como arma: «La interestatal 405 de Los Angeles ha tenido otra amenaza de bomba esta tarde. Nadie resultó herido, pero el atasco causó dos muertes por asma inducida».

Audrey echó un vistazo al mapa desplegable de Los Angeles de detrás del hombre y admiró las carreteras perpendiculares y bien definidas que contrastaban con su costa dentada y sus carreteras costeras. Eso la llevó a pensar en cambiar el jardín de la calle 59 por algo menos simétrico porque, a menos que tuvieran TOC, tantos ángulos rectos ponían a la gente nerviosa.

El humorista pulverizó su botella de Aquanet, sobre la que había pegado una pegatina de lluvia ácida ilustrada con un par de tibias y una calavera. Ni una risa en toda la casa. La furia salió de su interior y quiso meterse en la tele y abofetearlo.

—Aficionado —gruñó Jayne. Luego se puso las manos alrededor de la boca como un megáfono—. ¡Demasiado pronto! —interrumpió.

—Esto qué es, ¿Beirut? —preguntó Audrey—. No quiero vivir en Beirut.

—¿Como el grupo? Esa canción… ¿No More Words? —preguntó Jayne.

—No, eso es Berlín.

—No quiero vivir en Berlín.

—Bueno, ¿y quién te preguntó?

Estaban riéndose cuando el telefonillo sonó y Jayne saltó con su único tacón de aguja, dejando las muletas en el suelo.

—Es Jay Leno —anunció—, me necesita para que salve su culo.

—¿Sabes?, una bota iría mejor para tu rodilla —le dijo Audrey.

—¿Mejor que Leno? No creo —dijo Jayne mientras saltaba por el pasillo.

Aún sentada, Audrey dio un giro de ciento ochenta grados.

—¿Estás abriendo mi puerta? —preguntó—. Eso es muy grosero.

La cara de Jayne estaba hundida contra la mirilla.

—Es un chico. Es realmente grande, como si pudiera levantar un coche.

Las orejas de Audrey se pusieron rojas.

—¿Piel morena? ¿Pelo corto negro?

—Sí.

Audrey se levantó y atravesó el pasillo. Jayne se apartó a un lado. No miró a través de la mirilla, tenía miedo de que fuera capaz de ver su ojo.

—Audrey, ¿estás ahí? Necesito hablar contigo. —Esta vez no decía tacos.

Se giró y comenzó a caminar en la otra dirección. Jayne saltaba tras ella.

—¿Vas a abrirle?

Audrey se detuvo y se apoyó contra una pared del pasillo.

¡Clon-clon! Golpeó la aldaba de la puerta y ambas saltaron del susto. Luego utilizó los puños: ¡Pam! ¡Pam!

—Por favor, déjame entrar. Es importante.

El sonido de su voz resonaba en su pecho. Deseaba poder ser como la gente normal de este mundo que, en su lugar, probablemente no querría hacerse pis encima ahora mismo, ni querría fumar tanto hachís como para ver las estrellas.

—¡Audrey! —la llamó de nuevo. Tenía la sensación de que podía verla a través de la madera, atravesar el pasillo e ir directo a sus ojos, a la cuenca de su calavera, donde estaban sus pensamientos. Se tocó el cuello y pensó: Estoy dolida y lo sabes. Así que, ¿por qué sigues llamando?

Presionó su mejilla contra la escayola nueva. Jayne se inclinó contra la pared opuesta y envolvió los brazos alrededor de su cintura, como si fuera un abrazo solitario.

—¿Te pegó? —susurró Jayne con la carraspera de un fumador habitual. A la luz grisácea, sus ojos relucían brillantes y húmedos. Audrey entendió entonces por qué Jayne llamaba a los hombres cinco veces al día. Necesitaba tranquilidad. Esperaba lo peor de ellos, porque lo peor era todo lo que había conocido en su vida.

Oh, Jayne, pobrecita, pensó. Pensó cogerle las manos, pero no era su estilo tocar a otras personas, en cambio correspondió a la honestidad de Jayne con la suya propia.

—Nunca me pegó, pero estoy preocupada. Se lo guarda todo y tengo miedo de que explote. Solía golpear las paredes cuando yo no estaba en casa… Hay un sitio en el rincón de su estudio con las marcas de sus puños en la pared.

Jayne asintió como si, por supuesto, se lo hubiera esperado. ¿No tenían miedo todas las mujeres de que les pegaran? Al otro lado, Saraub golpeó la puerta con la aldaba tres veces: ¡Clon, clon, clon!

Audrey miró el pasillo apagado y las puertas que se abrían sobre grandes y oscuras habitaciones. Recordó lo que Jayne la había ayudado a olvidar: el asesinato que allí había tenido lugar. La nueva lechada y los azulejos de Home Depot no cambiaban la verdad: ese era un mal lugar.

—¿Cuánto tiempo habéis estado juntos? —preguntó Jayne.

Sus mejillas estaban coloradas por el alcohol, y el lápiz de ojos corrido se había solidificado en una mugre negra en el extremo de sus ojos. Actuaba como una veinteañera pero, observándola bajo la fuerte luz de la entrada, Audrey se dio cuenta, para su sorpresa, de que tenía que tener al menos cuarenta.

Audrey miró sus zapatos turquesa e intentó olvidar las líneas de los cortes de las mejillas de Jayne. Intentó verla de la manera en que ella deseaba ser vista: lozana, joven y sin miedos.

—Estuvimos juntos dos años y medio… —dijo ella.

Jayne respondió susurrando.

—Eso es mucho tiempo. No estoy segura, pero creo que ya lo habría hecho.

—Probablemente —dijo Audrey—, pero no es una buena señal.

—Si lo quieres, deberías abrirle.

Jayne clavó sus ojos en Audrey, como si estuviera ayudándola a que fuera valiente porque creía que tal vez nunca encontraría el amor, pero sí lo quería para sus amigos.

¡Pam! Saraub llamó a la puerta otra vez, pero podía deducir que se estaba cansando porque los toques en la puerta eran cada vez menos frecuentes. Pronto se rendiría y se marcharía a casa. Y muy pronto, tras eso, seguiría hacia delante y encontraría a otra persona. Puede pasar, incluso cuando es real: el amor muere todo el tiempo.

—Debería contestar, ¿no?

Los hoyuelos de Jayne se hicieron más profundos.

—Bueno, ¡claaroo! Es un auténtico bombón.

Audrey tomó aire y se dirigió hacia la puerta. Entonces se dio cuenta de que, si Jayne no hubiera estado con ella, jamás habría contestado al telefonillo. Se habría quedado en su vasto y miserable apartamento iluminado solamente por la luz de la televisión, mientras cambiaba los muebles de lugar o, quién sabe, trabajando en aquella puerta, mientras la noche se convertía en día, y otro día…, y otro, hasta que ese error de apartamento se convirtiera en su prisión. Le daba gracias a Dios por Jayne.

Mientras tiraba del pestillo de la puerta, Saraub golpeó una vez más: ¡Pam!

Entonces, de repente, una anciana gritó.

—¡No se subarrienda! ¡Estoy llamando a la policía!

A lo que siguió otro rasposo grito femenino.

—No está en casa. ¡Déjala en paz!

Y luego el barítono.

—¿Qué es esto, joven? ¡Usted no vive aquí!

Audrey abrió por completo la puerta y se preguntó por un instante si accidentalmente se había mudado a una residencia de ancianos. Cerca de diez vecinos estaban parados en el pasillo. A diferencia del manicomio de Betty, ninguno tenía caspa en los hombros o babeaba. En cambio, sus implantes de pelo, sus pelucas y sus calvas rociadas con spray estaban peinadas al estilo de los tirabuzones de Claudette Colbert y al modo cortinilla de un dandi.

Algunos agarraban firmemente unas copas de cóctel llenas de un líquido marrón y con cerezas… ¿Manhattan? Llevaban vestidos de cóctel y elegantes trajes que se habían descolorido con los años, pero que, sin embargo, estaban bien conservados. Sus pieles estaban estiradas, por lo que podía ver las formas de sus cráneos y las venas azules. Más cirugía. Algunos estaban bien, otros espantosos. Eran cerca de las doce de la noche de un lunes y esos fósiles habían dado una fiesta.

Uno de los ancianos incluso llevaba una máscara blanca de porcelana con agujeros para los ojos y la nariz, pero no para la boca. Pensó que podría estar recuperándose de una reciente y drástica cirugía. Galton, Jayne lo había mencionado.

La anciana de la puerta de al lado, el 14C, la señora Parker, había cambiado su bata por un traje de cóctel negro con lentejuelas, que revelaba unas piernas de pollo con colgajos. Un horror, pero peor era su pintalabios naranja, esparcido a lo largo de la piel de su labio superior.

—¡No subarrendados! —chillaba.

—No me gustan los desconocidos. Me producen sueños terribles —murmuró Galton a través de su máscara.

Un hombre alto que vestía un esmoquin con pajarita gritaba:

—¡Los siameses son de Siam!

Daba golpes con lo que parecía el bastón de Edgardo… en un ataque senil. ¿Se lo había robado a su propio portero?

—Cállateeeee, Evvie Waugh, ¡antes de que te tire una copa!

La señora Parker chillaba detrás de él.

El tipo más cercano al apartamento de Audrey se agachó para que su centro de gravedad estuviera nivelado y luego le levantó a Saraub sus puños temblorosos por el párkinson como si fuera a lanzarle un puñetazo. Su cara se puso tan roja que pensó que podría reventar.

—¡Deja en paz a la jovencita!

Los ojos de Audrey se toparon con los de Saraub e intercambiaron un simple pensamiento: ¿Qué demonios es esto?

Saraub alzó las manos sobre la cabeza, con las palmas abiertas. El sudor le cayó por sus gruesas y negras cejas y se paró en los hombros, que tenía en alto. Su chaqueta era un bulto arrugado a sus pies, donde debía de haberla dejado caer.

El del párkinson no se movía. Audrey temió que el estrés le hubiera provocado un ataque al corazón.

—Lo siento —anunció—. Está bien. Por favor, es un asunto personal. Espero no haberlos molestado.

En vez de retirarse, el hombre tembloroso avanzó lentamente, como si hubiera decidido que era una esposa maltratada defendiendo a su marido maltratador.

Evvie Waugh (¿14D?) alzó el bastón como un bate de béisbol y se preparó para batear. La visión era terrible y ridícula.

Saraub jadeó y los ojos se le salieron de las órbitas. Odiaba estar metido en problemas, incluso aunque fueran imaginarios.

—De verdad, gente. Está bien —les gritó.

Jayne asomó la cabeza por detrás del hombro de Audrey y los saludó.

—¡Está todo bien! —añadió con un fuerte e incontenible placer—. ¡Estamos de noche de chicas!

Audrey puso la mano en la espalda de Saraub y él bajó los brazos.

—Éste es mi novio. —Se estremeció por el uso incorrecto de la palabra, pero ese no era el momento para distinciones—. Lo siento mucho. Normalmente no nos peleamos… Este no será un espectáculo habitual de medianoche —dijo ella—. Pueden regresar a… su fiesta.

—¡Novio! Edgardo dijo que era soltera. No me lo esperaba. No me gustan las sorpresas. ¡Se acabó la fiesta! ¡Se arruinó toda la noche! —chilló la señora Parker. Luego regresó dando fuertes pisadas al 14C.

Evvie bajó el bastón. Galton, él y un puñado de ellos siguieron a la señora Parker de vuelta al 14C, donde Audrey imaginó que habían estado teniendo una orgía de pomada Bengay. Olían a eso. Daba gracias a Dios por las insonorizadas paredes de escayola.

—Solo mientras estés bien —anunció el señor del párkinson a Audrey, sin siquiera mirar a Saraub.

—Marty Hearst, ella está bien —le dijo Jayne al hombre tembloroso. Entonces ella sacudió la mano como si fuera una escoba, barriéndolo—. ¡A poner pies en polvorosa!

Tímidamente, Marty Hearst bajó sus puños y se retiró con los otros. Con las bebidas en la mano, el resto de ellos deambulaban hacia el apartamento cercano a la escalera de incendios.

—Buenas noches a todos —gritó Audrey. Luego recogió la chaqueta de Saraub del suelo y entraron en el 14B. Brincando sobre su zapato de tacón, Jayne la siguió. Saraub siguió la fila, cerró y pasó el pestillo tras él.

—¡Chiflados! —comentó Audrey.