Noche de chicas
(Todo el mundo la caga alguna vez)
Mientras Audrey cerraba la puerta del 14B en el Breviary, Jayne salió con paso firme del 14E con un par de muletas. En un pie llevaba un zapato negro de tacón de aguja de casi diez centímetros. En el otro llevaba un calcetín verde de lana por la rodilla. Debajo del calcetín tenía una venda. Apuntó con el pie del calcetín a la esbelta cintura de Audrey, como si estuviera retándola a un duelo de kárate.
—¡Señorita! —gritó.
Audrey no estaba de humor. Había tenido suficiente por un día. Aparte, eso era desquiciante. Jayne debía de haber estado esperando a escuchar el sonido de las llaves de Audrey toda la tarde.
Jayne movía los dedos dentro del calcetín.
—¡Señorita! —repitió nerviosa, como si la posibilidad de ser ignorada o insultada en ese momento tampoco fuera nada nuevo.
Audrey la sacó de su sufrimiento.
—¡Hola!
En el 14C, la misma anciana que vestía la bata vintage esa mañana abrió la puerta y sacó la nariz. No su cara, sino su pequeña y puntiaguda nariz y un mechón de su pegajoso pelo blanco. En el lado opuesto al 14B, en el 14A, otra puerta se entreabrió lo suficiente para que Audrey pudiera ver la parte superior de una frente vieja y quemada por el sol, de un género indeterminado. El momento fue surrealista. Justo al instante, ambas puertas se cerraron.
Jayne descendió suavemente el pie con el calcetín hacia el suelo.
—Me caí —comentó—. Es un esguince de rodilla. Estoy coja, pero aun así estrenaré monólogo el sábado por la noche. Nada podrá impedírmelo. Estas mierdas ocurren todo el tiempo, pero tienes que seguir adelante, ¿sabes? Nunca puedes abandonar, ¿no es cierto?
Jayne miró a Audrey con lágrimas en sus ojos verdes, y Audrey pensó: Esta mujer sabe poner el dedo en la llaga de las emociones. Mejor dicho, esta mujer es totalmente pura, como la piel que aunque se frota suavemente, sangra.
—No, no lo puedes dejar escapar, Jayne. Lo siento mucho. ¿Qué ha pasado?
Jayne enjugó sus lágrimas pasando los pulgares justo por debajo de sus pestañas inferiores, por lo que no corrió su maquillaje, que parecía haber sido aplicado con espátula. Por primera vez en mucho tiempo, Audrey estuvo tentada de tocar a otra persona. Así que lo hizo. Puso su mano en el huesudo hombro de Jayne, aunque luego no estaba muy segura de qué hacer con ella.
Sonriendo intensamente, pero con una voz temblorosa, Jayne dijo:
—Un taxi me atropello de camino al trabajo. No había dormido bien, he estado teniendo pesadillas desde hace tiempo. Bueno, de todas formas, no estaba mirando cuando crucé la calle. Como una idiota. ¡Soy una idiota!
Sacudió su cabeza en señal de disgusto, aún luciendo esa incómoda e intensa sonrisa.
—Rodé por el capó del coche como un especialista de cine o algo así. Estoy toda magullada, pero no tengo nada serio, excepto la rótula dañada —dijo. Entonces su voz se hizo más alta, como si en cualquier momento se fuera a romper.
»¿No es irónico? Estreno una escayola la víspera de mi gran estreno.
—Eso es horrible —dijo Audrey. Para su sorpresa, las lágrimas también se acumulaban en sus ojos. Era horrible que le pasara algo así a una chica tan dulce y frágil.
—¿Pillaron al conductor?
—No, algún tío hindú con turbante. Deberían deportarlos todos a Irán. Bombardear ese desierto por completo hasta reducirlo a cenizas.
Audrey frunció el ceño.
—¿India o Irán?
Jayne asintió con la cabeza.
—Es verdad, lo olvidaba. Los hindúes son de la India. Quienes sean los que acaparan las bombas nucleares: el que me hirió es de esos… La cosa es que soy muy divertida, Addie, ¿te importa que te llame así?
—Supongo que no.
Audrey quitó la mano del hombro de Jayne. Mala idea esto de tocar.
—Bien, me gusta más Addie. Audrey es como muy convencional y tú eres muy guay.
Audrey sonrió. La habían llamado de muchas maneras en su vida. «Guay» era una buena novedad.
Jayne siguió hablando.
—No puedes imaginar lo divertida que soy, de verdad. Esto no me va a hundir. Lo convertiré en parte del espectáculo. Se mearán encima.
—Por supuesto que lo harán —dijo Audrey.
Jayne sonrió tan dulcemente que Audrey lo hizo también.
—Sabía que eras increíble. ¿Sigue en pie lo de la cena? Estoy hambrienta.
La idea era tentadora, pero estaba cansada y no estaba segura de poder aguantar despierta mientras Jayne parloteaba durante la cena.
—Sí —dijo finalmente, decidiendo que prefería la compañía.
Abrió la puerta del 14B y entonces recordó la cosa que había construido y que estaba dentro del armario y se paró en seco.
—¿Qué pasa? —preguntó Jayne.
Se le escapó una bocanada de aire. Imposible de explicar. Estaba lejos, al final del pasillo, en la sala. Quizás podía esconderlo antes de que Jayne lo viera. Tal vez Jayne estaba tan chiflada que ni se daría cuenta.
—¿Es algo de un chico? —preguntó Jayne.
Audrey estuvo a punto de negar con la cabeza y entonces se dio cuenta de que sí, en cierta manera, era por un chico.
—Sí…
—¿Estás bien?
Audrey miró el cartel de latón en el que se leía 14B. Los chicos de la mudanza habían dejado una marca negra de un roce, y la limpió con la mano.
—No, creo que no. Tengo un trastorno obsesivo-compulsivo y me hace hacer cosas. Nunca he tenido tratamiento, pero creo que debería tenerlo. También tengo otros problemas.
Era una perfecta desconocida, no podía creer que le hubiera confesado tal cosa. Ostras, ni siquiera había sido capaz de decírselo a Saraub, pero quizás esa era la razón por la que lo estaba diciendo ahora. Porque debía habérselo dicho.
—¿Ese trastorno hace que te acuestes con cualquiera? —preguntó Jayne.
Audrey soltó una rápida carcajada, aunque enseguida se puso seria, al darse cuenta de que Jayne lo decía en serio. Entró en el apartamento y Jayne la siguió con sus muletas como un ansioso cachorro, por lo que se apresuró y amplió la distancia entre ellas. Jayne no pudo alcanzarla.
—Lo siento. ¿He dicho uno estupidez? Pensé que tal vez te obligaba a irte a casa con extraños. Eso es una compulsión, ¿no? Jayne le gritaba desde el largo pasillo.
Audrey corrió. Las puertas de las habitaciones vacías estaban abiertas, la pintura blanca brillaba.
—No, simplemente es gracioso porque era virgen hasta hace dos años y medio —gritó, tan preocupada por ocultar la puerta, que había sido más honesta con Jayne de lo que había pretendido.
Tras ella, el sonido que hacían las muletas de Jayne era un leve ¡toc-toc! seguido del sonido resbaladizo de su calcetín mientras lo arrastraba por el suelo.
—Oh, yo no. Yo perdí la virginidad cuando tenía doce años —cotorreaba Jayne.
—¿En serio? —le preguntó Audrey, aunque no la estaba prestando atención. Se encontraba en la sala de estar mirando hacia la puerta. Era lisa y robusta. Las fibras de cartón eran suaves como plumas. Había planeado destrozarla y dejar las cajas tiradas en un montón una vez que les quitara la cinta adhesiva, pero ahora le parecía un desperdicio. Todo lo que necesitaba era un pomo y un marco. ¡Toc-toc-slip!
Jayne. El sonido estaba más cerca, y Audrey guardó la puerta y cerró el armario justo cuando Jayne cojeaba por el pasillo y se adentraba en la habitación. Estaba hablando y Audrey se dio cuenta de que había estado haciéndolo durante un rato.
—… son tan mezquinos. Tengo una actuación sobre eso: Los hombres con los que quedaste y nunca te llamaron, finge que murieron. No es muy ingenioso, pero tienes que admitir que es cierto. Yo tengo como unos cincuenta novios muertos.
Las muletas de Jayne chirriaban contra el parqué. Era extraño tenerla allí. Sus órganos, el estómago, los pulmones, el corazón e incluso su cerebro ya no estaban dentro de ella. Estaban expuestos, su cuerpo era una autopsia abierta. No estaba acostumbrada a las visitas. Quería estar sola.
Quiero terminar la puerta, pensó.
—Mal ventilado —dijo Jayne y se dirigió con las muletas hacia la torrecilla. Intentó abrir la ventana con fuerza pero esta no cedió. Audrey la miró enfurecida. ¿Qué estaba haciendo esa mujer tocando sus cosas? La cosa que se había tragado cuando entró por primera vez en la sala se desplegó como si se despertara, estirándose. Sabía que era su imaginación. Una fugaz obsesión que en un día, una semana o un mes desaparecería, solo para ser reemplazada por algo igual de estrafalario. Así era la naturaleza de su enfermedad. Aun así, parecía real.
Con un empujón final, Jayne abrió la ventana de la torrecilla. Los pájaros con los ojos rojos de las vidrieras se levantaron y se doblaron sobre sí mismos. Una fresca brisa de otoño se abalanzó sobre la sala. El aire fresco reemplazó al polvo estancado. El cambio fue bueno. La cosa de su estómago aún seguía ahí.
—¡Aquí! —exclamó Jayne—. ¿Podemos comer aquí? He estado encerrada todo el día.
—Pero no tengo ningún mueble —dijo Audrey.
—¿Algo de comer?
Audrey movió la cabeza.
—Tengo pelusas, eso es todo. Quizás esto sea una mala idea.
Jayne se balanceó en sus muletas y entonces sacó su móvil.
—¡No, es una gran idea! Comida china. Marcas y son los más rápidos. ¿Qué quieres?
Audrey suspiró y se rindió.
—¿Pollo Tsao?
Jayne hizo el pedido y añadió judías verdes al vapor con ajo para ella.
—Estoy a dieta, por lo que solo puedo hacer una de cada cuatro comidas. ¡No te puedes creer lo hambrienta que estoy ahora mismo! —dijo, articulando con los labios, mientras esperaba a que el chico al otro lado de la línea le dijera cuánto era el total.
Tras colgar el teléfono, Jayne inspeccionó el colchón y el abrigo convertido en manta para dormir, la tele de hacía diez años y la banqueta del piano en la que estaba apoyada.
—Necesitas cosas —le dijo—. Deberíamos ir de compras antes de mi estreno esta semana. Esto parece una especie de El apocalipsis de los zombis contra las gemelas Olsen, ¿me entiendes?
Audrey sacó dos sillas plegables que había encontrado en el armario de la cocina y las colocó enfrente de la torrecilla.
—¿Crees que es espeluznante?
Jayne se sentó en la silla y apoyó su pie lastimado en la repisa de la ventana.
—¡Totalmente! Deberías limpiar las paredes con lejía para quitar los malos residuos físicos. Joder, A, deberías tirar una bomba en este lugar. De todas maneras, esa mujer era como una cucaracha.
—¿La conociste? —preguntó Audrey.
Jayne asintió. Su base de maquillaje y la sombra de ojos azul eran como un cartón espeso, como el maquillaje de una vendedora de cosméticos Mary Kay en 1986. Audrey podía ver marcas de varicela bajo su maquillaje. Era como si sus mejillas y su frente hubieran sido marcadas con una espátula.
—¿Cómo era?
Jayne suspiró.
—Se suponía que tenía una gran voz. Todos los periódicos escribieron sobre eso, que tenía un talento que nunca fue explotado porque se convirtió en una asesina; fue trágico que ella muriera. Resulta menos trágico cuando los asesinos desconocidos mueren. Mi hermana es física nuclear. Inventó esa bacteria que come vertidos de petróleo en el Ártico. Ella tiene el doble de cociente intelectual que yo. El mío está por debajo de la media, pero apostaría a que ya lo habías adivinado. De todos modos, física nuclear. Pensarás que es un trabajo inventado, ¿no?
Audrey se encogió de hombros.
—Quizás mintió y realmente es cocinera en Sizzler.
Jayne sonrió.
—¡Exacto! Tú también eres graciosa. Puedo decir, en nuestro segundo encuentro, que eres simpática y guay.
—Cierto, la chica más popular en Hinton, Iowa —dijo Audrey. Quería que sonase a broma, pero Jayne no se rió.
—Es obvio. Mataría por esos pómulos. Nunca te has teñido el pelo, ¿verdad? Morena natural.
Audrey hizo una mueca. Le llevó unos segundos darse cuenta de que Jayne no estaba tomándole el pelo. Entonces se rió.
—Gracias, Jayne.
—¡Como una modelo! A pesar de toda esa publicidad, yo nunca la oí cantar. Solo escuché a la niña, la hija de Clara.
El sonido del nombre del monstruo dejó a Audrey con la boca seca.
—La niña solía dar golpes en las paredes mientras cantaba Hard Knock Life. Era Annie en la obra del colegio. Ya sabes: «¡La vida es un duro golpe para nosotros! En vez de besos, ¡nos echan! ¡Cuando estás en un or-fa-na-to!».
Jayne cantaba la letra al estilo de Henry Higgins. Su voz de tono alto era sorprendentemente melodiosa.
—Una cosa muy mona, verdaderamente bonita. Si hubiera sido mayor, le hubiera dado una minibotella de champán, pero a la madre no. Por mí se podía beber un bote de desinfectante para el baño. Y, entonces, un día… —La voz de Jayne se rompió—. Un día volví a casa y el descansillo estaba húmedo porque las botas de los de servicios de emergencia estaban empapadas con toda esa agua.
Audrey apretó los puños y miró por la ventana. Los pájaros negros se doblaron uno encima de otro en la ventana abierta, mirando como si hubieran sido capturados dentro del cristal. Esos pobres niños.
—¿Te imaginabas algo? —preguntó Audrey.
Jayne se bajó el calcetín verde y se desenrolló la venda. Luego presionó los dedos contra la herida húmeda que estaba manchada con yodo y con hilos de lana del calcetín. Retiró los hilos húmedos, hebra por hebra, del coágulo. Aprensiva, Audrey desvió la mirada.
—He pasado por muchas cosas, ¿sabes? Así que debería haberlo adivinado. Pero ¿quién se iba a imaginar algo como eso? Es impensable.
Se arrancó otro hilo y lo miró como si le fascinara. Lo dejó caer en su regazo y sacó otro. El coágulo de la herida se rompió y empezó a supurar.
—¿Esa es la razón por la que el alquiler es tan barato? —preguntó Audrey.
Jayne se encogió de hombros.
—Me mudé al mismo tiempo que ella. Antes de que viniéramos solo había propietarios. Éramos las primeras alquiladas que habían tenido. No conocerían a nadie mejor… Desde que ella murió, tengo pesadillas.
Audrey estaba mirando por la ventana. Podía ver las últimas plantas oscuras del Parkside Plaza. Un montón de gente había muerto cuando la bomba explotó. Cuando uno se da cuenta de todas las tragedias que han ocurrido, el mundo entero parece embrujado.
—¿Has visto alguna vez a un hombre con un traje de tres piezas…? —comenzó a preguntarle, pero Jayne la interrumpió.
—¡Ya sé lo que necesitamos! ¿Te importaría ir a mi apartamento y coger algo de vino? Tengo una botella de vino tinto en la encimera de la cocina. Es la misma distribución que este piso pero no tan del tipo Romero se enfrenta a Cronenberg: ¡A luchar!
Audrey dio un respingo en su silla. Decidió que le gustaba tener a Jayne alrededor. Era mejor que estar sola.
—Me encantaría. ¿No te importa si entro sin ti?
—Pfff… —dijo Jayne—, ¡qué demonios!
—¿No necesito tus llaves?
Jayne negó con la cabeza.
—Nunca cierro con llave. ¿Qué me van a hacer? ¿Robar mis abalorios de plástico de Mardi Gras? La gente de este edificio tiene Picassos, son viejos lobos de mar. Dinero viejo y mala cirugía. Puedes vestir a una bruja de Dior, pero nunca la convertirás en una chica de portada.
—¡Totalmente! La señora de la puerta de al lado es una mutante.
—¡Ah, sí! La señora Parker, del 14C. La escritora, bueno, la crítica, creo. Solo se llama ella misma escritora. Bebe, de ahí lo de sus ropas tan graciosas. Todos beben. Demasiadas herencias y pocos caniches en los que gastarlas. Así que, ¿vino?
—¡De acuerdo, vino! Audrey se rió y comenzó a recorrer el pasillo. Mientras caminaba, cerró las puertas del dormitorio y de la cocina. Las cosas abiertas nunca le habían gustado. Como las cosas medio hechas o las invitaciones a lo desconocido.
El apartamento de Jayne era más luminoso, pero no mucho más. Estaba orientado hacia el norte y tenía vistas a la biblioteca Miller de la universidad de Columbia. El aire era casi igual de agobiante, aunque también apestaba a humo de tabaco. La puerta del dormitorio principal estaba abierta y vio que las sábanas blancas y el edredón rosa oscuro de satén de la cama no estaban extendidos… ¿era Jayne una mojacamas también?
En el cuarto de invitados había columnas de revistas ordenadas en montones (Entertainment, Weekly, Vanity Fair, Star, Ok!, People…). No había ningún mueble excepto una silla satélite rosada de la tienda Pier 1, pequeña e incómoda, como si la hubieran hecho para una niña más que para una mujer adulta. En la cocina había más ceniceros, todos llenos. Se fumaba las colillas hasta el filtro, no dejaba ni una pizca de lo blanco. Había una concha de playa llena de Winstons medio sumergida en un agua gris y llena de cenizas en el fondo del fregadero. Aparentemente, tampoco Jayne tenía muchos invitados.
El vino y un par de vasos limpios estaban en la encimera, junto con una delgada hilera de hormigas rojas que se arrastraban por una grieta en el escurridero. Las aplastó con los dedos, cogió lo que necesitaba e inspeccionó el apartamento. Exceptuando el de Saraub y los de Betty, nunca había estado sola en el apartamento de nadie. Era agradable ser confiada de esa manera. Entonces se acordó de que ahora mismo Jayne estaba sola en el 14B, tal vez husmeando en los armarios (¡La puerta!), así que se dio prisa y buscó un abridor. Lo encontró sujeto a una antigua nevera marca GE por un imán de la serie Sexo en Nueva York (en él ponía «¡Quiquiriquí! ¡Los treinta son los nuevos veinte! ¡La mía es más grande que la tuya!»).
También en la nevera, había alrededor de unas diez fotos de pelirrojos ordenadas por edad, de infantes a octogenarios, claramente emparentados. Ojos azules y piel blanca. Una gran familia de primos, tíos, padres y hermanos. Había una única y recurrente morena en cada foto. Estaba debajo de los otros y no sonreía. Audrey quitó el imán de «Quiquiriquí» y levantó una foto en color que parecía haber sido tomada en los años ochenta. Jayne. Los pequeños rasgos de la morena parecían más ratoniles que delicados, y apartaba la vista ante la cámara: era un pato entre cisnes.
—Jayne, dulce Jayne. —Audrey chasqueó la lengua. Luego volvió a colocar la foto. No es de extrañar que se tiñera el pelo de rojo.
Antes de irse, Audrey pasó rápidamente una bayeta a la encimera para limpiarla de hormigas, migas, café seco y ceniza. Nunca había sido buena explicándolo, especialmente a su compañera de habitación del primer año de universidad, quien la había echado después de un mes, pero ordenar las cosas de aquellos por los que se preocupaba era su manera de protegerlos. Cuando todo estaba colocado en su sitio correcto, no había espacio en la habitación para las cosas malas.
Llegó al 14B con la botella de vino justo cuando el telefonillo empezaba a sonar indicando que llegaba la comida china. Jayne estaba sentada tranquilamente cuando volvió. Parecía más calmada que cuando la encontró en el pasillo hacía media hora. Quizás hacer amigos fuera difícil para ella también.
Empezaron a comer. Su pollo Tsao era más bien ternera grasienta con sal sódica, pero cumplió su misión y llenó el agujero de su estómago gruñón. Se comió la mitad del plato sin levantar la vista.
A su izquierda, Jayne arrugaba la nariz ante las judías verdes, pero sin comérselas, y luego le daba tragos al vino.
—¿Puedo coger de lo tuyo? —preguntó.
—Intercambiemos —dijo Audrey, y se pasaron los platos.
—¿Quieres ver la tele? —Audrey le preguntó después de un rato. Se sentía como en una cita. ¿Qué hacen dos mujeres solas cuando están juntas? No tenía que haber pagado la cena. Ahora Jayne, probablemente, se habría llevado una impresión equivocada y habría pensado que iban a volverse lesbianas.
—No, a menos que tú quieras. La he visto durante todo el día. Luke y Laura están fosilizados. Hospital general con momias. Solía ver a hurtadillas los culebrones cuando era pequeña, porque ese tipo de cosas no estaba permitido de donde vengo: soy mormona. Ahora estoy pensando en demandar a la ABC por volverme estúpida, o a la marca de atún Bumble Cee. Mi madre lo comía cuando estaba embarazada de mí y creo que el mercurio me provocó daños cerebrales.
Audrey nunca había visto ningún culebrón, excepto los hispanos en la lavandería de la avenida Amsterdam. Montones de primeros planos de lágrimas solitarias cayendo por sensibleras mejillas. Fuera, el Parkside Plaza era el único edificio en la hilera de la calle 59 cuyas luces superiores estaban apagadas. Los andamios solo llegaban a la planta 45 y no todos los escombros habían sido retirados. Durante meses, tras el atentado, la gente había encontrado huesos humanos esparcidos por toda la manzana.
—Tuve que hacer una presentación hoy —dijo Audrey.
Jayne sonrió. Las cicatrices de la varicela eran más visibles cerca de su boca, donde la sangre se drenaba y la piel estaba tirante.
—¿La hiciste? ¿Qué pasó?
—Perdí el control al principio. Vi algo… pero luego fue bien. A todo el mundo le gustó, incluso a mi horrible jefa, quien se suponía que era la que la iba a hacer.
Jayne chocó su vaso contra el de Audrey.
—¡Viva Audrey! ¡Fuera su horrible jefa!
Audrey alzó su vaso y tomó un sorbo.
—Gracias —dijo. De repente, se sintió cálida y feliz. Había estado muy sola ese último mes y por ello había actuado de una manera más extraña de lo habitual. Era raro, pero solo se dio cuenta en ese momento, después de comer con los chicos y de cenar con Jayne, de que ya no estaría sola nunca más.
»La cosa que vi… ¿Dijiste que estabas teniendo problemas para dormir…?
Jayne la interrumpió.
—¿Sabes cuál es mi problema? Soy una necesitada. Llamo como unas cinco veces al día. Es una locura. No puedo hacer nada. Sé lo que eso le parece a un tío. Soy una hiperlunática con arrugas y un mal trabajo, pero no puedo remediarlo.
—No, estás bien —dijo Audrey.
—Al menos estoy delgada, eso es importante. No tan delgada como tú, pero delgada.
Audrey se miró a sí misma. Jayne estaba en lo cierto. Si quería, podía quitarse la falda sin desabrocharla. El resultado no era favorecedor. Hoy, en el espejo del trabajo, su cara parecía demacrada y sus ojos estaban irreconociblemente hundidos: parecía mayor.
—¿Has tenido citas últimamente? —preguntó Audrey.
Algo le decía que la respuesta era sí y que habían ido como el descarrilamiento de un tren.
Jayne se mordió la comisura de los labios y entornó los ojos.
—Unos cuantos fracasados. Hay un tipo que me gusta. Es más del tipo madurito, ya entiendes lo que quiero decir. ¿Es tan terrible? ¿Piensas que lo es?
Audrey se encogió de hombros.
—Depende. ¿Lleva pañales?
Jayne dio una palmada de alegría imaginándoselo.
—Probablemente, ¡es muy mayor! Pero es bueno para mí. Esta vez estoy siendo supersticiosa no hablando de él hasta que esté segura… ¡espera! ¿Cuál es tu problema con los hombres? ¿No tenías uno también? —preguntó Jayne.
Sorbía mientras bebía, a pesar de que el vino estaba en un vaso. No era una tarea fácil.
Audrey pensó en la pelea de la noche anterior, su estancia en el Golden Nugget y los años que había estado con Saraub antes de eso. Lo resumió.
—Soy una estúpida —dijo—, pero él no es un santo.
—¿Compromiso? —Jayne preguntó.
—¿Cómo lo sabes?
Jayne asintió.
—Porque en una ruptura alguien siempre es el estúpido y el otro es siempre el necesitado. Yo preferiría estar más en tu lado que en el mío.
—No. Aunque parezca el mejor lado, no lo es.
—Sí, pero parezco un zombi de los de por aquí. Mis heridas tienen heridas —bromeó Jayne. La broma no tuvo gracia porque era la pura verdad.
—Sí, pero la gente como tú acaba con alguien porque es abierta. Te arriesgas —dijo Audrey. Entonces miró su blusa salpicada de café. Sus manos estaban suspendidas sobre su regazo, apartadas, a la distancia exacta. Más perfectas que nunca. A su lado, Jayne se dejó caer en la silla, con los brazos en jarra y los dientes manchados de vino tinto. Cayó en la cuenta de que mientras Jayne probablemente se liberaría de esta existencia de mujer extraña, sola y soltera de Nueva York, ella no lo haría porque estaba en el lado equivocado de la pelea. Ella era la estúpida. Metió las manos en los bolsillos para consolarse y se alarmó al no encontrar nada. ¡El anillo! Tocó por todas partes. Ni una sola vez desde que se lo había dado lo había perdido de vista. Así que, ¿dónde estaba? ¿Aún en los pantalones de ayer? Intentó tranquilizarse, pero la obsesión la sobrepasó. Corrió hacia el armario, mostrando la puerta a medio construir; luego se agachó y desenrolló los pantalones del día anterior de la toalla donde los había metido. Una cosa afilada dentro de sus bolsillos húmedos y con olor a amoníaco le cortó el nudillo. Lo agarró fuerte y lo metió dentro del bolsillo de la falda como si fuera un secreto. Cuando volvió junto a Jayne, estaba llorando. Pequeños sollozos en su profundo, oscuro y terrorífico apartamento.
—La jodí —dijo.
Jayne se escabulló de su silla, luego se agachó y frotó la espalda de Audrey con la mano. El gesto fue lo suficientemente confortable como para permitir a Audrey liberarse y llorar más fuerte.
—Yo meto la pata como unas dos veces al día. Mi padre dice que soy más decepcionante que su perro, que está muerto, por cierto. Un pitbull muerto llamado Pudge, y yo soy la decepción.
Audrey se rió un poco mientras seguía llorando.
—Todo el mundo mete la pata, a menos que sean unos aburridos —dijo Jayne.
—¿Alguna vez la has fastidiado y encima porque lo querías demasiado? —le preguntó Audrey.
Jayne se reclinó hacia el otro lado de la silla y tomó un rápido sorbo de vino. Luego volvió.
—Ningún hombre quiere llegar a conocerme bien a menos que sea de mi familia. Y nunca he llegado tan lejos.
—Perdóname.
—Está bien, no estoy celosa —dijo Jayne—, todo el mundo es diferente. Dejé lo de los celos hace mucho tiempo, porque no soy buena en nada excepto para la comedia.
—Eso no es verdad —dijo Audrey.
Jayne se encogió de hombros.
—Parezco una señorona, ¿verdad? A quién le importa. ¿Y cómo la cagaste?
Audrey se sorbió los mocos.
—Él me lo propuso y yo le dije que sí. Pero luego me asusté porque tengo este problema. Los dos tenemos problemas, así que le dije que no y me mudé —le explicó.
—¿El TOC?
Audrey expulsó un último suspiro pero consiguió mantenerse bajo control.
—Supongo. He estado muy trastornada últimamente. Este apartamento… En realidad, podría estar loca.
—Eso es muy malo —dijo Jayne. Entonces se puso a su lado, rellenó los vasos y le dio uno a Audrey. El acto fue muy natural, y Audrey se preguntó si eso vendría de haberse criado rodeada de una familia.
—Espero que no te importe que nos hayamos reunido y yo te esté contando mis problemas —le dijo.
Jayne se encogió de hombros.
—Estoy en el mercado de los amigos. Ocho hermanos y hermanas y aún soy la única que está soltera. ¡Oh! ¡Ya sé qué te animará! ¡Un juego!
Jayne se echó hacia atrás y se rascó la rodilla. Sus dedos salieron manchados de un rojo brillante.
Sin pensarlo, Audrey dobló una servilleta por el lado limpio y se la dio.
—Deja de martirizarte —le dijo.
Jayne asintió, como si lo hubiera oído mil veces antes y ya no lo soportara. Apoyó la servilleta en el coágulo roto.
—¿Cuál es la cosa más embarazosa que te ha ocurrido jamás? —le preguntó.
Audrey movió la cabeza.
—Pensar en algo como eso no me va a hacer sentir mejor, Jayne, ya lo sabes.
—Lo hará, siempre funciona. Confía en mí. Normalmente soltaría alguna gilipollez para reírnos, pero te contaré algo de verdad. Te contaré mi momento más embarazoso número 10.
Se inclinó hacia atrás y se rió tontamente. El sonido fue puro placer.
—¿El décimo? ¿Llevas la cuenta?
Su respuesta fue seria.
—Son muy importantes las cosas que te parecen vergonzosas. Lo gracioso puede estar en el límite de lo hiriente, o simplemente ser una bufonada. He estudiado lo gracioso.
Las luces de la ciudad se reflejaban en sus ojos verdes y alargó el silencio para estar segura de que tenía toda la atención de Audrey. Su sentido de la teatralidad hizo a Audrey tener curiosidad sobre su actuación.
—Vale —dijo Jayne finalmente—. Esto me ocurrió hace mucho tiempo. Me acababa de escapar a Nueva York y me estaba volviendo loca porque esto era muy libre y diferente a Salt Lake. Mi pelo era morado, imagínatelo. Superpunki. Estaba sirviendo mesas en el antiguo Howard Johnson, en Broadway, y vivía en aquella residencia de estudiantes en el Upper West Side. Solía caminar por la ciudad y mirar a la gente cuando tenía tiempo libre. Los miraba y pensaba que, aunque no lo sabían, yo algún día sería famosa. De todas maneras, tenía una cara de niña que no podía con ella, por lo que tenía que utilizar una identificación falsa para entrar en las salas de monólogos. Era una de esas plastificadas que se solían comprar en Times Square y en las que ponía «Carné de Identidad Oficial». Probablemente no las recuerdes, pero eran tan reales como los billetes de tres dólares. De todas formas, esa noche fui al Caroline Comedy Club y conocí a un chico que había estado en el programa de David Letterman, ¡dos veces! Era como hablar con un famoso. Así que me marche con él.
Audrey la paró, estupefacta.
—¿Cuántos años tenías? Jayne sonrió como una esfinge.
—Quince. Audrey se puso pálida. Pasó un duro momento imaginando vivir en esa ciudad a tan tierna edad. La metáfora que le vino a la mente fue un cordero listo para la matanza, Jayne continuó.
—Por lo menos, el chico me llevó a su palacio con todo pagado en el Upper West Side. Había crecido en Nueva York, así que lo había heredado. Por eso esta gente se queda atrapada. Al igual que pasa con la gente que vive en el Breviary. Heredan y entonces nunca tienen que trabajar en trabajos de verdad, por lo que olvidan cómo hacerlo. Nunca tienen hijos, son los últimos de su línea sucesoria. Tendríamos que llevarnos bien con ellos. ¡Podríamos heredar el edificio entero! En resumidas cuentas, me ofreció unas cuantas copas, vodka con naranja, creo. Después de eso, me enseñó a esnifar coca sobre su culo y luego lo hizo en el mío. El mejor colocón de mi vida.
Audrey movió la cabeza de un lado a otro.
—Eso es realmente asqueroso.
Jayne asintió.
—Especialmente cuando eres alérgica porque tienes el colon irritable. Me cagué en su cama. Entonces me sentí tan avergonzada que salí corriendo. Nunca le di mi número de teléfono. Tal vez sea mi alma gemela, pero tuve que dejarlo porque me cagué en su cama. Lujosas sábanas color gris pizarra, nunca lo olvidaré.
Los segundos pasaron. Audrey no sabía qué decir. ¿Se suponía que debía consolarla? ¿Era una especie de prueba? ¡Qué historia tan terrible! Peor que eso, estaba ensayado. ¡Lo había dicho antes! Finalmente, Audrey no pudo evitarlo. Un ataque de risa surgió de su pecho.
—No… ¡es mentira!
—Es verdad —dijo Jayne, riéndose también.
—¿No pudiste hacerlo en el baño? —Las lágrimas le saltaban por el rabillo de los ojos.
—No —dijo Jayne. Ahora se reía muy alto—. ¡Ja, ja, ja, ja! Yo pensaba que estaba muy sexi y entonces…
Su cara se puso roja como una manzana.
—¡Salió todo! Demasiado tarde para hacer algo que no fuera correr.
—¡Oh, mierda! —gritó Audrey.
—¡Exacto! —gritó Jayne.
Audrey se estaba riendo tan fuerte que le dolía el estómago.
—Estoy avergonzada solo de pensarlo —dijo Audrey—. Indirectamente has conseguido que me avergonzara.
—Sí, yo también lo estoy. Lo bueno es que no fue mi nariz o hubiera sido mucho peor. No sé si era alérgica a la coca o a algo con lo que estuviera cortada, pero sangré un buen rato. Todo el mudo dice que eso no te puede pasar la primera vez, pero le ocurrió alguien, a mí.
Audrey se estremeció. Esa parte no eran tan divertida.
—Oh… qué putada.
—Así que le tocó pagar la tintorería.
—Se lo merecía. Eras demasiado joven. Espero que pillara una intoxicación y terminara en un hospital.
Jayne se rió por lo bajo.
—Quince años tampoco es ser tan joven.
Audrey movió la cabeza.
—No, Jayne, es ser demasiado joven. Eras una niña.
Jayne inspeccionó su rodilla herida, disfrutando de la preocupación de Audrey. Entonces dio una palmada.
—¿Cuál es tu momento más embarazoso?
Audrey movió la cabeza a ambos lados rápidamente. Una, dos, tres veces… cuatro.
—Creo que lo reprimí. No puedo recordarlo.
Jayne pataleó con su pie bueno.
—¡Vamos! No seas sosa. Tienes alguno.
Audrey suspiró. Su sonrisa decayó.
—¡Vamos! —gimió Jayne.
Audrey miró por la ventana. El daño colateral causado en los edificios iluminados a cada lado del Parkside Plaza había sido reparado tras la explosión, pero si se miraba detenidamente, se podía ver la diferencia entre las antiguas y las nuevas junturas del hormigón. Se tocó el cuello. La piel estaba tersa y sin manchas. Nadie jamás adivinaría que una vez se lo habían cortado.
—Vale, tengo algo, pero no soy buena como tú contando historias. En realidad no es una historia, ni tampoco es divertido.
La sonrisa de Jayne se extendió de oreja a oreja con el cumplido.
—¡Claro que no! Yo soy una profesional. ¡Cuéntame!
La voz de Audrey hizo eco en el apartamento y tuvo la sensación de que algo en las paredes la estaba escuchando.
—Estaba pensando sobre lo joven que eras y recordé que yo también fui joven una vez. ¿Alguna vez pasas hambre?
—Todo el día —le contestó Jayne.
Audrey sorbió vino, que era ridículamente dulce. El azúcar solo provoca resaca.
—Sí, pero es peor cuando no es una elección. No es como dicen, ¿sabes? No estás confuso cuando estás hambriento.
—¿En serio? —preguntó Jayne.
—Al principio es confuso, pero luego las cosas se aclaran. Todo se destila. Te duelen hasta las uñas. Estás tan necesitada de calorías que hasta el aire te sabe como el azúcar. Pero también sienta bien, es como volar.
—¿Como si estuvieras colocada? —preguntó Jayne.
—Mejor, creo. Son pequeños momentos buenos, porque no estás atrapado en tu cuerpo como los demás. Estás libre y te adormeces. Las cosas por las que normalmente estarías triste, no importan. El resto del tiempo duele como si hubiera un agujero dentro de ti que estuviera creciendo… Mi madre me abandonó una vez durante seis semanas y estuve hambrienta todo ese tiempo. Es el peor sentimiento que he tenido en mi vida.
—¡Dios! —dijo Jayne.
Audrey había olvidado la mayor parte de eso, pero ahora todo volvía. Como una costra que se vuelve a abrir, el dolor fue sorprendentemente nuevo. Se tocaba el cuello mientras hablaba.
—Mi madre es bipolar.
Aún le dolía decirlo, incluso después de todos esos años.
—Lo siento —dijo Jayne.
—Yo también.
Una vez más se había sorprendido a sí misma. Su voz sonaba amarga, cruel.
—De todas maneras, la enfermedad funciona por ciclos. Un día volví a casa y la encontré rompiendo el suelo de la cocina con un cuchillo de cocina que le había robado a un vecino. Uno bien grande, lo suficientemente afilado como para atravesar un hueso. Ella decía que estaba excavando, pensaba que había algo malo allí debajo, en el agujero. Recuerdo estar muy triste, pero también enfadada. Me gustaba aquella caravana y nos iban a echar por lo que estaba haciendo. Y pensé, ¿sabes?, que quizás habría sido mejor si al final se hubiera clavado aquel cuchillo.
»Me cortó con el cuchillo a propósito. No fue un corte profundo. Fue más un rasguño. Fue la primera vez que hizo algo así y nunca más lo volvió a hacer. Pero tras eso, odiaba dormir en la misma habitación que ella. No volví a confiar en ella nunca más.
No había pensado en eso desde hacía mucho tiempo y sabía que había más detalles en la historia de los que ella recordaba. Algo sobre el agujero del suelo y las hormigas de su madre. Algo sobre su sueño.
—Se debió de asustar cuando vio la sangre en mi cuello, porque se marchó. Seis semanas. Esa fue la vez que más tiempo estuvo fuera de casa. Seguí esperando a que ella regresara, pero nunca lo hizo. Aquellos estúpidos vecinos del aparcamiento no compartían nada. Estaba tan delgada que mis rodillas ni se rozaban, pero ellos nunca me ofrecieron sus sobras porque no les gustaba mi madre. Ella había hecho cosas estúpidas, como pintadas en las caravanas, robar los periódicos y acostarse con unos cuantos maridos. No la habían perdonado por eso. De verdad, no la perdonaron por estar loca. Tenían miedo de que pudiera ser contagioso. Como una de esas casas infectadas en Europa durante la peste negra. Clavaban calaveras humanas en sus puertas, así la gente sabía dónde no tenía que llamar. En cada lugar que hemos vivido me sentía marcada, como una casa infectada.
Se inclinó para atrás. De repente se avergonzó de haber empezado esa historia. Era un auténtico palo, nada remotamente divertido.
—Dejé de ir al colegio. Me había matriculado ese semestre. Ocurrió en mi penúltimo año de instituto, a pesar de que había perdido décimo grado. En lugar de ir al instituto, comencé a trabajar a jornada completa. Me dije a mí misma que aquello era la libertad pero, mirando hacia atrás, creo que simplemente estaba avergonzada. Me había abandonado. A la mayoría de los niños lo que les ocurre es que sus padres se preocupan bastante de enseñarles cosas y hacerlos sobresalir.
—Entonces ¿qué ocurrió? —preguntó Jayne.
—Regresó. Aún no sé por qué la dejé volver conmigo después de todo lo que había hecho. Por aquel entonces me había mudado y el nuevo lugar era bastante malo, pero no estuvimos allí durante mucho tiempo. Encontramos otra ciudad. Excepto cuando me fugué a la universidad de Nebraska y no pudo encontrarme, pero después de eso la cuidé durante más de doce años… Debería haberme marchado —dijo Audrey, sorprendida por sus palabras mientras las decía, y también por sus lágrimas. Su autocompasión se le había quedado pequeña—. Debería haberla dejado morir y todo habría sido mejor.
Jayne no dijo nada. Audrey se secó los ojos. Pensó en retractarse, pero no lo hizo. Ese sueño de la noche anterior, aquella niña triste. Era el momento de dejar de odiarla.
—Así que esa es mi historia embarazosa. Fui abandonada… Una suerte. Lo siento, esto no es divertido.
—No pasa nada —dijo Jayne. No parecía horrorizada como Audrey siempre esperaba que la gente estuviera cuando les contaba cómo había crecido. Pero todo el mundo tiene problemas. Incluso la gente rica enfundada en jerséis de cachemira. Tal vez tenían TOC, un hijo con cáncer, no podían encontrar el amor o eran la oveja negra de sus familias, sin razón alguna. Es muy orgulloso pensar que tus problemas son más graves que los de la persona que tienes sentada al lado solo porque tiene la fortaleza suficiente para no quejarse.
Audrey se volvió a sentar. Ya era tarde, las once y algo. Se sentía pesada y cansada, pero también se sentía bien. Le gustaba Jayne.
—Por si fuera poco, mi crecimiento se atrofió, por lo que no tuve que preocuparme por tener el período hasta la universidad. En realidad, no sé si puedo tener hijos.
—¡Eso no es divertido! Es triste. ¡Estoy muy triste por ti! —exclamó Jayne.
—¿Estás intentando decirme que lo de la coca es alegre? —preguntó Audrey levantando una ceja—. Porque suena bastante mal, ratón de campo.
Pasó un instante de silencio, luego dos. Jayne se rió primero y Audrey la siguió rápidamente.
—Son las adversidades de la vida —dijo Audrey. Jayne golpeó el suelo con su muleta e hizo un brindis.
—¡Por nosotras!
Se rieron muy fuerte y durante un rato. Las lágrimas colmaban los ojos de Audrey y no estaba segura de si estaba triste o feliz, pero la liberación le sentaba de maravilla.
—Estamos bien jodidas —dijo Jayne, y se rieron aún más fuerte.