Lo antiguo vuelve a estar de moda
(¡Ratas!)
Lunes por la mañana. Audrey se despertó sobresaltada. Su despertador marcaba las 3.18. Saltó del colchón inflable. ¡Su garganta! ¡El hombre! ¡Las hormigas!
Su corazón palpitaba, se frotó los ojos y salió disparada de la habitación como un muñeco con resorte. Su cuerpo estaba húmedo. ¿Era sangre? ¿Estaba muerta? No, era sudor. Sus pantalones negros de algodón también se habían empapado. Se sintió inquieta, avergonzada. ¿Un sueño?
Y entonces sus mejillas se tornaron de color carmesí. Algo iba realmente mal. Le picaban los muslos y estaban demasiado calientes. Revisó la manta con que se había tapado, el colchón húmedo y la entrepierna. No le pasaba esto desde Hinton.
Pero el olor, el calor… ¡Dios mío!
La banqueta del piano estaba torcida, así que la puso derecha, exactamente la distancia desde las caderas a las teclas. Sus bailarinas estaban desperdigadas, así que las colocó una al lado de la otra, luego una encima de la otra, después al revés y luego se empeñó en dejarlas caer. Los músculos de su cara se contrajeron en un dolor silencioso. Saraub, las pesadillas y, ahora, por Dios, ¡se había hecho pis en la cama!
Respiró profundamente, luego otra vez… ¡Uno! ¡Dos! ¡Tres! ¡Cuatro!
(Y, con la mamá, hacen ¡cinco!) Limpió el colchón de aire con un trapo húmedo, se quitó los pantalones y se dirigió hacia la ducha. Le dolían las muñecas, le invadía una sensación de irritación y de que algo le apretaba. Se miró y se dio cuenta de que se encontraba tan mal anoche que se había quedado dormida con el reloj puesto. Le había salido una roncha de llevarlo toda la noche. Se desabrochó la correa, liberó su piel inflamada y entonces echó un vistazo a la hora. Las 10.05 de la mañana.
¿Qué?
Salió disparada hacia la torrecilla. Sombras en el claroscuro se apresuraban mientras corría y parecía que los pájaros de la vidriera se habían liberado y estuvieran estrellándose contra las paredes. Estaba muy oscuro, ¿cómo podía haber salido el sol ya? Pero cuando estuvo en la ventana se dio cuenta de que su reloj estaba bien. Era media mañana. Había dormido doce horas por primera vez desde… sus días de fumadora de hachís en el oeste. Abajo, los estudiantes corrían hacia la universidad de Columbia y una multitud de gente de Manhattan desaparecía en la boca de metro cubierta de hollín de la calle 110.
Se dio cuenta de que en el despertador no brillaban los números. ¿Por qué pensaba que había leído las 3.18? Lo cogió y encontró el problema. El cable estaba cortado. No cortado limpiamente, sino de manera desigual, por lo que las piezas de cobre colgaban sueltas como los copos de cereales Weetabix.
¿Una rata? ¿Un montón de ratas? Odiaba las ratas.
Empezó por el baño, una ducha rápida. Observó que, incluso después de una noche entera durmiendo, las ojeras seguían siendo profundas bajo sus ojos verdes. Abrió el grifo de la bañera, ya que parecía que la ducha no funcionaba. Brotaba agua marrón. Una hormiga roja salió del sumidero y la aplastó. Verdaderamente, odiaba las hormigas. Siempre lo había hecho. Entonces recordó lo que había olvidado: a las once en punto tenía una reunión. Gran día… y realmente llegaba tarde.
Corrió. Encontró el único atuendo propio de oficina que no estaba arrugado, una falda negra, camisa blanca de poliéster y unos desentonados zapatos de salón turquesa; luego cogió la chaqueta del armario de doble puerta de la sala.
No se hubiera dado cuenta si no se hubiera chocado contra ella. El sonido era bonito, como las ligeras pisadas de unos niños pequeños (¡uno! ¡dos! ¡tres! ¡cuatro!). Cajas dispersas. No rebotaban o rodaban por el duro suelo de madera, sino que patinaban.
Las cajas vacías de su mudanza, como unas veinte, las habían vuelto a doblar con nuevas formas, triángulos, cuadrados y rectángulos, y estaban apiladas con una nueva cinta de embalar. Inclinadas contra la pared del armario más lejano, formaban un sólido rectángulo de ciento ochenta por ciento veinte centímetros. En el borde, a la altura del centro del rectángulo, había un corte circular. Un agujero para el picaporte… ¡Era una puerta!
Recorrió la estructura con sus manos. Chispas de electricidad se encendían en las yemas de sus dedos como si estuviera tocando hielo. Los materiales eran de muy mala calidad, pero la construcción era profesional. Las formas encajaban perfectamente, como las de un rompecabezas, y cada una apuntalaba la siguiente. Todas estaban giradas hacia dentro, por eso lo que estaba escrito en ellas, «Palmolive, Servitus, Pfizer, Hammerhead, Emiratos Chinos Unidos», no se veía.
Recordó un fragmento de su sueño. El hombre en el armario y la frase de su madre: «Es un mal lugar el sitio donde vives», y algo más también. Algo sobre Hinton que apenas podía recordar: un espejo cubierto de hormigas en un agujero sucio.
¿Quién había construido esa puerta? ¿Edgardo gastándole una especie de broma porque lo habían despedido? ¿Alguno de sus vecinos? ¿Saraub? ¿Clara? ¿El hombre de su sueño?
Suspiró. Su afilada navaja para abrir las cajas estaba en el piano con la hoja abierta. Le dolían los brazos y la espalda. Incluso las piernas le dolían. Y era muy difícil que un reloj hiciera una marca en la muñeca cuando se duerme profundamente. Una verdad que prefería no admitir era ahora demasiado obvia como para negarla: un profesional había hecho esa cosa. Ella la había construido.
Respiró profundamente y apartó la vista del armario. La prueba era demasiado perturbadora. Sonambulismo, sueños extraños, dormir enfrente de la televisión en vez de en la propia cama, mudarse a un apartamento encantado que se viene abajo como si fuera una Miss Haversham de hoy en día. Esas decisiones eran patológicamente estúpidas. Sin ninguna duda, se estaba convirtiendo en su madre.
El labio inferior de Audrey temblaba. Pero no… ¡no quería ser como Betty! ¿Por qué algunas veces no podía confiar en sí misma? Había conseguido irse a Nueva York con una beca para la universidad de Columbia… ¡por el amor de Dios! Todo el mundo sabía que esos programas no eran fáciles. ¡Era como ser médico! Pagaba el alquiler una vez al mes y a tiempo. Cuando desheredaron a Saraub había sido capaz de preparar un presupuesto con el que pudieron hacer frente al zumo de naranja y a los abrigos en invierno. Ella fue quien le impidió que aceptase un trabajo de oficina, por lo que también pudo seguir adelante con La línea Maginot. Así que sí, se había hecho pis encima esa noche, pero eso no iba a volverla loca.
En cuanto a las cajas y la marca del reloj, simplemente era sonámbula. Mientras crecía, solía caminar dormida todo el tiempo. Bastante razonable, dadas las circunstancias. ¿Qué subconsciente no huiría de Betty?
Suspiró y se pasó la mano por la garganta. Le dolía. Sabía lo que tenía que hacer a continuación. Una desagradable pero inevitable necesidad. Necesitaba encontrar un loquero, rápido. Porque Saraub ya no estaba a su lado y no había nadie para recogerla si se caía.
Entonces miró el reloj que se había puesto en la otra muñeca: las 10.30.
—¡Por los clavos de Cristo! —gritó.
¿En qué diablos había perdido media hora? Abrió la puerta y huyó.
Mientras esperaba el ascensor, una tuberculosa y delgada anciana con un moreno amarillo de autobronceador echó una ojeada desde el 14C, el apartamento de al lado.
—Hola, querida —dijo.
Audrey se asustó. Tardó un segundo antes de darse cuenta de a quién le estaba hablando la anciana.
—Hola —dijo Audrey. La flecha de bajada del botón de marfil estaba tallada, no troquelada, y el tiempo le había dejado la marca de un dedo en el centro. Lo presionó otra vez.
—¿Mucho por desembalar, cariño? —le dijo la mujer. Su cara brillaba, resbaladiza y pastosa por lo que parecía crema facial. Algo en ella estaba mal. Le llevó a Audrey un rato darse cuenta: cirugía plástica. La pálida piel de la mujer no tenía arrugas, aunque tenía que tener al menos ochenta y cinco años. Sus pómulos estaban sobrenaturalmente altos y su barbilla era demasiado puntiaguda, como si su hueso hubiera sido serrado en punta. El efecto no era bonito, sino insectil, como una mantis religiosa. Hasta en sus ojos había algo raro. Eran demasiado anchos para su fina cara y a medida que Audrey la miraba más de cerca, mejor podía apreciar la perfección de su redondez, como los de una muñeca. Agujeros artificiales como cortes de fábrica. Audrey no podía entenderla, ella jadeaba. La mujer parecía inhumana.
—He dicho: ¿mucho por desembalar? —repitió la mujer, más despacio esta vez, como si tal vez Audrey fuera boba.
—Ajá —contestó Audrey. Intentaba no mirarla, pero no pudo parar e imaginó la cirugía: la piel cortada, ajustada con grapas. Hueso y piel separados como extraños. La mujer abrió la puerta del todo. Audrey pestañeó, luego otra vez más, pero ambas veces vio lo mismo. La mujer vestía una antigua y amarillenta bata. Seda de los años veinte, algo que Jean Harlow podría haber exhibido en una antigua película de gánsteres. Le quedaba como el plástico transparente que recubre las salchichas apretadas en un paquete. La carne fofa de sus brazos salía de la manga corta de su bata y luego colgaba hasta sus arrugados codos. Audrey odiaba los codos arrugados más que los nudillos. ¡Eran como crías gigantes de hámsteres!
—¿Estás construyendo algo? —preguntó la mujer. Audrey vio que sus ojos estaban nublados por las cataratas. En parte eso era tranquilizador, quizás por estar medio ciega no se había dado cuenta de que se había pasado con la cirugía.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Audrey. Unas plantas más abajo, el ascensor chirriaba.
La mujer sonrió.
—Todos esos martillazos anoche.
Audrey quería preguntar: ¿Martillazos, literalmente? Porque no lo recuerdo muy bien. En cambio, dijo:
—Lo siento si la molesté.
—No, no te preocupes, querida. Aquí todo el mundo construye. Lo intentamos, pero yo sé que serás la mejor —le dijo. Luego, con uno de sus ojos inútiles, le hizo un guiño.
El ascensor hizo un ruido y la planta catorce se iluminó. Audrey se metió dentro y pulsó el botón de «PB» justo cuando la mujer plantó su pie descalzo en la alfombra del vestíbulo. Todo ese dinero gastado en una cara sin arrugas y un cuerpo delgado y liposuccionado, pero las uñas de sus pies estaban amarillas y con hongos.
—¡No seas una desconocida! —le gritó.
Audrey asintió, demasiado horrorizada para hablar. La jaula de metal se cerró, separándola de la extraña bestia del 14C.
—¡Virgen santa! —murmuró, mientras la cabina descendía.