La casa sigue cambiando
—¡Qué bien hablar por fin contigo, Bob! —Saraub Ramesh se mostraba entusiasmado a través del micrófono de su móvil. La cobertura era terrible, pero al menos sonaba menos nervioso de lo que se sentía, debido en su mayor parte a una resaca terrible. Notaba unos chispazos de luz intermitentes en los globos oculares, como si pudiera ver su propia sangre circulando por los ojos. Se había pasado la mitad de la noche intentando vomitar y solo recordaba fragmentos de lo que había sucedido antes de eso: una bailarina de barra americana, alguien que le lamía la oreja y se la dejaba pegajosa. Dios, esperaba de verdad que eso significara que había estado comiendo un montón de caramelos. Después de eso, había un piano y un edificio con plantas inclinadas y ventanas torcidas. Recordaba a Audrey mirándolo desde una puerta también torcida; parecía pequeña y sola, como la primera vez que la conoció enfrente del cine Film Forum.
Ella había estado caminando de un lado al otro debajo de la marquesina y él se dio cuenta de que parecía más guapa y más mayor que en la foto que había puesto en internet. Alta, pómulos marcados y grandes ojeras bajo sus ojos, debidas a las drogas o a una personalidad obsesiva. Después de conocerla mejor, entendió que era por ambas cosas.
Había merodeado cerca del edificio antes de acercarse, porque mirar estaba en su naturaleza. Vestía unas bailarinas y unos pantalones de lana, en vez de vaqueros a la cadera y lápiz de ojos con purpurina, lo cual le hizo preguntarse si era la última mujer en Nueva York que vestía como una adulta. Tenía los brazos cruzados alrededor del pecho y suspiraba como si se dijera a sí misma que tenía que mantener la calma. Desde la segunda vez que entró en su perfil de internet, entendió que había una historia en ella, la chica de la región central del país que había comenzado su nueva vida después de los treinta. Dejar a su familia y amigos atrás para idolatrar a la máquina devorapersonas llamada Manhattan. Al observar sus encorvados hombros y la expresión de cautela de su rostro, había entendido que era una persona herida. Pero aún seguía en pie, seguía adelante. Él nunca había vivido mucho, excepto a través del objetivo de una cámara, y admiraba a la gente que sí lo había hecho.
Viéndola allí, sabía que si empezaba a hablar con ella nunca pararía. Adiós a Tonia, que nunca leía un libro por placer y esperaba que él comenzara a trabajar en los negocios de la familia tan pronto como se casaran y que le construyese una mansión en Jersey. Adiós a su familia también, y a la vida que habían planeado para él. Pero también sabía que, si se marchaba, ella esperaría bajo el cartel de Extraños en un tren durante al menos una hora antes de volver a casa. Y hacía mucho frío en la calle.
Nunca imaginó que dos años y medio después ella sería la que se marchase. Siempre la había visto como el eslabón débil.
Saraub, con la cabeza embotada, se cambió el teléfono de una oreja a otra. Su sonido lo había despertado esa mañana; más bien, esa tarde. Una cosa buena: hablaba con el gerente comercial de Sunshine Studios.
La cobertura era mala, la conexión era puro ruido, pero entonces caminó hacia la ventana y la voz de Bob Stern volvió.
—Antes de que exprimamos esto, quería llamarte por teléfono —le dijo Bob.
Saraub solo pudo entender la mitad de las palabras, algo como «quer-lla-mr-te».
—Eso me parece correcto —contestó Saraub. Un punto blanco flotó sobre su ojo derecho como si quizás estuviera sufriendo un aneurisma provocado por el burbon Wild Turkey. Lo consideró brevemente, luego decidió que no había mucho que pudiera hacer al respecto, así que no había razón para preocuparse.
—Solo quiero tener controlado hacia dónde está yendo esto —dijo Bob. Sonaba entrecortado, como si le estuvieran sacando las palabras con una cuchara.
—Me quedan una o dos entrevistas más, así que luego empezaré la edición. Tengo esperanzas de estrenar en una pequeña sala de arte y ensayo, y que, gracias al boca-oreja, la cosa vaya creciendo. Todo lo que quieras saber, dispara. Me encantará repasar los detalles —le contestó Saraub.
Luego hizo una mueca, ya que tal vez no fuera ese el momento de hablar de esos detalles: el Wild Turkey gorgoteaba mientras avanzaba a través de su estómago.
—¿Cuanto llevas gastado hasta ahora? —le preguntó Bob, aunque sonaba como: «¿Anto-s-tado-st-ora?».
Cuando Sunshine se declaró en bancarrota, una multinacional llamada Servitus la compró de saldo y designaron a Bob Stern su nuevo gerente comercial. Él era un inversor ejecutivo bancario que nunca había producido una película, pero Servitus se arriesgó a que dirigiese el estudio para que fuera rentable otra vez. Estaba limpiando el despacho de su predecesor la semana anterior cuando encontró la propuesta y la bobina para La línea Maginot, y entonces llamó al agente de Saraub y le preguntó si alguien le había hecho ya alguna oferta.
—Me habré gastado alrededor de ciento cincuenta mil dólares —dijo Saraub—. Desde que tengo mi propio equipo, la mayor parte han sido gastos de trabajo y ni siquiera yo cobro. Tengo un asistente y yo pago todos los traslados, pero eso es todo.
Abrió la ventana, esperando recibir una mejor cobertura.
—Puedo enviarte un desglose.
—No —dijo Bob—, ya te preocuparás de todo eso cuando se lo vendas a mi gente. Tu propuesta, ¿o aquí lo llaman lanzamiento?, es bastante meticulosa. Barata, también… Barato es Jehová, Alá y Jesucristo, los tres juntos. Solo quería decirte que vi las tomas en bruto y aquí estoy. Tío, me encanta. ¡Estoy enamorado! —decía Bob efusivamente.
El estómago de Saraub gorgoteaba. Había oído la mitad del discurso de Bob y de verdad esperaba haber interpretado correctamente el resto. Durante tres años había intentado obtener una respuesta de los estudios, pero incluso sus mejores iniciativas eran rechazadas. A estas alturas, la mayoría de sus amigos de la escuela de cine habían renunciado y trabajaban en desarrollo de software. Pero hasta ahora, él nunca se había rendido. Un rechazo, diez… cientos, sonreía y daba las gracias, porque no podía quemar puentes, comerse una bolsa de patatas fritas o golpear una pared, así que continuaba. Había decidido esperar hasta que obtuviese la respuesta que él quería.
—Estoy muy contento de oír eso, Bob —dijo Saraub—. Pero en serio, cualquier cosa que quieras aclarar, házmelo saber.
—No, todo está bien Sa… ¿cómo se dice, Sa-rub? —preguntó Bob.
—Sí, Sa-rub. Gracias, nadie lo dice bien —le dijo mientras tropezaba con la lámpara de Ikea que estaba en el suelo y tapaba el auricular para amortiguar el resoplido. Audrey se había ido hacía cinco semanas y todavía el apartamento estaba hecho una pocilga. La alfombra estaba cubierta de sobras de comida para llevar, salpicada de salsa de soja e, inexplicablemente, de centavos. El problema era que la comida, a principios de otoño, atraía las moscas. Aterrizaban en su cara por la noche mientras intentaba conciliar el sueño y, cada vez que esto pasaba, pensaba: La verdad es que tampoco era tan malo cuando ella limpiaba mi porquería.
—Todo parece normal. Mi preocupación es la experiencia —dijo Bob—. Has dicho que querías editarlo todo tú mismo y que nosotros podíamos poner la portada, pero nunca has trabajado en una película antes. No me vengas con chorradas, tío. ¿Puedes hacerlo?
—Edito anuncios cada día. Será más barato si me dejas terminarlo. Lo tengo todo calculado —dijo Saraub.
En efecto, nunca había editado una película y nunca había elegido la partitura de un acompañamiento musical. Pero La línea Maginot era su criatura, y lo que Bob no sabía no podría hacerle daño.
—Esto no debería llevar más de seis meses de posproducción y los preparativos casi están hechos.
Una llamada de teléfono sonó de fondo en el lado de Bob. Los papeles crujían. Saraub se imaginaba un espacio amplio, pero deprimentemente estéril, en Studio City, y a diez frenéticos asistentes con auriculares rezando para que el nuevo jefe no los despidiera.
—Obviamente, si el proceso se atasca, conservamos el derecho a dirigirlo con nuestro propio equipo —dijo Bob.
Saraub frunció el ceño. Por la ventana pudo ver agujeros alrededor de toda la manzana, donde los bloques de edificios de lujo habían perdido inversores a medio camino de su construcción. Tras los tablones había agujeros de suciedad. Así que esa llamada era sobre la propiedad y Sunshine planeaba adquirir los derechos. Pero, tras tres años sin que nadie se interesase, su cuenta bancaria casi se había vaciado y no estaba en posición de regatear.
—Sí… sí. He oído que es lo habitual.
—Bien, entonces. Esto ha sido esclarecedor. Necesitaré una lista de todas tus entrevistas y su información si firmamos un contrato, y todo le será devuelto a tu agente en un par de días.
—Gracias Bob, te lo agradez… —comenzó Saraub, pero el teléfono ya estaba muerto.
Se sentó a la mesa de la cocina y, a pesar de las punzadas de la cabeza, sonrió. Hasta donde podía recordar, había querido hacer un largometraje. Cada fin de semana de los últimos tres años había hecho entrevistas. Cada mañana se levantaba temprano y editaba o hacía llamadas. Incluso Audrey había adquirido la costumbre de colaborar, enviando cuestionarios desde su oficina y utilizando el matasellos de Vesuvius para ahorrar en franqueo. Frente al sofá estaba la cronología que ella había hecho en una cartulina, enumerando sus temas. Cada línea representaba una entrevista, la fecha en la que la dirigió y su significado global para la película. Estaba extraordinariamente ordenado, con líneas perfectamente rectas, como si hubiera utilizado una máquina de escribir gigante.
«Así recordarás qué es lo que estás haciendo», le había dicho ella con una sonrisita cuando lo terminó, ya que había sido de alguna manera divertido. Dada su falta de organización, en cierto modo era verdad.
Al principio, se suponía que la película trataría sobre la tendencia de las empresas multinacionales, a menudo subvencionadas por el Banco Mundial, a privatizar los recursos naturales del tercer mundo, como el agua, reservas forestales, combustibles fósiles e incluso el aire. Pero cuanto más aprendía, más se daba cuenta de que la historia no era exterior, sino local. La privatización también estaba teniendo lugar en América pero, a causa de la profunda recesión, la gente se preocupaba más de su trabajo y su comida que del aire que respiraba. Nadie quería hacer sonar la flauta en las empresas que duplicaban el precio de su agua del grifo, porque al menos ellos estaban sacando un provecho y ofreciendo a sus empleados asistencia sanitaria.
Como le ocurrió a la empresa matriz de Sunshine Studios, Servitus había invertido fuertes sumas por los derechos del agua en Nueva York, lo mismo que por el carbón de los Apalaches, el petróleo del Ártico y los verdosos terrenos madereros del sur. Tenían sede tanto en Atlanta como en Pekín y hasta ahora habían agotado el norte del valle Hudson y estaban vendiendo sus botines a Europa en forma de agua embotellada. Riberas y manantiales naturales casi se habían secado y unas cuantas casas de los alrededores de la empresa se habían derrumbado. Las pequeñas granjas no podían permitirse regar porque, por su escasez, el precio del agua se había encarecido demasiado.
Cuando la recesión termine, la gente levantará la cabeza para descubrir que América ya no pertenece a América. Para entonces, no valdrá mucho, de todas maneras. Virginia Occidental y Pensilvania ya fueron invadidos por toda la explotación minera, y las tuberías de Alaska ya casi están secas. Si se mirara a este país desde el espacio, se vería que está lleno de agujeros.
Él sabía que era melodramático. Sus primos casados, que habían sido inteligentes y se habían unido al negocio familiar de alfombras, vivían vidas completas y adultas con sus esposas, niños, McMansiones y puros cubanos. Ellos tenían cosas que, aunque él trabajase muy duro durante treinta y cinco años mas en el cine, nunca podría permitirse. Pero en días como ese, veía a través de toda esa mierda y recordaba lo que era importante. Estaba intentando hacer del mundo un lugar mejor y eso hacía que valiese la pena vivir.
Solo había una persona que entendía lo que sentía. Su entusiasmo sacaba lo mejor de él y abrió rápidamente su móvil y marcó el número de Audrey.
Tan pronto tuvo tono y empezó a sonar, su estómago gorgoteó. Una imagen que había borrado volvió. Recordó gritos y un piano. ¡Oh, mierda! Había ido a su casa la noche anterior, borracho como Calígula. Había… qué demonios, ¿le había dicho que la odiaba? Ay, Dios. Estaba muy mal. Los chispazos de luz intermitentes volvieron a su visión, pero ahora a lo grande, como si fuera la nave espacial de unos extraterrestres merodeando.
Había dicho cosas peores también. Intentaba recordarlas pero, ni siquiera intentándolo con todas sus fuerzas, las recordaba. En su recuerdo, ella lo estaba mirando a través de una entreabierta y torcida puerta. Su tamaño la menguaba, haciéndola parecer frágil e infantil. Muy poco Audrey. Había estado tan borracho que, por un momento, sinceramente, había estado preocupado de que el techo de aquel lugar estuviera a punto de derrumbarse. Ahora también estaba preocupado por ella. Algo en aquel edificio no estaba bien, o ¿solo había imaginado aquellas paredes que murmuraban?
Su teléfono móvil saltaba directamente a su buzón de voz: «No estoy disponible en estos momentos…».
Su pulso se aceleró y su estómago se frenó en seco. Le debía una disculpa. Metió la pata…
Pero hasta que esos chicos de la mudanza aparecieron ayer no se había dado cuenta de que realmente ella se había ido. Tenía tan pocas cajas que se había sentido obligado a enviar algunos platos, un par de mantas y el piano. Las mujeres son diferentes a los hombres, ellas necesitan nidos. Pensó en el dinero que había invertido en La línea Maginot, de modo que todo lo que había sido capaz de permitirse era una ruina estropeada en Yonkers. Eso solo se le ocurrió en aquel momento, en el que mientras él quería niños, a no ser que ella trabajara a tiempo completo o él renunciara a ser freelance, nunca podrían permitirse un seguro médico, dejando aparte lo de los pañales. Y luego pensó en todos aquellos niños ricos de Wall Street de la oficina de ella, los cuales seguramente regalaban cada Navidad niñeras con diamantes incrustados a sus esposas, y se empezó a preguntar si ella no le habría dejado no porque necesitara más espacio, sino porque había estado buscando cambiarlo por otro.
Así que había recurrido a bebida y más bebida. E, inevitablemente, a la llamada por la noche a la línea erótica.
El contestador de Audrey pitó. Saraub colgó. Sí, debería decirle que estaba arrepentido. Pero no ahora, cuando su cabeza estaba a punto de explotar y en cualquier momento el váter podía hacerle señas.
¿A quién más podía llamar? El sol brillaba. Un perfecto lunes de otoño. Buen día para un perrito caliente en Carl Schurz Park. Marcó el número de Daniel. Tras irse los chicos de la mudanza, Daniel y él habían ido a por un chuletón a Hooters y luego al cabaré Dick y Jane en la calle 71. Seis estrípers embadurnadas en aceite se balanceaban en las barras. La chica de su regazo le había asegurado que le encantaban los hombres hindúes altos, lo cual, incluso después de cuatro whiskys, parecía una coincidencia conveniente. Después de seis whiskys, la había llevado a la habitación de atrás y le había pagado trescientos pavos por quedarse como Dios la trajo al mundo. Luego se había subido de nuevo a su regazo y había vuelto a bailar.
—¡Oh, gran hombre! —le había dicho mientras palpaba su turgente entrepierna. Todo el asunto había sido bastante humillante, en su mayor parte porque quería decirle que parara, pero no quería ser maleducado. Así que, en vez de eso, cuando le había preguntado si le daba trescientos más por una mamada, le dio cincuenta y le dijo:
—En realidad, prefiero que te vistas.
Esperó en el bar otra hora a Daniel, a quien aparentemente le gustaba que se la chuparan madres de veinticuatro años que venían cada día desde Queens y soñaban que un día se convertirían en coristas de Las Vegas, como en aquella película.
La voz de Daniel sonaba en su buzón de voz. Saraub no le dejó ningún mensaje. Había estado saliendo con Daniel mucho últimamente y estaba empezando a dolerle el hígado. Y lo que era más importante, su cartera estaba mucho más delgada. Así que marcó el número de la única otra persona que sabía que se alegraría por él.
—¿Diga? —preguntó Sheila. Tenía un ligero acento británico, porque allí fue donde asistió a la escuela preparatoria.
—¿Mamá?
—¡Saraub! —gritó—. ¿Cómo estás?
Había mantenido contacto con sus primos y hermanos, pero no había hablado con Sheila por lo menos desde hacía un año. Había llevado una vez a Audrey para conocerla y ese encuentro había salido mal. Sheila se había referido a ella como «esa chica de granja» toda la noche y había sugerido que aquella cena era innecesaria, porque la relación era claramente una aventura antes de sentar la cabeza con una chica agradable como Tonia. A pesar de todo, esperaba que con el tiempo su novia y su madre aprendieran a llevarse bien, pero aquella noche Audrey llegó a casa, se encerró en el baño y dejó abierto el grifo hasta el alba para que no la oyera llorar. Se dio cuenta de que finalmente había llegado la hora de imponerse.
—¿Cómo estás? —le preguntaba ahora Sheila. Tenía que reconocer que era agradable oír por fin su voz. Además, y ese pensamiento no ponía de manifiesto su mejor parte, siempre podría usar aquel fideicomiso. Últimamente se había fundido el dinero en efectivo. Apenas había hecho una sola comida en casa. Resultado: comer solo es deprimente.
—Estoy bien, mamá —le dijo. Aunque su cabeza no lo estaba. Sentía como si una astilla se hubiera alojado en su cráneo y estuviera buscando despacio el camino hacia el exterior.
—¡Oh, Saraub, te echo de menos! Tú tío estará muy feliz. Esta noche celebramos el Ganesha. Justo a tiempo, ¿vendrás?
—¿Celebramos eso? ¿No fue el mes pasado?
—Es una nueva tradición para la buena suerte en los negocios, ¿vendrás?
Se los imaginaba cocinando con destreza pappadam en aceite hirviendo y rotis especialmente para él, y sonreía. La vuelta a casa. Había echado de menos aquel apartamento. Por un lado, era tan grande que podía estirarse en la alfombra enfrente del televisor. Por otro, estaba en la planta treinta y seis, tan alto que el aire estaba realmente limpio y su nariz taponada siempre se limpiaba milagrosamente.
—Tengo noticias, mamá.
Hubo un gran silencio al otro lado del teléfono y se dio cuenta de que ella pensaba que estaba a punto de anunciarle su compromiso con Audrey. Probablemente no tenía ni idea de lo que había pasado o dejado de pasar.
—No estoy muy segura de que lo quiera oír… —dijo ella—. La línea Maginot, mamá. Podría tener luz verde. Como un cincuenta por ciento de posibilidades de que terminen la financiación y la distribuyan en cines. Un verdadero largometraje, ¿puedes creerlo?
Estaba tan entusiasmado que saltó de la silla. Las migas saltaron con él: era realmente un dejado. Bromas aparte, para ser una maniática del orden, Audrey había aguantado bastante.
—¿Cuál de todas es esa? —preguntó ella. Él enrojeció.
—La película sobre los recursos naturales. He estado trabajando en ella durante tres años, mamá.
—Ah, el rollo hippie, tu crisis existencial de juventud.
Cerró el puño y lo apretó.
—Correcto.
—¡Bueno, eso es maravilloso! Pero no seas muy duro con Servitus. Tenemos la mitad de nuestras acciones invertidas. Pagaron tu universidad y esa maravillosa ala en el Met, también.
—Lo sé —dijo, aunque le parecía como cutre y oportunista sacarlo a la luz justo ahora.
—Solo la empresa ha conseguido beneficios este año, ¡gracias a Dios! De todas maneras, es una noticia maravillosa, querido. Podemos celebrarlo esta noche. Estoy muy contenta de que hayas llamado. Justamente estaba pensando en ti, porque no tengo fotos nuevas para la nevera. ¿Qué quieres comer? Estoy a punto de darle la lista de la compra a Innocencia. Estaba pensando en puran polis de postre. Te gustan, ¿no?
Él asintió mientras se limpiaba las migas de su espalda. Le pasaba últimamente porque estaba de bajón. Normalmente, lavaba su ropa después de ponérsela. No había llevado bien trabajar en casa ese último mes. Necesitaba estar acompañado.
—La cena suena genial, ¿qué puedo llevar?
—¡Estupendo! Pondré un sitio extra. Hay mucho de lo que ponerse al día. ¿Sabías que tus dos primos asumieron el control del negocio? Aún se llama Ramesh y Ramesh, por supuesto.
Sonrió. Mejores noticias de lo que esperaba. Eso significaba que su madre y sus tías habían vendido sus partes y, probablemente, cada hijo mayor, excepto Saraub, eran ahora los socios. Lo que también significaba que estaba fuera del negocio de las alfombras para siempre.
—Grandes noticias. Llevaré vino tinto, ¿te parece? —preguntó Saraub. Caminaba mientras hablaba, sintiéndose enérgico por primera vez desde que Audrey se había marchado. Como se sentía mejor, comenzó a recoger la ropa que estaba en el suelo. Quizás la peor parte se había terminado. Tal vez las primeras dos semanas después de que le dejara, cuando no se había afeitado ni peinado, eran ya parte del pasado. Qué demonios, quizás incluso estaba preparado para volver a tener una cita.
—Sí, ¿te parece un buen Burdeos? Dos botellas. Ah, y Whiskers se encuentra bien y estará contento de verte. Nunca nadie le rasca las orejas.
Saraub había apilado la ropa en la mesa de la cocina y estaba decidiendo si llevarla a la lavandería, que estaba dos manzanas al norte, o si quemarla.
—Vale, ¡dos Burdeos! —Estaba sorprendido por lo bien que estaba yendo todo. Era como si nunca se hubieran enfrentado. ¿Y por qué lo habían hecho? ¿Por Audrey? Todo parecía muy ridículo ahora. Había creado una imagen poco razonable de Sheila en su cabeza, pero tal vez fue la influencia de Audrey la que había hecho el daño.
—A las seis en punto para los cócteles, a las siete la cena… Pero vente antes si te apetece.
—¡Genial!
—Ah, una cosa más, querido. Solo pondré un plato de más.
El pulso de Saraub latía en sus sienes.
—¿Cómo es eso?
—Solo tú.
Tomó un respiro. Pensó en decirle que quería ir a casa solo por una noche y tener la comida preparada, sentirse querido, seguro y tratado como si fuera especial. Pensó en decirle que Audrey se había ido y que estaba más deprimido de lo que había estado en toda su vida.
—Ya sabes que no funcionaría, mamá —dijo, en cambio.
Hubo un gran silencio. Contó hasta diez. El silencio continuó. Con ella siempre era un juego. Siempre quería ganar porque estaba segura de que tenía la razón. Su padre, cuando estaba alrededor, la había suavizado. Después de su muerte, se convirtió en una persona asustadiza y pegajosa; incluso para sus hermanas pequeñas, la casa dejó de ser un hogar.
—Debo colgar —dijo—, solo quería contarte las nuevas noticias.
—No —dijo ella—, ven a cenar. Te echo de menos y debemos hablar también sobre tu fideicomiso. Lo he añadido, pero no lo he puesto a tu nombre por razones de tasas.
Hizo una mueca y recordó por qué habían dejado de hablar. No había sido solo por Audrey.
—Te echo de menos, mamá. Cuídate y llámame si me necesitas.
No se despidió, simplemente colgó.
Cuando lo hizo, su cabeza latía con fuerza. El apartamento estaba cubierto con una capa de suciedad. Apartó la ropa de la mesa y aterrizó en una pila en el suelo. En la cocina, mezcló en un gran bol harina, leche y huevos y puso la mezcla en la sartén untada en mantequilla, por lo que parecía una tortita gigante. Sabía como a comida de caballo, pero un poco de sirope disfrazó el sabor y empapó el ácido de su estómago. Cuando terminó, miró a su alrededor el hogar que había formado con Audrey con el espacio vacío donde había estado el piano y, dando un puñetazo, hizo otro agujero en la pared.