El piano ha estado bebiendo
¡Chsss! ¡Chsss!
Después de una gran mudanza y unas cuantas burbujas, Audrey se durmió. El argumento de Juzgado de guardia se metió en sus sueños. Un abogado pelota con el pelo corto y oscuro, relamido por detrás, se acomodó sobre su piano. Vestía una camisa pasada de moda y un traje de tres piezas y, cuando le guiñó el ojo, le recordó a todos los embaucadores que Betty había conocido en la carretera. Ella siempre se sorprendía cuando se cansaban de sus gilipolleces y se marchaban.
—¿Has construido alguna vez una puerta, querida? —le preguntó. Sus ojos estaban dilatados como si estuviera colocado, y en su sueño ella sonreía porque «querida» era una palabra bonita.
¡Chsss! ¡Chsss!
—No debe de ser muy duro para una chica como tú —dijo. Entonces se giró hacia el piano y comenzó a teclear Heart and Soul:
«¡Suplico ser adorado en cuerpo y alma!». Su voz era grave y extraña, como la de una cigarra.
«Me caí por la borda…»
Sus facciones se hundían mientras tocaba y vio que su barbilla era oscura, con barba de varios días, y sus ojeras eran profundas.
«¡Me enamoré de ti locamente!», cantaba. Entonces dio un salto desde la banqueta del piano y corrió hacia ella con los brazos abiertos. Su voz se hizo más grave, como preparándose para gritar:
¡Porque me tienes atrapado!
Se levantó sobresaltada. ¡Había un hombre en la habitación con ella! ¡Un hombre que la perseguía! Pero claro, en la televisión había una escena de un tribunal. Unas risas in crescendo y John Laroquette restregándose con la rubia abogada defensora, el alguacil, el juez y luego con la cámara. Igualdad de oportunidades para restregarse.
Se frotó los ojos. Había sido un sueño, pero el hombre de su sueño era diferente al de la televisión, ¿lo era?
¡Chsss! ¡Chsss!
Se giró en todas las direcciones y miró detenidamente desde el pasillo hacia la puerta principal. ¿Qué demonios era eso? ¿Un plaga de cigarras? ¿Estaba en su diminuto estudio en Omaha? ¿El piso de Saraub en el Upper East Side? Ah, vale, era el Breviary.
¡Chsss! ¡Chsss!
Se tambaleó desde la sala de estar hasta el oscuro pasillo buscando el camino con las manos. ¿Qué estaba haciendo ese ruido? Aún estaba aturdida por el sueño y el champán, su mente estaba turbia.
¡Chsss! ¡Chsss!
Saltó, luego suspiró y dijo en voz alta:
—Mierda.
El telefonillo. Había pedido pollo tandoori de uno de los menús de Jayne hacía media hora, antes de quedarse dormida. Presionó el botón de habla y obtuvo un sonido ruidoso como respuesta.
—¿Hola? —preguntó.
Luego apretó el botón de escucha y oyó al hombre haitiano con el uniforme de 1950:
—¿Bla-bla-piiiii-un chico-bla-arriba-bla?
Su estómago gruñó.
—¡Que suba! —dijo.
El timbre sonó unos minutos después. Abrió la gran puerta sin mirar a través de la mirilla. Saraub pestañeó, ella parpadeó también.
—¡Eh! —le dijo. Una ráfaga de calor subió por sus mejillas: Ya sabes, acabo de tener un sueño superloco, casi le dijo.
El se apoyó en la puerta. Su aliento olía mal: whisky y galletas de perro. Era un chico grande, lo que significaba un montón de whisky y un montón de galletas de perro.
—Quiero que me devuelvas mi piano —dijo, sin apenas vocalizar.
—¿Qué? —le preguntó.
Metió los puños en los bolsillos de su chubasquero.
—También cogiste mis cómics de Frank Miller, ¿no es cierto? Sabía que podías ser tan jodidamente mezquina como para hacerlo.
Había estado a punto de apartarse y dejarlo entrar. ¡Déjame enseñarte la nueva casa de Lobezno!, había planeado decir, y luego, en consecuencia: Vivamos aquí ¡Mejor aún! Este lugar me da miedo, ¡vivamos juntos en otro lugar!
—¿Estás borracho? —le preguntó.
—Quiero mi piano… y mis Batman. Solo porque no te guste algo no significa que yo no pueda tenerlo. Siempre estabas haciendo eso, cogiendo mis cosas y cambiándolas cuando yo no estaba por allí. Bruce Wayne es increíble. ¡No tienes ni idea!
Miró a sus pies descalzos. Eso era verdad. Tiró el felpudo de la entrada que decía «Bendice esta casa», que él había robado de una farmacia (¡Vamos! Estas cosas son campos de cultivo para las bacterias), y le había escondido su sudadera favorita porque su color rojo se había desteñido en rosa. Cuando se la ponía, parecía más gai que una drag queen del club Lucky Cheng. Pero ¿cómo le dices eso al hombre que quieres? Era más amable esconder la prueba. Bueno, quizás no amable, tal vez más fácil.
—No tengo tus cómics. Están en el cajón de debajo del futón. Recobra la sobriedad, estúpido —le dijo, y entonces cerró la puerta. Él dio una patada para volver a abrirla. La madera se rompió cuando la empujó, y se dirigió al pasillo.
Era incontable la cantidad de hombres que habían tirado la puerta abajo buscando el dinero del alquiler o pelearse con Betty. No le gustaba entonces y seguía sin gustarle ahora. Algo se retorció en su estómago (¿el polvo que había tragado?). Sentía como un gusano moviéndose en la bilis. Lo persiguió por el apartamento y lo empujó por la espalda. Se tambaleó. Lo volvió a empujar muy fuerte. Se tropezó, pero siguió andando. Nunca, en toda su vida, había estado tan enfadada. No sabía que albergara ese tipo de rabia dentro de ella. Quería estrangularlo, solo un poquito, con sus propias manos, con un cuchillo o en la bañera.
—¡Fuera de aquí! ¡No vuelvas a hacer eso nunca más!
Abría las puertas a su paso, habitación tras habitación. Ni rastro de un mueble a la vista. Solo las nuevas cortinas de la habitación meciéndose con la brisa y la pintura blanca metálica. El vacío la avergonzó como si el apartamento fuera su vida y él estuviera husmeando y no encontrase nada.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó mientras Saraub tropezaba en el salón.
Empujó el colchón inflable a un lado al caer. Se deslizó por el parqué hasta la torrecilla. Las vibraciones provocaron que Lobezno se deslizara y cayera.
—¡Oye! —gritó Audrey—. ¡Ten cuidado!
Estaba demasiado borracho para darse cuenta.
—Estoy cogiendo mi piano —dijo él, pero pisó muy fuerte y se tropezó contra la tapa cerrada del Steinway, la cual evitó que se cayera al suelo.
Audrey corrió por la sala y colocó a Lobezno. Había perdido algo de tierra pero, por lo demás, estaba intacto. Lo sostuvo un segundo más de lo necesario y luego lo puso en el suelo, así no se caería de nuevo.
—Tú fuiste quien lo hizo traer. ¿Cómo piensas sacarlo de aquí? ¿Vas a cargar un piano en tu espalda?
Saraub apretó su hombro contra el piano de cola. Su madera era lustrosa y negra y sus teclas brillaban. Ella se puso al otro lado del enorme instrumento. Gracias. Este piano es quizás la cosa más bonita que jamás alguien ha hecho por mí, y estoy agradecida, quería decir. ¡Así que para de hacer el imbécil!
Entonces algo ocurrió. Sintió como si estuviera en un barco. Todo se movía, incluso sus pies. El piano comenzó a deslizarse. Sus patas crujieron como protesta. El suelo crujió también, como si una capa de su barniz se despegase y la madera comenzase a astillarse. ¡Saraub estaba empujando el piano!
Ella empujaba en la dirección opuesta.
—¡Vas a romper las patas! —gritaba ella.
Él continuaba. El hombro contra la mole, las piernas extendidas, las rodillas curvadas… Ella empujaba con todas sus fuerzas. Era una locura. Era mezquino, como esas familias en los cámpins de caravanas en Hinton, Sioux City y Yuma, a las que no se las podía molestar para pedir prestada una taza o unos dólares. Eran tacaños los unos con los otros. Siempre imaginó que la gente rica se comportaba mejor o, al menos, podría permitirse fingir que lo hacía.
—¡Para! —gritó—. ¡Para!
No se movió. Lo oyó gruñir, pero no lo miró. No quería darle ventaja. Amaba ese piano y también a él. ¿Se había equivocado en eso?
El piano se deslizó lejos de ella y rompió el agujero en el putrefacto suelo de madera. Empujó más fuerte, ¡ella ganaba!
—¡Mierda! —gritó él.
—¿Qué…?
Alzó la vista, preocupada de que se hubiera hecho daño, pero no. Simplemente se había ido. Ya estaba fuera de la sala, tambaleándose por el largo pasillo. Daba bandazos de un lado a otro y se agarraba con las manos como si se hubiera bebido una botella en una hora y el alcohol le golpease más fuerte cada segundo que pasaba. No estaba simplemente borracho, estaba como una cuba.
Cogió aire un par de veces para no llorar y luego lo persiguió. Sus pies descalzos golpeaban contra el frío y duro parqué, pero no hacían eco. Todas las puertas estaban abiertas, como si las habitaciones vacías estuvieran observando.
Él estaba esperando al final del pasillo.
—No te he cogido los cómics, y si… si tú, si tú… —jadeó—. Si tanto quieres el piano, llévatelo.
Sacudió la cabeza pero no se marchó. Ella esperaba sus disculpas, pero no llegaban. Trató de hacerlo más fácil para él.
—Parecías gai con esa sudadera. Esa es la razón de que te la escondiese, no me gustaba que la gente pensara que eras gai. Me daba vergüenza.
Entonces se escuchó a sí misma y se estremeció. ¿Esa era su idea de ayudar a alguien?
Había bebido tanto que sus pupilas estaban dilatadas y negras. Le recordaba al hombre con el traje de tres piezas de su sueño. Una sensación de frío la recorrió desde la nuca hasta el final de la espalda.
—No es mi problema —balbuceó.
—¿Qué?
—Escúchate a ti misma. —La imitó, inclinándose lo suficiente para estar cara a cara, mientras se golpeaba los muslos. El sonido era un golpe seco—. Una pierna, ¡plas! La otra, ¡plas! Una pierna, ¡plas! La otra, ¡plas!
Volvió a erguirse, agarrándose a la pared para no perder el equilibrio, y continuó hablando:
—Moviendo las cosas cuando no estaba mirando, como un espectro… —La miraba con odio, su mandíbula permanecía inmóvil y furiosa y ella sabía que fuera lo que fuera a pasar a continuación, iba a ser malo. Ella entrecerró los ojos, como si no mirarlo directamente pudiera amortiguar el golpe.
»No tienes amigos. Nadie te quiere. Nunca sales de casa si no es por trabajo. Es como si fueras un fantasma, como si nunca hubieras existido.
Cientos de babas volaban mientras le gritaba. La sangre se le fue de la cara y se instaló en sus pies, haciendo que se marease. Cerró sus puños. Pestañeó una vez, dos, tres veces. Sintió que las lágrimas enfriaban sus mejillas.
Aunque nunca lo hubiera visto, siempre asumió, muy profundamente, que él tenía un lado cruel, como Betty. Pero siempre esperó estar equivocada. Tenía las pupilas tan dilatadas que sus ojos parecían negros; cerró los puños. Pensó que estaba a punto de golpearla, mostrando su verdadera personalidad, que había estado ocultando todo ese tiempo. Un hombre violento que un día cubriría las paredes de su apartamento con la carne de Audrey o con los huesecillos de sus hijos. Y lo que era peor, ella quería que lo hiciera, así no tendría que volver a hablarle nunca más o sentirse mal por haberlo dejado. Giró la cara para facilitarle el golpe.
Cerró los puños por un instante y luego los abrió, pero su furia continuaba, era palpable.
—Odio esto —dijo ella.
—¿Sí? Bueno, yo te odio a ti.
Se giró rápidamente y no esperó al ascensor. Bajó por escaleras de emergencia. Escuchó el eco de sus pasos, rápidas pisadas seguidas de una fuerte caída (¡pum!). Luego se levantó y prosiguió más despacio.
Audrey dio un portazo y cerró con llave, luego se lanzó al colchón inflable. Un antiguo episodio de Ley y orden estaba en la tele. Un doctor llevaba a cabo una autopsia extrayendo de un pálido cuerpo el bazo, el corazón y el hígado. Luego los tiraba en un recipiente de metal. El cadáver parecía frío sin esas cosas, vacío.
Saraub. Cada vez que le había dicho que la amaba, o aparentaba ser feliz cuando se sentaban en el sofá a jugar a las cartas; cada mirada furtiva que le pillaba, en la que admiraba su trasero, o simplemente miraba su contoneo, como si estuviera orgulloso de su chica; cada foto a escondidas; cada vez que recorría su columna vertebral con sus dos dedos y delineaba cada hueso: todo mentira. Porque su amor había sido condicional. Siempre, con su cámara y sus ojos fríos, la había estado observando, sus gestos, la timidez que la gente a menudo confundía con frialdad, juzgándola, y no del todo bien.
Tumbada en el colchón, lloró por primera vez desde que lo había dejado. Antes de ese momento, nunca pensó realmente que su ruptura fuera de verdad.
Demasiado cansada para arrastrar el colchón inflable a la habitación, se quedó dormida en la sala, con el sonido de la televisión haciéndole compañía. Unas pocas horas más tarde, se despertó sobresaltada y encontró al hombre del traje de tres piezas mirándola desde la banqueta del piano.
Su barba se había espesado con negros pelos y sus largos dientes se habían convertido en afilados, como los de un lobo. Golpeaba sus nudillos contra el piano y decía:
—Madera de las Indias, ¿no? Ya no hacen las cosas como antes, ¿verdad, querida? Construye la puerta, Audrey. Te queremos con locura.