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Yendo con cuidado hacia aquella buena noche

(Querido inicuo)

La primera cosa que hizo fue colocar el cactus. Lo puso en la cornisa de la torrecilla de la sala, donde al menos se filtraba algo de luz. Fue Saraub quien le puso el nombre. Un mes después de haberse mudado a su casa en York Avenue, había escrito «Lobezno» con un nítido bolígrafo negro en un trozo de cinta adhesiva y lo había colocado en la maceta naranja.

—Pequeño, necesitas un nombre —le dijo, como si hubiera estado preocupado por el espinoso miembro de su familia y al fin hubiera hecho algo para solucionarlo.

Con Lobezno en un lugar seguro, pintó las paredes del fondo de ambas habitaciones. Se decidió por un blanco metálico Calvin Klein, alegre, pero no ridículo. Después de eso colgó sus bocetos a lo largo del pasillo. La mayoría de ellos eran esbozos de un jardín de retiro, situado encima del edificio de oficinas Parkside Plaza en la calle 59, en el que había estado trabajando desde que comenzó a trabajar en Vesuvius. Iba más despacio de lo esperado, lo cual no hacía mucha gracia en la oficina. Al día siguiente por la mañana se realizaba el próximo informe de estado y no tenía muchas ganas. Existía la clara posibilidad de que rodaran cabezas o de que, al menos, alguien fuera a engrosar la lista del paro.

Después de deshacer las maletas, acampó con un colchón inflable en el salón y vio el maratón de clásicos de la TBS. Alguien todavía estaba pagando la televisión por cable, lo cual le venía bien, aunque era inquietante: Clara había asesinado a su familia en julio.

Por la ventana de la torrecilla vio parejas y grandes grupos de personas salir disparados hacia sus destinos. Una multitud se esparció por la frecuentada pastelería The Hungarian en Columbia, donde los estudiantes tallaban «profundos» aforismos («¡Dios está muerto!», «¡Deja el río correr, deja a los soñadores hacerse con la nación!», «Escribo, luego existo», «Rick Wormwood encenderá tu fuego») en las mesas de madera de pino. Estaba muy arriba como para oír sus risas, pero podía ver sus distantes sonrisas. Miró el reloj: las siete y media de una otoñal y fresca tarde de domingo. El tipo de tarde tan viva que casi podías oír el corazón de la ciudad latiendo en Times Square. Allí estaba, se había mudado.

Y todo estaba muy silencioso.

Cuando vivía con Saraub, solía tener de fondo un parloteo en cualquier rincón de la casa. Él hablaba mucho por teléfono con Los Angeles: productores, agentes, ejecutivos de los estudios, secretarias y gente loca que trataba de abarcar todos los oficios anteriores. Desde que lo conocía, había estado intentado conseguir financiación para su documental acerca de la privatización de los recursos naturales, La línea Maginot.

Lo último que supo era que estaba cerca de conseguirlo. Pero aquello era Hollywood, le explicó él una vez. Incluso el limpiabotas pensaba que estaba cerca de conseguir luz verde. Pagaba el alquiler dirigiendo anuncios como freelance. Sus colaboraciones en la guía I ♥ NY eran su mayor ingreso. Lo había estado haciendo durante años y ya no había emoción en ello, pero ambos estaban de acuerdo en que era considerablemente mejor que palear carbón.

Cambió a Lobezno de ubicación. Esta vez con la etiqueta de su nombre mirando hacia el este. Un pájaro de la vidriera llamó su atención. Sus ojos rojos eran desproporcionadamente pequeños y malvados.

—Eres extraño —le dijo—, sin ánimo de ofender.

Sus manos estaban salpicadas de pintura y se mordió la cutícula de su dedo índice izquierdo. Sabía… a metálico.

¿Qué estaría haciendo ahora Saraub? ¿Le habría organizado su madre un arreglo con otra novia hindú por encargo? ¿Estaría emborrachándose solo cada noche? O tal vez su mejor amigo, Daniel, que nunca se acostaba dos veces con la misma mujer porque no quería que se pusiera babosa, lo estaba llevando a clubes de estriptis.

«¿Sucedió algo malo aquí?», había preguntado el chico de la mudanza… ¿Cómo lo supo?

Deseaba tener un poco de hachís, más bien mucho hachís. En los viejos tiempos, se había fumado tres porros en una noche en Nebraska. En vez de eso, subió el volumen de la tele, donde Carrie Bradshaw, de Sexo en Nueva York, estaba explicando por qué dormir con extraños era asombroso. Se sentó al estilo hindú en el colchón inflable con el portátil balanceándose entre sus rodillas. Alguien cercano tenía una red inalámbrica (con el nombre de ¡BettyBoop!), por lo que buscó en Google «ejemplos de naturalismo caótico que se conservan».

En la televisión, Carrie llevaba una toalla como vestido y se preguntaba si a los hombres les gustaban las pecas. En internet, la primera entrada que apareció era una reimpresión de una tesis de psicología de la universidad de Cambridge, en una crítica de un periódico llamado Extrapolación. El título era:

Diario de los muertos: casualidades del naturalismo caótico

Gimió… Mierda, ¿en serio? Quería cerrar el portátil, pero ahora que ya había visto el enlace, no había vuelta atrás. Su siniestro título avivaría sus pesadillas a menos que investigase. Hizo clic en él. El artículo había sido escrito en 1924 por un estudiante graduado que había sido alumno de Cari Jung. Leyó por encima la introducción, que exponía los méritos de la alquimia, y comenzó por la página 2:

[…] desvaríos de locos.

La religión de Edgar Schermerhorn, el naturalismo caótico, decayó hace más de una década y solo una escasa muestra de sus edificios continúa en pie. La mayoría de la gente no sabe que, en sus inicios, fue arquitecto, y que no encontró su vocación hasta después de haber leído El origen de las especies de Darwin.

Su teoría se fundó basándose en la noción de que la mente humana se había convertido en una máquina de reconocer patrones: el hombre percibe causa y efecto y, desde esto, extrapola la razón. Por ejemplo, las plantas crecen de las semillas. Este hecho es hoy en día obvio, pero en el año 1000 a.C., la idea de que el trigo podía ser cosechado provocó la revolución neolítica y transformó la civilización de nómada a agraria. Los humanos superaron su biología y dejaron de ser animales.

Pero Schermerhorn creía que la mente humana era hiperactiva, que había sido categorizada erróneamente y con modelos forzados donde no existían. Por ejemplo, la observación natural supone que el tiempo es lineal o que Humpty Dumpty[3] no puede no romperse y volver al muro, pero esas limitadas percepciones no dan explicación a las espirales crecientes de Yeats, la alquimia, la dualidad onda-partícula o los viajes en el tiempo.

En lugar del realismo, los seguidores del naturalismo caótico adoptaban el caos, el cual se refleja en sus prácticas de reproducción (como buenos eugenésicos, abandonaban o ahogaban a los recién nacidos imperfectos), en las familias que creaban (muchas eran bígamas, y no era ilegal casarse entre hermanos) y en los edificios que diseñaban (Schermerhorn tenía muchos discípulos). En Europa del Este eran acogidos como visionarios, e incluso aquí, en América, lograron una breve fama. No fue hasta 1880 cuando su número de adeptos se redujo, mientras sus edificios se derrumbaban uno a uno y los líderes populares religiosos del Segundo Gran Despertar religioso proclamaban que se lo merecían por haberse hecho enemigos de Dios.

En total, había veintiséis auténticos edificios del naturalismo caótico.

Schermerhorn perfeccionó su técnica y luego regresó a América con lo que pensaba que era el diseño perfecto. Al igual que los modernos edificios de Gaudí en Barcelona, estos fueron modelados según la naturaleza, no a través de la geometría euclidiana. Pero, a diferencia de Gaudí, adoptaron las espirales de los caracoles, las bivalvas aladas, la parra de madreselva y luego rompieron estos modelos naturales en una inconexa mezcolanza, como para probar que ni siquiera Dios podía alterar el libre albedrío del hombre.

Los inquilinos de los edificios fueron seleccionados en grupos y tendían a padecer inestabilidad emocional. Con tantas personalidades neuróticas alojadas bajo un mismo techo, se fomentaban unos a otros sus aflicciones, dando rienda suelta al alma y al espíritu. La opinión de Jung era que esta puesta en libertad de deseos inconscientes, y no la arquitectura, era la responsable de la abundancia de inquietantes informes relacionados con el naturalismo caótico.

Jung había indicado que los edificios funcionaban como depósitos de los deseos reprimidos de los inquilinos y, con el tiempo, se convirtieron en universos cerrados en ellos mismos. Al final, las inhibiciones de los inquilinos cobraron vida, no solo para el soñador que lo había soñado, sino para todos los del edificio: la singular psicosis alcanzaba la masa crítica de la manía colectiva.

Reflejando las estructuras del edificio que los alojaba, los pensamientos de los inquilinos se fragmentaban y se volvían locos. Sus horas de vigilia degeneraban en pesadillas byronianas. Algunos se refugiaron en sus pipas de opio, otros dejaron de ir a trabajar o de cuidar a sus hijos, clamando que todo esfuerzo era trivial, porque el fin del mundo estaba al llegar. En muchos casos, sus diarios comenzaban con buena letra y terminaban en garabatos pueriles y sin sentido.

Nunca refutaría las brillantes conclusiones del señor Jung, pero, estudiando la historia del naturalismo caótico, he encontrado motivos para añadir algunas condiciones a su teoría.

Como aprendimos de los filósofos de Freiberg, es contrario a la biología del hombre adoptar el caos. Incluso si los espíritus existen (mirándonos, inquietándonos, habitando universos alternos que trastornan el tiempo), concediéndoles la entrada a través de los espacios en nuestras mentes, o la estructura de nuestras casas, y otras muchas puertas que podemos construir, solo pueden concluir en la completa destrucción del hombre.

¿Quién dice que esa puerta, una vez abierta, podrá cerrarse? Y en esos mundos alternos, ¿en qué puesto podría vivir el hombre? ¿Testigo? ¿Rey? O víctima, huésped, esclavo. Tanto el autor (Schermerhorn) como el intérprete (Jung) descuidaron una cosa: a causa del modelo de reconocimiento, la humanidad ha aprendido que la amabilidad y el compañerismo pueden sacar provecho de sí mismos. La sociedad evoluciona despacio, a través del esfuerzo en grupo y la educación de sus hijos. Un mundo sin modelo de reconocimiento sería un lugar cruel e inhumano. Perdonen mi sentimentalismo, pero sin consecuencias a nuestras acciones, no hay amor. Y sin amor, el hombre no tiene eco o memoria. Nunca puede ser inmortal o superar su propia espiral. Vuelve a revolcarse con los cerdos.

Afortunadamente, pocos de los edificios de Schermerhorn continúan en pie. Cada montón de escombros cuenta la misma horrible historia. En Dubrovnik, una mujer se negó a abandonar su casa Schermerhorn de la costa, a pesar de la posibilidad de que pudiera derrumbarse. Ella insistía en que las paredes le hablaban y que tenía aún algo por hacer. Su marido reconoció que había perdido el juicio, quitó todos los objetos potencialmente peligrosos de la casa y la dejó allí, esperando que sin comida o sin los elementos para cocinar al final se rindiese y fuera a la ciudad, donde él se había mudado con sus hijos. Cuando la visitó dos días después, una columna de humo negro brotaba de la asimétrica chimenea. Dentro, encontró la estufa de carbón en llamas azules y su cabeza metida dentro de ella. Al principio no era capaz de determinar cómo había escrito por toda la casa hasta que vio su dedo índice derecho roto y en carne viva. A falta de un cuchillo o astillas, grabó sus últimas palabras ella misma, aun sujetando el hueso del dedo índice: «Gol deschis în sfâr °it». Traducido del rumano: «El vacío al fin se abrió».

En Cracovia, las hermanas Pigeon, Gwendolyn y Cecily aporrearon […]

Audrey paró de leer. Algo se le retorció en el estómago. Parecía un gusano. Recorrió el resto del texto con el cursor y miró las litografías y las fotos en blanco y negro del final. La primera era una mansión con su tejado de pizarra derrumbado. La punta de una cama con dosel asomaba entre los escombros. El pie de la imagen decía: «Mientras dormían en el orfanato. Boston, 1887». Había casas en Rumania, Croacia, Polonia, Boston y, finalmente, la última foto: el Breviary.

Su boca estaba seca y tenía palpitaciones en el pecho. La piedra caliza era blanca y sus gárgolas estaban esculpidas toscamente. Año 1900, adivinó, cuando el mundo aún era nuevo. El pie decía:

El querido inicuo de Schermerhorn. Sus cimientos están incrustados en una montaña de granito subterránea, así que, a pesar de su inclinación y su imposible geometría, es la única estructura del naturalismo caótico que se espera que se mantenga en pie.

Se volvió a sentar. Dios, no estaba segura de lo que significaba «inicuo», pero no le gustaba cómo sonaba. En la televisión, la loca de Carrie Bradshaw decidió que a algunos hombres les gustan las pecas y a otros no. Pero ella no iba a preocuparse por los hombres y las pecas, porque eso podría ser autodestructivo, ¿no? En realidad, ella no podía evitar preocuparse, estaba tan deprimida con el asunto que no podía salir de la cama. ¿Por qué… por qué al hombre al que casi quería no le gustaban las pecas?

Audrey siguió leyendo el texto. En la siguiente foto, un grupo de la aristocracia posaba fuera del Breviary, todos vestidos con trajes de tres piezas, junto con chicas con corsés que parecían sacadas de las caricaturas de Gibson. Sonreían a la cámara sin ninguna preocupación en el mundo. La fiesta de la élite de Nueva York. Bajo la foto podía leerse:

El más lujoso edificio de todo Manhattan en el cambio de siglo. Un total de treinta personas que vivían entre las paredes del Breviary fueron internadas en manicomios. Ellos quedaron mejor parados que los siete que fueron asesinados, bien por sus propias manos o por otras ajenas.

—La crème de la crème —gimió Audrey. Luego miró a la izquierda, la derecha, la izquierda, la derecha… Vale, una vez más: ¡izquierda, derecha, izquierda, derecha! En la televisión, la idiota de Carrie llamaba a su amiga la pelirroja para acompañarla en el sentimiento porque ambas tenían pecas y estas claramente las convertían en leprosas.

Justo entonces, el timbre sonó. Dio un salto. Volvió a sonar. ¿Saraub?

¡Estaba hecha una mierda! Su pelo era un desastre. El timbre sonó por tercera vez. ¡Chsss-chsss! Sonaba como un insecticida. Se olió la axila: almizcle. Cielo santo, ¿se había duchado hoy?

Ahora no estaba llamando al timbre, estaba llamando a la puerta. Educados golpecitos. Se levantó.

—¡Ya voy! —Entonces miró a través de la mirilla y dejó de temblar—. ¡Ah! —murmuró.

Una bajita pelirroja rondando los treinta le sonreía como si pudiera ver su ojo parpadeando a través de la mirilla.

Audrey abrió la puerta de par en par. Inmediatamente, de manera torpe, la mujer extendió el brazo para estrecharle la mano y golpeó a Audrey en el estómago. Ni siquiera eso la ralentizó.

—¡Hola, soy Jayne! Vivo al otro lado del pasillo.

Audrey no sabía qué decir. Excepto en los moteles baratos, donde sabía que era mejor no con testar a la puerta, los vecinos nunca habían pasado por su casa. ¿Era una broma? ¿Era esa mujer una evangelista?

Jayne esperó a que Audrey hablase. Ella esperaba que Jayne abriese sus alas y echara a volar. Tenía el pelo teñido del color de los coches de bomberos y lo llevaba corto, a la altura de la barbilla. Su boca y sus dientes eran prominentes, como los de un caballo. Llevaba tres pendientes de oro en una oreja y dos en la otra. La piel alrededor de ellos estaba hinchada, como si no hubiera llevado pendientes durante un tiempo y recientemente hubiese vuelto a reabrir los agujeros con el propio pendiente para volvérselos a poner.

—Apuesto a que has tenido un día largo —dijo Jayne. Su voz era rasposa. Olía como a fertilizante y a humo, a cigarrillos Winston.

»Quería saludar. También pensé que podría gustarte esto. —Jayne sacó una pila de brillantes papeles hacia Audrey.

Audrey los aceptó con una media sonrisa. Estaba segura de que tenía algo que ver con los hare krishnas, una malvada conspiración masona o rescatar gatos de crueles y extraños experimentos. Pero no, se dio cuenta cuando echó un vistazo hacia abajo. Solo eran menús de comida a domicilio: comida china, hindú, griega y asiática.

Jayne sacudía su cabeza arriba y abajo.

—Me imaginaba que… ya sabes. Probablemente estás cansada. Oí que alguien joven se mudaba y pensé: gracias a Dios. Todos aquí tienen como cien años, ¿sabes?

—¿Ah, sí?

Jayne frunció los labios y puso los ojos como en blanco, con lo que Audrey solo pudo interpretar como la imitación de una persona muerta, medio descompuesta.

—¡Fósiles! Locos de remate, para darles una patada. El hombre de abajo, el señor Galton, siempre lleva una máscara blanca y lisa. ¿Qué es eso? Jodidamente espeluznante. —Se acercó y bajó la voz—. Y en el 14D vive un taxidermista, Evvie Waugh. Animales por toda la casa. Básicamente, vivimos con Michael Myers y Norman Bates.

Audrey también bajó la voz.

—Pensaba… No he visto a ninguno de ellos, pero parecen extraños. Siento como si me hubieran estado observando.

Jayne asintió:

—Claro, eso es porque te están mirando. Nacieron y se criaron en el Breviary, y no tienen nada mejor que hacer que sentarse y espiar a los jóvenes. Te juro por Dios que a veces creo que me están mirando a hurtadillas por mi mirilla. Pero son inofensivos, y mi apartamento es baratísimo. Me mudé hace tres meses y, si no lo hubiera encontrado, hubiera tenido que compartir piso con una de esas veinteañeras ricas y modernas en Brooklyn. ¡Y ni siquiera cerca del parque! Del todo embarazoso. Así que nunca me iré. Cuando muera, pueden enterrarme bajo el suelo.

Audrey se rió. Un poco por el mensaje y mucho de la mensajera.

—Lo siento —dijo.

—¿Por qué? Soy muy divertida. La próxima semana me estreno como monologuista, ¡mi primera actuación de verdad!

Mientras hablaba, rebotaba contra el marco de la puerta como si estuviera hecha de goma, una y otra vez. Audrey no podía adivinar si era un tic nervioso o si era de alegría. Quizás un poco de las dos cosas.

—Deberías venir a uno de mis espectáculos. Tengo como tres amigos, pero están casados, así que no cuentan. Odio cuando hacen que sus hijos me llamen tía Jayne… y ¿qué coño me importa si su caca es verde o marrón? De todos modos, si vienes, seremos compis. Por eso se llama así: compañeras, por acompañar. Pero este no es mi verdadero trabajo. El resto del tiempo trabajo en ventas, en L’Oréal, en la oficina de Westchester, un paseíto para llegar al trabajo. Despidieron a la mitad de la plantilla el mes pasado. Todo el mundo estaba deambulando por sus despachos cargando cajas de cartón y llorando. Espero no llorar nunca cuando me despidan de un trabajo que ni siquiera me gusta. Quiero decir, ¿qué problema hay? Al parecer no iban a cobrar el paro. De todas maneras, si alguna vez necesitas maquillaje o lo que sea, solo dímelo, te daré muestras y mierdas de esas. Bueno, espero que no te importe que diga tacos. ¿Te importa? Soy una auténtica malhablada.

Audrey sacudió la cabeza.

—No, no me importa.

—¡Eres maravillosa! —manifestó Jayne. En su entusiasmo, se dio un golpetazo contra la puerta lo suficientemente fuerte como para hacerse daño y su recuperación no fue tan rápida como esperaba. Cojeaba un poco, aunque seguía sonriendo.

Audrey movió la cabeza. ¿Esa chica era real? Por otra parte, nadie más había venido a llamar a su puerta, así que decidió seguirle la corriente.

—¡Tú también eres maravillosa! —dijo. Luego se rió entre dientes, porque no había utilizado la palabra «maravillosa» desde… nunca.

Jayne estrechó su mano, pero no las chocaron como si fueran hippies de la new age practicando terapia de toque. Su piel estaba sorprendentemente fría.

—¡Vale! Encantada de conocerte. Me voy a una cita. Es un chico nuevo, pero creo que lo quiero. ¿Cenarías conmigo mañana? ¡Cenemos! De todas maneras… ¡Ay! —Soltó la mano de Audrey y corrió a su apartamento antes de decir más. Audrey luchó contra un repentino ataque de risa. A duras penas lo consiguió.

Cuando Jayne regresó, sujetaba benjamines de Moét & Chandon.

—Tengo como diez de estas. En la fiesta de Navidad de L’Oréal las reparten como tarjetas. ¡En cambio no dan paga extra! ¡Bienvenida al edificio!

Antes de que Audrey pudiera decir «gracias», Jayne estaba rumbo al pasillo dando golpes con sus zapatillas de correr New Balance. No hacía jogging, aunque caminaba realmente rápido, como esas señoras de mediana edad que rodean el embalse de Central Park a primera hora de la mañana con chándal de nailon. Decididas como patos, y torpes como ellos.

Después de que Audrey cerrara la puerta, abrió el champán, sorbiendo directamente de la botella para evitar que la espuma se derramara. Se sintió aliviada al encontrar que la conexión inalámbrica ¡BettyBoop! había desaparecido y, cuando intentó volver a cargar Diario de los muertos: casualidades del naturalismo caótico, se le fue de la pantalla.

Así que hizo un esfuerzo para expulsar de su cabeza el artículo y escuchó la sintonía de Juzgado de guardia que provenía de la televisión. Mientras sorbía el champán de Jayne, se preguntaba cuándo había hecho por última vez un amigo, aparte de su novio Saraub o de su camello Billy Epps. Intentó rebuscar en su memoria tanto como pudo y se dio cuenta de que la respuesta era… nunca.