Todas las cosas bonitas en la oscuridad
—Vivo aquí. Me mudo hoy —le dijo Audrey al portero del Breviary. Era un delgaducho haitiano que vestía un uniforme gris con botones de plata pasado de moda. Le recordaba al traje de un botones de los años cincuenta. Se mordió el labio y le envió una mirada suplicante: había olvidado llamar antes y reservar el montacargas; esto solo le podía ocurrir a ella, había un cartel que decía: «¡Mudanzas los domingos, no!», y a ella no se le ocurría otra cosa que mudarse un domingo.
Él asintió.
—Lo sé, la señorita Lucas, el 14B. Me lo dijeron, está en el programa.
Ella ladeó la cabeza. ¿El propietario? ¿La cooperativa que había aprobado su solicitud?
—¿Le dijo Edgardo que me mudaba? —le preguntó.
—Edgardo ya no trabaja aquí —le dijo mientras le sonreía y volvía a su lectura de una edición inglesa de los cuentos de Borges en francés.
—¿Adonde se ha ido? —Sostenía su cactus, para que la tierra no se derramara.
Él sacudió la cabeza y luego volvió con su libro. O una barrera lingüística los separaba o había terminado de hablar y había decidido erigir una barrera de lenguaje imaginario entre ellos. Ella siguió adelante.
Mientras el ascensor subía, se dio cuenta de que habían limpiado todos los pisos y el olor a polvos desodorantes para alfombras Love My Carpet se adentraba a través de los barrotes del ascensor. La única prueba de la fiesta de la séptima planta eran las quemaduras de cigarros, perfectos círculos negros en la alfombra beis. La novena planta aún estaba vacía, pero alguien había remachado la pared con escayola alrededor de los agujeros donde el cobre había sido arrancado. El trabajo parecía hecho a toda prisa o, quizás, se mantenía a juego con la arquitectura: ninguno de los tablones estaba nivelado.
Ella misma abrió la puerta del 14B y dejó en el suelo la maleta. Los techos eran incluso más altos de lo que recordaba, al igual que los quince metros de pasillo: era inmenso. Se imaginaba despertándose por la noche y perdiéndose, así que respiró profundamente y se recordó a sí misma que lo grande era mejor.
Con el cactus en la mano, caminó por el pasillo y abrió las puertas una tras otra. La primera era una habitación pequeña, la de los niños, adivinó. Donde los niños ahogados habían dormido.
Tras firmar el contrato, había sido estúpida y había buscado información sobre Clara DeLea. Una divorciada que había sido una diva de la ópera. Peor que un «había sido» era un «casi fue». Grande, hermosa y llena de temperamento, la bebida se apoderó de ella y el City Opera la despidió. Ese mal momento en su vida la transformó. Entró en rehabilitación y salió como nueva, era una mujer más generosa. Unos meses después de su despido, conoció a su marido, un abogado, en la clínica de rehabilitación Betty Ford. Tenían cuatro inocentes y confiados hijos de diez, ocho, cinco y dos años. Su vida era perfecta a las afueras de la ciudad: vallas de madera, buenos colegios, un buen vecindario y no mucho trayecto para ir a la ciudad. Crecieron apartados. El divorcio fue muy feo. Ella lo acusaba de engañarla y él de pegar a los niños y causarles daños cerebrales. A los dos años de edad, Deirdre Caputo aún no decía ni una sola palabra. Sus ojos, una vez que enfocaban algún objeto que pendiera frente a ellos (móviles, rostros, sus propios dedos…) se volvían vidriosos. Cuando el cambio en su comportamiento fue demostrado en los tribunales y sus conmociones se vincularon al mango de metal de una espátula, Richard consiguió la custodia.
Clara y sus hijos solo habían vivido quince días en el 14B antes de que tuviera lugar la tragedia, pero, en ese corto período de tiempo, comenzó a beber de nuevo después de más de una década de sobriedad. El Daily News publicó una de las últimas fotos de la familia Caputo-DeLea en su versión digital. El padre no estaba, posiblemente porque él era quien había sacado la foto. Los niños, vestidos de rojo y verde, con sus mejores galas, estaban de pie al lado del falso y blanco árbol de Navidad. Keith, el mayor, mecía en sus brazos al pequeño bebé de ojos vidriosos, Deirdre. La mirada de los niños era inquietantemente vacía, sus pupilas estaban tan dilatadas que los ojos parecían negros. A su lado estaba la segunda mas mayor, Olivia, con sus manos petrificadas en los hombros del pequeño Kurt. Formaban su propia familia, mientras varios centímetros detrás de ellos merodeaba Clara DeLea. Se había vuelto obesa y desaliñada, llevaba unas gafas de carey negras y una camisa azul.
En condiciones normales, Audrey podría haberse cuestionado la situación de Clara, si la mujer había sufrido, si estaba enferma de la cabeza o si tenía alguna razón para hacer lo que había hecho. Pero, observando a esa miserable y acechante cosa que miraba con ira a los cuatro inocentes, lo único que podía ver era a un monstruo.
Los ojos de Audrey se adaptaban a la deslumbrante luz de octubre que brillaba alrededor de los recientes tablones de madera de pino de la habitación de los niños. No le gustaba exponerse a esos morbosos pensamientos, pero las preguntas sin respuesta tendían a fastidiarla con insomnio. Así que imaginó varias posibles configuraciones de la habitación. Asintió e imaginó la que combinaba mejor. El bebé no habría estado allí, sino en una cuna con Clara en la habitación principal. En esta habitación habría habido una litera apoyada en la pared para los niños y una cama pegada a la ventana para la niña. Baúles para la ropa, un armario compartido y un pequeño pasillo entre las camas. Incluso podía adivinar el color, un rojo discordante, porque los niños se habrían peleado entre el rosa y el azul y Clara, por entonces, se había vuelto loca.
Caminó hacia el centro de la habitación y agachó la cabeza como para rezar, porque una tragedia de tal dimensión exigía un reconocimiento.
—Pobres niños, lo siento —dijo.
El apartamento no le contestó y nada chirrió en el estancado aire de la habitación, por lo que prosiguió:
—Cambiaré este lugar y lo haré cálido, pero os recordaré. —Sus palabras no hicieron eco, aunque la habitación estaba vacía. En cambio, parecía que se reunían en las paredes, como si allí algo las hubiera recibido. Encorvó la cabeza y salió.
Al otro lado del pasillo estaba el renovado baño. Los enseres de cobre se habían conservado, pero las antiguas baldosas amarillas de la pared habían sido arrancadas para hacer sitio al nuevo jacuzzi, orgullo de Home Depot, y a las estanterías de madera prensada. Cerró los ojos e imaginó una bañera de patas antigua lo suficientemente profunda para amontonar a los cinco. Después de unas pocas horas, la parte superior de los cuerpos se habría puesto pálida y la parte trasera estaría morada como sangre gelatinosa.
Audrey parpadeó. Cuando esto no funcionó, agarró el cactus con fuerza y pisó con sus bailarinas cuatro veces (izquierda, derecha, izquierda, derecha: a lo Fred Astaire pero a cámara lenta). El sonido era suave y relajante. El agujero de su cabeza, desde el que había brotado la imagen, se cerraba. Continuó.
La siguiente habitación era la cocina, con armarios empotrados y suelo de madera de roble. Para su alivio, las paredes olían a cereales y a décadas de comida casera. Lo opuesto al hambre. Finalmente, la habitación principal. Respiró profundamente y abrió la puerta. La lámpara de araña proyectaba fragmentos de luz a las paredes. Pequeños detalles como molduras de Guilloche y el pomo hecho de vidrio esmaltado hicieron que su corazón repicara. Imaginó unas cortinas de terciopelo verde a lo Escarlata O’Hara y supo exactamente dónde podía encontrar una cama con dosel: en esa tienda de antigüedades de Atlantic Avenue en Brooklyn que hacía entregas a domicilio. Se rió muy alto solo de pensarlo: podría dormir hasta mediodía los domingos por la mañana y hablar en plural mayestático.
Exhaló una bocanada profunda que no se había dado cuenta de que había estado aguantando. Había elegido bien después de todo. Ese lugar era un sueño hecho realidad. Y bueno, lo que necesitaba era pintar y poner un par de apliques para mejorar el ambiente y así borrar el pasado. Podía cumplir con esa tarea.
Por fin, caminó hasta el final del pasillo y abrió la última puerta. La sala de estar. Una ráfaga de polvo estancado y algunos retazos de los antiguos inquilinos le rociaron la cara. Se lo tragó rápido y entró en la habitación. Lo sintió aterrizar en la boca del estómago.
—¡Asesinato! —susurró una voz masculina.
Los pelos de la nuca se le pusieron de punta. Su instinto se puso al mando. Corrió como si algo la estuviera persiguiendo e inspeccionó cada rincón de la sala. La torrecilla, la viga podrida, el armario con las puertas de dos hojas. Miró arriba y abajo, tocó la escayola con los dedos, recorrió con sus manos toda la madera y los cristales. Inhaló el estancado y polvoriento aire. Nada hablaba o aparecía en los espacios escondidos. Claramente, ella estaba sola.
—¡Asesinato! —¿De verdad alguien habría dicho tal cosa o simplemente eran los nervios por la mudanza? O quizás ¿este era uno de sus malos pensamientos, como el agujero negro, que no eran reales? Esperaba que fuera así. ¡Dios mío, no quería mudarse de nuevo!
Justo entonces, alguien la llamó desde la puerta de entrada:
—¡Oiga!
Pegó un salto. Tras los quince metros de estrecho pasillo había un flaco y barrigudo joven que vestía un mono de la compañía de mudanzas Janus Moving Company. «¡Le llevamos donde quiera ir!», rezaba el eslogan que aparecía en la guía telefónica.
—¡Sí! —respondió. Luego caminó rápido en su dirección, como si la habitación estuviese en llamas.
Le señaló un sujetapapeles.
—Firme en la equis —le dijo, y así lo hizo. Se marchó antes de que pudiera decirle que en verdad había habido un error. Se estaba mudando a Queens en vez de allí. Cualquier lugar en el que pudiera encontrar un cartel de alquiler colgando de una ventana podía ser su nueva casa.
Siguió al chico de la mudanza fuera del apartamento. Había otros cuatro pisos a lo largo de la planta: el A, el C, el D y el E. Mientras echaba un vistazo fuera del 14B, todas las demás puertas se cerraron de golpe, lo que ocurrió en un solo y sincronizado movimiento. La sangre se concentró en la cara de Audrey y se preguntó: ¿Estaban mis vecinos espiándome?
Unos minutos más tarde, los tres chicos de la mudanza regresaron. Por su denso acento nasal, adivinó que eran del Bronx. En su cabeza llamó al primero el jefe y a los otros dos el guaperas y el desgarbado hombre de plástico.
—¿Dónde pongo esto? —preguntó el jefe, mientras los otros dos llevaban a rastras por la puerta un piano de media cola Steinway que solo entraba rodando por uno de los lados, como una carretilla.
—Esto no es mío —dijo ella.
El jefe movió la cabeza.
—No. El chico del otro apartamento nos dijo que era un regalo.
Maravilloso Saraub. Ella sonreía. Su abuela le había dado el Steinway pero nunca había aprendido a tocarlo. Cuando vivían en el piso, Audrey solía sentarse en la banqueta y teclear Chopsticks o un poco de Heart and Soul mientras él hacía el acompañamiento vocal con una especie de voz de anciana desentonada y absurda, a lo Monty Python.
En cuerpo y alma, me enamoré de ti.
En cuerpo y alma, como un tonto lo haría, locamente.
¡Porque me tienes atrapado!
—Esto es demasiado —dijo entre dientes, pero los tres chicos la escucharon y fruncieron el ceño. Eran unos chicos flacuchos y se sorprendió de que ninguno de ellos tuviera músculos para sostener los vaqueros alrededor de las caderas y aun así pudieran por sí solos subir el piano.
—No quiero volver a mover esto, señora —dijo el desgarbado hombre de plástico. Estaba sudando tanto que el suelo alrededor de él estaba húmedo. Era un caluroso día de octubre y, después de todo, era un decimocuarto piso.
Saraub era un santo. Metió la mano en el bolsillo y encontró algo puntiagudo. El anillo, dios mío. Nunca se perdonaría si lo perdiese.
—¡Por favor! ¿Dónde ponemos esto? —preguntó el jefe.
Se sorprendió:
—¡Ay, sí! En la sala de estar.
La siguieron por el largo pasillo, arrastrando el piano por uno de sus lados. Cuando estaban a mitad de camino, la solitaria bombilla que colgaba del techo siseó, estalló y se rompió. Todas las puertas estaban cerradas y ninguna luz se colaba por sus rendijas. Todo se volvió oscuro.
—¡Esperen! —gritó, tanteando con una mano su camino hacia la sala, y sosteniendo el cactus con la otra.
Alguien, quizás el hombre desgarbado, se quejaba porque el piano lo tenía inmovilizado contra la pared. Pensó en aquellos cuatro niños y en Clara. ¿Y si sus espíritus nunca habían abandonado el Breviary?
En su mente, un agujero se abrió en el suelo y la húmeda mano de Clara la cogía. ¡Para! Se regañaba a sí misma. ¡Para, para, para! Luego preguntó a los chicos:
—¿Estáis bien?
—¡Bien, estamos bien! —respondió alguien. Pero allí estaba demasiado oscuro. ¿Fue uno de los chicos de la mudanza o había alguien más en ese apartamento?
Respirando rápido, recorría con sus manos las paredes mientras caminaba. El pasillo llegó a su fin. Se golpeó en la frente, ¡pum!, y se tambaleó de nuevo. La puerta de la sala chirrió al abrirse. Un rectángulo de luz del mediodía brillaba a través de la torrecilla e iluminaba el pasillo lo suficiente como para ver las siluetas de los chicos de la mudanza. Estaban encajados con el piano como una sola y torpe bestia.
Encontró el interruptor y lo encendió. Todo se llenó de luz. Los chicos pestañearon como topos. Sus caras se arrugaban con esa indulgente luz y se dio cuenta de que no eran tan jóvenes como pensaba.
—¿Dónde? —gruñó el jefe. Estaban sudando y cabreados.
—¡Ah, vale! —dijo ella tras recuperar el aliento. Señaló al suelo combado en la mitad de la sala—. Lo siento por lo de la luz. Podéis arrastrarlo hasta este agujero del suelo. Creo que alguien tenía un piano aquí antes o, por lo menos, algo muy pesado.
Después de que hicieran dos viajes más, el guaperas habló por fin.
—Este lugar no es bueno —dijo. Llevaba un cigarro detrás de la oreja y un paquete de Pall Mall enrollado en la manga corta de su sudada y manchada camiseta interior—. ¿Sabe lo que quiero decir?
—¿Qué no está bien? ¿El piano? —preguntó—. ¿Dónde debería ponerlo?
Parecía un buen chico y, por su posición, con la pierna cruzada contra la pared, tuvo la sensación de que estaba acostumbrado a recibir las atenciones del sexo opuesto.
—Mi primo vivió en un lugar como este —dijo—. Su perro solía ladrar toda la noche a la chimenea, como si hubiera algo allí. Entonces mi primo también lo vio. La cara de un anciano con los ojos encarnizados que lo miraba como un loco. Se piró de allí. Un hombre había sido asesinado en la casa y luego fue enterrado bajo la chimenea tras unos ladrillos. Había sido su mujer. Sucedió hace cien años y nadie que hubiera vivido allí antes había notado nada raro. Algo de mi primo hizo que apareciese, o quizás fue el perro el que lo hizo aparecer.
Decidió que el chico se había fumado algo antes de venir a trabajar. ¿A quién se le ocurriría sino a alguien fumado decir algo tan estúpido a una mujer que va a pasar su primera noche sola en un nuevo apartamento?
—¿Algo malo ocurrió aquí? —preguntó.
Sintió un golpe en el estómago. Pensó en los cuatro niños. Reconoció lo que había estado negando. Había leído que Clara DeLea no sacó a los niños de la bañera mientras ahogaba a los otros. A esas tiernas edades, no podían entender lo que significaba morir. Solo pudieron ver qué aspecto tenía la muerte al contemplar los ojos salvajes de su madre mientras esta los sumergía bajo el agua.
El guaperas apoyó la oreja contra la pared y escucho. Entonces, pasó sus manos, manchadas con el lubricante de las cuerdas del piano, por las paredes, de arriba abajo, como si sintiese una vibración. Ella pensó en minúsculos puños e imaginó al monstruo Clara DeLea arrastrándose, por la noche, de un lado al otro del apartamento, acercándose sigilosamente a sus hijos mientras dormían. Sus rodillas habrían dejado una huella en la vieja moqueta. Un ligero y oscuro rastro donde habría presionado el naylon. O peor. Quizás, como una bruja, se habría arrastrado por las paredes y su grasiento e hinchado cuerpo había dejado rastros que no se eliminaban de la pared sino pintando de blanco. Los residuos psíquicos habían salido a través de la pintura en forma de manos sucias de los chicos de la mudanza.
Audrey llamó su atención:
—¡Lo estás ensuciando!
Sobresaltado, el guaperas bajó las manos. Sus manchas estaban por todos lados. Nadie parecía enfadado, simplemente incómodos. Intentó pensar en una explicación: Me siento un poco frágil… Acabo de romper con mi novio… De acuerdo, está encantada. ¡Una mujer asesinó aquí a sus cuatro hijos!
El guaperas la miraba como si fuera a decir algo, pero el jefe lo interrumpió.
—¡Mira lo que le has hecho a la pared de esta buena mujer, colega! Coge un trapo.
Cuando lo limpiaron, le dio a cada uno de ellos una propina de diez dólares.
—No haga caso a estos idiotas —le dijo el jefe, señalando a sus compañeros.
Esperó hasta que Audrey sonrió, y luego añadió:
—Conoces la fórmula mágica, ¿no, cariño? Si quieres ser feliz aquí, lo serás.
—Gracias. Me aseguraré de taconear mis zapatos de rubíes —dijo ella, arrepintiéndose de su grosería mientras hablaba.
El jefe levantó una ceja confundido.
—Oh, sí —dijo, y se marchó sin decir más.
No se dio cuenta hasta que ellos se marcharon de que cuando había llegado, al principio, había abierto todas las puertas a lo largo del pasillo, pero cuando la bombilla se había roto, todas las puertas estaban cerradas.
Así que, ¿quién las había cerrado?