Sus agujeros negros
(Vislumbró algo mejor antes de que fuera a la deriva hacia el mar)
La mañana de la mudanza, Audrey hizo las maletas rápido. No había mucho que llevar: una maleta con ruedas repleta de ropa y un cactus espinoso que se llamaba Lobezno. Se marchaba en una hora y no tenía planes de regresar.
Vivir en el Golden Nugget era una experiencia deprimente. Prostitutas envejecidas antes de tiempo con mala higiene (obviamente) patrullaban las esquinas de la calle. Y los dependientes que vendían sarnosas de humus también vendían crac. Los tapones azules de las botellas vacías obstruían las alcantarillas como una réplica de Harlem a las hojas caídas. Tienes lo que pagas y ese hotel era el lugar más barato de Manhattan en el que no se cobraba por horas. Podría haber encontrado su estancia más inquietante si no hubiera pasado la mayor parte del tiempo en la cama intentando recuperarse durmiendo. Cuatro semanas después, todavía estaba exhausta.
Trazaba la letra ese en la mesilla de noche con el dedo y se preguntaba si estaba deprimida. Sacudió la cabeza. No, su vida simplemente había ido demasiado deprisa desde que se había mudado a esta ciudad y su cuerpo necesitaba tiempo para recuperarse. Había tenido un solo fin de semana entre la graduación y el nuevo trabajo. Mirando hacia atrás, probablemente debería haberse tomado algún tiempo para viajar o, por lo menos, para cortarse el pelo. Pero había estado demasiado nerviosa. Vesuvius era una de las mejores empresas de la ciudad. Además, estaban viviendo una recesión: los arquitectos ya no eran contratados, sino despedidos. Era afortunada por haber recibido una oferta. La portada de The Daily News de la semana anterior había proclamado la muerte de la nueva construcción y la ilustración que acompañaba al titular era una tumba agrietada que rezaba:
NYC
1524-2012
Descanse en paz
En ese contexto económico solo un loco se tomaría unas vacaciones. Se dio cuenta entonces de que la luz roja del teléfono del hotel estaba parpadeando: un mensaje. Su estómago se revolvió… Saraub. La mayoría de sus cosas estaban aún en su apartamento metidas en cajas y se suponía que esa mañana supervisaría a los hombres de la mudanza mientras ella los esperaba en el Breviary. Para él, ayudar era un deporte. Pero ese era Saraub: patológicamente comprensivo.
Se acercó el auricular a la oreja. Pitaba como si estuviera vivo. Al principio, le había dado el espacio que ella le había pedido, pero como el mes estaba casi terminándose, la llamaba más a menudo y con excusas cada vez menos convincentes: «¿Quieres toda tu ropa o solo la de otoño? Así, cuando regreses, la mudanza no será tan grande», «¿Estás comiendo bien? Ya sabes lo que te pasa cuando no desayunas», o, su favorita, «¿Sabes dónde están mis cómics de Frank Miller? ¡Espero que no los hayas tirado, porque son piezas de coleccionista!».
Él había mostrado la paciencia de un santo hasta la última noche. Ella lo había llamado para asegurarse de que iba a estar para la mudanza y, tras una pequeña charla, estalló:
—¿De verdad me estás dejando después de todo lo que hemos pasado? ¿Podemos hablar de esto? ¿Podemos, por favor, hablar de este puto tema? —gritó.
Con los hombres de la casa trabajando en el extranjero, Saraub había sido criado por un cuarteto de arpías: su madre y tres tías. Pronto le enseñaron a no levantar jamás la voz o la mano a una mujer. Cuando de adolescente se enfadaba, su madre lloraba y fingía tenerle miedo. Como es lógico, hasta que llegó Audrey, Sheila Ramesh había ganado todas las discusiones. Hasta ese día, cuando estaba cabreado bebía chupitos dobles de burbon Wild Turkey en el bar Blondie, o esperaba a que ella no estuviera en casa y golpeaba algo. Hacía poco que ella había descubierto que aquellas manchas circulares a la altura de sus ojos, en las blancas paredes de su habitación, eran la prueba de sus puños.
Así que, cuando le levantó la voz la noche anterior, por primera vez desde que lo conocía, comprendió que algo se estaba gestando. Un mes después de su ruptura iban a tener su primera gran pelea. Tan pronto lo vio venir, colgó rápidamente, como si el teléfono fuera radioactivo.
Ahora el teléfono continuaba pitando en su oído, pero ya había firmado el contrato del Breviary. Incluso, aunque quisiese, no había marcha atrás. Así que colgó y se secó los ojos, que se habían humedecido.
Por fuera de la ventana cubierta de porquería, las bocinas pitaban. El humo del gasóleo de los camiones que hacían las entregas de productos de Manhattan oscureció el aire. Más allá, al norte, a lo largo del complejo de viviendas subvencionadas Marcus Garvey[2], las familias vestían sus mejores galas de los domingos rumbo a la iglesia. Caminaban en grupos de tres o cuatro. Un par de niñas gemelas vestían trajes marineros con sombreros de paja a juego. De repente, imaginó los hijos que habría tenido con Saraub: piel oscura con el pelo casi blanco y ojillos sabios. Los vestiría con algo obscenamente adorable y ellos se quejarían de que era abuso infantil. ¿A juego los dos con petos de pana?, los devolvería en el acto. Si ese fuera el mayor de sus problemas, ganaría el premio a la madre del año.
Mientras miraba por la ventana, su sonrisa se iba apagando. En su cabeza, la acera de hormigón se levantaba como un furúnculo hasta estallar. Se tragaba a la familia feliz y, como una ola, los arrastraba bajo tierra. Los árboles y los edificios, ociosos en un día sin viento, serían testigos indiferentes, y los camiones de acero podrían tocar el claxon sin cesar, como si nunca hubiera pasado nada. ¿Irían primero los adultos o los niños?, se preguntaba. ¿Importaba eso?, porque, tarde o temprano, esa ciudad se tragaría a todos.
Cerró los ojos y pasó sus gruesos dedos llenos de cicatrices por el cristal. Había estado imaginando muchos agujeros últimamente. En parte era un miedo real, en parte era el trastorno obsesivo-compulsivo. Tenía ideas en la cabeza y no podía desalojarlas hasta que estuvieran listas para irse. Con el paso de los años, había aprendido a controlar su trastorno y se había tomado con orgullo el hecho de que ni siquiera Saraub hubiera adivinado que su meticulosidad era realmente una patología.
Si daba palmaditas en su muslo izquierdo y sentía la necesidad de hacerlo en el derecho, lo hacía tan disimuladamente que solo alguien que la observara detenidamente se daría cuenta. Los nudillos arrugados le recordaban a minúsculas crías de hámster, así que nunca miraba las manos de las personas y, cuando le era posible, mantenía las suyas sin apretar. Cuando se veía obligada a fregar el suelo del cuarto de baño dos veces (o quizás tres) mientras vivía con Saraub, lo hacía con la puerta cerrada y dejaba el grifo abierto, para que él pensara que se estaba dando un baño. Si tenía malos pensamientos, como imaginarse sacándoles los ojos con los dedos a las sobrinas de Saraub, o teniendo sexo a lo bestia con un yonqui, había aprendido que intentar expulsarlos de su mente solo los hacía más fuertes. En cambio, los dejaba desvanecerse como burbujas en la bañera. Hasta ahora, todo eso había funcionado. Pasaba por una chica normal y, en general, probablemente solo era la mitad de neurótica que el promedio neoyorquino.
Pero esos agujeros últimamente se habían mostrado persistentes. Cuanto más los ignoraba, más fuertes se hacían. Incluso soñaba con ellos: una enorme boca negra que le roía los dedos, luego los pies, las piernas y los brazos, hasta que se convertía en una mutilada. Un tronco caído, inútil y aterrado. Entonces el agujero la consumía por completo y ya no era nada. Simplemente una sombra, una oscura mancha dejada por la mujer que una vez fue. En sus momentos más paranoicos, tenía la idea de que las imágenes eran augurios de cosas que estaban por venir.
Ese trastorno, y el hecho de que nunca hubiera estado en tratamiento, habían hecho que su salida de Omaha fuera sorprendente. Aún no sabía de dónde había sacado el coraje. Puede que hubiera sido la hospitalización de Betty lo que la puso en marcha. Se había dicho: «Ahora o nunca». Luego, quizás no había sido Betty el único motivo. A veces te sientes tan cansado de vivir en tu propia piel que harías cualquier cosa por abandonarla. Incluso la cosa más difícil: cambiar.
Desde el día que había llegado a la terminal de autobuses Port Authority, hacía cuatro años, Nueva York había intentado devolverla a su lugar. Había quedado con una agente inmobiliaria con un acento muy pronunciado, de la empresa Corcoran Real Estate, cuyo pelo negro teñido hacía juego con su cartera de imitación de Chanel («¡Chinel!», exclamaba la etiqueta, como si estuviera emocionada de conocerte).
Tan pronto como Audrey demostró su solvencia económica, ¡Chinel! la llevó al East Village:
—Tengo algunos apartamentos en la avenida A. ¡Te encantará ese lugar!
¡Chinel!, con casi ocho centímetros de tacón, iba haciendo ¡clonc! ¡clonc! ¡clonc!, como las chapas de juguetes de los niños, mientras, a su lado, Audrey intentaba no estirar el cuello y quedarse embobada ante las finas y trabajadas piedras de las antiguas viviendas, al este de la Tercera. Visitó tres lugares, todos lo que ¡Chinel! había prometido que costaban menos de ochocientos dólares, pero, como por arte de magia, al final se convertían en dos mil cien dólares ¡al mes!
—No conseguirás nada más barato de dos mil dólares —exclamó ¡Chinel! con exasperación en el cuarto apartamento, como si Audrey estuviera insultando su hospitalidad. El piso estaba en una quinta planta sin ascensor y olía a ratonera.
—No lo entiendes, no puedo hacer frente a esto —contestó Audrey con lágrimas en los ojos. Su vida entera se había desmoronado. Como un niño, había robado de los moteles botecitos de leche en polvo, como si esta constituyera algún tipo de alimento. En la universidad, trabajaba en las dos cafeterías del campus, para así poder permitirse pagar los libros. Para mantener a salvo los cheques de la facultad, no salía en todo el mes. Ni una sola vez algo le fue fácil. Nunca tuvo un tío rico del que heredar y así poder comprarse un par de zapatos nuevos.
—¡Pide otro préstamo a la universidad! Eso es lo que hacen todos los jóvenes. Yo vivo lejos, pero tú no puedes hacer todos los días tanto trayecto. Este es el mejor trato que puedes hacer.
El duro callo de las plantas de los pies de Audrey rozaba contra el barato linóleo, porque la suela de sus mocasines de oferta estaba revestida solo con una fina capa de goma. No se había cambiado su extravagante pichi de pana desde que el autobús había hecho transbordo en Pittsburgh y, tras entrar en aquel pequeño y mal ventilado estudio, se había dado cuenta de que el concentrado y seco sudor de sus axilas olía a pis.
Audrey suspiró. Llevaba en la ciudad menos de seis horas y ya quería coger el autobús de vuelta a Omaha. Pero, por ahora, su antiguo puesto en Ihop estaba cubierto y otra persona había alquilado su minúsculo apartamento pintado de negro. Estaba sola y su hogar se había esfumado.
¡Chinel! frotaba sus manos, ya que pensaba que iban a hacer un trato, y Audrey se preguntaba: ¿Por qué creí que podía llevar esto a cabo?
No sabía cómo comprar un billete de metro, ni leer un mapa, ni arreglar un fusible, ni siquiera había solicitado nunca un trabajo más que el de Ihop, su antigua empresa. Ella era la extraña Audrey Lucas, la que no aprendió a ponerse bálsamo labial en el instituto, por lo que, en invierno, le sangraban los labios. Sin mencionar las compresas. Era demasiado humillante siquiera pensar en las compresas. No tenía ni conocimientos de modales en la mesa. Cuando fue a la comida de nuevos estudiantes en la universidad de Nebraska, enrolló el fino escalope de pollo y se lo comió con las manos. Incluso los paletos de granja se habían reído a carcajadas. La rara Audrey Lucas: se había hecho a sí misma, solo que no lo había hecho del todo bien. El móvil de ¡Chinel! tintineaba con la melodía de Prince, When Doves Cry. Miró la pantalla iluminada y luego a Audrey, como si estuviera intentando valorar quién merecía más su tiempo. Eligió a Audrey a regañadientes y dejó caer de nuevo el móvil en su bolso.
Quizás fuera algo en el aire de Nueva York, sucio pero majestuoso, como cobre empañado. Tal vez fuera el retrasado camarero de Ihop que, olvidando su deuda de doscientos dólares en hachís, le había puesto en la mano cinco porros para el camino.
—No jodas, ¡la universidad de Columbia! Olvida todo el rollo de tu madre. Vas a empezar de nuevo. Escríbeme alguna vez, incluso si no te respondo. Estoy orgulloso de ti, Audrey Lucas —le había dicho Billy Epps. Miró sus Reebok negras antes de darle las gracias, porque la amabilidad había sido muy inesperada.
Si un chico agradable como Billy Epps podía pensar que valía algo, ¿por qué estaba dejando que la hortera de ¡Chinel! la deprimiese? ¿Quién era esa mujer para arruinarle una educación y una nueva vida solo para poder conseguir unos dólares de más en sus honorarios?
Audrey tomó su decisión. Deseaba tanto esta nueva vida que ya podía saborearla. Seguramente no sería especial, ni inteligente o lo suficientemente fuerte, pero no iba a darse por vencida. No iba a dejar que esa farsante con cartera de imitación fuera la puta que la derribase.
¡Chinel! señaló hacia la lúgubre y estropeada chimenea con sus uñas rojas postizas:
—Mira esto, querida, es un detalle real de la preguerra.
Audrey no se movió y ¡Chinel! fue a por ella. La sangre se concentraba en la cara de Audrey: caliente y salada, como fuego líquido.
—¡Concerté esta cita desde Nebraska! ¡Me dijo que tenía apartamentos en mi línea de precios, sin problemas!
—Querida —cacareó ¡Chinel!, mientras entornaba los ojos. Pero, cuando miró a Audrey, vio algo que le hizo cambiar de opinión. Sonrió honestamente, una sonrisa real, como si de repente se hubiera terminado el juego (nada personal) y pudieran despedirse como amigas.
»Te calé mal. Pensé que eras la hija de un hombre rico cuando dijiste que ibas a venir a Columbia. Olvida el East Village. Es la tierra de nunca jamás.
Voy a hacerte un favor y voy a mirar viviendas en Morningside Heights. Te encontrarán algo más barato.
Audrey ni se molestó en decir adiós, ni siquiera con la mano. Dejó a ¡Chinel! en el sucio piso sin ascensor. Después de treinta minutos buscando arriba y abajo en la calle 14 (se negó a preguntar porque, ¡maldita sea!, ella podía hacerlo), encontró la línea de metro de Crosstown. Solo después de sujetarse a la barra y de que el metro bramara a través del ruidoso túnel, Audrey sonrió. Nunca se hubiera imaginado poder gritar a otra persona. Mejor aún, que gritando se sintiera tan espantosamente bien.
Tras ese día, siguió luchando, arañando y trabajando. Y aprendió pequeñas cosas, como por qué el hilo dental era bueno, o que los asquerosos viejos de la calle 113 con Amsterdam eran malos. Y entonces, una mañana, se miró al espejo y descubrió que su triste expresión se había esfumado. Su pelo ya no estaba grasiento y su sonrisa empezaba a ser bonita. Por primera vez en su vida, parecía feliz. Pertenecía a Nueva York.
Incluso la universidad le iba bien. Sobresalía, tenía un gran talento. Si hubiera sabido leer a la gente, podría haber reconocido la envidia de sus compañeros estudiantes, e incluso de unos pocos profesores, cuyas indirectas no iban dirigidas a alentar su moral, sino a minarla. Pero después de haber crecido bajo la mano de Betty Lucas, la delicadeza de la mezquindad académica ni le afectaba. Nada la detenía, ni siquiera le aflojaba el paso.
Al final del primer año, el departamento principal la seleccionó para ayudar a diseñar el ala pediátrica del hospital New York Presbyterian. En lugar de habitaciones compartidas, ella sugirió hacer pequeñas habitaciones con forma de alveolos, en grupos de tres a lo largo de los bordes del edificio; así los niños realmente enfermos podrían mantener su privacidad, pero teniendo también vistas al exterior. Su diseño ganó el premio a las Voces Emergentes de Nueva York en Arquitectura. Ese verano, aunque nadie en su clase consiguió más que una entrevista para una beca no remunerada, ella consiguió que algunas empresas la llamaran.
Durante su segundo año en la universidad, con uno de los aspectos de su vida en su lugar, decidió ir a por la medalla de oro y apuntalar la otra parte también. Su primer esfuerzo lo hizo con la agencia de contactos E-Harmony, pero sus prejuicios ante lo desconocido eran demasiado altos y, después de haber rellenado cientos de cuestionarios, le dijeron que no era compatible con nadie. La siguiente vez lo intentó con Singleny.com. En esa ocasión, se colocó con el último porro de Billy antes de la cita, porque necesitaba coraje. Permitió al primer chico con quien quedó que la besara, incluso sin saber si le gustaba, porque una chica necesita un primer beso.
—Las hijas de los granjeros son mis favoritas. ¡Eres dulce como una gelatina! —le comentó él, y ella no lo corrigió, aunque lo más cerca que había tenido una granja era cuando Betty había trabajado como secretaria en John Deere, en Hinton.
Dejó al siguiente chico que alcanzara la segunda base. Le gustaba un poco más, pero no demasiado. Vivía con sus padres en las Trump Towers y se pasaba el día hablando de todo el dinero que heredaría cuando ellos muriesen. Entre las venitas rotas alrededor de la nariz y la mitad de la botella de ginebra Bombay que se había bebido, tuvo la sensación de que había enganchado a un alcohólico.
—Tienes cuarenta y dos años, ¿no? —le preguntó, pensando que la pregunta podía avergonzarlo, pero en vez de eso, él contestó:
—Mentí en el formulario, tengo cuarenta y nueve.
Comparado con sus antecesores, Saraub era el príncipe azul. Su nombre se pronunciaba «sorerub», pero sus amigos lo llamaban Bobby, porque lo políticamente correcto era que los profesores de los jardines de infancia privados de Manhattan pusieran un nuevo nombre a todos los niños hindúes, ya que no les gustaba tener que pronunciar palabras extranjeras. Lo peor es que, más tarde, descubrió que su verdadero nombre era Saurabh, pero el hospital lo escribió mal en su partida de nacimiento.
De sus cortos y coherentes correos electrónicos aprendió que era director de documentales, que le gustaban los cómics de Frank Miller, especialmente los de Batman, y que estaba aprendiendo por su cuenta a tocar la armónica. Mal. Ni una sola vez le escribió que era una chica «caliente», que quería echarle un polvo o que quería llenar una habitación con montones de billetes nuevos de cien dólares y nadar desnudo entre ellos con ella. «Atentamente, Saraub» era siempre su firma y la primera vez que leyó eso, pensó: Vale, te probaré.
—¿Estás colocada? —le había preguntado Saraub cuando lo conoció en la puerta del cine Film Forum, donde habían quedado para ver Extraños en un tren, de Hitchcock. Sus pupilas debían de estar dilatadas hasta el tamaño de una canica negra. Hasta ahora, era el único chico que se había dado cuenta.
—Sí, apenas fumo, pero estoy nerviosa —le confesó.
Medía alrededor de dos metros y era ancho como un jugador de fútbol americano, pero iba algo encorvado, como si hubiera estado intentando que la gente se sintiera cómoda con su envergadura durante tanto tiempo que al final se hubiese provocado una mala postura. Su perfil en línea solo tenía una foto de su cara: piel limpia y grandes ojos marrones de cachorrillo. No se había fijado en su cuello de cincuenta centímetros. Probablemente, para que su camisa de raya diplomática le sentara tan bien, se la tenía que haber hecho a medida.
Se agachó para así poder hablar a la misma altura.
—¿Parezco asustado?
Ella se encogió de hombros. Era su tercera cita en un mes y ya estaba harta de gilipolleces.
—Sí, pareces asustado, pero no es porque esté colocada. Normalmente no tengo citas, pero desde que me mudé a Nueva York, decidí intentarlo, ¿me entiendes? No tengo costumbre, pero lo estoy intentando.
Frunció el ceño. Quizás esperaba que la alegre Audrey Lucas del perfil de Singleny.com, que enmarcaba todas sus frases con signos de exclamación («¡¡¡Estoy deseando conocerte!!!»), fuera su alma gemela, pero la sombría mujer con patas de gallo que lo esperaba fuera del cine había terminado con sus esperanzas. Miraba al cielo como si estuviera mandando a la mierda a Dios. Se le ocurrió que colocarse antes de una cita quizás era un poco grosero.
—Lo siento. ¿Qué puedo hacer? —le preguntó.
Los coches rodaban por calle West Houston hacia el túnel Holland.
—Yo también lo estoy intentando —dijo él, mientras un coche pasaba un bache, por lo que no estaba segura de haberlo escuchado bien.
—¿Qué?
Movió la cabeza.
—Olvídalo. Tengo que irme. Tengo mucho trabajo por hacer.
Normalmente, lo habría dejado marchar. Su minúscula habitación de cuatro paredes, cuyo baño compartía con otras tres chicas más, necesitaba que le pasaran la aspiradora y él era un hindú gordo, así que, ¿por qué perseguirlo? En vez de eso, podía llamar al candidato número dos, de cuarenta y nueve años, esa noche. Podían salir y pillarse una buena borrachera y, de alguna manera, eso parecía más fácil, porque él no la miraría de la manera en que Saraub estaba mirándola ahora mismo, como si en realidad estuviera intentando verla.
Empezó a alejarse, pero se le escapó antes de que ella tuviera la oportunidad de censurarse a sí misma:
—No te vayas, me gustas.
De repente, estaba colorada y seria. El corazón le latía en las orejas (¡pum, pum!) y estaba buscando un agujero para arrastrarse y meterse dentro.
Saraub se giró y le sonrió como si estuviera disfrutando. La vio. Había sido un fantasma toda su vida. Ella y Betty se habían mudado bastante a menudo, por lo que no le daba tiempo a hacer amigos y, cuando finalmente echaron raíces, era demasiado tarde para aprender cómo hacerlos. A veces se sentía muy sola y se encontraba a sí misma hablando con el condenado cactus. Pero, mirando a Saraub, vislumbraba la promesa de algo mejor. Sus brazos parecían firmes. Como si pudiera envolverla con ellos, cogerla y volverla real. En su imaginación, lo abrazaba, apretaba sus dedos a lo largo de su espina dorsal y le hacía saber que, a su lado, estaba bien que fuera tan alto.
—Vamos —le suplicó, aun cuando esta era la primera vez que perseguía a un hombre en vez de correr en dirección opuesta. Sentía miedo, pero se sintió viva. Será mi regalo.
Él entrecerró los ojos como si estuviera pensando mucho en algo.
—La cosa es que —dijo él— mi familia tiene a alguien elegido, un matrimonio concertado. Pensaba… que si veía qué más había ahí fuera… Solo he tenido citas con chicas hindúes, pero voy a casarme el próximo mes. En realidad, dentro de veinticuatro días.
—Ah —dijo ella. Intentaba tragarse el nudo de la garganta, pero seguía allí. Miraba hacia abajo, a la acera. Los zapatos de él eran unos relucientes mocasines, los suyos unas bailarinas. El olor a palomitas estaba en el aire. Se preguntó si limpiaba más de lo necesario porque estaba sola.
—Debería protestar, no estoy pillado —decía, dándose palmadas en su amplia barriga. En su perfil se describía como alguien que estaba en forma. Aunque, también ella como una optimista.
—La chica no es mi tipo. Ella sonríe todo el tiempo, pero no dice nada. ¡Resulta tan aburrido!
—¿Cuál es tu tipo? —preguntó Audrey. Le dolía tanto la idea de perder a ese extraño que pensaba que podía llorar, así que se mordió el labio y miró al hombre de la taquilla, que seguía contando los centavos uno a uno.
Saraub pasó la mano por su traje, estirando la tela. Era sábado. No creía que fuera a trabajar después de la cita, lo cual significaba que se había vestido así para ella.
—Complicada. Mi tipo de chica es complicada. ¿Te importaría si vemos la película «solo como amigos»?
Ella asintió. Para cuando la esposa de la estrella de tenis era asesinada a través del reflejo de las gafas de Patricia Hitchcock, ya se habían cogido de la mano. A la tercera cita «solo como amigos», él pospuso la boda.
Ella tenía miedo de decirle que era una virgen de treinta y tres años, así que no se acostaron hasta la décima cita. Para evitar la humillación de semejante confesión, consideró romper con él, pero le gustaba demasiado. Así que se enfrentó a la sección de adultos del videoclub Kim en la 112 con Broadway y alquiló tres películas porno. El doctor pollones, con sus dedos de penes, le provocó una risita tonta, aunque le faltaba el efecto erótico. Las estudió hasta que pensó que podía ofrecer un buen espectáculo y hacerle creer que no era nueva en el mundo del amor.
Su plan tenía un fallo: el sexo es aterrador. Tan pronto como se bajó los vaqueros y su pequeño amigo asomó a través de sus calzoncillos de seda azul, ella empezó a llorar. ¿Qué se supone que tenía que hacer con esa cosa? ¿Sujetarla? ¿Halagarla? ¿Ponerle un mote? ¡Nunca había visto una en el mundo real!
Entonces se rió, alto y cacareando, porque aquello era absurdo. Después de toda la mierda a la que se había enfrentado con Betty con un rostro tan imperturbable que incluso un estoico la habría envidiado, había escogido llorar en ese momento, cuando por primera vez en su vida era feliz y un buen hombre por fin quería tocarla.
Saraub se subió los pantalones. Sin camisa y tan sonrojado que su tez marrón se volvió roja, miró su barriga como si hubiera hecho algo mal, encorvando los hombros e intentando hacerse más pequeño.
Paró de reírse y saltó de su cama gigante. Migas derretidas de uno de los tentempiés de medianoche estaban pegadas a su espalda como si fueran pecas.
—No eres tú. Te… te quiero —le soltó, intentando ocultar un secreto al taparlo con otro más importante.
»Pero yo… nunca he estado con nadie, ¿sabes? Solía ser una especie de solitaria. Estaba demasiado asustada, yo nunca…
Entonces, él sonrió con la sonrisa satisfecha del gato que se comió al canario y se bajó los pantalones otra vez.
—No te preocupes —le dijo—, no tienes que decirlo.
Ella lloraba sin parar, pero no porque estuviera triste, sino porque había hecho algo estúpido. Después de todas las veces que había dejado que la loca de Betty Lucas rompiera su corazón, finalmente se había abierto y había confiado de nuevo en alguien.
—Me alegro de haber sido yo —le dijo cuando ya lo habían hecho y estaban abrazados— porque, de verdad, te quiero.
Ante estas palabras, sintió como si algo se le rompiera por dentro. Su cuerpo entero se calentó.
—A veces puedo sentir cómo los muros se derrumban.
—Yo también —respondió ella.
Seis meses después, ella y su cactus se mudaron al apartamento de Saraub en el Upper West Side. Con la boda oficialmente cancelada, su familia, que vivía a veinte manzanas, en Park Avenue, cortó con él todo contacto. No más vacaciones a esquiar, no más seguros médicos. Todo lo que tenían para vivir eran sus ingresos como freelance y sus propinas como camarero los fines de semana en La Rosita.
—Lo siento mucho —le dijo ella.
Él frotó la parte trasera de su cuello de tal manera que la hizo ronronear.
—Yo no, estoy aliviado. Me hubiera gustado hacerlo antes.
Ella intentó ocultarlo los primeros meses pero, después de un tiempo, no pudo: cambió de lugar los armarios de la cocina, movió detrás de la puerta el póster enmarcado de los perros jugando al póker para no tener que verlo del todo y fregó todo el suelo de la casa con un cepillo de dientes, Él lo entendía porque tenía unas cuantas rarezas. Era documentalista, por lo que siempre tenía la excusa de que estaba filmando a la gente con la cámara de su móvil cuando no prestaba atención. Al menos una vez por semana, lo pillaba cogiendo su móvil mientras sorbía el café de la mañana. Ella lo ahuyentaba con las manos como si fuera una mosca:
—¿Estás de broma? ¡Ni siquiera me he peinado!
Pero después de un tiempo aprendió a ignorarlo. Algunos hombres compran flores, otros llevan secuencias filmadas de cómo lucen sus novias a las seis y media de la mañana.
Después del primer año de éxtasis doméstico, Saraub comenzó a hablar sobre encontrar un lugar más grande para vivir. Con sus colaboraciones esporádicas con la guía turística I ♥ NY y el trabajo en Vesuvius, en el que ella estaba a punto de comenzar, podían permitirse una casa en Yonkers y quizás incluso crear una familia. Ella asentía y cambiaba de tema, porque pensaba que no iba en serio. Por otro lado, eso no era tan descabellado: había mantenido con vida un cactus durante cinco años, un bebé no podía ser mucho más duro… ¿no? Y la verdad era que esa mierda de la familia feliz, con su valla de madera y sus saludables hijos, como los de las sopas Campbell, con la que él fantaseaba, sonaba bastante bien.
Una mañana, la despertó con una taza de café y la sección inmobiliaria del New York Times, en la que había rodeado con un círculo unos cinco anuncios de casas.
—Vamos a coger el tren a Yonkers y echamos un vistazo —le propuso.
Ella se dio la vuelta y le dijo que tenía demasiado trabajo, lo cual era cierto. Había estado trabajando noventa horas semanales para tener terminada su tesis a tiempo.
Cuando el proyecto estuvo terminado y ya llevaba un par de meses en el nuevo trabajo, no pudo aplazarlo más. Fueron a Yonkers. Vieron una clásica casa victoriana con vistas al río Hudson.
—Se está cayendo —le dijo—, pero los impuestos son bajos y sé que harías algo fantástico.
Tan pronto como el agente inmobiliario se fue a atender una llamada, él se arrodilló.
—Tengo una sorpresa —le dijo mientras metía la mano en su bolsillo. Un mechón de pelo negro se posó sobre sus ojos y ella pensó que era el hombre más apuesto y aterrador del mundo. El aire no era muy denso y el muro estaba cerca. Presionó sus manos contra él para sostenerse y no caerse.
—He ahorrado el dinero para la fianza —le dijo. Estaba tan orgulloso de haberlo hecho sin la ayuda de su familia que ella también tuvo que sonreír y estar orgullosa de él.
»Es nuestra si queremos.
—¡Vaya! —farfulló entre dientes, mientras se apoyó contra la escayola de la pared e intentó acordarse de respirar.
Abrió una caja de terciopelo. Algo brilló.
—El anillo de mi abuela —le explicó—. ¿Te gusta?
El anillo era pequeño y elegante. Una antigüedad de plata, era perfecto. Le encantaba. La casa era perfecta también. Inhaló una bocanada de aire y se calmó a sí misma. Bien pensado, no era perfecto del todo. Ese hombre entraba de sopetón en el baño mientras ella se estaba duchando, solo para decirle que se iba a trabajar. Ese hombre, no es broma, comía galletitas en la cama. Sus padres habían sobrevivido a la hambruna y, como resultado, pensaba que la comida era igual al amor. Cuando ella llegaba a casa por la noche de la universidad, él salía correteando de la habitación como un cachorrillo:
—¿Qué tal el día? ¿Ha estado bien…? ¡Te he hecho este pastel! ¡Come un trozo de mi delicioso pastel de ruibarbo!
No importaba lo mucho que lo intentara, no podía mantener sus zapatos bien ordenados en fila, ni hacer que su mueble brillara lo suficiente. Ella nunca quiso admitirlo, pero sabía por qué. No era su mueble, no era su apartamento. El problema con otras personas es que ellos no son tú.
—Me haces un hombre mejor —dijo Saraub.
Respiro, luego otra vez, y otra. Se imaginaba la casa llena de voces. Un perro ladrando. Suegros entrometidos con buenos modales en la mesa que la corregían cuando cogía la cuchara sopera para remover el té. Uno o dos niños… ¡niños hindúes! En vacaciones tendría que ponerles saris. El resto del tiempo querrían saber cómo atarse los zapatos. Necesitarían que los hiciera eructar y que los bañara. Necesitarían cuidados maternales y, a quién quería engañar, apenas podía hacerse cargo de sí misma.
—¿Qué dices? —preguntó Saraub.
Sacó su mano izquierda y le dijo la verdad:
—Realmente te quiero —contestó ella.
Le deslizó el anillo por el dedo. Le encajaba como el zapato de cristal a Cenicienta.
Cuando llegaron a casa esa noche, hicieron el amor. Estuvo bien, lo hicieron despacio, y por un pequeño instante pensó que quizás todo funcionaría y que de verdad podrían vivir felices para siempre. Pero después de que él se durmiera, ella estaba inquieta. Se levantó y ordenó todos los platos. Los pequeños delante, los tazones detrás. Luego sacó todo y realineó los estantes. Puso los platos detrás y lo dejó así.
Dos días después fueron al restaurante Daniel y tomaron una lujosa cena francesa para celebrar su compromiso. Abrieron una botella de vino. Con el estómago vacío, la bebida entraba muy rápido. Empezó a balbucear. Todo lo que se había callado desde que habían empezado a salir le salió a borbotones.
—Necesito un respiro —le dijo—. No de ti, sino de mi vida. Estoy agotada, todo lo que quiero hacer es dormir. ¿No estás harto de esta ciudad? Es muy ruidosa, nunca duerme. Creo que debería mudarme por un tiempo. Encontrar un piso subarrendado o ir a un hotel. Solo para recuperar el sueño atrasado, ¿me entiendes?
La peor parte fue el shock que se tradujo en un dolor fruncido en su cara, como si ella le hubiera golpeado y estuviera intentando mantener el tipo como un hombre.
—Vale, lo entiendo —le dijo mientras convertía su quingombó salvaje en papilla. Aún bebida, inconsciente de que él estaba a punto de llorar, continuó:
—No es que no te quiera, es que me vuelves loca, ¿me entiendes?
Ahí fue cuando él se cubrió la cara con las manos, por lo que ella no pudo ver sus lágrimas. Se sentía tan mal que dejó de hablar. El resto de la cena no levantó la vista de su plato porque tenía miedo de que, si lo veía llorando, ella empezaría a llorar también.
Él durmió en el sofá esa noche. En la sobria luz de la mañana, estaba avergonzada. Qué manera tan terrible de soltar esa noticia. La mayor parte del tiempo él le gustaba. Por lo menos, más que ningún otro. Había considerado tumbarse junto a él en el sofá. Cuando se levantó, ella se había comido todas las tortillas Velveeta tan poco cuajadas que él había cocinado, como si eso fuera a hacerlo feliz.
—Soy una neurótica y tengo limitadas habilidades interpersonales —le explicó—. Lo sabes, la próxima vez no me tomes tan en serio.
Además, durmiendo sola por primera vez desde que se había mudado con él, notó un cambio. La cama era deliciosamente espaciosa y las paredes estaban donde tenían que estar. Sin Saraub podía respirar.
Así que se mudó al Golden Nugget y le dijo que era temporal, cuando, de hecho, estaba casi segura de que era permanente. Dejó de llevar puesto el anillo, aunque lo llevaba consigo en el bolsillo fuera a donde fuera, porque temía que los empleados del hotel entraran y lo robaran. Probablemente, debería devolvérselo. Pero no estaba preparada, todavía no.
Y ahí estaba, de pie, con una maleta repleta, pagando la factura de aquel hotelucho con pinta de albergue para indigentes, no muy diferente a los moteles de carretera por horas a los que su madre la llevaba a rastras como a una muñeca de trapo cuando era una niña. Quizás fue así como Betty había comenzado su caída. Y luego las inevitables hormigas rojas de la locura que las habían seguido de una ciudad a otra, como si hubieran desarrollado un gusto por su aroma.
Audrey echó una última ojeada a la habitación. Por supuesto, la había ordenado: unas sábanas blancas dobladas, una Biblia y un centelleante cenicero. La luz parpadeante en el teléfono y la letra ese trazada con el dedo en el cristal de la mesilla de noche eran las únicas pruebas de que había estado viviendo allí.
Se imaginaba volviendo atrás en el tiempo. Cogiendo su maleta y caminando hacia atrás, fuera de la puerta. Invirtiendo el orden de las cosas que había hecho, por lo que nunca habría firmado el contrato para vivir en el Breviary y nunca habría hecho nada que no pudiera ser deshecho. Volvería a casa con Saraub y dormiría sola en su futón y, cuando se levantase, tendría una cita en un lujoso restaurante francés, solo que esta vez, volvería para atrás. Él le hablaría de mudarse a Yonkers y ella le diría: «¡Espero que tengamos los suficientes hijos para montar un equipo de fútbol!».
Sí, lo decidió. Volvería con él. No era demasiado tarde. Si permanecía en ese desolado camino, se estaría cavando su propia tumba, sabía lo que le ocurriría. Su vida se convertiría en algo vacío. Anulada a diario porque no tenía a nadie con quien compartirla. Se convertiría en un fantasma de nuevo, y esta vez su madre no estaría a su alrededor para echarle la culpa.
Cogió su maleta.
¿Saraub o el Breviary?
Saraub.
La idea de él le hacía daño en el pecho y presionaba su respiración como si tuviera una losa. Se imaginaba engordando con un bebé en su barriga. Intentaría sentarse en su escritorio y no cabría. La despedirían y se quedaría atrapada en la casa victoriana limpiando y jugando a la anfitriona con el cuarteto de zorras mientras, con cada año que pasara, el centro de gravedad de Saraub se haría más pequeño, su sonrisa más fingida y las manchas en las paredes se convertirán en agujeros. Su respiración se hizo lenta y luego desapareció por completo. Antes de que lo encontrara, cuando el hueco en su estómago había sido una cosa llamada nostalgia, ella sabía la verdad. Desaprovechar el amor es el más feo de los pecados. Deseaba ser una persona más fuerte. Deseaba poder llegar a su interior y arreglar eso que estaba roto, pero no podía.
En su mente, el asfalto se abría de nuevo en un hambriento agujero negro. Se ensanchaba como una ola y se estrellaba contra todas las familias que caminaban a casa después de la iglesia. También se chocaba contra la ventana del hotel. La corriente la empujaba hacia atrás y luego hacia sus profundidades cuando retrocedía. La llevaba a un pequeño, oscuro y profundo lugar bajo tierra donde se convirtió en una sombra y ya no necesitaba respirar.
El Breviary, efectivamente.