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La inquilina

El destino. Audrey Lucas encontró el apartamento a través de la sección de anuncios en línea de The Village Voice. La sección inmobiliaria se actualizaba los martes por la tarde, y ella la consultó tan pronto como el reloj marcó las tres en punto, tal y como había hecho las semanas anteriores. En el último mes había visto doce apartamentos y ni uno de ellos habría sido apropiado ni para un perro. Tenían duchas en las cocinas, la pintura de las paredes estaba levantada, había alfombras con manchas de orina (¿de mascotas o de personas?) y, en una ocasión, hasta la silueta de un cuerpo dibujada en el suelo. Casi se había rendido y había empezado a llamar a agentes inmobiliarios en Queens cuando… ¡bingo!, la búsqueda del día había dado sus frutos:

Encantador barrio en Morningside Heights. Edificio monumental de la preguerra. Dos habitaciones. Vistas a la ciudad, cocina con comedor, 999 dólares. ¡Oportunidad! Contactar con el propietario: (212) 747-4854. Por favor, abstenerse inmobiliarias.

Su ansiosa mano cogió el auricular. Tenía que tener alguna pega. Ese precio era demasiado bueno para ser verdad. Por esa cantidad no podías ni compartir un quinto piso sin ascensor.

Aún sonreía: ¡De la preguerra, chica! Marcó el número y no pudo creer la suerte que tenía cuando un hombre con un acento burgués británico respondió al teléfono y le dijo que el apartamento aún estaba disponible.

—¿Arquitecto? Qué hermosa carrera, coqueteé con ella hace mucho tiempo. Venga enseguida, querida, le organizaré una visita —dijo él.

Su voz sonaba antigua, como esa canción de Harold Arlen, Let’s Get Crazy; Let’s Fallin Love, y ella estaba encantada.

Salió de su minúsculo despacho disimuladamente para que su jefa, Jill Sidenschwandt, no la viera, ni tampoco el resto del equipo del Parkside Plaza. Luego se escabulló por las escaleras traseras hasta la calle y se puso en marcha. El tren número 1 estaba de nuevo abarrotado, así que cogió un taxi desde West Broadway. En la pantalla trasera del asiento del taxi, Liz Smith informaba sobre las últimas noticias acerca del tupé de Donald Trump, aparentemente fabricado con pelo de visón.

Veinte minutos después de haber abandonado el Soho, el taxi la dejó en la calle 110, donde se preguntó si habría escrito mal la dirección: el número 510 era demasiado bonito para ser verdad. Las quince plantas eran de piedra caliza negra, cada una con un complicado entramado, florituras y cornisas con gárgolas, sobre las que ratas del aire, o sea, palomas, y otros pájaros auténticos, arrullaban. Como la torre inclinada de Pisa, solo que menos inclinada, el edificio estaba orientado hacia el oeste, mirando el río Hudson. Su tejado de cobre se remataba cuidadosamente en una pulcra aguja que arañaba un encorvado hueco en el cielo de septiembre.

Entrecerraba los ojos de incredulidad. Los detalles del edificio mostraban un tipo de arquitectura que ya no existía o que, por lo menos, los libros de texto decían que no existía. Su sonrisa se desplegaba lentamente como el amanecer e iluminaba su rostro por completo: quizás los libros estaban equivocados.

A la derecha de la entrada principal encontró la piedra angular: «Breviary, 1861». El nombre le resultaba familiar, lo había leído en algún sitio. Su sonrisa acabó en una pequeña carcajada e introdujo sus dedos entre las grietas de la piedra caliza, solo para estar segura de que era una auténtica ganga.

Y lo era. ¡Caramba!

Naturalismo caótico, lo había estudiado en la universidad. Fantaseaba con él y, en garabatos, intentaba que funcionara no solo en la teoría, sino también en la práctica. Pero nunca se hubiera imaginado poder ver un ejemplo auténtico.

En 1850 se construyó toda una serie de edificios basados en el naturalismo, la mayoría de ellos en Europa del Este. Casas, bibliotecas, ayuntamientos… Los había visto en litografías, y todos ellos le habían resultado maravillosos. También habían sido poco sólidos. Los cimientos no se habían construido nivelados al terreno, por lo que sus vigas de soporte no se habían asentado nunca del todo bien y, con el paso del tiempo, se habían derrumbado. Por lo menos un centenar de personas, aunque probablemente el número estaría más próximo a doscientas cincuenta, habían muerto dentro de sus despedazadas paredes. Algunos al instante, mientras sus techos se derrumbaban, otros de manera más lenta, atrapados en sótanos como mineros que esperan que su próximo aliento no sea el último.

Fiel a la filosofía del naturalismo caótico, las plantas del Breviary diferían de tamaño de un piso a otro y sus muros no se cortaban en ángulos rectos, sino en ángulos obtusos o agudos. Las gárgolas no estaban uniformemente espaciadas, sino que aparecían en intervalos aleatorios como las flores en el campo. En el interior de esos edificios las paredes se desmoronaban poco a poco y los muebles se deformaban, por lo que si se colocaba un sofá en un lugar y permanecía allí durante años, no se podría mover más que rompiéndolo.

Teóricamente, el último de esos edificios había sido condenado en 1929, pero ahí estaba el Breviary. Diez mil toneladas de cemento y acero y ni un solo ángulo recto. ¿Cómo diablos había sobrevivido?

Una vez que estuvo dentro del edificio, su sonrisa se hizo aún más grande, El vestíbulo era grandioso, como una sala de baile. Agrietados mosaicos italianos a lo largo del suelo representaban mirlos volando y una lámpara de araña emitía un cetrino resplandor, como el del farol de un arqueólogo descubriendo una reliquia bajo el mar. Un denso polvo flotaba en el aire y le irritaba la nariz. La parte trasera de la sala estaba elevada, como si una vez hubiera habido una plataforma o un púlpito, y tras esa elevación había vidrieras de colores de estilo art déco colocadas al azar. El edificio estaba descuidado, se venía abajo, pero era divino. Se asomó a la entrada mientras que en su estómago revoloteaban mariposas y pensó: Ahora puedo entender por qué hay guerras y la gente mata por conseguir cosas.

En la portería encontró a un delgado hombre hispano vestido con un mono azul, en cuya identificación ponía Edgardo. Parecía tener unos setenta años.

—¿Es la joven que quiere ver el apartamento? —preguntó él.

Ella asintió.

—¡Soy el súper! —anunció. Entonces, con la ayuda de un bastón, llegó cojeando a una anticuada caja de hierro que hacía las veces de ascensor, sin temblarle la mano. Ella lo siguió, pensando por un segundo que él le había dicho que era súper.

Permanecieron en silencio mientras el ascensor llegaba. El cuadrante metálico marcaba lentamente los pisos: primero… segundo… tercero. Se daba palmaditas en el muslo en intervalos de tres segundos para meter prisa a la visita. Si su jefa se enterase de que había abandonado la oficina, estaría de mierda hasta el cuello. En Vesuvius trabajaban muy duro los primeros años. Tenía suerte si muchas noches llegaba a casa antes de que empezara The Daily Show.

El supervisor, Edgardo, le sonrió con sus dientes marrones por el tabaco de mascar, y ella le devolvió la sonrisa. Desprendía una especie de olor como a ajo y atún.

—Llevo trabajando aquí casi un año —dijo—. Soy el único que saca la basura y limpia. Los demás son unos perezosos. Ni siquiera tiran de la cadena en sus propios váteres ¡Soy el que arregla todo!

Ella asintió, esperando que la parte del váter fuera una exageración.

—Eso es genial.

La cabina se tambaleaba mientras ascendía, ya que el cable que la sujetaba al hueco del ascensor estaba deshilachado en un único y fino alambre.

—Sí, arreglo techos y goteras. Extermino insectos: cucarachas, hormigas rojas… ¡Por todas partes! Todo lo que se venga abajo, lo arreglo. ¡Soy súper! —dijo él.

—Caray, eso es fantástico —le respondió ella.

No pretendía ser sarcástica, simplemente le salió así.

Escarmentado, Edgardo miró sus mocasines. Había agrandado la hendidura frontal para encajar dentro una moneda de veinticinco centavos, como se hacía en los años cincuenta. Había, para ella, algo íntimamente trágico en ese gesto: era como mirar a un marciano intentando ponerse un pantalón con las dos piernas a la vez: no tenían ni idea de lo que había que hacer.

—No, de verdad —dijo ella—, lo que hace es maravilloso. Lugares como el Breviary se tiran abajo cada día y el mundo va a peor por ello. La gente no tiene respeto por la calidad o la historia. Construyen casas de espuma de poliestireno y las tirarían cada semana si pudiesen.

El ascensor chirrió al pasar por el quinto piso, donde ella descubrió una alfombra beis que una vez había sido blanca.

—¡Sí, es verdad, lo que hago es importante! —comentó Edgardo, utilizando su nueva conexión como una oportunidad para echarle un vistazo. Comenzó por sus bailarinas negras, continuó por las piernas y sus sueltos pantalones de lana y siguió subiendo hasta arriba.

La primera vez que la gente veía a Audrey Lucas solía pensar en el glamur de Hollywood de los años treinta: encantadora y sencilla, con una barbilla puntiaguda, nariz larga y protuberante, y unos pómulos tan marcados que podrían cortar piedras. Era atractiva, pero poco elegante. En las conversaciones, cruzaba los brazos para mantenerse distanciada de la gente y ante las multitudes tendía a retroceder, haciéndose invisible, porque había aprendido, por propia experiencia, que el mundo era cruel. Había trabajado tal cantidad de horas que la piel bajo sus ojos parecía embadurnada con carbón y sus pálidas mejillas habían perdido su sonrosado color natural. Aun así, los pocos valientes que se tomaban el tiempo de conocerla obtenían su recompensa. Era inteligente, divertida y amable. Cuando tenía la suficiente confianza para sonreír con la gente de su alrededor, la visión era encantadora e incluso un poco desgarradora.

Si en su vida todo iba bien y encontraba la felicidad, los marcados ángulos de su cuerpo se suavizarían. A los cuarenta tendría una despampanante belleza. Pero si en su vida algo iba mal, esos ángulos se calcificarían en piedras y se volvería pequeña, amargada y triste.

Edgardo estiró por completo el cuello cuando sus ojos alcanzaron la blusa suelta con cuello de pico de Audrey, sus pequeños senos, sus hombros encorvados y, por fin, sus austeros ojos verdes. Cuando terminó, sus ojos se clavaron en sus desnudos y deteriorados dedos. Luego le guiñó el ojo, para que supiera que le gustaba lo que había visto.

Ella frunció el ceño. Tenía treinta y cinco años, un buen trabajo y una cabeza decente sobre sus hombros. Aun así, cuando veía a extraños buscando un anillo, se sentía… expuesta.

El ascensor pasó la séptima planta. La alfombra roja estaba cubierta de copas de champán vacías y confeti. ¿Una fiesta un lunes por la noche? Edgardo sonrió. Escondió las manos en los bolsillos de su abrigo verde de corte militar y ella lo imaginó fisgoneando en charcos de mugre.

Edgardo movió la cabeza para que supiera que estaba equivocada.

—Mi hija se parece a usted.

Ella levantó una ceja y él continuó:

—¡En serio! Está en Alaska. La visito en verano, porque en invierno… —Hizo como si sonara una ráfaga de viento—. ¡Hace demasiado frío!

Se encogió de hombros. Nunca había conocido a una familia feliz y no estaba muy segura de creer en ellas. Le sonaba a arameo, a extraterrestres de la cienciología o a leprechauns.

Edgardo esperaba su respuesta, pero ella no la tenía. Después de unos segundos de silencio, él se estremeció. Su lado derecho del rostro se paralizó por completo, como el de un paciente con apoplejía; enseguida se suavizó de nuevo. Ella se dio cuenta entonces de que estaba mintiendo.

Quizás no tenía una hija o, tal vez, no se llevaban bien. A lo mejor era un exconvicto y había ido a la penitenciaría de Riker Island por haberle prendido fuego. Podía entenderlo. A veces dices a la gente lo que piensas que quiere oír, solo que no eres tan bueno como para entender a la gente, así que nunca lo haces bien del todo.

Edgardo parecía triste, estremecido, disgustado. Decidió rescatarlo haciéndole saber que ella era también una especie de marciana.

—No se preocupe. Mi madre está en una institución mental en Nebraska. Tiene trastorno bipolar. No la he visto en años.

Edgardo cruzó los brazos visiblemente incómodo. Ella se dio cuenta de que había balbuceado sin sentido e intentó arreglarlo.

—No estoy insinuando que su hija esté en una institución mental.

Edgardo frunció el ceño. Sus ojos eran azules y, o bebía mucho, o el duro trabajo hacía que sus ojos estuvieran llenos de pequeñas venas. Tras un segundo o dos, se dio cuenta de que ella no se estaba mofando de él y se rió.

—¡Mi Stephanie está en Bellevue! No se preocupe.

Pasaron la novena planta, despojada de alfombras y luces, aunque no parecía que estuviera en obras. Las paredes estaban agrietadas en ciertos lugares y el cableado arrancado, como si ese lujoso edificio hubiera sido saqueado por partes. Extraño. Quizás la cooperativa se había atrasado en los pagos y el Breviary estaba en venta, pero como nadie estaba comprando inmuebles en esos días, habían tenido que saquear su propia infraestructura. Desde un apartamento de esa planta, por encima o por debajo, llegaba el eco de una melodía de dixieland. Su animado ritmo resonaba a través del hueco del ascensor.

Edgardo continuó:

—Alaska no es buena. Mi Stephanie no escribe… Era todo un cuento. Nunca la he visitado. No me dejaría. Estos chicos culpan a sus padres de todo.

—Quizás algunos padres merecen ser culpados —dijo ella. Y de nuevo, después de hablar, se arrepintió.

Edgardo frunció los labios y la miró realmente apenado por lo que había dicho. Sus ojos se humedecieron.

—Bueno, ¿y qué si nos lo merecemos? ¿No cree que nosotros también tuvimos padres?

No podía pensar en una respuesta razonable para su pregunta, por lo que se quedó allí de pie, con la mirada apartada, mientras el ascensor chirriaba. Después de un rato, él se distanció unos pasos. Ella hizo lo mismo, hasta que ocuparon esquinas opuestas, como si fueran boxeadores.

Por fin, de manera terrible, el ascensor marcó el piso catorce. Se tambalearon, con los ojos entrecerrados por la luminosidad, como animales enjaulados estupefactos ante su libertad.

Una vez que Edgardo abrió el apartamento 14B, Audrey olvidó el incómodo momento del ascensor y el hecho de haberse escabullido del trabajo; olvidó incluso los cimientos defectuosos del edificio, que podía desmoronarse. Todo cambió, todo era maravilloso.

—¡Ajá! —gritó. Edgardo se contagió de su entusiasmo y también sonrió. Ni siquiera lo esperó para que se lo enseñara. Galopó por el largo y oscuro pasillo hasta la sala de estar, donde este se dividía. Luego corrió por el lugar como una cría. ¡Una torrecilla con vidrieras! ¡Vistas a Central Park! ¡Estanterías! ¡Puertas correderas! ¡Techos de cuatro metros y medio de altura! Ese sitio era enorme. Si quisiera, podría tener una maldita piscina, conectar una manguera a la bañera y ¡hacer largos!

El apartamento se venía abajo, pero los muros eran sólidos. Su inclinación al oeste no era lo suficientemente severa como para combar el mobiliario e, incluso, el pasillo en curva mostraba una especie de resplandor, ya que dirigía la vista hacia el punto central del apartamento: la sala de estar.

Caminando por el pasillo, se mordió el labio y se preparó a sí misma para las malas noticias. Era imposible que el alquiler fuera de novecientos noventa y nueve dólares. Seguro que faltaba un cero. Pero, entonces, algo brilló. Una lámpara de araña de cristal en la habitación principal proyectaba enormes arcoíris en las paredes. Rojo, amarillo, azul, verde… ¡Virgen santa, era precioso!

Sus ojos se empañaron. Su corazón palpitaba como cuando alguien conoce al amor de su vida por primera vez y simplemente sabe que es él. Por lo que podía recordar, se había pellizcado y era real. Todo lo que había conseguido en su vida había sido con mucho esfuerzo. Pero ahora le tocaba a ella. Ese tipo que está en el cielo le estaba mostrando algo de benevolencia y le iba a dar algo a cambio de nada… por una puñetera vez.

Encontró a Edgardo esperándola en la torrecilla de la sala de estar. Parecía meditabundo y se preguntó si estaría pensando en su hija. Decidió que Edgardo le gustaba, lo cual era raro porque a ella nunca le gustaba nadie, a no ser que lo conociera de años.

—Este lugar es una locura. Me encanta. ¿No hay truco? ¿De verdad son novecientos noventa y nueve dólares al mes?

Edgardo asintió con la cabeza.

—Voy a extenderte un cheque. ¿Primer, último mes y depósito? —le preguntó sin coger aire, como si no pudiera sacar el bolígrafo lo suficientemente rápido antes de que otro sin techo de Nueva York entrara a empujones por la puerta con más dinero y mejores credenciales que ella.

Edgardo frunció el ceño.

—Quiero el apartamento —repitió. Entonces se reunió con él junto a la ventana con vistas a Central Park.

Una minúscula hormiga roja cruzó el cristal y él la aplastó con el dedo gordo. Bajo ellos se veían los patos sobre las pequeñas olas del lago Harlem Meer y gente haciendo footing a lo largo del embalse. Si entornaba un poco los ojos, podía incluso llegar a ver la remodelación del Parkside Plaza en la calle 59.

Edgardo daba golpecitos con su bastón. Una, dos, tres veces… cuatro. Se quedó quieto. Ella estaba a punto de sobornarlo con un billete de cien dólares (era todo lo que le podía ofrecer, a menos que empezara a prostituirse), cuando por fin habló:

—Quieren a alguien de tu profesión. Por eso estás aquí. Alguien que sepa construir cosas esta vez. La última tenía una bonita voz, pero no era buena con las manos.

Ella sonrió.

—Soy una auténtica profesional. Muy profesional. Trabajo. No estoy en casa durante el día haciendo ruidos o cosas así.

La interrumpió.

—Pero me gustas, ¿sabes? Eres una estúpida como mi Stephanie.

—¿Cómo me has llamado?

Sus ojos se llenaron de lágrimas de nuevo. Pensó que quizás sus lagrimales estaban estropeados.

—Quieren que sea un secreto. Puedo perder mi trabajo, pero debo contártelo.

Se le hizo un agujero en el estómago: plomo en el suministro de agua, paredes repletas de amianto, ratas, tenía que compartir la cocina con cincuenta chinos… Bueno, aun así merecía la pena.

—Hubo un accidente —dijo él.

Ella ladeó la cabeza. Una anciana se había caído por la ventana, el desnutrido pitbull de un vecino había desarrollado un apetito feroz por los bebés humanos… lo que fuera. Por el último ejemplo de naturalismo caótico en el mundo podría soportar a unos luchadores asesinos en serie vestidos con mallas.

—Habrás oído hablar de ella. La mujer y sus pequeños. Sucedió en julio… ¿La bañera?

—Acabo de terminar la carrera, arquitectura —le respondió.

No paraba. Entre Saraub y su proyecto final, El uso de espacios negativos para definir límites en ambientes domésticos, aún estaba recuperándose. Últimamente, cuando se despertaba por las mañanas, le costaba mucho salir de la cama, y no porque estuviera deprimida, sino porque estaba agotada.

—Ni siquiera he visto una película en tres meses… ha sido duro. Rompí ion mi novio. Esa es la razón por la que me mudo.

Se oyó a sí misma y decidió que debía hacer algunas amistades en vez de cargar con sus problemas a porteros de edificio.

El abultado bastón de Edgardo daba golpes en el suelo mientras cojeaba camino al centro de la sala de estar, donde el suelo se combaba a lo largo de casi cinco centímetros. Una parte de este se había roto y había dejado al descubierto una viga de contención podrida. Algo pesado y húmedo (¿un mueble bar pasado de moda?) debía de haber estado apoyado en él durante años.

—Bueno, seguro que oíste hablar de esta historia —le dijo.

Edgardo, amigo, me sobrestimas, pensó ella.

Para llamar su atención, golpeó su duro bastón contra el combado suelo con cuatro rápidos golpes: ¡clonc! ¡clonc! ¡clonc! ¡clonc!… Luego carraspeó.

—La última inquilina estaba luchando con su marido por la custodia de sus hijos. Él vivía en… Nueva Jersey, en una McMansion, ¿sabes? Esas que construyen de noche y que son tan grandes como este edifico entero. ¿Yo? Yo preferiría vivir en una cloaca. Pero las peleas… eran muy desagradables. Los vecinos se quejaban cuando él venía.

Audrey asintió.

—Las McMansiones están diseñadas por imbéciles. ¿Sabe que consumen el doble de energía que las casas hechas con escayola en lugar de pladur? Las familias americanas son cada vez más pequeñas, mientras que sus casas cada vez son más grandes… Es, en realidad, una manera de vivir muy solitaria.

Edgardo agitó su bastón, amenazante, hacia ella.

—¡Céntrate! La cosa es que ella no encajaba con el Breviary. Por eso el alquiler es tan bajo. El consejo quiere poder escoger el tipo de inquilino correcto, ninguno más como el anterior.

Ella asintió, pero no pudo evitar sonreír. Al final del pasillo, la puerta de la cocina estaba abierta. Seguro que fuera lo que fuese a contarle, era increíble, pero ¡allí podías poner una mesa para seis personas!

—La mamá ahogó a sus hijos en la bañera. Luego se cortó las venas y se metió con ellos —dijo Edgardo.

—¡Dios mío! —contestó ella.

Golpeó su bastón en el suelo podrido para llamar su atención, mientras le enseñaba el puño apretado:

—Cuatro niños y la mamá. —Levantó el pulgar—: ¡Uno! —Luego el dedo índice—: ¡Dos! —El del medio—: ¡Tres! —El anular, que estaba adornado por un bonito anillo de cobre—: ¡Cuatro! —Y finalmente el dedo meñique, con lo que su mano acabó completamente abierta—: ¡Y, con la mamá, hacen cinco! Todos muertos, aquí mismo.

Su corazón se encogió, luego fue su estómago y entonces… ¡plaf!, aterrizó en sus pies. Había oído algo sobre eso. La historia había sido portada de todos los periódicos durante días: «La mamá asesina», «La tragedia golpea el Upper West Side», «Marido consternado culpa a la ciudad por no actuar frente a las quejas de malos tratos». Lo meditó y supo por qué habían reemplazado las baldosas originales del baño por aquellas atroces, blancas y feas de Home Depot: daños causados por el agua.

—Ya —refunfuñó.

—Repintaron y arrancaron toda la moqueta. Ni siquiera revendieron la bañera, una de esas antiguas con patas. Lo destruyeron todo —dijo, como si hubiera decidido suavizar el golpe.

—¡Qué horror! —respondió ella.

El se estremeció, por lo que su piel quemada por el sol se arrugó alrededor de los ojos y la boca.

—Sí, fatal. Lo peor fue que su marido venía de camino esa mañana. Venía a llevarse a los niños. Había conseguido la… la custodia.

Audrey miró por la ventana. El sol brillaba con fuerza pero, de una manera extraña, ese lugar no recogía mucha luz solar. Sorpresa, sorpresa.

Inesperadamente, Edgardo puso la mano en su hombro. Era bajito, por lo que tuvo que extenderla. Quizás no era atún a lo que olía, tal vez era a sardinas.

—Todo el mundo tiene un lado oscuro. Es mejor que una mujer agradable como usted no encuentre el suyo. Busque un apartamento donde yo vivo, en Queens. Es mejor para usted. Le alquilaré esto a un yupi. No se dará cuenta de si está encantado o no. No tienen seso para saberlo. Usted… lo notará.

La miraba de una manera agradable y ella entendió que la forma en la que le había guiñado el ojo en el ascensor había sido realmente paternal.

Ella suspiró. Si no encontraba un lugar pronto, podía perder el alquiler de octubre y tendría que pagar otro mes más por estar en el hotel Golden Nugget hasta noviembre. Sería imbécil si dejara escapar este apartamento. Sin embargo, esos niños…

Queens, decidió. Encontraría un pequeño estudio, descansaría y, después de unos meses, pensaría en un nuevo paso en su vida. La separación con Saraub podía ser temporal, así que, ¿por qué firmar un contrato de un año? Sí, ese lugar era maravilloso, podía pasar su vida estudiándolo, pero eso no significaba que debiera vivir en él. Un suceso terrible había ocurrido allí. Algo tan malo tenía que haber dejado una mancha. Estaba a punto de decirle a Edgardo que había decidido seguir su consejo, cuando él añadió:

—Mejor encuentre a un buen hombre. Una chica como usted debería estar casada, tener a alguien que la cuide.

Su reacción fue inmediata, como encogerse cuando alguien te pincha.

—Me lo quedo —respondió ella.

Él frunció el ceño y movió la cabeza unas cuantas veces, farfullando algo entre dientes (¿Gringos?). Luego cerró los ojos:

—De acuerdo. Primera planta, apartamento C. La entrevistará y le dará los papeles.

No la esperó después de haber cerrado de un portazo el apartamento 14B. Cuando bajaban en el ascensor, cada uno en una esquina, ella quiso hacerle saber que apreciaba su preocupación. Sin embargo, las puertas se abrieron y salieron en silencio.