Creo que el legado más duradero del esfuerzo que dirigí fue sencillamente que la verdad haya salido a la luz… (p. 346).
La presidencia de Clinton coincidió con un curioso capítulo de los anales de la diplomacia estadounidense: la campaña en pro de la compensación por el Holocausto. Actuando de común acuerdo con toda una variedad de poderosas organizaciones e individuos judeo-estadounidenses, la Administración Clinton extrajo miles de millones de dólares a los países europeos, un dinero que presuntamente había sido robado a las víctimas del Holocausto durante la Segunda Guerra Mundial y en la posguerra. Stuart Eizenstat desempeñó un papel clave en esta iniciativa de Clinton. Eizenstat desempeñó diversos cargos importantes de la Administración Clinton y, al parecer, dedicó la mayor parte del tiempo que los ocupó a la compensación del Holocausto. (Anteriormente, en su calidad de asesor principal de Política Interior de la Casa Blanca en tiempos del presidente Carter, recomendó y medió en la creación del Museo del Holocausto de Estados Unidos; el objetivo era aplacar la furia de los judíos desatada por el reconocimientos de los «derechos legítimos» de los palestinos por parte de Carter y por la venta de armas a Arabia Saudí)[2]. En Imperfect Justice, Eizenstat, gracias a su información privilegiada, ofrece una visión bien fundada de las negociaciones con los gobiernos y la industria privada europea y de las presiones a que se les sometió. Este análisis de Eizenstat, que contiene revelaciones cruciales y también omisiones cruciales, confirma que la campaña en pro de la compensación por el Holocausto en realidad constituyó una «doble extorsión» a los países europeos y a las víctimas del Holocausto; y su legado más duradero ha sido contaminar la memoria del holocausto nazi aún con más mentiras e hipocresía.
Con escasas pretensiones de imparcialidad y practicando claramente el arte de congraciarse con los poderosos, Eizenstat retrata a los protagonistas principales de la extorsión del Holocausto en término elegíacos. Edgar Bronfman, el multimillonario heredero de la fortuna de la industria de las bebidas alcohólicas Seagram y presidente del Congreso Judío Mundial (CJM) «era una presencia deslumbrante: alto, guapo y gallardo» (p. 52). En su testimonio ante el Congreso, este vendedor de licores resultó ser un diplomático megalómano que aseguraba representar a todo el mundo judío, tanto a los vivos como a los muertos[3]. El rabino Israel Singer, secuaz de Bronfman y director ejecutivo de CJM, era «encantador, aunque también díscolo […] brillante, de verbo rápido, un orador de talento, magnético» (p. 53). Otros recuerdan a este vulgar cínico, con su inseparable kipá de lana negra inclinada sobre la cabeza, en términos menos halagüeños. «Nos hablaba de una manera increíble, menudo tono y menudos modales», exclamaron los banqueros suizos, rompiendo sus reservas habituales (p. 134). Incluso uno de los principales abogados de las demandas colectivas llegó a la conclusión de que para Singer «la verdad era un suceso aleatorio» (p. 226). Abraham Foxman, director nacional de la Liga Anti-Difamación, que está especializado en difamar a los demás cuando no se encuentra enredado en algún nuevo escándalo[4], gozaba de la «admiración general» según Eizenstat (p. 125); al notoriamente corrupto exsenador de Nueva York, Alfonse D’Amato, lo elogia por su «impresionante energía, su entusiasmo y un instinto político que le sale directamente de las entrañas»; y Lawrence Eagleburger, que se embolsa 360.000 dólares al año (por una media aproximada de un día de trabajo a la semana) en calidad de presidente de la Comisión Internacional de Seguros de la Era del Holocausto, tiene en opinión de Eizenstat un gran «sentido del deber» (pp. 62, 267). Por otra parte, Eizenstat vitupera al presidente de Bielorrusia, Aleksandr Lukashenko, por ser un dictador de «puño de hierro» (p. 37). En realidad, el mayor pecado cometido por Lukashenko a ojos de Eizenstat y los de su especie es que «no es dado a aceptar órdenes» de Washington; ni tampoco de la industria del Holocausto, que ha tratado en vano de chantajear a Bielorrusia para obtener una indemnización por el Holocausto[5].
Repleto de medias verdades e hipérboles, el libro de Eizenstat lleva las señales características de las publicaciones de la industria del Holocausto. Habla del «asesinato de 1.600 judíos en 1941 en el pueblo [polaco] de Jedwabne» (p. 42), pese que la cifra total (ya de por sí espantosa) fue casi con certeza de unos centenares[6] y declara retóricamente que «como el propio Holocausto, la eficacia, la brutalidad y la escala del pillaje nazi de obras de arte no tiene parangón en la historia» (p. 187)[7]. Informa asimismo de las reclamaciones de supervivientes del Holocausto sobre activos robados o cuentas suizas, dándolas por buenas aunque no se hubieran verificado; así, por ejemplo, nos habla de un líder judío eslovaco que alegó que «su madre tenía tantas ganas de olvidar la devastadora experiencia de la guerra que tiró el recibo de sus efectos personales» (p. 36), o de testimonios no demostrados de testigos fundamentales en el litigio contra los bancos suizos, como Greta Beer (pp. 4, 46-48; en la p. 183, Eizenstat reconoce que «nunca se sabrá la verdad» con respecto a la historia francamente ridícula que contó Beer). Por último, Eizenstat repite lugares comunes de la industria del Holocausto, como que «es curioso que se invoquen las leyes sobre el secreto bancario [suizas] para actuar contra las familias que quieren recuperar sus cuentas, siendo así que estas leyes se promulgaron en 1934 con objeto de proporcionar un refugio seguro contra los nazis» (p. 48), cuando en realidad el objetivo fundamental de la ley de 1934 «no era […] proteger los activos de los clientes judíos de la confiscación por el régimen nazi»[8].
Para explicar el interés público por la compensación por el Holocausto que se despertó súbitamente a mediados de la década de 1990, Eizenstat en un principio sostiene que «los supervivientes del Holocausto […] empezaron a contar historias largo tiempo ocultas y a intentar que se les hiciera justicia en alguna medida por lo que se les había arrebatado» (p. 4). «Empezaron a contar…» da que pensar; ¿dónde se habría metido Eizenstat durante el boom de los años de la industria del Holocausto del último cuarto de siglo? No obstante, más adelante reconoce que «Edgar Bronfman, el multimillonario que preside el Congreso Judío Mundial, estaba bien relacionado políticamente y era un firme partidario del Presidente y de la Primera Dama. Les instó a […] tomarse un interés personal en que por fin se hiciera justicia a los supervivientes del Holocausto» (p. 5); y que Bronfman era «uno de los mayores donantes de la campaña presidencial de Bill Clinton» y «Edgar Bronfman sometió a una fuerte presión política a la Administración Clinton» para que «restituyera las propiedades judías confiscadas» (pp. 57, 25). En efecto, Bronfman se encontraba entre los cinco donantes individuales principales (si no era el número uno) del Comité Nacional Democrático para el ciclo electoral de 1996, y, por otra parte, «se pensaba que el “dinero judío” había servido para cubrir aproximadamente la mitad de la financiación del Comité Nacional Democrático» y «también aproximadamente la mitad de la financiación de la campaña presidencial democrática —y algo más en el caso de un candidato tan popular entre los judíos como Bill Clinton»[9]. La campaña en pro de la compensación por el Holocausto estaba tan estrechamente vinculada a los poderosos intereses de los judíos norteamericanos que uno de los principales congresos sobre el oro robado por los nazis se convocó a propósito en Londres, «para que no diera la impresión de que todo el esfuerzo de restitución no era más que una idea norteamericana impulsada por la comunidad judía norteamericana» (p. 112).
Ahora bien, Eizenstat pone un gran énfasis en negar que la Administración Clinton actuara movida solo por motivos mercenarios. Aunque «la realpolitik, el propio interés político y económico, es el impulso básico que mueve la política exterior europea», comenta Eizenstat, «las cosas son distintas en Estados Unidos. Incluso los europeos más sofisticados no consiguen comprender que la política exterior estadounidense es una mezcla única y compleja de moralidad e interés propio» (p. 5; cfr. p. 272). ¿Quién puede dudar de los impulsos éticos de Clinton? Una de las cosas que hizo Clinton durante sus últimas horas de mandato presidencial fue indultar a Marc Rich, un comerciante multimillonario que se fugó a Suiza en 1983 teniendo pendiente un juicio en el que se presentaban contra él cincuenta y un cargos por evasión de impuestos, asociación ilícita y violación de las sanciones comerciales impuestas a Irán. Desde su refugio suizo, Rich levantó un emporio empresarial y se convirtió en un gran benefactor de las organizaciones judías e israelíes, a la vez que cultivaba —con gran coherencia— una relación lucrativa con la mafia rusa. Los beneficiarios de la generosidad de Rich, como Abraham Foxman, presidente de la Liga Anti-Difamación (que promovió la idea del indulto presidencial), el rabino Irving Greenberg, presidente del Museo del Holocausto de Estados Unidos, o Ehud Barak, Shimon Peres y posiblemente Elie Wiesel, mediaron ante Clinton en favor de Rich. Claro está que solo los europeos poco sofisticados dudarían de que el impulso que llevó al presidente a conceder un indulto «prácticamente sin precedentes en la historia norteamericana» (Clinton) fuese la clemencia[10].
El plato fuerte del relato de Eizenstat es el litigio contra los bancos suizos, inicio y modelo de la campaña de chantajes. La industria del Holocausto aducía que, después de la guerra, los bancos suizos habían negado acceso a sus cuentas a las víctimas del Holocausto y a sus herederos[11]. Eizenstat informa de que en la primera reunión celebrada entre los principales protagonistas en septiembre de 1995, Edgar Bronfman declaró que «no le interesaba un acuerdo de un pago único, sino que se estableciera un proceso serio para determinar qué había realmente en las cuentas y pagárselo a sus propietarios legítimos», y los banqueros suizos aceptaron en principio dicha propuesta (p. 59); de que en diciembre de 1995, la Organización Judía Mundial para la Restitución (OJMR, una escisión del CJM) y la Asociación de Banqueros Suizos (ABS) «trazaron el bosquejo básico de un acuerdo» según el cual «los bancos abrirían sus archivos para que se revisaran las cuentas inactivas y la parte judía del acuerdo los inspeccionaría confidencialmente» (p. 63); de que antes de que el senador D’Amato compareciera ante el senado en abril de 1996 para hablar de los bancos suizos, la ABS «envió por fax a Singer la propuesta de que se hiciera una auditoría independiente» y «escribió a D’Amato ofreciéndole una auditoría independiente» (p. 66); y de que el representante de la ABS en las comparecencias ante el Senado «hizo todo lo posible para indicar que los bancos suizos tratarían de buscar más cuentas inactivas y anunció que los bancos estaban dispuestos a someterse a una auditoría independiente» (p. 68)[12]. En mayo de 1996, se formalizó una auditoría independiente en un «Memorando de acuerdo» entre la ABS y los representantes judíos y, pese a las crecientes presiones de la industria del Holocausto para abortarla, los banqueros suizos apoyaron firmemente la auditoría «para restablecer nuestro honor y la confianza en los bancos al demostrar la falsedad de las alegaciones» (p. 153; cfr. p. 119). Sin embargo, Eizenstat recurre insistentemente a la distorsión de la cronología y la dinámica de estas negociaciones para demostrar la renuencia de los suizos. Afirma que si los bancos suizos se hubieran mostrado en un principio «abiertos […] a una auditoría independiente, todo el asunto habría concluido rápidamente» (p. 59), cuando la realidad es que los bancos dieron el visto bueno a la auditoría en la primera reunión con Bronfman; que la comparecencia de D’Amato «impulsó […] la idea de auditar las cuentas de la época de la guerra» (p. 69), cuando lo cierto es que los bancos suizos ya habían acordado las condiciones de la auditoría antes de la comparecencia; que el apoyo a la auditoría manifestado por los bancos suizos en la comparecencia ante el Senado no «fue más que un reflejo de la línea de actuación de los bancos» (p. 68), como si hubieran si los bancos y no la industria del Holocausto los que hubieran reclamado la auditoría; y que los bancos suizos temían una auditoría «debido a sus tácticas obstruccionistas de posguerra y al tratamiento que habían dado a las cuentas inactivas» (p. 65), cuando en realidad respaldaron con toda firmeza que se terminase la auditoría pese a la oposición de la industria del Holocausto.
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«A finales del verano de 1996», nos dice Eizenstat, «la controversia de la banca suiza ya se había aplacado. El Comité Volcker se había puesto en marcha y pronto comenzaría una auditoría independiente de las cuentas bancarias suizas, lo cual era el objetivo del CJM y del gobierno de Estados Unidos» (p. 74). La pregunta obvia es: ¿Por qué no terminó todo ahí? Eizenstat da una respuesta simple: «Los abogados secuestraron la disputa con la banca suiza» (p. 75). Una explicación a la que, ciertamente, es difícil dar crédito. A finales de 1996, varios equipos de abogados habían interpuesto demandas colectivas contra los bancos suizos en las que reclamaban miles de millones de dólares alegando que, además de haberse beneficiado de las cuentas inactivas de los judíos, los bancos habían obtenido beneficios económicos del trabajo judío en régimen de esclavitud y habían robado activos judíos. Después de señalar que «los abogados no estaban interesados en descubrir la verdad histórica» sino que «la mayoría iban detrás del dinero» (p. 77), Eizenstat pone de relieve reiteradamente la inconsistencia de las alegaciones: «Una exageración legal» (p. 116), «sin evidencia documental» (p. 118), «para reforzar las precarias bases en que se apoyaban el grueso de sus alegaciones jurídicas, [Weiss, uno de los abogados de las demandas colectivas] comenzó a promover presiones externas contra los suizos» (pp. 122-123), «de hecho, carecían de evidencia en la que fundamentar las demandas» (p. 141), «Hausfeld [otro de los abogados de las demandas colectivas] reconoció que no podía establecer una conexión que resultara válida en un juicio» (p. 143), «advertí a los abogados que […] tenía que haber una vinculación plausible para justificar los grandes desembolsos por parte de los bancos; no podía parecer que se doblegaban a las presiones sin más» (p. 144), «Hausfeld era consciente de la debilidad de su argumentación jurídica y no quería exponerse a las indagaciones de los suizos» (p. 168) y así sucesivamente[13]. Por otra parte, la ABS «criticó las demandas porque carecían de todo valor jurídico y argumentó que la auditoría Volcker bastaba para hacer justicia» (p. 117) y, por lo visto, a juzgar por la exposición de los hechos del propio Eizenstat, no le faltaba razón. Eizenstat nos cuenta, en efecto, que Edward Korman, el juez federal a cargo de los litigios, «tenía serias reservas con respecto a las alegaciones que los abogados de las demandas colectivas habían presentado en relación con los activos robados y los beneficios del trabajo en régimen de esclavitud» (p. 121; cfr. p. 168). Por último, Paul Volcker, presidente del comité que realizó la auditoría de los bancos suizos, «consideraba que se había actuado frívola y provocativamente al entablar pleito no solo sobre las cuentas inactivas, sino también sobre el pillaje y los beneficios del trabajo en régimen de esclavitud» y que «para localizar las cuentas inactivas no era necesario entablar pleitos» (p. 116). En una queja formal presentada al juez Korman, Volcker aducía que las demandas estaban «obstaculizando nuestro trabajo, potencialmente hasta el punto de quitarle toda efectividad» (p. 121). Los abogados justificaban las demandas, además de por las nuevas alegaciones presentadas, porque, a su entender, «la auditoría Volcker era una estrategia implantada por los bancos suizos». Sin embargo, tal como indica Eizenstat, «era como si no supieran que fueron Bronfman y Singer quienes impusieron la auditoría a los bancos» (p. 117)[14]. Cuando los abogados de las demandas colectivas «criticaron el proceso Volcker» ante el tribunal, el juez Korman replicó: «¿Colaboraría Israel Singer con el comité de Volcker si este fuera un embustero?» (p. 167) (Singer era miembro suplente del Comité Volcker.) Tampoco se podía argumentar que la auditoría Volcker había retrasado la actuación de la justicia dado que «los resultados de la labor del comité tenían que tomarse en cuenta en el acuerdo final al que se llegara» (p. 127), ya que determinarían qué reclamantes tenían realmente derecho a recibir dinero por las cuentas inactivas de Suiza[15].
Si las nuevas alegaciones carecían de valor jurídico; si los bancos suizos se habían prestado a someter a una auditoría internacional las cuentas inactivas (única alegación plausible); si los resultados de la auditoría eran vitales para alcanzar cualquier acuerdo; y si los «abogados de las demandas colectivas […] dinamitaban la auditoría Volcker» (p. 115), ¿por qué el juez Korman no se limitó a despedirlos? «Sabiamente, Korman no dio curso a las mociones suizas para que se desestimaran las demandas durante más de un año», nos dice Eizenstat, «con objeto de permitir que se terminara la auditoría Volcker y, asimismo, para darme la oportunidad de llevar a buen puerto mis negociaciones» (p. 165; cfr. p. 122). Esta argumentación es a todas luces absurda. Por un lado, las demandas «dinamitaban» la auditoría; y, por otro, las negociaciones no habrían sido necesarias si las demandas se hubieran desestimado. De hecho, el propio Eizenstat se resistió a solicitar que se desestimaran las demandas, despertando así las iras de Volcker, que le había rogado que lo hiciera: «Volcker me vino a ver y me acusó de reforzar el poder de los abogados al no tomar postura contra ellos en nombre del gobierno de Estados Unidos» (p. 122). Eizenstat sostiene en su defensa que su papel de árbitro le impedía tomar partido. Pero ¿justificaba esta presunta neutralidad que en la práctica diera su apoyo a unas demandas espurias? En otro lugar, Eizenstat alega impotencia: «Aunque comprendía que los pleitos serían un auténtico incordio para los suizos, no veía la manera de evitarlo» (p. 89). Sin embargo, más adelante, cuando una demanda respaldada por la jueza federal Shirley Kram y a la que se oponía el gobierno estadounidense puso en peligro el acuerdo de compensación alemán, sí que entraron en juego milagrosamente suficientes presiones gubernamentales (se ordenó a la jueza que desestimara la demanda); y también se aplicaron milagrosamente suficientes presiones gubernamentales cuando, posteriormente, una demanda contra IBM presentada por Michael Hausfeld en contra de la opinión del gobierno estadounidense puso en peligro el acuerdo alemán (Hausfeld retiró la demanda; las presiones que se ejercieron sobre él quizá también derivaron del hecho de que en este caso estaba demandando a una empresa norteamericana)[16]. De hecho, Eizenstat reconoce que «las demandas fueron poco más que una plataforma para buscar una solución política al conflicto» (p. 171) y «los abogados de las demandas colectivas y Singer nunca serán capaces de cuantificar las pérdidas para las que solicitan una compensación, y comprender esto sirvió para darnos cuenta una vez más de la singular dimensión política de nuestra negociación» (p. 144). Dicho de otro modo, las demandas se emplearon como un recurso más de la campaña de extorsión de la industria del Holocausto. Y Eizenstat consideraba oportuno que el juez Korman hubiera retrasado el momento de dictar sentencia con objeto de presionar a los bancos suizos a alcanzar un acuerdo que no pasara por los tribunales. En palabras de Burt Neuborne, principal abogado de la industria del Holocausto, el juez Korman «manejó el asunto maravillosamente» (p. 122; cfr. p. 165)[17]. (Cabe imaginar la reacción de espanto de los banqueros suizos ante la declaración de Eizenstat de que ellos respetaban al juez Korman porque representaba a una «judicatura independiente» (pp. 165-166).
En privado, los abogados de la industria del Holocausto confesaban que las demandas servían de tapadera a la extorsión: «[Weiss] era muy directo con su estrategia, no entraba en matices. Quería ejercer una presión política y económica externa» (p. 118), «Por si necesitaba un recordatorio de que estábamos metidos en una negociación política y no jurídica, Weiss me lo proporcionó cáusticamente: ‘Mira, la cuestión va a ser con cuánta fuerza les apretamos los huevos o con cuánta fuerza nos los aprietan ellos a nosotros» (p. 143; cfr. p. 83)[18]. El lema de la industria del Holocausto durante la campaña suiza era: «Se trata de la verdad y la justicia, no de dinero», cuando lo cierto era que «los abogados de los demandantes […] querían que les asegurasen un pago único y no deseaban esperar a que Volcker concluyera su auditoría» (p. 155). Por su parte, el CJM, que en público ridiculizaba a los abogados de las demandas colectivas y proclamaba su deseo de que una auditoría sirviera para que se hiciese justicia, «insistió» —aun antes de la comparecencia de D’Amato— en que «el gobierno suizo impusiera una liquidación a los bancos» (p. 67); pretendió desde el principio que las negociaciones de Eizenstat llevaran a una liquidación final de una cantidad establecida en lugar de esperar a los resultados de la auditoría (p. 153); se opuso con vehemencia a la carta que Volcker envió al juez Korman porque «reforzaría con el prestigio del comité [Volcker] las mociones suizas para que se desestimaran las demandas» (p. 121); y «desconfiaba de los abogados pero apoyaba cualquier cosa que sirviera para sacarles más dinero a los bancos suizos» (p. 122).
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Además de a los tribunales, la industria del Holocausto movilizó de arriba abajo al poder ejecutivo estadounidense en favor de su extorsión. El presidente Clinton escribió una carta a Bronfman en la que comentaba que la compensación por el Holocausto era «más un asunto moral que una cuestión de justicia» e instaba a «que se devolvieran los activos judíos depositados en bancos suizos» (p. 68). Eizenstat enumera múltiples maniobras diplomáticas y señala que la mediación de Clinton supuso «un caso sin precedentes de implicación de un alto cargo gubernamental en unos pleitos estrictamente privados» (p. 115); comenta asimismo que «yo puse en juego una de nuestras armas más potentes: convencí a Madeleine Albright que visitara Suiza, algo que no había hecho ningún Secretario de Estado desde 1961» (p. 126). En el marco de otra iniciativa innovadora ordenada por Clinton, Eizenstat reclutó a once agencias federales para que realizaran un informe sobre el oro del pillaje nazi que habían comprado los bancos suizos: «Este proyecto demostró la impresionante cantidad de recursos que el sector ejecutivo estadounidense puede movilizar cuando recibe el respaldo presidencial […]. Al final, hicimos públicos cerca de un millón de documentos, fue la mayor desclasificación de documentos hecha de golpe en la historia de Estados Unidos» (pp. 99-100). (J. D. Bindenagel, otro alto cargo estadounidense, pasó «todo un año» (p. 193) preparando un congreso en Washington sobre las obras de arte robadas por los nazis.) En su introducción al informe sobre el oro del pillaje nazi, Eizenstat hizo la sensacionalista afirmación de que «los vínculos comerciales [de los suizos] con Alemania […] contribuyeron a prolongar uno de los conflictos más sangrientos de la historia». Y, en sus memorias, se mantiene firme y dice que «las observaciones personales que hice en la introducción son precisas y soportarán el escrutinio de la historia» (p. 108; cfr. pp. 340-341); y ello pese a que en el Informe final Bergier, muy autocrítico con Suiza, se llega a la conclusión de que «la teoría que mantiene que […] Suiza influyó en un grado relevante en el curso de la guerra sería insostenible»[19].
Aunque el Informe Eizenstat (como pasó a ser conocido) «no produjo ninguna nueva revelación sensacional»[20], su introducción y su pretensión de haber sacado a la luz datos escandalosos sirvieron para un propósito práctico: «Cuando los hechos quedaron claros, la OJMR me presionó para instar a los suizos a que hicieran un desembolso mayor» (p. 101). Las comparecencias ante el Senado desempeñaron una función similar: «Tanto D’Amato como el CJM querían que las comparecencias fueran tan sensacionalistas y provocativas como fuese posible» (p. 63). En efecto, Eizenstat reconoce sin el menor sonrojo que, mientras los asistentes de D’Amato diseminaban «materiales sensacionalistas» —«algunos rigurosos y otros no», presentando los rigurosos como si fueran grandes revelaciones aunque ya estuvieran más que vistos—, él (Eizenstat) «trató de colaborar promoviendo la desclasificación de documentos» (pp. 63-67). «Como casi todos los documentos ya se conocían, el CJM y D’Amato tenían que presentar la información desde un ángulo distinto», explicó hace poco un destacado periodista de la industria del Holocausto. «La única manera posible era describir cómo Suiza había colaborado con la Alemania nazi, desplazar a Suiza de su estatus de país neutral al estatus de aliada de Alemania durante la guerra. Que sea cierto o no es una cuestión marginal»[21]. El mayor logro de Eizenstat fue precisamente ese: «desplazar» el estatus de Suiza, «sea cierto o no».
Al final, la amenaza de sanciones económicas por parte de EEUU resultó ser la palanca decisiva de la extorsión. Orquestada por Alan Hevesi, «el interventor general, o principal autoridad financiera de la Ciudad de Nueva York, que controlaba miles de millones de dólares en fondos de pensiones y acuerdos comerciales con la ciudad y abrigaba la ilusión de llegar a ser alcalde algún día» (pp. 122-123), la campaña para castigar económicamente a Suiza se extendió a los gobiernos estatales y municipales de todo el país. Por su parte, el CJM también ejerció una «presión enorme» sobre el gobernador del banco del Estado de Nueva York para impedir que operase en EEUU un banco suizo que acababa de realizar una fusión porque «trataba de contaminar su propio sistema de regulación» (p. 145). Eizenstat denunciaba en público el recurso a sanciones económicas, pero también deja muy claro que su oposición era más formal que real: «No podía cerrar los ojos ante la cruda realidad: ellos habían conseguido captar la atención de los bancos suizos de una forma que yo nunca habría logrado por mis propios medios» (p. 157; cfr. p. 160). Por último, estableciendo una portentosa analogía, Eizenstat compara el hecho de que la industria del Holocausto movilizara de arriba abajo al poder estatal en una campaña de extorsión ramificada con «los tiempos del boicot de autobuses de Montgomery» (p. 355)[22].
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Los bancos suizos al fin se rindieron en agosto de 1998 y, en un acuerdo presidido por el juez Korman, se avinieron a pagar 1.250 millones de dólares. Según Burt Neuborne, el hecho de que los suizos «decidieran pagar 1.250 millones de dólares en lugar de enfrentarse» a un juicio demostraba la «validez» de la argumentación de los abogados[23]. No obstante, como Eizenstat reconoce en diversas ocasiones, el acuerdo supuso un triunfo de la extorsión y no de la justicia: «Excepción hecha de las auditorías Volcker, realizadas al margen de los pleitos, la esencia probatoria del proceso jurídico que habría podido legitimar el imponente acuerdo no existía en absoluto. No hubo ni rastro de los descubrimientos procesales al uso. Las presiones externas y la intervención del gobierno de Estados Unidos compensaron los graves defectos de las alegaciones jurídicas» (p. 177); «los costes de meterse en unos pleitos que [los bancos suizos] podrían haber ganado en los tribunales se volvieron demasiado elevados de cara a la opinión pública y al enorme y lucrativo mercado estadounidense, donde ya operaban y confiaban en expandirse» (p. 340; cfr. p. 165). Ahora bien, Eizenstat también especula con la posibilidad de que los bancos suizos se avinieran al acuerdo de los 1.250 millones de dólares por miedo a que «Volcker fuera tan exhaustivo que el total superase esa cifra y optaran por controlar sus pérdidas» (pp. 170-171; cfr. p. 166). Sin embargo, la evidencia que él mismo presenta descarta esa posibilidad. Los bancos suizos «calcularon que todas las cuentas de la auditoría Volcker sumarían unos 200 millones de dólares aun después de realizar los ajustes necesarios por el paso del tiempo» (p. 147) y, del mismo modo, el juez Korman «dedujo de sus contactos con Volcker que la auditoría descubriría 200 millones de dólares en cuentas inactivas» (p. 170). (Posteriores hallazgos del Tribunal de Resolución de Reclamaciones demostraron que lo más probable era que esta cifra sobreestimara enormemente la deuda de los suizos)[24]. Conviene detenerse en la cifra de 200 millones de dólares por otro motivo. En el primer epílogo a La industria del Holocausto, al analizar el plan de distribución del dinero suizo, afirmé que la asignación de 800 millones de dólares de los 1.250 destinados a las reclamaciones sobre cuentas inactivas válidas parecía «una gran sobreestimación»; y que el verdadero motivo que tenía la industria del Holocausto para hacer esta asignación era embolsarse la diferencia. (Si se hubieran asignado 200 millones de dólares a los titulares de cuentas inactivas, los 1.050 restantes habrían ido directamente a manos de los supervivientes del Holocausto)[25]. La exposición de Eizenstat confirma que, antes de que se hubiera trazado el plan de distribución, ya se sabía que la cifra de 800 millones de dólares no se basaba en la realidad y, además, nos indica quién pudo sacarse de la manga esta cifra tan inflada; contra toda evidencia, Singer sostenía «que las auditorías Volcker darían un resultado de entre 600 y 750 millones de dólares» (p. 148). Al inflar esta cifra, Singer cumplía un doble propósito: primero, extorsionar a los bancos suizos; y, después, extorsionar a los supervivientes del Holocausto.
Para justificar el acuerdo de los 1.250 millones de dólares pese a que la estimación de la deuda suiza por las cuentas inactivas fuera de 200 millones y las demás demandas contra los suizos no tuvieran «ni rastro» de pruebas, Eizenstat esgrime orgullosamente el «concepto novedoso de “justicia aproximada”» (p. 181), que «tal vez sea aplicable a futuras violaciones en masa de los derechos humanos» (p. 353): «El concepto de justicia aproximada era toda una novedad, una nueva teoría para dar cabida a lo que consistía en una negociación política más que en un principio legal. En cualquier pleito tradicional, las partes damnificadas establecen un nexo claro, una relación directa, ante las partes de las que quieren obtener una compensación. Hacer esto era posible con las cuentas bancarias que estaba auditando Volcker. Pero no se podía hacer con los activos robados ni con los beneficios del trabajo en régimen de esclavitud, hechos a expensas de personas que, aun cuando siguieran vivas o tuvieran herederos vivos, no podían vincular sus pérdidas con los tres bancos suizos de la demanda colectiva» (pp. 137-138; cfr. pp. 130, 353). En realidad, ya existía un nombre para denominar a la utilización de pretextos infundados y medios extralegales para extraer dinero: se llama extorsión.
Eizenstat reserva sus «mayores iras» para el Consejo Federal Suizo. Él «pretendía que el gobierno suizo se implicara en las negociaciones y entregara dinero para el bote del acuerdo» y «compartiera la carga financiera», pero los suizos se negaron: «El gobierno suizo estaba dispuesto a que el gobierno estadounidense se pringara tratando de resolver los litigios,… siempre que a ellos no les acarrease costes» (pp. 126, 138, 163). Qué ingratitud. Los estadounidenses estaban dispuestos a «pringarse» extorsionando a los bancos suizos, pero el gobierno suizo no iba a permitir que, de paso, le extorsionaran a él. De hecho, Eizenstat nos comunica que todavía hoy «el gobierno suizo no ha asimilado plenamente la dura lección de lo que ha pasado en su país». Por ejemplo, «en la primavera de 2002, el gobierno suizo congeló los contratos públicos militares y de otra índole con Israel en señal de protesta contra la política seguida por el gobierno israelí con los palestinos» (p. 185). Verdaderamente, estos suizos son incorregibles[26].
Después del acuerdo económico, nos dice Eizenstat, los suizos se disgustaron inexplicablemente con el Comité Volcker (pp. 178-179). ¿De verdad es tan sorprendente? Los bancos suizos habían gastado centenares de millones de dólares en «la auditoría más exhaustiva y cara de la historia» (p. 179) para que, luego, sin esperar a sus resultados, 1.250 millones de dólares cambiaran de manos a causa de «presiones externas y de la intervención del gobierno estadounidense». (El coste de la auditoría «se disparó» incluso después del acuerdo.) Pese al desencanto de los suizos, la auditoría siguió adelante sin contratiempos y, en diciembre de 1999, el Comité Volcker publicó los resultados de su investigación[27]. Eizenstat despacha con un solo párrafo largo (p. 180) las conclusiones del Comité; lo cual no es de sorprender, considerando que su principal hallazgo fue que «con respecto a las víctimas de la persecución nazi, no había pruebas de que se hubiera incurrido sistemáticamente en discriminación, obstrucción del acceso a las cuentas, malversación o violación de lo dispuesto en la legislación suiza para la conservación de documentos»[28]. Por el contrario, Eizenstat se apoya en los «indignantes descubrimientos» del posterior Informe final de la Comisión Bergier, que, según él, «desmontaron el mito, suscrito por el Comité Volcker, de que no hubo una conspiración para privar de su dinero a los titulares de cuentas de la era del Holocausto» (pp.180-181). Sin embargo, el Informe final Bergier declara explícitamente que sus valoraciones más «generales» se basan enteramente en la auditoría Volcker y, «en conjunto», todas sus conclusiones «son respaldadas por los hallazgos del Comité Volcker»[29]. Eizenstat pasa por alto prudentemente los recientes resultados del Tribunal de Resolución de Reclamaciones, que demuestran inapelablemente la falsedad de la alegación fundamental de la industria del Holocausto, a saber, que los bancos suizos robaron «miles de millones de dólares» pertenecientes las víctimas del Holocausto, a la vez que confirman sin lugar a dudas la afirmación inicial de Raul Hilberg de que la industria del Holocausto se había sacado de la manga «unas cifras espectaculares» y luego «chantajeó» a los bancos suizos para que se sometieran[30]. Puesto que solo se ha entregado a las víctimas del Holocausto y a sus herederos una mínima fracción de los 1.250 millones de dólares del acuerdo, la batalla entre los chantajistas ha comenzado, como era de prever, para ver quién se lleva el botín del Holocausto; y las víctimas de los chantajistas están atrapadas en ese fuego cruzado. Alegando que Israel es a quien corresponde en justicia recibirlo y que «no me fío del Congreso Judío Mundial», el ministro de Justicia israelí está exigiendo que «el acuerdo con los bancos suizos […] vuelva a negociarse»[31].
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Resulta instructivo yuxtaponer la suerte que han corrido los bancos suizos con la de los bancos franceses. En abril de 2002, una comisión francesa que investigaba «la expoliación de los judíos en Francia» durante el holocausto nazi «identificó, aproximadamente a 64.000 titulares de 80.000 cuentas bancarias que presuntamente eran víctimas del Holocausto, pero no publicó sus nombres por respeto a la intimidad de las personas» (p. 318); es una cifra significativamente más elevada que las 36.000 cuentas bancarias «posible o probablemente relacionadas con víctimas del Holocausto» de la causa suiza[32]. Posteriormente, los bancos franceses se avinieron a compensar a quienes reclamaran sobre las cuentas del Holocausto y cuyas reclamaciones fueran validadas (se esperaba que fueran pocos) y a entregar 100 millones de dólares a una fundación del Holocausto radicada en Francia en concepto de indemnización por las cuentas del Holocausto sin herederos (pp. 322, 331, 336-337). En agudo contraste, los bancos suizos fueron obligados a ingresar 1.250 millones de dólares en las arcas de la industria del Holocausto antes de que se concluyera la auditoría (y no digamos ya el proceso de validación de las demandas). Y no solo eso, la industria del Holocausto denunció implacablemente a los bancos suizos, que invocaban las leyes para salvaguardar la intimidad de las personas, por no publicar los nombres de todos los titulares de cuentas del Holocausto. «La Asociación de Bancos Suizos quería que solo se publicaran 5.000 nombres de titulares», se queja Eizenstat, muy en su línea. «Los suizos regatearon hasta el último momento» (pp. 179-180). (Al final, publicaron los nombres de los titulares de las 21.000 cuentas que tenían mayores probabilidades de estar relacionadas con víctimas del Holocausto.) Sin embargo, los bancos franceses se ampararon en las leyes de «protección de la intimidad» (p. 321) y se negaron a publicar los nombres de los titulares de las cuentas del Holocausto. Y, en este caso, Eizenstat no dio rienda suelta a su indignación (p. 321).
Cae por su propio peso preguntar: ¿Qué explica la relativa benignidad con que la industria del Holocausto trató a los bancos franceses? La respuesta puede resumirse en dos palabras: el poder. Al igual que los judíos en la Alemania de Weimar, los suizos eran prósperos económicamente pero débiles en el terreno político. Así pues, ¿quién apoyaría a los «orondos banqueros suizos» en contra de «las víctimas del Holocausto necesitadas» salvo los nazis acérrimos? Ahora bien, en el caso francés, Eizenstat tenía que tomar en cuenta «nuestras relaciones con un buen aliado político y económico europeo, que, no obstante, es susceptible» (p. 323). Además, la poderosa comunidad judía francesa dejó muy «claro» que «ellos mismos podían gestionar la situación, sin que interfiriesen los judíos norteamericanos» (pp. 323-324) y respaldaron al gobierno francés «incondicionalmente […] y se tomaron como una ofensa la intervención estadounidense en […] los asuntos propios de Francia» (p. 327; cfr. p. 320). (Las organizaciones judías francesas llegaron incluso a «acordar que las listas [de titulares de cuentas del Holocausto] no debían publicarse» [p. 328]). El miedo a una reacción francesa unida neutralizó las armas principales de la industria del Holocausto. «El panorama al que me enfrentaba en las negociaciones francesas era muy distinto del que había experimentado con los suizos», recuerda Eizenstat. «Sin presiones del Congreso, ni de Israel Singer, ni de Alan Hevesi» (p. 323). Cuando los abogados de las demandas colectivas osaron hollar la soberanía francesa, Eizenstat se desligó de ellos —no como en el caso suizo— para no herir «la sensibilidad francesa» (p. 335). «Sin presiones externas que les ayudaran» (324), los pleitos se vinieron abajo. Los bancos franceses se quitaron de encima a la industria del Holocausto sin soltar prácticamente ni un franco.
El caso francés pone de relieve la incongruencia del argumento de Eizenstat según el cual «los abogados secuestraron las disputa con la banca suiza». Los pleitos de la demanda colectiva no tenían ninguna fuerza sin el respaldo del gobierno estadounidense. Los abogados no se engañaban a este respecto. Las negociaciones con los franceses se prolongaron hasta los últimos tiempos de la Administración Clinton y Hausfeld «quiso resolver el caso francés con rapidez y creatividad», dice Eizenstat. «Comprendía el peligro que entrañaba dejar inconclusas las negociaciones una vez que Clinton abandonara la presidencia […] Sin el gobierno como catalizador, los abogados y sus clientes se enfrentarían a un proceso judicial largo e incierto» (p. 324).
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Al final, se demostró que el historial de Israel con respecto a la compensación por los activos de la era del Holocausto no era mejor que el de Suiza. Sin embargo, este descubrimiento no provocó, como en el caso suizo, profundas reflexiones sobre los defectos del carácter nacional judío[33], ni tampoco una campaña concertada para obtener un acuerdo monetario. Muy al contrario, Eizenstat lo considera una mera curiosidad: «Pero, sin lugar a dudas, las revelaciones más inesperadas vinieron de Israel. En enero de 2000, el Banco Leumi, el mayor de Israel, desveló que tenía unas 13.000 cuentas inactivas» (p. 347) —cifra que equivale aproximadamente al número de cuentas encontradas en los bancos suizos por la auditoría Volcker[34]. Asimismo, «se estima que aún quedan por devolver a sus herederos legítimos terrenos y propiedades de Israel, con un valor de centenares de millones de dólares, que fueron comprados por judíos asesinados en el Holocausto»[35]. De hecho, todas las acusaciones lanzadas contra Suiza son también aplicables a Israel. «Al igual que los bancos suizos, los israelíes habían insistido durante muchos años en que no tenían depósitos de víctimas del Holocausto en cuentas inactivas». Ahora acaban de empezar a cooperar con auditores independientes y aún deben «lidiar con el proceso de tratar de localizar a los herederos». Y, para colmo, no solo no se ha realizado «un esfuerzo sistemático por parte del Estado para ayudar a los supervivientes y a sus herederos a reclamar sus propiedades, y mucho menos para localizar a los herederos», sino que se han traspasado ilegalmente propiedades de víctimas del Holocausto mientras a los posibles herederos se les ha negado el acceso a los archivos de datos con los que podrían fundamentar sus reclamaciones y se les ha pedido que presenten certificados de defunción y escrituras de propiedad de personas que fueron asesinadas en campos de concentración. Un anciano superviviente del Holocausto se quejaba así al Jerusalem Report: «Han colocado obstáculos insuperables en mi camino. En toda Europa se han pagado indemnizaciones a los parientes por terrenos que pertenecían a víctimas del Holocausto. Es espantoso que Israel se niegue a saldar sus cuentas». Resulta revelador que «pocos» miembros de la Knesset, «incluso quienes tienen antecesores supervivientes del Holocausto, hayan demostrado interés alguno en las compensaciones por el Holocausto que afectan directamente a Israel». Por ejemplo, Avraham Hirschson, «que demostró gran dinamismo en el acoso a los bancos suizos, nunca se preocupó de presentarse en las reuniones» del comité de la Knesset dedicado a «localizar y devolver los activos del Holocausto»[36].
En su prefacio al libro de Eizenstat, el director ejecutivo de la industria del Holocausto Elie Wiesel se pregunta por qué, hasta entonces, se había «desatendido por completo la dimensión económica» (p. X) del Holocausto y, por su parte, Eizenstat, refiriéndose directamente a Alemania, reflexiona sobre «por qué se tardaron más de cincuenta años en impartir una justicia imperfecta a las víctimas civiles de la barbarie nazi» (p. 3; cfr. p. 114) En pocas palabras, la respuesta es que no se desatendió. Eizenstat mantiene en su conclusión que, gracias a la iniciativa diplomática de Clinton, «por primera vez en los anales de los conflictos bélicos, se reclamó y se consiguió una compensación sistemática para las víctimas civiles individuales por los perjuicios sufridos» (p. 343). Sin embargo, anteriormente, él mismo nos informaba de que, desde la década de 1950, Alemania había entregado «más de 60.000 millones de dólares» a «500.000 supervivientes del Holocausto de todo el mundo» (p. 15) y de que esta «entrega de ayudas a gran escala carece de precedentes en los anales de la guerra» (p. 210)[37]. Aparte de los desembolsos sin precedentes realizados por el gobierno alemán en la posguerra, Eizenstat nos dice que, a finales de la década de 1950, «muchas» empresas alemanas —incluidas Krupp, I. G. Farben, Daimler-Benz, Siemens y Volkswagen— entregaron por su cuenta a la Conferencia sobre Solicitudes Materiales (CSM)[38] indemnizaciones para las víctimas del Holocausto. El CJM renunció explícitamente a futuras reclamaciones, y prometió defender —e incluso indemnizar— a las empresas alemanas contra cualquier otra reclamación de víctimas del Holocausto a cambio de las decenas de millones de dólares que habían entregado en compensación por el Holocausto. No obstante, el desembolso de la industria alemana no impidió que «los abogados de las demandas colectivas presentaran reclamaciones de miles de millones de dólares, ni tampoco evitó que la Conferencia sobre Reclamaciones Materiales olvidara su compromiso previo y tratara de sacarles más dinero» (pp. 209-211). Además, la industria del Holocausto denigraba públicamente a «los alemanes» por no compensar a las víctimas del Holocausto, pero, a la vez, «la Conferencia sobre Solicitudes Materiales había estado cultivando cuidadosamente sus relaciones con el gobierno alemán durante casi medio siglo de pagos a gran escala para la restitución» y «Singer comentó una vez en tono jocoso» que en el gobierno alemán tenían «un amigo que ponía huevos de oro» (p. 241). Durante las negociaciones, Eizenstat declaró que tener en cuenta las compensaciones alemanas pasadas era «totalmente inaceptable para las víctimas y para el gobierno estadounidense» (p. 233), si bien no explicó por qué. La industria del Holocausto se jactaba de que su campaña contra las empresas alemanas estaba diseñada para beneficiar no solo a los judíos, sino también a los trabajadores explotados de Europa del Este que no eran judíos[39]. Ahora bien, Eizenstat dice que «en Alemania, el debate público sobre la compensación a estos trabajadores [de Europa del Este] venía desarrollándose desde principios de los años ochenta y el minoritario Partido Verde la tuvo en su programa casi todo el tiempo»; que a comienzos de los años noventa, el gobierno alemán había entregado a los gobiernos de Europa del Este una compensación (modesta, eso sí) para estas víctimas del nazismo; y que ya antes de que la industria del Holocausto lanzara su ataque contra las empresas alemanas, la coalición «Rojiverde» de los socialdemócratas y los verdes se había comprometido a «impartir justicia» a los trabajadores explotados de Europa del Este en el pacto que suscribieron para gobernar en coalición en 1998 (pp. 206-208)[40].
El ataque a la industria alemana duplicó la eficiente táctica de extorsión de la campaña suiza. «Mientras mi equipo del Departamento de Estado y yo trabajábamos en las negociaciones con la banca suiza», rememora Eizenstat, «muchos de esos mismos abogados estadounidenses de las demandas colectivas […] le echaron el ojo a un nuevo objetivo irresistiblemente vulnerable: las empresas alemanas» (p. 208). La poderosa amenaza de «sanciones y boicots económicos» (p. 246) fue un complemento fundamental del montaje teatral que se hizo en los tribunales. Entretanto, en cada momento crítico de las negociaciones, Eizenstat recababa el apoyo de Clinton para renovar la presión sobre los alemanes. Nos dice que «la prontitud de entrega» de una carta cuando se solicitó por primera vez «fue el reflejo del interés personal del presidente» (p. 243); que «obtener una carta del presidente dirigida a un jefe de gobierno extranjero es por lo general difícil, se trate del tema de que se trate», y que «conseguir una segunda carta lo es aún más […], pero cuando yo solicité otra, el Jefe del Estado Mayor […] y el Consejo Nacional de Seguridad la obtuvieron enseguida» (p. 248); que «una vez más iba a necesitar mi artillería más pesada, al presidente de Estados Unidos. Supe que Clinton, Schroeder y el primer ministro Tony Blair del Reino Unido se iban a reunir […] Clinton le dijo a Schroeder que ambas partes se habían aproximado pero aún les quedaba algún camino por recorrer […] Schroeder esgrimió la escasez presupuestaria. Impertérrito, Clinton volvió a la carga y señaló que sería un gran éxito que ambas partes superaran el pasado» (pp. 252-253); que «en efecto, estábamos negociando en Alemania simultáneamente a mi nivel y entre los jefes de gobierno» cuando, una vez más, Clinton volvió a «plantearle la cuestión a Schroeder» (p. 271). Finalmente, el gobierno estadounidense adquirió unos compromisos legales «sin precedentes en la historia estadounidense», a decir de Eizenstat, con objeto de sellar el acuerdo alemán.
El acuerdo alemán, que se cerró en la cifra de 5.000 millones de dólares, cubría a la mano de obra en régimen de esclavitud o de trabajos forzados tanto si eran judíos como si no lo eran. (Aunque unos y otros fueron reclutados por los nazis, quienes estaban sometidos a trabajos forzados recibían un sueldo nominal y por lo general trabajaban en condiciones menos duras que los trabajadores esclavizados a los que se conducía en masa a los campos de concentración.) En un principio, Eizenstat afirma que al final de la Segunda Guerra Mundial había «200.000 supervivientes de los campos de concentración» (p. 9) y que «algo más de la mitad de los trabajadores esclavizados eran judíos y el resto, polacos y rusos en su mayoría» (p. 206). Con esto, la cifra total de trabajadores esclavizados judíos que seguían vivos en mayo de 1945 se situaría en unos 100.000 —lo cual concuerda con las estimaciones de estudiosos serios como Raul Hilberg y Henry Friedlander—. Sin embargo, más adelante Eizenstat pasa a citar como un dato fundado la afirmación de la industria del Holocausto de que, cincuenta años después de que acabara la Segunda Guerra Mundial, a «mediados de los años noventa, aún seguían vivos aproximadamente 250.000 antiguos trabajadores esclavizados» (p. 208; cfr. p. 240), de los que presuntamente 140.000 eran judíos[41]. El motivo que había detrás de la sobreestimación de la industria del Holocausto está muy claro: cuantos más supervivientes del Holocausto hubiera, mayor tajada sacarían del ya cerrado acuerdo alemán. Eizenstat rememora cómo amonestó a los representantes de Europa del Este por presentar «números inflados» de supervivientes y que «Singer se enfureció» porque esos números estuvieran «hinchados» (pp. 239-240). Ahora bien, no dice ni una palabra sobre el «abultado» número de trabajadores esclavizados judíos de Singer; por el contrario, sostiene que «la Conferencia sobre Solicitudes Materiales tenía buenos registros de los supervivientes judíos», y, sin duda, esos registros explican cómo la cifra de 100.000 antiguos trabajadores esclavizados judíos que estaban vivos en 1945 ascendió a 140.000 antiguos trabajadores esclavizados judíos todavía vivos cincuenta años más tarde.
De hecho, la propia Conferencia sobre Solicitudes Materiales ha reconocido que la cifra de 140.000 era fraudulenta. Yehuda Bauer, antiguo director de Yad Vashem (el principal instituto de investigación sobre el Holocausto de Israel), hoy día actúa de asesor de educación sobre el Holocausto de la Conferencia sobre Solicitudes Materiales. En un estudio reciente, Bauer «calcula que, al final de la Segunda Guerra Mundial, unos 200.000 judíos salieron de los campos de concentración y de los campos de trabajo en régimen de esclavitud nazis y sobrevivieron a las marchas de la muerte». Si bien la cifra de Bauer duplica las estimaciones que suelen realizar los expertos, aun así es imposible reconciliarla con la aseveración que la industria del Holocausto hizo durante las negociaciones, a saber, que 700.000 trabajadores esclavizados judíos sobrevivieron a la guerra y 140.000 seguían en este mundo cincuenta años después[42]. Incluso las organizaciones de supervivientes del Holocausto denuncian que la industria del Holocausto infló el número de supervivientes durante las negociaciones y, posteriormente, una vez que tenía en sus manos los fondos de indemnización destinados a los supervivientes del Holocausto, lo rebajó: «¿Por qué se exageró tantísimo el número actual de supervivientes de la Shoah durante las negociaciones y por qué estaban tan temerosos los negociadores de que la prensa y sus adversarios alemanes y suizos pusieran en entredicho las estadísticas de supervivientes que ellos iban pregonando?»[43]. Esta sobreestimación excede a las de los años de la República de Weimar ahora que J. D. Bindenagel, enviado especial para Asuntos del Holocausto del Departamento de Estado, proclama que «en los años de posguerra, muchos millones de víctimas del Holocausto quedaron atrapadas tras el Telón de Acero»[44].
La industria del Holocausto ha urdido otras estratagemas para apropiarse fraudulentamente de una parte mayor de la liquidación del acuerdo alemán. Con respecto a estos asuntos, merece la pena citar extensamente a Eizenstat. Singer y Gideon Taylor, de la Conferencia sobre Solicitudes Materiales
argumentaban que 8.000 judíos que habían trabajado en régimen de esclavitud y vivían en otras zonas del mundo no estaban representados en nuestras conversaciones y que deseaban que la Conferencia sobre Solicitudes Materiales controlara el dinero en su nombre. Querían, asimismo, que se les entregase suficiente dinero para pagar 5.000 marcos alemanes a cada uno de los 28.000 judíos que habían sido sometidos a trabajados forzados pertenecientes a esta categoría. Esto suponía que la tercera parte del fondo apartado para este grupo —al que denominábamos «El resto del mundo»— iría a parar a sus manos. Gentz y Lamsdorff [los representantes alemanes] estaban consternados. Yo también, y le dije bruscamente a Singer que su postura amenazaba con hundir las conversaciones y crearía la reacción negativa antisemita que precisamente estaba tratando de evitar. Singer repuso airadamente que no podía hacer más concesiones. Después de conseguir que los alemanes dieran su consentimiento con evidente renuencia, acordé que se añadiría una acotación a la legislación alemana para entregar a estos trabajadores judíos una cantidad adicional de 260 millones de marcos alemanes, o 130 millones de dólares. En realidad, esto suponía que las personas que habían sido sometidas a trabajos forzados y no eran judías, fundamentalmente de Europa del Este y Estados Unidos, recibirían menos dinero. Me rendí de mala gana a esta exigencia porque me daba la impresión de que, en caso contrario, Singer era capaz de abortar el trato en ese mismo momento. Llegados a ese punto, era demasiado arriesgado retarle a que demostrara lo que decía. Pero sigo avergonzado por esa concesión (pp. 265-266).
«Concluí las negociaciones con la firme convicción», dice Eizenstat, «de que la Alemania de posguerra tenía derecho a ser plenamente aceptada como una nación “normal”, con un conjunto de valores democráticos bien establecidos» (p. 278). Dicho de otro modo, Alemania aprobó el examen por someterse al chantaje de Estados Unidos. Sin embargo, en vísperas del ataque norteamericano contra Irak, volvieron a ponerse en cuestión la normalidad y el compromiso democrático del gobierno alemán cuando se negó a someterse al chantaje estadounidense y cedió al sentimiento popular antibelicista. Por otra parte, los alemanes que creían que pagar el dinero de la extorsión y cubrir públicamente de elogios a la industria del Holocausto por su rectitud moral serviría para cerrar definitivamente el capítulo de la compensación del Holocausto iban a sufrir un duro desengaño. La industria del Holocausto puso ávidamente sus ojos en 350 millones de dólares del acuerdo que se habían apartado para una fundación alemana dedicada a promover la tolerancia («Fondo para el Futuro»). Partiendo de la base de que «corresponde a la comunidad judía poner en entredicho las partes del convenio con las que nos estamos de acuerdo», Singer opinaba que «no creo que debamos jugar siguiendo las reglas de los alemanes», y ello pese a que la enorme mayoría de las «reglas» del acuerdo no las habían impuesto los alemanes sino la industria del Holocausto. No es de extrañar que, en las propias palabras de Singer, incluso otros judíos lo «describieran como un gánster»[45]. En efecto, después de avergonzar incluso a Eizenstat por sacar de la nada a tantas víctimas del Holocausto, este desaprensivo charlatán del Holocausto regresó a Alemania, cuando no habían pasado ni dos años desde que se culminó el acuerdo, para firmar una solicitud de «varias docenas de millones» más («migajas») para trabajadores forzados judíos «cuyas existencia acababa de conocerse». «Esta es la última visita que hago en relación con este asunto», prometió Singer; «no volverán a verme la cara»[46]. No habrá esa suerte, a menos que por fin lo metan donde debería estar, entre rejas.
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Igual que el gobierno alemán, el austriaco promulgó nuevas leyes justo después de la guerra para compensar a las víctimas del Holocausto y, a comienzos de los años noventa, asignó sustanciosos fondos complementarios a las víctimas del Holocausto y a la educación del Holocausto (pp. 281-283; 302)[47]. Aunque tanto el gobierno estadounidense como la Conferencia sobre Solicitudes Materiales «renunciaron a presentar más reclamaciones» contra Austria, Eizenstat reconoce que «mi equipo y yo estábamos haciendo justo lo contrario» (p. 302). Entretanto, «el mismo reparto de personajes, los “sospechosos habituales” con los que traté sobre Suiza y Alemania» (p. 283) entablaron pleitos contra Austria exigiendo indemnizaciones por el Holocausto; Hausfeld reclamaba 800 millones de dólares por las propiedades robadas, si bien «reconocía que no era más que una cifra arbitraria» (p. 305). Singer amenazó con impartir de nuevo a Austria el «tratamiento Waldheim» a no ser que desembolsara el dinero (p. 294) y, por su parte, Eizenstat «logró que Albright, la secretaria de Estado, visitara en Viena al canciller Schuessel» para «dar una vuelta de tuerca más a la presión política» (p. 296) y volvió a ponerla en juego más adelante para que hiciera otra «advertencia» (p. 305). La novedad de estas negociaciones es que se desarrollaron justo cuando se condenó a Austria al ostracismo porque el derechista Partido de la Libertad de Joerg Haider acababa de integrarse en el gobierno de coalición. Estados Unidos restringió sus contactos con Austria y declaró que la nueva coalición «podría ser un paso atrás hacia un pasado muy oscuro» y que «no se harán negocios como hasta ahora». Israel retiró a su embajador y anunció en un tono semejante que «Israel no puede permanecer en silencio ante el ascenso de partidos de extrema derecha […] en aquellos países que desempeñaron un papel […] en el Holocausto» y que «a la luz de lo que está sucediendo en Austria, el pueblo judío […] jamás permitirá que el mundo realice los negocios habituales»[48].
A no ser, claro está, que se trate de negocios relacionados con la Shoah. Eizenstat nos dice que la «secretaria Albright me permitió mantener negociaciones sin trabas con el Gobierno de Schuessel, incluidos los ministros del Partido de la Libertad, si lo estimaba necesario para obtener el éxito» (p. 285) y que «Singer y Gideon Taylor me rogaron que les proporcionara algún tipo de tapadera política para encubrir su participación» (p. 289), y él se la facilitó obedientemente, con lo que pudieron participar sin restricciones en las negociaciones (p. 298). Eizenstat excusa la negociación con el gobierno austriaco, incluido Haider, alegando que «llevaba suficiente tiempo metido en política como para saber que el ansia de poder en los altos niveles suele generar relaciones difíciles de digerir» (p. 291). Sin desmentir la pericia de Eizenstat para lograr acuerdos turbios gracias a las ansias de poder, uno se pregunta por qué se contaba con que el resto del mundo hiciera el vacío a Austria o pagara las consecuencias por no hacerlo[49]. El 13 de marzo de 2000, Singer anunció que un documento recién desclasificado demostraría que Austria debía ni más ni menos que 10.000 millones de dólares en compensaciones por el Holocausto y, justo dos días después (el 15 de marzo), habló en «la primera manifestación pública convocada en Israel contra el haiderismo»[50]. ¿Fue mera coincidencia o es que la industria del Holocausto estaba manipulando la campaña para aislar a Austria a modo de baza para lograr indemnizaciones por el Holocausto? En realidad, ambas partes jugaban al mismo juego. Cuando subió al poder y se enfrentó a la censura internacional, la coalición austriaca de extrema derecha declaró de inmediato su intención de pagar indemnizaciones por el Holocausto y, a la vez, el gobierno estadounidense declaró que estaba «particularmente preocupado por la actitud de Austria con respecto a la restitución»[51]. Restablecer la bona fides diplomática de Austria era el quid pro quo del soborno a la industria del Holocausto (p. 297).
Después de las elecciones presidenciales de noviembre de 2000, Estados Unidos reanudó sus relaciones normales con Austria y Austria se ofreció a incrementar el monto total de la compensación por el Holocausto en concepto de propiedades robadas (p. 305). Extendiendo la mano para que cayera aún más dinero, Eizenstat «suavizó la situación con una elogiosa declaración pública del presidente Clinton y, al propio tiempo, lanzó la advertencia de que los representantes de las víctimas me habían dicho que, si fracasaran las negociaciones, tratarían de aislar a Austria […]. Singer era capaz de crear sobre Austria un nubarrón tal que bastaría para que los inversores estadounidenses se asustaran y se retirasen» (pp. 308-309). Eizenstat fue arrancando a Austria una concesión tras otra hasta que por fin se ultimó el acuerdo y, según rememora, «fue como ir sacando muelas hasta que no quedó ni una […] Al Canciller le costó muchos sudores llegar al acuerdo» (p. 310). Anteriormente, después de suscribir un convenio independiente con Austria sobre los trabajadores esclavizados judíos, Eizenstat había cubierto de elogios al gobierno austriaco por haber «demostrado su liderazgo no solo en Austria, sino también ante el resto de Europa y del mundo al dar una lección sobre cómo se reconcilia uno con su pasado y cómo se pueden curar incluso las heridas abiertas hace muchas décadas». El mismo gobierno que suponía «un paso atrás hacia un pasado muy oscuro», se había metamorfoseado milagrosamente —una vez pagado el dinero de la extorsión— en el heraldo de un futuro maravilloso. Y, en efecto, las negociaciones con Austria pusieron de manifiesto «una lección importante del Holocausto»: tomar postura contra el antisemitismo puede producir sustanciosos dividendos[52].
Eizenstat hace el conmovedor comentario de que los abogados Melvyn Weiss y Michael Hausfeld trabajaron pro bono en la causa suiza porque «ninguno de los dos quería que las cantidades que correspondían a los numerosos supervivientes empobrecido, quizá ya de por sí exiguas, se redujeran aún más por culpa de sus honorarios», y que Burt Neuborne —con «una apariencia triste y la cara pálida»— concebía «su trabajo como un tributo conmemorativo a la hija que había perdido» (cursabas estudios rabínicos y murió prematuramente de un infarto de miocardio) (pp. 83, 85-86). Eizenstat guarda, sin embargo, un mutismo absoluto en lo referente a la nobleza de corazón que demostraron en la causa alemana. El total de los honorarios de los abogados que actuaron en el acuerdo alemán ascendió a 60 millones de dólares. Weiss y Hausfeld se llevaron la palma con 7,3 y 5,8 millones de dólares respectivamente, mientras por lo menos otros diez letrados cobraron por sus servicios un millón de dólares. Es comprensible que Weiss, pongamos por caso, no pudiera actuar pro bono en otro litigio por la compensación del Holocuasto, puesto que sus ingresos anuales ascendían a un promedio de doce millones de dólares. Neuborne hace la reflexión de que su minuta de cinco millones de dólares «no fue particularmente elevada» —sobre todo si se comparaba con la asignación de 7.500 dólares que se hizo para cada superviviente de Auschwitz en el acuerdo alemán—. En la retaguardia por haber recibido tan solo la insignificancia de 4,3 millones de dólares, Robert Swift se puso filosófico hablando de su minuta «mínima se mire como se mire»: «No se puede medir en dólares y centavos todo lo que se hace en la vida». Buscando consuelo en otra parte, un emprendedor abogado vendió la historia de su cliente a Mike Ovitz, de Hollywood, antiguo presidente de la compañía Disney. Cuando se anunciaron por primera vez las minutas de los abogados, Eizenstat se alzó en su defensa, diciendo que eran «increíblemente modestas». Los supervivientes del Holocuasto no pensaban lo mismo. «Si se hubiera podido ahorrar tan solo la mitad de los honorarios de los abogados, es decir, unos 30 millones de dólares», decía en su editorial una organización de supervivientes, «podrían haberse empleado para crear uno o varios centros de salud para los supervivientes enfermos. ¡Qué vergüenza de minutas desorbitadas!»[53].
Ahora bien, sería un error centrarse exclusivamente en las fechorías de los abogados de las demandas colectivas. En eso ha consistido la estrategia fundamental de la industria del Holocausto para desviar la atención de sí misma cuando iban aflorando verdades desagradables. (Aparte de emplear como chivos expiatorios a los abogados, la industria del Holocausto estaba en desacuerdo con ellos sobre «la cuestión fundamental de quién sería al fin y a la postre quien controlaría el grueso» [132] del dinero de la compensación.) Lo cierto es que, en conjunto, los abogados de las demandas colectivas se han embolsado solo un pequeño porcentaje de los diversos acuerdos del Holocausto. Los verdaderos ladrones son los charlatanes del Holocausto como Bronfman y Singer que controlan los consejos directivos «interconectados» del CJM, la OJMR y la Conferencia sobre Solicitudes Materiales (p. 57). Pese a que la industria del Holocausto pone bajo los focos a las presuntamente estafadas «víctimas del Holocausto necesitadas» y a sus herederos, Eizenstat subraya que «la prioridad del CJM era controlar los activos “sin herederos”» (p. 119; cfr. p. 61); es decir, el dinero de las indemnizaciones sobre el que las víctimas del Holocausto no podían arriesgarse a interponer directamente una reclamación. Según Eizenstat, la industria del Holocausto, «en representación de los intereses» de los supervivientes del Holocausto «del mundo entero» (p. 41), ha reservado estos fondos sin herederos para «los supervivientes del Holocausto ancianos» (p. 119), «para ayudar a las víctimas del Holocausto en general» (p. 262), «para recompensar […] a los envejecidos» supervivientes del Holocausto «antes de que fallezcan» (p. 304) y a otros objetivos por el estilo. Sin embargo, en la primera edición de este libro documenté la historia del sistemático uso incorrecto del dinero de las indemnizaciones que ha hecho la industria del Holocausto. Y aunque Eizenstat niega enfáticamente que exista una «“industria del Holocausto” compuesta por abogados y organizaciones judías que se lucran a expensas de las víctimas» (pp. 339; cfr. p. 345), en ningún momento desmiente las acusaciones. (Como tampoco lo ha hecho, en realidad, nadie más[54].) De hecho, nunca se enfrenta a una pregunta obvia que pide a voces una respuesta: si Alemania ha entregado «más de 60.000 millones de dólares» a «500.000 supervivientes del Holocausto del mundo entero» desde la década de 1950, ¿por qué tantos supervivientes del Holocausto se quejan de haber recibido una indemnización modesta o ninguna en absoluto? Eizenstat señala que el dinero de las indemnizaciones entregado por Alemania a Europa del Este «a menudo fue a parar a los bolsillos de burócratas del Estado corruptos» (pp. 232; cfr. p. 263), pero pasa por alto a la ligera el historial comparable de la industria del Holocausto.
Los acontecimientos recientes encajan en este sórdido patrón. En noviembre de 2001, el CJM anunció que había recaudado 11.000 millones de dólares en concepto de compensación por el Holocausto y esperaba que esta cifra llegase en su momento a alcanzar aproximadamente los 14.000 millones de dólares. (No está claro si en estas cifras se incluyen las decenas de millares de propiedades por valor de miles de millones de dólares por las que la Conferencia sobre Solicitudes Materiales sigue peleándose en Alemania.) Ahora mismo, la industria del Holocausto está «debatiendo no si los habrá, sino cómo» usará los «remanentes» de «probablemente miles de millones» que quedarán una vez que las víctimas del Holocausto necesitadas «salgan de escena». Después de declarar que no corresponde solo a los supervivientes del Holocausto decidir «cómo se utilizará un dinero que no necesitarán cuando hayan fallecido», Singer propone dedicar esos «probables miles de millones» a «reconstruir el alma y el espíritu judíos»[55]. Dejando aparte la indecorosa premura de Singer por dividir la herencia y el hecho de que reconozca la necesidad de «reconstruir el alma y el espíritu judíos», en especial después del maltrato que han sufrido en los últimos años a manos de personas como Singer, resulta difícil entender cómo la industria del Holocausto ya sabe que habrá un remanente «probablemente [de] miles de millones» si, como sostiene al propio tiempo, casi un millón de supervivientes del Holocausto indigentes siguen con vida y en 2035 «probablemente seguirán vivos […] decenas de miles»[56]. La industria del Holocausto pronostica que habrá remanentes de miles de millones y, simultáneamente, declara que ni siquiera puede permitirse sufragar la atención médica a las víctimas del Holocausto ancianas.
Un escritor del Holocausto se pregunta: «¿Por qué estamos hablando de exceso de riqueza cuando no hay dinero para pagar las necesidades básicas de los supervivientes?». Con una desfachatez pasmosa, ahora la industria del Holocausto exige que «el gobierno alemán, con la participación de la industria alemana», vuelva a pagar la factura porque la pobre Conferencia sobre Solicitudes Materiales no se lo puede permitir. Por otra parte, veinte mil víctimas del Holocausto, que habían denunciado la malversación de fondos cometida por la industria del Holocausto con el dinero de sus indemnizaciones, constituyeron una organización en junio de 2001, la Fundación de Supervivientes del Holocausto-EEUU, «para garantizar que los miles de millones de dólares recaudados para los supervivientes se entreguen a los supervivientes». El secretario de la fundación, Leo Rechter, manifestó que los supervivientes del Holocausto, así como «los gobiernos extranjeros», habían sido «embaucados durante décadas con la idea» de que la Conferencia sobre Solicitudes Materiales «se preocupaba por NUESTROS intereses». El director de la fundación, David Schaecter, deploraba que muchos supervivientes del Holocausto ancianos vivan en «condiciones angustiosas» mientras «la Conferencia sobre Solicitudes Materiales ha asignado a los supervivientes del Holocausto solo una minúscula fracción de los miles de millones que ha recibido». «No es justo» que los supervivientes del Holocausto carezcan de atención médica, dijo Joe Sachs, presidente de la fundación, «cuando se gastan millones en construir residencias en lugares remotos como Siberia y cientos de millones en proyectos de propósitos equívocos en todo el mundo». Entre estas actividades equívocas se incluyen: «20,7 millones de dólares para una filial de la Agencia Judía», «3 millones de dólares para la Organización Sionista Mundial», «1,4 millones de dólares para el “Teatro Yiddish”» de Tel Aviv, «un millón de dólares para el “Monumento conmemorativo de Mordechai Anielewicz” de Israel», «cientos de miles de dólares para un estudio sobre la historia de los institutos rabínicos de preguerra», y «más de medio millón de dólares para una “Fundación conmemorativa de la cultura judía” de Nueva York, cantidad que dobla a la reciente asignación para todos los supervivientes necesitados de Florida». En una reprimenda contra la industria del Holocausto por «inmiscuirse para tratar de conseguir dinero para sus obras de beneficencia preferidas en lugar de dar el dinero a las personas en cuyo nombre lo consiguieron», Rechter preguntaba retóricamente si los negociadores de la industria del Holocausto habían informado a sus adversarios alemanes de que una «porción sustanciosa» de los fondos de indemnización no se gastaría en los supervivientes si no en sus «proyectos favoritos». El miembro de la Knesset Michael Kleiner dijo en el parlamento israelí mientras se producían luchas intestinas entre los judíos por el botín del Holocausto: «Los representantes de las organizaciones judías, que aparentemente llevaron a cabo una meritoria campaña para crear los fondos de indemnización, no lo hicieron porque estuvieran profundamente preocupados por los supervivientes del Holocausto o sus herederos. El objetivo real no era devolver las propiedades judías a sus dueños legítimos. Los representantes de las organizaciones hicieron todo lo posible para asegurarse de que el dinero conseguido y las propiedades de judíos fueran a parar a sus propias arcas en lugar de a sus dueños legítimos. De este modo, los representantes de las entidades judías confiaban en insuflar nueva vida a sus organizaciones y a las vidas de lujo a las que se habían acostumbrado». Mientras los supervivientes del Holocausto ancianos languidecen sin cobertura médica, el sueldo anual y los beneficios adicionales de Gideon Taylor, vicepresidente ejecutivo de la Conferencia sobre Solicitudes Materiales, ascienden a 275.000 dólares. No solo eso, Taylor informó al juez Korman de que los «gastos administrativos» de la Conferencia sobre Solicitudes Materiales —ni más ni menos que treinta millones de dólares— «quizá exigieran una reducción» de los 7.500 dólares asignados a los antiguos trabajadores esclavizados judíos en el acuerdo alemán. «A veces da la impresión de que el Holocausto se ha convertido en una herramienta en manos de las grandes organizaciones judías», señalaba el prestigioso periódico israelí Haaretz, «para obtener fondos para los proyectos favoritos de los líderes de las organizaciones»[57].
Para dar cuenta de la «intensidad y, en ocasiones, la beligerancia» de «los Bronfman, los Singer» durante la campaña en pro de la compensación por el Holocausto, Eizenstat explica que tenían una «doble motivación»: «Era a la vez una retribución por lo que habían hecho sus predecesores corporativos a los judíos europeos y una expiación del sentimiento colectivo de culpa de la propia comunidad judía estadounidense por haberse esforzado tan poco en evitarlo seis décadas antes» (p. 354). Y, en efecto, «los Bronfman, los Singer» tenían tal afán de expiación que guardaron los frutos de la retribución para su enaltecimiento personal.
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Eizenstat ensalza la campaña en pro de la compensación por el Holocausto porque, aparte de lograr pingües indemnizaciones, «había contribuido a marginar aún más a los historiadores revisionistas que negaban que el Holocausto hubiera tenido lugar» (p. 114). Sin embargo, no está claro cómo puede contribuir a marginar a los negacionistas el hecho de inflar las cifras de supervivientes del Holocausto, que implica reducir las cifras de los muertos en el Holocausto, o que los líderes judíos se comporten como caricaturas recién salidas de las páginas de Der Stürmer o de Los protocolos de los sabios de Sión. La industria del Holocausto ha designado como principal beneficiario de los fondos de indemnización a la «educación del Holocausto» —que, según Eizenstat, constituye el «mayor legado de nuestros esfuerzos»[58]—. El propósito de esta educación del Holocausto es, evidentemente, «enseñar las lecciones del Holocausto». Pero ¿qué lecciones quiere la industria del Holocausto que aprendamos? Una lección importante es «no compares» el Holocausto con otros crímenes, a no ser que la comparación resulte políticamente conveniente. En este sentido, una revista de la industria del Holocausto comparó el atentado del 11 de septiembre contra el World Trade Center con «la terrible experiencia de la Segunda Guerra Mundial y el sufrimiento de la Shoah», mientras que Atlantic Monthly se preguntaba quién ocupaba una posición más elevada en la «jerarquía del mal», si Bin Laden o Hitler, y The New York Times Magazine opinaba que el fundamentalismo islámico era «un enemigo más temible que el nazismo». Poco más de un año después, las grandes organizaciones judías norteamericanas (así como Israel) apoyaron en masa la agresión criminal de la Administración Bush contra Irak y Elie Wiesel declaró que «el mundo afrontaba una crisis similar a la de 1938» y «la elección era sencilla». Por su parte, Simon Wiesenthal, el «cazador de nazis» especialista en promocionarse a sí mismo, proclamó que «no se puede bailar el agua indefinidamente a los dictadores. Adolf Hitler subió al poder en 1933 y el mundo tardó seis años en actuar». Quienes adoptaron una postura crítica con la guerra eran blanco de todo tipo de acusaciones, desde que «contemporizaban» a la manera de Chamberlain, hasta que demostraban «un antisemitismo de una clase que se creía desaparecida de Occidente hacía mucho». E incluso destacados poetas norteamericanos que se opusieron a la guerra iraquí y a la ocupación israelí fueron reconvenidos por jugar «al filo de un antisemitismo estilo años treinta»[59]. Lo raro es que no se haya acusado de negar el Holocausto a quienes se oponen a la guerra, al menos de momento. Y como el pueblo alemán se negó valientemente a dejarse intimidar y a apoyar la guerra criminal de Washington, la rama alemana del la industria del Holocausto, que comparaba explícitamente a Saddam Hussein con Hitler, aprovechó la ocasión del día conmemorativo del Holocausto para lamentar la oposición alemana a la guerra iraquí y, más adelante, instó a que se apoyaran las «guerras necesarias»[60].
Otra lección importante del Holocausto es recordar el genocidio nazi… y olvidar todos los demás. Por eso, el ministro de Exteriores israelí Shimon Peres desdeñó el exterminio sistemático de armenios cometido por los turcos diciendo que eran meras «alegaciones» y calificó de «intrascendentes» los informes armenios sobre los asesinatos en masa[61]. Y otra lección más del Holocausto es que hay que mantenerse vigilante para descubrir crímenes contra la humanidad… salvo los cometidos por tu propio gobierno. Así pues, mientras el poderío incontrolado de Estados Unidos siembra el caos en buena parte del mundo, el Consejo Conmemorativo del Holocausto «instó a Estados Unidos a centrarse en “la amenaza de genocidio” en Sudán»[62]. Por último, el Ejército israelí está aprendiendo una lección del Holocausto de lo más instructiva. Un alto mando israelí exhortó a sus hombres a que «analizaran e interiorizaran las lecciones de […] cómo el Ejército alemán luchó en el gueto de Varsovia»[63] para que se inspirasen a la hora de reprimir la resistencia palestina ante una ocupación de treinta y cinco años de duración.
Un resultado de la campaña de chantaje que es de lamentar, reconoce Eizenstat, es que «aumentó los sentimientos antisemitas» (p. 340). Lo raro habría sido lo contrario. Así como la falsificación de la historia que nos vende la industria del Holocausto fomenta la negación del Holocausto, su manera de explotar el sufrimiento judío con el objetivo de extorsionar promueve sin remedio el antisemitismo. Ahora bien, conviene analizar las pruebas del «resurgimiento de acciones antisemitas en Europa» presentadas por Eizenstat. Cita, por ejemplo, «la amenaza de boicot a las universidades israelíes» y que se «trate a Israel como a un Estado paria» en protesta por la brutal ocupación; e informa de que «la avalancha de acciones antisemitas en Europa ha coincidido con la respuesta del […] primer ministro Ariel Sharon al terrorismo palestino»; aunque, al parecer, no ha coincidido con el terrorismo del propio Sharon (pp. 348-349). Tratando de un asunto relacionado, Eizenstat advierte que no deben compararse de ninguna manera las compensaciones por el Holocausto y las «solicitudes de restitución de las viviendas que perdieron muchos palestinos» durante la guerra de 1948, puesto que es una «imprecisión histórica» decir que los palestinos «fueron expulsados injustamente de sus casas» (p. 351). Por último, declara su «esperanza» de que en el acuerdo con el que se salde el conflicto israelí-palestino «se incluya un fondo internacional, en lugar de la restitución de propiedades como tal» (p. 351). Dios no quiera que Israel tenga que pagar indemnizaciones, y mucho menos devolver propiedades robadas.
Eizenstat se enorgullece en especial del singular liderazgo moral de Estados Unidos durante la campaña en pro de la compensación por el Holocausto: «Estados Unidos fue el único país que se preocupó lo suficiente como para tomarse interés» (p. 4); «el mundo […] tuvo que comprender que Estados Unidos se tomó muy en serio la cuestión de los activos del Holocausto» (p. 92); «para quienes dudaban de la capacidad del gobierno norteamericano para hacer bien las cosas, este fue un ejemplo deslumbrante de éxito gubernamental» (p. 344); «de todas las naciones del mundo, solo Estados Unidos se preocupó como es debido» (p. 355). Eizenstat rememora asimismo que, al compilar la formulación de cargos contra Suiza por haber comerciado con oro saqueado por los nazis, optó por la «osada línea de actuación» (p. 108) de «exponer los hechos y las conclusiones, por duros que fueran» (p. 108), y que Clinton, al dar su inigualable aprobación, alabó el informe diciendo que era «un punto de referencia moral» (p. 110)[64]. Por último, Eizenstat expresa la virtuosa esperanza de que «al ayudar a las naciones a afrontar sus responsabilidades con respecto al pasado», puedan «desarrollar tolerancia y seguridad en sí mismas en el futuro» (p. 344). Gandhi señaló en una ocasión que «solo cuando se miran los defectos propios con una lenta convexa y se hace precisamente lo contrario con los defectos de los demás, se logra una valoración relativa justa de ambos»[65]. Dicho de otro modo, la única medida de moralidad que tiene valor son las exigencias que te haces a ti mismo y no a los demás. Una forma sencilla de poner a prueba las valoraciones morales de Eizenstat es analizar cómo Estados Unidos ha afrontado «sus responsabilidades con respecto al pasado». Y el hecho es que Estados Unidos no se ha mirado a sí mismo a través de una lente convexa y ni siquiera a través de una lente cóncava, más bien se ha vendado los ojos.
Todas las acusaciones lanzadas por la industria del Holocausto contra los países europeos son aplicables a Estados Unidos. Aunque Eizenstat no lo menciona en ningún momento, el Comité Volcker descubrió que en la preguerra y durante la Segunda Guerra Mundial, además de Suiza, Estados Unidos fue otro refugio seguro fundamental para los activos de los judíos de Europa que se podían transferir[66]. Lo que sí reconoce Eizenstat es que Estados Unidos solo pagó «500.000 míseros dólares» (p. 112; cfr. 15-16) por los activos del Holocausto no reclamados, aunque a continuación añade que «casi nunca se había sentido tan orgulloso de su país» como cuando Estados Unidos contribuyó con otros 25 millones de dólares a las compensaciones por el Holocausto mientras él ocupaba su cargo (p. 114). Sin embargo, 25 millones de dólares parece una cantidad bastante exigua si se compara con lo que se exigió a los suizos (sin tener en cuenta los costes astronómicos de la auditoría internacional, algo a lo que no tuvo que someterse Estados Unidos). Eizenstat alude de pasada a la Comisión sobre Activos del Holocausto de EEUU, presidida por Edgar Bronfman (p. 200); y, en efecto, cuanto menos se diga acerca de su informe final mejor, pues no fue exactamente «osado» y estaba plagado de bochornosas excusas en sus recomendaciones y conclusiones[67]. No obstante, este informe contenía algunas revelaciones cruciales sobre las que, como era de prever, Eizenstat guarda silencio; por ejemplo, resulta que comerciar con oro saqueado por los nazis —la acusación que con tanto estrépito lanzó contra los bancos suizos y por la que no para de denigrar a los suizos en su libro (pp. 49-50, 104-114)— era la política oficial de Estados Unidos hasta que la declaración de guerra de Alemania lo evitó[68]. Eizenstat admite en múltiples ocasiones que «basándonos en un cómputo per cápita, los suizos recibieron a muchos más refugiados en circunstancias más difíciles que Estados Unidos» (pp. 103; cfr. 9-10, 184); pero esto lleva necesariamente a plantear una pregunta que él elude: ¿por qué la industria del Holocausto solicitó a los suizos que pagaran una indemnización por los refugiados judíos a los que habían negado la entrada pero no exigió lo mismo a Estados Unidos?[69]. Por último, conviene citar extensamente la exposición que hace Eizenstat de la actuación estadounidense en lo relativo a las indemnizaciones por el trabajo en régimen de esclavitud. Eizenstat recuerda que, con objeto de incrementar la liquidación alemana, propuso crear
un fondo «especular» entre las docenas de compañías norteamericanas cuyas grandes filiales alemanas habían empleado a trabajadores esclavizados. Según una lista de 1943 del Departamento del Tesoro, algunas de las más conocidas eran Ford, General Motors, Gillette, IBM y Kodak, entre otras muchas. Me puse a la labor con prontitud el 3 de diciembre, al reunirme con John Rintanaki, vicepresidente y jefe de personal del grupo Ford. Era una persona enérgica y optimista, que fue directamente al grano. Con una franqueza extraordinaria, me dijo sin que yo le preguntara nada que Henry Ford, el fundador de la compañía, era un notorio antisemita que había recibido el reconocimiento público de Hitler por la labor desarrollada en Alemania. No trató de negar que los nazis habían empleado a trabajadores forzados y esclavizados en las fábricas de Ford y prometió ayudarme a conseguir la colaboración de grandes empresas estadounidenses con el objetivo de recaudar 500 millones de dólares. Dijo que la creación de una organización benéfica que permitiera que las contribuciones de las grandes empresas sirvieran para deducir impuestos le facilitaría la tarea. Craig Johnstone, jefe del departamento internacional de la Cámara de Comercio de Estados Unidos y antiguo compañero suyo del Departamento de Estado, allanó el camino al convencer a la Cámara de Comercio de que aprobara un fondo humanitario al que las empresas partícipes pudieran recurrir en todo tipo de ocasiones, desde catástrofes provocadas por huracanes hasta ayuda por el Holocausto, con lo que las empresas podrían aportar dinero sin dar la impresión de que estaban reconociendo su culpabilidad en tiempos de guerra. Lo presentamos conjuntamente a bombo y platillo en una conferencia de prensa celebrada en la sede de la cámara en Washington D.C. Pero el dinero no llegó nunca. Pese a nuevas reuniones con Rintanaki, que hizo un auténtico esfuerzo por convencer a otras empresas de que participaran, aquello no rindió ningún fruto. En diciembre de 2001, dos años después de mi primera reunión con Rintanaki y cuando hacía ya tiempo que había concluido el mandato de Clinton, uno de los ayudantes de Rintanaki me dijo que la Ford Motor Company contribuiría con dos millones de dólares. Ninguna otra empresa norteamericana aportó un centavo al fondo de la cámara, dejando que fueran sus filiales alemanas las que dieran dinero a la Fundación alemana (pp. 254-255).
En la conclusión de su obra, Eizenstat señala que «el mensaje más perdurable que lanzamos fue que, sean cuales sean los tratados o antecedentes legales, no existe un estatuto de limitaciones de la responsabilidad corporativa que sea efectivo» (p. 354); a no ser, claro está, que se trate de una corporación norteamericana[70].
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«La Biblia dice que los pecados del padre no deben recaer en el hijo», reflexiona Eizenstat. «Pero ¿cuánto deben las generaciones presentes a las víctimas del pasado considerando que una parte de su prosperidad se basa en que su país las haya esclavizado y les haya robado?» (p. 279) Por lo visto, la respuesta es muchísimo en el caso del holocausto nazi; mientras que en lo relativo a la esclavitud en América del Norte y al apartheid sudafricano, al parecer, la respuesta es poca cosa. Aunque la industrialización estadounidense se basó fundamentalmente en la mano de obra africana esclavizada, Eizenstat sostiene que la única «lección» monetaria pertinente que puede extraerse de la campaña en pro de la compensación por el Holocausto para los actuales «pleitos por la esclavitud en Norteamérica» es que «las empresas demandadas podrían» proporcionar «becas para minorías o programas de formación y contratación» (p. 353). Eizenstat menciona las «demandas colectivas contra el apartheid» presentadas contra compañías que se beneficiaron durante varios decenios de la explotación esclavista (p. 351), pero inexplicablemente olvida aludir a que, dando ejemplo de coherencia moral, él mismo está «ahora actuando como abogado defensor» de las compañías implicadas[71]. Eizenstat conjetura que «en la medida en que la restitución de propiedades se convierta en un proceso establecido, contribuirá a que las democracias de los países de Europa del Este se consoliden más» (p. 45). Rectificar los actos de apropiación indebida sin duda fortalece el tejido moral de una sociedad. Ahora bien, a Eizenstat nunca se le ocurrió aplicar esta idea a Estados Unidos. Pensemos en una demanda colectiva interpuesta por los indígenas norteamericanos contra la Administración Clinton en la que reclamaban miles de millones de dólares y que tenía un notable parecido con el litigo contra los bancos suizos; con la salvedad de que, en este caso, las acusaciones eran ciertas. Pues bien, el blanco principal de este pleito era el Departamento del Tesoro precisamente cuando Eizenstat desempeñaba el cargo de subsecretario de esta institución.
En junio de 1996, el Fondo para los Derechos de los Indígenas Norteamericanos presentó la mayor demanda colectiva de la historia estadounidense en nombre de Elouise Pepion Cobell, de la tribu pies negros de Montana, y entre 300.000 y 500.000 indígenas norteamericanos más. Algún tiempo después, el juez Royce C. Lamberth dijo: «La categoría de los demandantes incluye a algunas de las personas más pobres de esta nación […]. Están en juego el bienestar y la subsistencia de los seres humanos»[72]. La renta per cápita de estos empobrecidos descendientes del «holocausto norteamericano»[73] no llega a alcanzar los 10.000 dólares anuales, la tasa de desempleo se sitúa cerca del setenta por ciento y más del noventa por ciento de los ancianos carecen de atención médica a largo plazo. La Administración Clinton «tendría que haberse avergonzado», reprochó Cobell a un funcionario del Departamento de Justicia. «La gente se muere en todas las comunidades indias. No tienen acceso a su propio dinero»[74].
La cuestión que se había llevado a los tribunales era el dinero de los indígenas norteamericanos que administraba en régimen de fideicomiso el gobierno estadounidense. El origen de estas cuentas fiduciarias del Dinero Individual de los Indios (DII) se remontaba a finales del siglo XIX, cuando de acuerdo con las estipulaciones de la Ley General de Distribución de Tierras (1887), se dividieron 56 millones de hectáreas de tierras comunales tribales en parcelas individuales. «Como reconoce el gobierno», afirmó el juez Lamberth, «el objetivo del fideicomiso del DII fue arrebatar sus tierras nativas a los antepasados de los demandantes y privar a la nación de su identidad tribal»[75]. Se consideraron como un «excedente» 36 millones de hectáreas y enseguida se abrieron a la colonización no indígena, mientras que otros 16 millones de hectáreas «nunca se han llegado a justificar»[76]. Los ingresos generados por el arrendamiento de estas tierras —ahora reducidas a 4 millones de hectáreas— para pastos, minería, prospecciones y derechos de tala tenían supuestamente que depositarse en los fondos fiduciarios del DII. La demanda colectiva instaba al gobierno estadounidense a realizar por fin una auditoría de estos fondos, «en cumplimiento de su deber de rendir cuentas con precisión»[77]. Un informe del Congreso de 1992 decía que la condición en que estaban los fondos del DII era una «vergüenza nacional» y que «daba la impresión de que habían sido manejados con un horcón» y se podían comparar a «un banco que no sabe cuánto dinero tiene»[78]. Durante el litigio, el Secretario del Interior Bruce Babbit reconoció que «a lo largo de varios decenios ha habido docenas de informes gubernamentales, comparecencias ante el congreso y dictámenes que han criticado la gestión que ha hecho el Departamento del Interior de sus responsabilidades fiduciarias», y, sin embargo, «pocas o ninguna de estas propuestas han llegado a ponerse en práctica»[79]. «Sería difícil encontrar un programa federal peor administrado a lo largo de la historia», concluía el juez Lamberth. «Estados Unidos […] no puede decir cuánto dinero hay o debería haber en el fondo […] Es un caso prototípico de irresponsabilidad fiscal y gubernamental»[80]. Y en otra parte: «La administración del fideicomiso del Dinero Individual de los Indios ha servido como patrón oro de la mala administración del Gobierno Federal durante más de un siglo […] El Gobierno Federal emite periódicamente a los beneficiarios pagos —de su propio dinero— con cantidades erróneas»[81].
En 1994, el Congreso promulgó la Ley de Administración de Fondos Fiduciarios, que constituyó la base legal de la demanda Cobell. Estipulaba que el Departamento del Interior y el Departamento del Tesoro debían proporcionar —en palabras del juez Lamberth— «una contabilidad precisa de todo el dinero en el fideicomiso del DII […], siendo indiferente cuándo se hubiera depositado el capital»[82]. Con el tiempo, el juicio se bifurcó en dos fases: «fijar el sistema» o reformar la administración y prácticas contables del fideicomiso del DII; y «corregir las cuentas» o realizar una exhaustiva auditoría histórica de los fondos fiduciarios del DII en la que «el gobierno aportara sus pruebas […] y, después, los demandantes plantearan excepciones a las pruebas». Tras sucesivos autos recriminatorios contra los acusados (de los que luego ha habido más), se creó la fase 1,5 para asegurarse de que el gobierno cumpliera con su parte.
Durante el proceso judicial, el tribunal recriminó en repetidas ocasiones al Departamento del Interior y al Departamento del Tesoro por haber incurrido en graves faltas al manipular documentación que era crucial para la auditoría. En un juicio celebrado en febrero de 1999, el juez Lamberth declaró culpables de desacato civil a los demandados por «no haber aportado» un conjunto «sustancial» de «documentos requeridos por orden judicial» y, en el caso específico del Departamento del Tesoro, donde Eizenstat desempeñaba el cargo de subsecretario, por «destruir» documentos «que había prometido conservar». Señalando que, por lo visto, «en los tiempos modernos, ningún Secretario de Departamento en ejercicio ha sido acusado de desacato al tribunal» y que «no disfruto acusando de desacato a estos miembros del gobierno», Lamberth acusó a los demandados de «actos que como poco deben calificarse de contumaces», de «encubrimiento bajo cuerda», de haber hecho una «campaña obstruccionista» y de incurrir en «una escandalosa pauta de imposturas», en «numerosas tergiversaciones ilícitas», convirtiendo aquello en «poco menos que una parodia», en «una temeraria desatención a las órdenes de este tribunal», en «conductas culposas que van más allá de “la desatención temeraria”», en «negligencia intencionada […] peligrosamente similar a la desacato criminal al tribunal» y un largo etcétera. El juez concluye que «nunca había visto una conducta culposa tan atroz por parte del Gobierno Federal». Eizenstat elogia a su jefe, Robert Rubin, por ser «uno de los Secretarios del Tesoro más competentes desde Alexander Hamilton» (p. 227), pero pasa por alto que —por «destruir» documentos en un proceso judicial de indemnización— Rubin «ha sufrido la deshonra de recibir esta citación por desacato» (Lamberth)[83]. En un informe de diciembre de 1999, el asesor especial nombrado por el tribunal reveló que el Departamento del Tesoro había destruido de nuevo documentos «potencialmente comprometedores o potencialmente pertinentes para el litigio Cobell […] en el preciso momento en que el Secretario del Tesoro fue acusado de desacato por incumplir sus obligaciones de aportar información», y que, asimismo, el Departamento del Tesoro no había «revelado esa destrucción […] pese a haber tenido incontables oportunidades de hacerlo». «Este sistema», concluía el asesor especial, «está claramente fuera de control»[84].
En su dictamen de diciembre de 1999 sobre la fase 1 del juicio, el juez Lamberth declaró que el Departamento del Interior había incurrido en «cuatro infracciones legales» por mala administración de los documentos y procedimientos «necesarios para presentar una contabilidad precisa». En particular, «Interior no ha redactado un plan para recabar […] la información necesaria que falta y que ha sido requerida para presentar una contabilidad precisa. De hecho, ni siquiera parece tener la intención de hacerlo»; «el problema de la falta de datos es sin duda el mayor obstáculo individual al que se enfrentará Interior para presentar una contabilidad precisa»; «es evidente que cuanto más tiempo tarde Interior en recuperar la información que falta, menos datos estarán disponibles y menos datos podrán ser localizados». Asimismo, Lamberth declaró que la destrucción sistemática de documentos por parte del Departamento del Tesoro («documentos del Tesoro pertenecientes a los fondos fiduciarios [del DII], incluidos cheques cancelados, fueron a parar a la trituradora de papeles») fue «una violación del derecho de los demandantes a conservar los documentos necesarios para permitir que Estados Unidos presentara la contabilidad»; y que el Tesoro todavía carecía de un plan claro para la conservación de la documentación pertinente[85]. Respaldando la opinión de Lamberth, el Tribunal de Apelación de Estados Unidos dictaminó posteriormente que «la destrucción [por parte del Departamento del Tesoro] de documentos pertinentes relacionados con los fondos fiduciarios del DII que podrían haber sido necesarios para realizar una contabilidad completa es una prueba clara de que el Departamento» ha incumplido su «deber fiduciario»; y que «dada la historia de destrucción de documentos y falta de información necesaria para realizar una contabilidad histórica, la falta de adopción de medidas por parte del gobierno podría poner fuera del alcance de los demandantes algo que se aproxime a una contabilidad adecuada»[86].
En el juicio por desacato de septiembre de 2002, el juez Lamberth dictaminó que, al haber interpretado de una manera totalmente errónea el estado actual del fideicomiso del DII, los acusados habían cometido diversos «fraudes» contra el tribunal: «Ha quedado sobradamente claro que las seis semanas de la fase 1 del juicio no fueron más que un espectáculo circense montado por los acusados de Interior […] Los acusados permitieron deliberadamente que este Tribunal dictara sentencia basándose en un expediente repleto de errores de hecho»; «en mis quince años en la judicatura nunca había visto que un litigante se embarcara en una confabulación de tales dimensiones para trastocar la verdad e influir en el proceso judicial. Encontrarme ahora a un litigante así es un profundo desengaño, y aún más porque ese litigante es un Departamento del Gobierno de Estados Unidos. El Departamento del Interior es un verdadero oprobio para el Gobierno Federal en general y para la rama ejecutiva en particular»; «el carácter ofensivo del comportamiento del Departamento en este aspecto se exacerba por el hecho de que participaron activamente letrados de la Oficina del Procurador»; «resulta prácticamente incomprensible que un organismo federal se implique en una maquinación generalizada con objeto de engañar al Tribunal e impedir que los demandantes conozcan la verdad sobre la administración de sus cuentas del fondo fiduciario»[87].
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La manera en que el gobierno estadounidense ha gestionado la propia auditoría ha resultado igualmente escandalosa. Como las estimaciones de sus costes oscilaban entre los 200 y los 400 millones de dólares, ya a principios de los años noventa, tanto el Congreso («no tiene mucho sentido gastar tanto») como el Departamento del Interior («una tarea difícil, que quizá cueste más de 200 millones de dólares») pusieron en cuestión que fuera económicamente conveniente auditar las cuentas. En 1996, Interior solicitó una suma modesta para la auditoría, pero el Gobierno Federal recortó incluso esa cantidad[88]. En el juicio por desacato de septiembre de 2002, el juez Lamberth concluyó que, a pesar de que el tribunal había cursado una orden a tal efecto, Interior no había «dado ni siquiera los pasos preliminares» para realizar la auditoría aunque había contado con más de un año y medio para hacerlo. A comienzos de 2002 (cuando se cerró la instrucción del proceso, Interior «todavía no tenía más que […] un plan para desarrollar un plan» para llevar a cabo la auditoría. «El Tribunal está tan consternado como disgustado», señaló el juez Lamberth, «por la intransigencia del Departamento»[89]. El tribunal descubrió asimismo que Interior había «cometido un fraude contra el Tribunal» en relación con el diseño de la auditoría. Las dos opciones básicas eran emplear un método de «transacción por transacción» o «un muestreo estadístico». Interior fingió que consultaba las preferencias de los indígenas norteamericanos («numerosos beneficiarios del DII viajaron a sus expensas para aportar comentarios en numerosas reuniones celebradas por todo el país») y sabía perfectamente que «una mayoría aplastante era partidaria» de una auditoría exhaustiva, pero había decidido de antemano realizar un muestreo estadístico muy restringido. La justificación principal eran los cotes. El «equipo del Departamento, el Congreso y terceras partes ajenas» concordaban en que «un contabilidad completa de todas y cada una de las cuentas realizada transacción por transacción costaría cientos de millones de dólares» y «el Congreso ha sido claro con respeUMC_.xcto a […] que no es probable que financie un proceso de esas características». En efecto, rememorando que «las pruebas presentadas y las exposiciones de los hechos de este juicio por desacato […] demuestran hasta qué punto pueden ser falaces y solapados los acusados», el juez Lamberth consideraba que requerir formalmente su opinión a los indígenas norteamericanos era «en realidad parte de una intriga» urdida por el Departamento del Interior. Al fingir que actuaba de buena fe, pretendía anular mediante una apelación «el fallo de este Tribunal en la fase I del juicio, retrasar el inicio del proyecto de contabilidad histórica y evitar más apoyo intrusivo por parte de este Tribunal». A continuación, el juez Lamberth ponía en cuestión que el Departamento del Interior de Clinton hubiera establecido un compromiso serio de realizar en absoluto una auditoría: «Visto lo recalcitrante que siempre se ha mostrado este organismo con respecto a ese empeño, suponer que lo hará es cuando menos dudoso»[90].
Al revisar todo el expediente judicial, el juez Lamberth observó ácidamente que el Departamento del Interior «ha llevado este litigo de mismo modo que el fideicomiso del DII: de una manera ignominiosa»; que había incurrido en un «comportamiento indigno» y en «actos deshonrosos»; que «el argumento de los acusados de que el Tribunal debería considerar sus muestras de “buena voluntad” sería risible si no fuera tan lamentable y cínico»; y que «la renuencia demostrada por el Departamento del Interior para cumplir las órdenes de este Tribunal solo es superada por la incompetencia demostrada por este organismo en la administración del fideicomiso del DII»; y un largo etcétera. El juez Lamberth concluía así: «Puede que desempeñe este cargo vitaliciamente, pero al ritmo al que avanza el Departamento del Interior, es posible que no sea suficiente tiempo»[91]. En enero de 2003, los demandantes indígenas norteamericanos presentaron al juez Lamberth una «documentación detallada […] basada en registros históricos privados donde se afirmaba que el gobierno les había estafado ni más ni menos que 137.200 millones de dólares a lo largo de los últimos 115 años»[92].
Pero ¿quién puede dudar de que los norteamericanos estén perfectamente capacitados para emitir juicios morales sobre los «pérfidos suizos»?[93].