Conclusión

Quedan por considerar los efectos del Holocausto en los Estados Unidos. Para esta labor, haré uso una vez más de los comentarios críticos de Peter Novick sobre este asunto.

Sin contar con los monumentos conmemorativos del Holocausto, hay que decir que diecisiete estados imponen o recomiendan programas de estudios sobre el Holocausto en sus colegios, y que muchas universidades han creado cátedras de estudios sobre el Holocausto. Apenas pasa una semana sin que aparezca en el New York Times alguna noticia importante relacionada con el Holocausto. El número de estudios académicos consagrados a la solución final nazi puede situarse, con una estimación moderada, en más de 10.000. Comparemos esta cifra con los estudios que motivó la hecatombe del Congo. Entre 1891 y 1911, unos diez millones de africanos perecieron durante la explotación europea del marfil y el caucho congoleños. Sin embargo, el primero y único libro inglés dedicado directamente a esta cuestión se publicó hace dos años[1].

Gracias al gran número de instituciones y profesionales dedicados a conservar su recuerdo, el Holocausto ha llegado a estar sólidamente establecido en la vida estadounidense. Novick expresa sus dudas con respecto a que esto sea positivo. En primer lugar, cita numerosos ejemplos de burda vulgarización. En efecto, es difícil nombrar una sola causa política, ya sean los movimientos a favor o en contra del aborto, en pro de los derechos de los animales o de los derechos de los Estados, que no se haya valido del Holocausto. Criticando los groseros fines a cuyo servicio se pone el Holocausto, Elie Wiesel declaró: «Juro eludir […] los espectáculos vulgares»[2]. Sin embargo, Novick nos informa de que «la maniobra propagandística del Holocausto más imaginativa y sutil tuvo lugar cuando, en 1996, Hillary Clinton, a la sazón sometida a un fuerte bombardeo crítico a causa de una serie de actos deshonestos que se le imputaban, apareció en la galería de la Cámara durante el Discurso del Estado de la Unión de su marido (con gran cobertura televisiva), flanqueada por su hija, Chelsea, y por Elie Wiesel»[3]. En opinión de Hillary Clinton, la imagen de los refugiados kosovares puestos en fuga por Serbia durante los bombardeos de la OTAN recordaba escenas del Holocausto de La lista de Schindler. «Las personas que aprenden historia en las películas de Spielberg —replicó ásperamente un disidente serbio— no deberían decirnos cómo tenemos que vivir»[4].

La «idea engañosa de que el Holocausto es un recuerdo estadounidense» constituye, en opinión de Novick, un subterfugio. «Sirve para eludir las responsabilidades que corresponden a los estadounidenses a la hora de afrontar su pasado, su presente y su futuro» (cursiva en el original)[5]. Esta observación de Novick es de suma importancia. Resulta mucho más fácil deplorar los crímenes cometidos por otros que mirarnos a nosotros mismos. No obstante, también es cierto que, si pusiéramos en ello nuestra voluntad, la experiencia nazi nos podría enseñar muchas cosas sobre nosotros mismos. El Destino Manifiesto fue un anticipo de casi todos los elementos ideológicos y programáticos de la política del Lebensraum, o espacio vital, hitleriana. De hecho, Hitler se inspiró para su conquista del Este en la conquista del Oeste realizada por los estadounidenses[6]. Durante la primera mitad de este siglo, la mayoría de los estados de EEUU promulgaron leyes de esterilización y decenas de miles de estadounidenses fueron esterilizados a la fuerza. Los nazis invocaron explícitamente el precedente estadounidense cuando promulgaron sus propias leyes de esterilización[7]. Las tristemente célebres Leyes de Núremberg de 1935 privaron a los judíos del derecho de voto y prohibieron el mestizaje entre judíos y no judíos. Los negros de los estados del Sur sufrieron el mismo tipo de inferioridad ante la ley y, además, fueron objeto de muchos más actos de violencia popular espontánea y sancionada que los judíos de la Alemania de preguerra[8].

Estados Unidos suele acudir al recuerdo del Holocausto para poner de relieve los crímenes que se perpetran en el extranjero. Pero lo más revelador es en qué momentos invoca Estados Unidos el Holocausto. Los crímenes de los enemigos oficiales de EEUU, tales como el baño de sangre provocado por los jemeres rojos en Camboya, la invasión soviética de Afganistán, la invasión iraquí de Kuwait o la limpieza étnica realizada por los serbios en Kosovo, despiertan la memoria del Holocausto; no así los crímenes que cuentan con la complicidad de EEUU.

Mientras los jemeres rojos cometían atrocidades en Camboya, el gobierno indonesio, que contaba con el respaldo de EEUU, asesinaba a un tercio de la población de Timor Oriental. Pero, a diferencia de Camboya, el genocidio de Timor Oriental no daba la talla para ser comparado con el Holocausto; ni siquiera daba la talla para aparecer en los periódicos[9]. A la vez que la Unión Soviética cometía en Afganistán lo que el Centro Simon Wiesenthal denominó «otro genocidio», el régimen de Guatemala, respaldado por EEUU, perpetraba lo que la Comisión de la Verdad guatemalteca ha denominado recientemente un «genocidio» de la población indígena maya. El presidente Reagan restó importancia a los cargos contra el gobierno guatemalteco diciendo que eran «falsas acusaciones». El Centro Simon Wiesenthal galardonó a Jeane Kirkpatrick con el Premio Humanitario del Año para celebrar sus logros como principal defensora de la Administración Reagan de los crímenes que estaban cometiéndose en Centroamérica[10]. Antes de la ceremonia de la entrega de premios, se instó en privado a Simon Wiesenthal a que reconsiderase la decisión. Wiesenthal se negó a reconsiderarla. A Elie Wiesel se le pidió en privado que intercediera ante el gobierno israelí, principal proveedor de armas de los asesinos guatemaltecos. Wiesel se negó a interceder. La Administración Carter invocó el recuerdo del Holocausto cuando buscaba asilo para los vietnamitas que huían en barco del régimen comunista. La Administración Clinton se olvidó del Holocausto cuando obligó a dar media vuelta a los haitianos que huían por mar de los escuadrones de la muerte patrocinados por EEUU[11].

El recuerdo del Holocausto se infló cuando la OTAN, dirigida por EEUU, comenzó a bombardear Serbia en la primavera de 1999. Como hemos visto, Daniel Goldhagen comparó los crímenes serbios contra Kosovo con la solución final y, a instancias del presidente Clinton, Elie Wiesel fue a visitar los campos de refugiados kosovares de Macedonia y Albania. Ahora bien, antes de que Wiesel derramase lágrimas programadas por los kosovares, el régimen indonesio, respaldado por EEUU, había reanudado las actividades abandonadas a finales de los setenta reiniciando las masacres en Timor Oriental. Pero el Holocausto se desvaneció de la memoria cuando la Administración Clinton consintió los derramamientos de sangre. «Indonesia tiene importancia —explicó un diplomático occidental— y Timor Oriental no la tiene»[12].

Novick pone de relieve la complicidad pasiva de EEUU en catástrofes humanas equiparables por sus dimensiones con el exterminio perpetrado por los nazis, aunque diferentes en otros aspectos. Recordando, por ejemplo, el millón de niños asesinados durante la solución final, Novick señala que los presidentes estadounidenses se limitan a poco más que expresar su condolencia mientras, año tras año, en el mundo entero muchos millones de niños «mueren a causa de la desnutrición y de enfermedades que podrían prevenirse»[13]. También cabría examinar la complicidad activa de EEUU en un caso pertinente. Después de que la coalición liderada por los Estados Unidos devastase Irak en 1991 con objeto de dar un escarmiento a «Sadam-Hitler», EEUU y el Reino Unido obligaron a la ONU a imponer sanciones mortíferas a ese desventurado país en un intento de deponer a Sadam Hussein. Es muy probable que en Irak, al igual que en el holocausto nazi, hayan perecido un millón de niños[14]. Cuando en la televisión nacional le pidieron su opinión sobre la espeluznante cifra de víctimas iraquíes, la secretaria de Estado Madeleine Albright replicó: «El precio merece la pena».

«El carácter extremo del Holocausto —argumenta Novick— limita mucho su capacidad para proporcionar lecciones aplicables a nuestro mundo cotidiano». En su calidad de «hito de la opresión y de la atrocidad», tiende a «trivializar los crímenes de menor magnitud»[15]. No obstante, el holocausto nazi también tiene la capacidad de volvernos más sensibles a estas injusticias. Visto a través del prisma de Auschwitz, lo que antes se aceptaba como un hecho consumado —el fanatismo, por ejemplo— deja de resultar tolerable[16]. Y, en efecto, fue el holocausto nazi el que desacreditó el racismo científico que fuera un rasgo dominante de la vida intelectual estadounidense antes de la Segunda Guerra Mundial[17].

Una piedra de toque de la maldad no impide establecer comparaciones a quienes están comprometidos con la mejora de la raza humana, sino más bien todo lo contrario. La esclavitud ocupaba en el universo moral de finales del siglo pasado aproximadamente el mismo lugar que hoy ocupa el holocausto nazi. En consecuencia, se aludía a ella a menudo para esclarecer hechos malignos que no habían llegado a comprenderse en toda su magnitud. John Stuart Mill comparó con la esclavitud la condición de la mujer en la familia, la más reverenciada de las instituciones victorianas. Incluso llegó a decir que en algunos aspectos cruciales la situación de la mujer era peor. «No pretendo ni mucho menos afirmar que las esposas reciban por lo general un trato peor que los esclavos; pero ningún esclavo sufre una esclavitud tan extrema, en el sentido más amplio de la palabra, como una esposa»[18]. Este tipo de analogías solo repugnan a quienes emplean los hitos de la maldad como arma ideológica y no como brújula de la moralidad. «No comparemos» es el mantra de los aficionados a los chantajes morales[19].

La comunidad judía estadounidense organizada ha explotado el holocausto nazi para desviar las críticas a Israel y a su propia política, moralmente indefendible. La aplicación de esta política ha colocado a Israel y a la comunidad judía estadounidense en una posición estructural afín: el destino de ambas pende de un fino hilo cuyo extremo es sujetado por las elites dominantes de EEUU. Si estas elites llegaran algún día a la decisión de que Israel es un obstáculo o de que pueden prescindir de los judíos estadounidenses, el hilo podría cortarse. Esto no es más que una especulación… tal vez excesivamente alarmista, tal vez no.

Predecir la postura que adoptarían las elites judías estadounidenses si llegara a producirse dicha situación es un juego de niños. Si Israel perdiera el favor de los Estados Unidos, muchos de los líderes judíos que hoy defienden a capa y espada a Israel se apresurarían a divulgar valerosamente su desafección con respecto al Estado judío y cubrirían de improperios a los judíos estadounidenses por haber convertido Israel en una religión. Y, si los círculos dirigentes de EEUU decidieran usar a los judíos como chivos expiatorios, no debería sorprendernos que los líderes judíos estadounidenses actuaran exactamente igual que lo hicieron sus predecesores durante el holocausto nazi. «Nunca imaginamos que los alemanes iban a considerar que estaba en el carácter judío que los judíos llevaran a la muerte a los judíos», rememoraba Yitzhak Zuckerman, uno de los organizadores del levantamiento del gueto de Varsovia[20].

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Durante una serie de debates públicos mantenidos en los años ochenta, muchos destacados estudiosos alemanes y de otros países adujeron razones en contra de la «normalización» de las infamias del nazismo. Su miedo era que la normalización llevara a la aceptación moral[21]. Puede que este argumento haya sido válido en su momento, pero ahora ya no convence. Las inconcebibles dimensiones de la solución final hitleriana han llegado a conocerse bien. ¿Y no está repleta la historia «normal» de la humanidad de espantosos capítulos de inhumanidad? Para justificar la reparación de un crimen, no es necesario que sea aberrante. El reto que se nos plantea hoy día es volver a convertir el holocausto nazi en un objeto racional de investigación. Solo entonces podremos aprender de él. La anormalidad del holocausto nazi no deriva del hecho en sí mismo, sino de la industria que se ha montado a su alrededor para explotarlo. La industria del Holocausto siempre ha estado en bancarrota. Lo que queda de ella así lo atestigua. Hace mucho que debió dar el cerrojazo. El gesto más noble que puede hacerse por aquellos que perecieron es conservar su recuerdo, aprender de su sufrimiento y permitirles, de una vez por todas, descansar en paz.