«La conciencia del Holocausto», como señala el reputado escritor israelí Boas Evron, es en realidad «un adoctrinamiento propagandístico oficial, una producción masiva de consignas y falsas visiones del mundo, cuyo verdadero objetivo no es en absoluto la comprensión del pasado, sino la manipulación del presente». En sí mismo, el holocausto nazi no promueve ningún programa político concreto. Puede, con la misma facilidad, motivar la oposición o el apoyo a la política israelí. Pero, refractada a través de un prisma ideológico, «la memoria del exterminio nazi» llegó a convertirse, en palabras de Evron, «en poderosa herramienta en manos de los dirigentes israelíes y los judíos del extranjero»[1]. El holocausto nazi se convirtió en el Holocausto.
Dos son los dogmas fundamentales que sustentan la estructura del Holocausto: (1) el Holocausto constituye un acontecimiento histórico categóricamente singular; (2) el Holocausto marca el clímax del eterno e irracional odio gentil a los judíos. En el discurso público previo a la guerra de junio de 1967, no se encuentra ni rastro de estos dogmas, y, aunque luego llegaron a convertirse en pilares de la literatura sobre el Holocausto, tampoco se encuentra rastro de ellos en los estudios serios sobre el holocausto nazi[2]. Por otra parte, ambos dogmas se basan en tendencias importantes del judaísmo y del sionismo.
En la época inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial, el holocausto nazi no se categorizó como fenómeno singularmente judío, y mucho menos como una singularidad histórica. La comunidad judía organizada de EEUU, en concreto, hizo lo imposible por enmarcarlo en un contexto universalista. Pero, después de la guerra de junio, la solución final nazi se situó en un marco radicalmente distinto. «La idea principal y primera que surgió de la guerra de 1967, y que llegaría a ser emblemática, del judaísmo estadounidense», según rememora Jacob Neusner, fue que «el Holocausto […] era algo único, sin parangón en la historia de la humanidad»[3]. En un ensayo revelador, el historiador David Stannard ridiculiza la «pequeña industria de los hagiógrafos del Holocausto que argumentan con toda la energía y la ingenuidad de los fanáticos religiosos que la experiencia judía fue única»[4]. A fin de cuentas, no es difícil demostrar que el dogma de la singularidad es absurdo.
En un nivel básico de análisis, todo acontecimiento histórico es único, aunque solo sea en virtud de sus coordenadas espacio-temporales, y, a la vez, todo acontecimiento histórico posee rasgos distintivos y rasgos compartidos con otros hechos históricos. La anomalía del Holocausto es que su singularidad se considere absoluta. ¿Qué otro hecho histórico, cabría preguntar, se clasifica básicamente en función de su categórica singularidad? La estrategia utilizada es aislar los rasgos distintivos del Holocausto con objeto de situarlo en una categoría exclusiva. Lo que queda por esclarecer es por qué muchos de los rasgos que tiene en común con otros acontecimientos se consideran triviales en comparación con los que lo singularizan.
Todos los teóricos del Holocausto están de acuerdo en señalar que el Holocausto es algo único, pero pocos, si es que hay alguno, se ponen de acuerdo al explicar los motivos de que así sea. Cada vez que un argumento en pro de la singularidad del Holocausto es refutado, enseguida se aduce otro nuevo para sustituirlo. Y el resultado de esto es, según Jean-Michel Chaumont, que hay múltiples argumentos contradictorios que se anulan entre sí: «El conocimiento no se acumula. Por el contrario, el argumento nuevo que trata de superar al anterior siempre parte de cero»[5]. Dicho de otro modo: la singularidad es una premisa básica de la estructura del Holocausto; la tarea que debe realizarse es demostrar su veracidad, en tanto que demostrar su falsedad equivale a negar el propio Holocausto. Tal vez el problema radica en la premisa, y no en las pruebas. Aun cuando el Holocausto no fuera un fenómeno único, ¿qué más daría? Si el holocausto nazi no fuese el primer acontecimiento de su categoría, sino el cuarto o el quinto en una serie de catástrofes comparables, ¿cómo se modificaría nuestra visión del mismo?
La última adición a los alegatos en favor de la singularidad del Holocausto es The Holocaust in Historical Context, de Steven Katz. Citando casi cinco mil títulos en el primero de los tres volúmenes proyectados para su estudio, Katz da un repaso a toda la historia humana con objeto de demostrar que «el Holocausto es fenomenológicamente único en virtud del hecho de que nunca antes había sucedido que un Estado se propusiera, tanto en el plano de los principios intencionales como en el de la política práctica, aniquilar físicamente a todo hombre, mujer y niño pertenecientes a un pueblo concreto». Con objeto de clarificar su tesis, Katz explica: «ʃ es singularmente C. ʃ puede compartir A, B, D… X con ▲, pero no puede compartir C. Y, además, ʃ puede compartir A, B, D… X con todos los ▲, pero no puede compartir C. Todo lo esencial depende, por así decirlo, de que ʃ sea singularmente C […]. Si a π le falta C, ya no es ʃ […]. Por definición, no se permiten excepciones a esta regla. Al compartir A, B, D… X con ʃ, ▲ puede ser como ʃ en estos y otros aspectos […], pero, en lo que concierne a nuestra definición de singularidad, cualesquiera ▲ a los que les falte C no son ʃ […]. Como es lógico, ʃ en su totalidad es algo más que C, pero nunca será ʃ si le falta C». Traducción: un hecho histórico que contiene un rasgo distintivo es un hecho histórico distinto. Para evitar toda confusión, Katz pasa luego a explicar que emplea el término fenomenológicamente «en un sentido que no es husserliano, ni shutzeano, ni scheleriano, ni heideggeriano, ni merleau-pontyano». Traducción: el estudio de Katz es un sin sentido fenomenal[6]. Aun cuando la evidencia sustentara la tesis fundamental de Katz, y no es así, eso solo demostraría que el Holocausto contiene un rasgo distintivo. Y lo verdaderamente raro sería que no fuera así. Chaumont deduce que el estudio de Katz no es más que «ideología» disfrazada de «ciencia», y de esto vamos a hablar más a continuación[7].
De afirmar que el Holocausto es algo único a aseverar que no se puede comprender racionalmente apenas hay un paso. Si el Holocausto carece de precedentes históricos, habrá que colocarlo por encima de la historia y no podrá ser explicado con la lógica histórica. De hecho, el Holocausto es único porque es inexplicable, y es inexplicable porque es único.
Estas mistificaciones, denominadas por Novick «la sacralización del Holocausto», tienen a su mejor representante en Elie Wiesel. Tal como observa Novick con acierto, para Wiesel, el Holocausto es, efectivamente, una religión mistérica. Wiesel salmodia que el Holocausto «conduce a la oscuridad», «niega todas las preguntas», «se sitúa fuera, si no más allá, de la historia», «es imposible tanto de comprender como de describir», «no puede ser explicado ni visualizado», nunca será «comprendido ni transmitido», marca la «destrucción de la historia» y una «mutación de escala cósmica». Solo el sacerdote-superviviente (léase: solo Wiesel) está capacitado para desentrañar su misterio. Y, aun así, reconoce Wiesel, el misterio del Holocausto es «incomunicable»; «ni siquiera podemos hablar de él». Por tanto, a cambio de una tarifa de 25.000 dólares (más una limusina con chófer), Wiesel da conferencias en las que desvela que el «secreto de la verdad» de Auschwitz «radica en el silencio»[8].
Según esta interpretación, comprender racionalmente el Holocausto equivaldría a negarlo. Pues la racionalidad refuta la singularidad y el misterio del Holocausto. Y comparar el Holocausto con los sufrimientos de otros grupos es, en opinión de Wiesel, una «traición absoluta a la historia judía»[9]. Hace unos años, la parodia de un tabloide de Nueva York llevaba el siguiente titular: «Michael Jackson y sesenta millones más mueren en holocausto nuclear». En la sección de cartas al director se publicó una airada protesta de Wiesel: «¿Cómo se atreven a llamar Holocausto a lo que sucedió ayer? Solo ha habido un Holocausto […]». En sus nuevas memorias, Wiesel demuestra que la realidad puede imitar la parodia al reconvenir a Simón Peres por hablar «sin la menor vacilación de “los dos holocaustos” del siglo XX: Auschwitz e Hiroshima. No debería haberlo dicho»[10]. Una de las frases favoritas acuñadas por Wiesel dice así: «La universalidad del Holocausto radica en su singularidad»[11]. Mas, si el Holocausto es incomparable e inexplicablemente único, ¿cómo puede tener una dimensión universal?
El debate sobre la singularidad del Holocausto es estéril. Los razonamientos a favor de la singularidad del Holocausto han llegado a constituir una especie de «terrorismo intelectual» (Chaumont). Quienes ponen en práctica los procedimientos comparativos al uso en la investigación académica deben, como medida previa, hacer infinidad de advertencias para evitar que les acusen de «trivializar el Holocausto»[12].
La premisa de que la maldad del Holocausto no tiene parangón es un subapartado de la argumentación que sostiene que el Holocausto es un fenómeno único. Por muy terribles que hayan sido los sufrimientos de otros, sencillamente no son comparables. Claro está que los defensores de la singularidad del Holocausto siempre niegan esta implicación, mas sus refutaciones no son sinceras[13].
Las argumentaciones que defienden la singularidad del Holocausto son insostenibles desde el punto de vista intelectual, y deshonrosas desde el punto de vista moral, mas, a pesar de todo, perduran. Y hay que preguntarse por qué. En primer lugar, un sufrimiento especial confiere unos derechos especiales. En opinión de Jacob Neusner, la maldad incomparable del Holocausto no solo sitúa a los judíos como un grupo aparte, sino que también les otorga «derechos sobre los demás». Para Edward Alexander, la singularidad del Holocausto es un «capital moral»; los judíos deben «reclamar su soberanía» sobre esta «valiosa propiedad»[14].
La singularidad del Holocausto —este «derecho» sobre los demás, este «capital moral»— es, en efecto, la mejor coartada de Israel. «La singularidad del sufrimiento judío —arguye el historiador Peter Baldwin— refuerza las exigencias morales y emocionales que Israel puede hacer […] a otras naciones»[15]. Así pues, según Nathan Glazer, el Holocausto, al poner de manifiesto la «peculiar singularidad de los judíos», les otorgó el «derecho a considerarse especialmente amenazados y particularmente merecedores de cualesquiera esfuerzos necesarios para la supervivencia»[16] (cursiva en el original). Por citar un ejemplo típico: siempre que se explica la decisión de Israel de crear armas nucleares, se evoca el fantasma del Holocausto[17]. Como si fuera el único motivo de que Israel quisiera convertirse en potencia nuclear.
Hay un factor más en juego. Afirmar la singularidad del Holocausto es como declarar que los judíos son especiales. No es el sufrimiento de los judíos el que concede su condición única al Holocausto, sino el hecho de que los judíos sufrieran. Dicho de otro modo: el Holocausto es especial porque los judíos son especiales. En este sentido, Ismar Schorsch, rector del Seminario Teológico Judío, ridiculiza el alegato en favor de la singularidad del Holocausto diciendo que es «una desagradable versión profana de la condición de pueblo elegido»[18]. Elie Wiesel derrocha vehemencia para defender la excepcionalidad del Holocausto, y tampoco la escatima a la hora de hablar de la excepcionalidad de los judíos. «En nosotros, todo es diferente». Los judíos son «ontológicamente» especiales[19]. Como hito que señala el clímax del odio gentil milenario hacia los judíos, el Holocausto dio testimonio no solo del sufrimiento singular de los judíos, sino también de la singularidad judía.
Durante la Segunda Guerra Mundial y en la posguerra, como nos informa Novick, «la expresión “abandono de los judíos” no habría sido comprendida prácticamente por ningún miembro del gobierno [de EEUU], ni tampoco por nadie de fuera del gobierno, judío o gentil». Las tornas se volvieron después de junio de 1967. «El silencio del mundo», «la indiferencia del mundo», «el abandono de los judíos»: todos estos temas se incorporaron al núcleo del «discurso sobre el Holocausto»[20].
Apropiándose de un principio básico del sionismo, la estructura del Holocausto presenta la solución final de Hitler como el clímax del milenario odio gentil a los judíos. Los judíos perecieron porque todos los gentiles, ya fueran perpetradores o colaboradores pasivos, deseaban que murieran. Según Wiesel, «el mundo libre y “civilizado”» puso a los judíos en manos «del verdugo. Hubo quien actuó como asesino y quien guardó silencio»[21]. No hay la menor evidencia histórica que respalde la existencia de ese impulso asesino de los gentiles. El laborioso esfuerzo de Daniel Goldhagen por demostrar una variante de esta argumentación en Hitler’s Willing Executioners puede considerarse como mucho literatura cómica[22]. Lo cual no impide que la utilidad política de esta línea de argumentación sea considerable. Podría señalarse, de paso, que la teoría del «eterno antisemitismo» en realidad resulta práctica para los antisemitas. Como comenta Arendt en Los orígenes del totalitarismo, «el que esta doctrina fuera adoptada por los antisemitas profesionales es absolutamente lógico; proporciona la mejor coartada posible para todo tipo de atrocidades. Si es cierto que la humanidad lleva más de dos mil años empeñada en asesinar a los judíos, matar a los judíos debe de ser una ocupación normal, e incluso humana, y el odio a los judíos queda justificado sin necesidad de recurrir a argumentación alguna. Lo más sorprendente con respecto a esta explicación es que haya sido adoptada por muchísimos historiadores objetivos y por un número de judíos aún mayor»[23].
El dogma del Holocausto del eterno odio gentil ha valido tanto para justificar la necesidad de un Estado judío como para dar cuenta de la hostilidad dirigida contra Israel. El Estado judío es la única salvaguarda posible contra el próximo (e inevitable) estallido de antisemitismo homicida; y, a la inversa, el antisemitismo homicida está detrás de todo ataque e incluso detrás de toda maniobra defensiva en contra del Estado judío. La novelista Cynthia Ozick dio una explicación sencilla de las críticas a Israel: «El mundo quiere eliminar a los judíos […], el mundo siempre ha querido eliminar a los judíos»[24]. Si todo el mundo desea que los judíos desaparezcan, lo realmente extraño es que sigan vivos… y que, a diferencia de buena parte de la humanidad, no estén precisamente muriéndose de hambre.
Por otra parte, este dogma ha conferido a Israel licencia absoluta para obrar a su antojo: puesto que los gentiles siempre están empeñados en asesinar a los judíos, estos tienen todo el derecho a protegerse comoquiera que lo estimen conveniente. Sean cuales fueren los métodos a que recurran los judíos más expeditivos, incluidas la agresión y la tortura, todo constituye una legítima defensa. Deplorando la «lección» del eterno odio gentil que se ha extraído del Holocausto, Boas Evron observa que «es a todas luces equivalente a cultivar deliberadamente la paranoia […]. Esta mentalidad […] perdona de antemano cualquier trato inhumano que se inflija a los no judíos, ya que la mitología dominante sostiene que “todo el mundo colaboró con los nazis para destruir a la comunidad judía”, y, en consecuencia, los judíos lo tienen todo permitido en su relación con otros pueblos»[25].
Según la estructura ideológica del Holocausto, el antisemitismo gentil, además de ser imposible de erradicar, siempre es irracional. Sobrepasando con mucho los análisis del sionismo clásico, y no digamos ya los estudios académicos al uso, Goldhagen argumenta que el antisemitismo está «divorciado de la realidad de los judíos», «no es fundamentalmente una respuesta nacida de una evaluación objetiva de los actos judíos» y es «independiente de la condición y de los actos de los judíos». Así pues, es una patología psicológica de los gentiles, y el «ámbito donde reside» es «la mente» (comillas en el original). Movidos por «argumentos irracionales», los antisemitas, según Wiesel, «sencillamente se sienten agraviados por la existencia de los judíos»[26]. «Sin contar con que lo que los judíos hagan o dejen de hacer nada tiene que ver con el antisemitismo —observa críticamente el sociólogo John Murray Cuddihy—, ¡cualquier intento de explicar el antisemitismo refiriéndose a la contribución judía al antisemitismo es en sí mismo un ejemplo de antisemitismo!» (cursiva en el original)[27]. La cuestión no es, evidentemente, que el antisemitismo sea justificable, ni tampoco que haya que culpar a los judíos de los crímenes cometidos contra ellos, sino que el antisemitismo se desarrolla en un contexto histórico específico en el que existe un juego de intereses concomitante. «Una minoría de talento, bien organizada y mayoritariamente exitosa puede inspirar conflictos que derivan de tensiones intergrupales objetivas», señala Ismar Schorsch, aunque dichos conflictos «frecuentemente se presenten bajo la forma de estereotipos antisemitas»[28].
La esencia irracional del antisemitismo gentil se infiere de manera inductiva de la esencia irracional del Holocausto. A saber: la solución final de Hitler estuvo excepcionalmente falta de racionalidad; fue «la maldad por la maldad», un asesinato de masas «sin sentido»; la solución final hitleriana representó el momento culminante del antisemitismo gentil; en consecuencia, el antisemitismo gentil es esencialmente irracional. Juntas o por separado, estas proposiciones no resisten siquiera un escrutinio superficial[29]. Pero, eso sí, políticamente resultan muy útiles.
Al eximir a los judíos de toda culpa, el dogma del Holocausto inmuniza a Israel y a la comunidad judía estadounidense contra la censura legítima. La hostilidad árabe o la afroamericana «no son fundamentalmente una respuesta nacida de una evaluación objetiva de la actuación de los judíos» (Goldhagen)[30]. Veamos lo que dice Wiesel sobre la persecución de los judíos: «Durante dos mil años […] siempre estuvimos amenazados […]. ¿Por qué? Por ningún motivo». O sobre la hostilidad árabe hacia Israel: «Debido a que somos quienes somos y a lo que nuestra patria, Israel, representa (el corazón de nuestras vidas, el sueño de nuestros sueños), cuando nuestros enemigos traten de destruirnos, lo harán tratando de destruir Israel». O de la hostilidad que el pueblo negro siente hacia los judíos estadounidenses: «El pueblo que obtuvo en nosotros su inspiración no nos lo agradece, sino que nos ataca. Nos encontramos en una situación muy peligrosa. Volvemos a ser el chivo expiatorio en todos los frentes […]. Ayudamos a los negros; siempre les ayudamos […]. Los negros me dan lástima. Hay algo que deberían aprender de nosotros: la gratitud. No hay pueblo en el mundo que conozca tan bien la gratitud como nosotros; estamos eternamente agradecidos»[31]. Siempre castigado, siempre inocente: tal es la carga de ser judío[32].
En el marco de referencia del Holocausto, el dogma del eterno odio gentil valida asimismo el dogma complementario de la singularidad. Si el Holocausto señaló el clímax del milenario odio gentil a los judíos, la persecución de los no judíos durante el Holocausto fue algo meramente accidental, y la persecución de los no judíos a lo largo de la historia no pasa de ser episódica. Se mire por donde se mire, el sufrimiento judío durante el Holocausto fue excepcional.
El sufrimiento judío fue único porque los judíos también lo son. El Holocausto fue único porque no fue racional. En el fondo, su ímpetu derivó de una pasión absolutamente irracional, aunque a la vez muy humana. El motivo del odio que los judíos inspiraban al mundo gentil era la envidia, los celos: el resentimiento. Según Nathan y Ruth Ann Perlmutter, el antisemitismo surgió de «los celos y el resentimiento que sentían los gentiles porque los judíos superasen a los cristianos en el mundo mercantil […]. Los judíos, mejor dotados y en inferioridad numérica, inspiraban rencor a los gentiles, peor dotados y mucho más numerosos»[33]. Así pues, aunque fuera de una manera negativa, el Holocausto vino a confirmar la condición de pueblo elegido de los judíos. Como los judíos son mejores, o tienen más éxito, sufrieron la ira de los gentiles, que luego los asesinaron.
En un breve aparte, Novick se pregunta: «¿Qué se diría del Holocausto en Estados Unidos» si Elie Wiesel no fuera su «principal intérprete?»[34]. No es difícil dar con la respuesta: antes de la guerra de junio de 1967, el mensaje universalista de Bruno Bettelheim, superviviente de los campos de concentración, tenía gran resonancia entre los judíos estadounidenses. Después de la guerra de junio, se arrinconó a Bettelheim para entronizar a Wiesel. La preeminencia de Wiesel está en función de su utilidad ideológica. Singularidad del sufrimiento judío/singularidad de los judíos, gentiles siempre culpables/judíos siempre inocentes, defensa incondicional de Israel/defensa incondicional de los intereses judíos: Elie Wiesel es el Holocausto.
* * *
Buena parte de las obras sobre la solución final de Hitler, donde se exponen los dogmas clave del Holocausto, carecen de todo valor desde el punto de vista del saber académico. De hecho, el campo de los estudios del Holocausto está repleto de disparates, cuando no de simples falacias. El medio cultural que alimenta la literatura sobre el Holocausto resulta muy revelador.
El primer fraude importante sobre el Holocausto fue The Painted Bird, del exiliado polaco Jerzy Kosinski[35]. El libro «se escribió en inglés», explicaba Kosinski, porque eso le permitió «escribir desapasionadamente, sin las connotaciones emocionales que siempre posee la lengua nativa». En realidad, las partes del libro que Kosinski escribió personalmente —cuáles son es una cuestión que queda por dilucidar— estaban en polaco. The Painted Bird era supuestamente un relato autobiográfico del vagabundeo de un solitario Kosinski niño por la Polonia rural durante la Segunda Guerra Mundial. Lo cierto es que Kosinski vivió con sus padres durante toda la guerra. El motivo de la obra son las sádicas torturas sexuales perpetradas por los campesinos polacos. Los lectores escarnecieron las prepublicaciones del libro, viendo en ellas una «pornografía de la violencia» y «el producto de una mente obsesionada con la violencia sadomasoquista». En realidad, casi todos los episodios patológicos narrados por Kosinski son fruto de su imaginación. Los campesinos polacos con los que trató quedan retratados como virulentos antisemitas. «¡Machaquemos a los judíos! —gritan—. ¡Machaquemos a esos cerdos!» En realidad, la familia Kosinski fue acogida por unos campesinos polacos, pese a que sabían muy bien que eran judíos y a lo que se arriesgaban si los descubrían.
En la New York Times Book Review, Elie Wiesel elogiaba The Painted Bird diciendo que era «una de las mejores» denuncias de la era nacionalsocialista, «escrita con profunda sinceridad y sensibilidad». Cynthia Ozick alardeaba tiempo después de haber reconocido «de inmediato» la autenticidad de Kosinski en cuanto «judío testigo y superviviente del Holocausto». Y, mucho después de que quedara en evidencia que Kosinski era un consumado timador, Wiesel continuaba prodigando halagos al «notable conjunto de su obra»[36].
The Painted Bird se convirtió en texto básico del Holocausto. Fue un best-seller galardonado con premios y traducido a numerosas lenguas, y lectura obligatoria en institutos y universidades. Una vez incorporado al circuito del Holocausto, Kosinski adoptó como sobrenombre el «Elie Wiesel a precio reducido». (Quienes no podían pagar la tarifa de conferenciante de Wiesel —el «silencio» sale caro— recurrían a él.) Cuando, finalmente, un semanario de investigación puso al descubierto a Kosinski, el New York Times continuó defendiéndole contra viento y marea alegando que era víctima de una conspiración comunista[37].
Fragments[38], de Binjamin Wilkomirski, un fraude más reciente, se inspira sin el menor recato en el kitsch del Holocausto de The Painted Bird. A semejanza de Kosinski, Wilkomirski se retrata como un niño superviviente solitario que se vuelve mudo, termina en un orfanato y solo más adelante descubre que es judío. Como en The Painted Bird, el principal recurso narrativo de Fragments es la voz simple y esquemática de un ingenuo niño, y, a la vez, se mantiene un tono vago con respecto al marco temporal y a los nombres de los lugares. Al igual que en The Painted Bird, todos los capítulos de Fragments alcanzan su punto culminante con una orgía de violencia. Kosinski dijo que The Painted Bird era «una lenta descongelación de la mente»; en tanto que Wilkomirski dijo de Fragments que era la «memoria recuperada»[39].
Aunque sea un burdo fraude, Fragments constituye el arquetipo de memorias del Holocausto. La acción se sitúa, en primer lugar, en los campos de concentración, donde todos y cada uno de los guardianes son monstruos dementes y sádicos que se complacen en machacar los cráneos de los recién nacidos judíos. Sin embargo, las memorias clásicas de los campos de concentración nazis concuerdan con la apreciación de la doctora Ella Lingens-Reiner, superviviente de Auschwitz: «Había pocos sádicos. No más de un cinco o un diez por ciento»[40]. Ahora bien, el omnipresente sadismo alemán es un rasgo destacado de la literatura del Holocausto. Cumple una función doble: «documenta» la irracionalidad excepcional del Holocausto y, a la vez, el antisemitismo fanático de sus perpetradores.
Lo que singulariza a Fragments no es la descripción de la vida durante el Holocausto, sino después de él. Adoptado por una familia suiza, el pequeño Binjamin debe soportar nuevos tormentos. Está atrapado en un mundo donde todos niegan el Holocausto. «Olvídalo…, es un mal sueño» —chilla su madre—. No es más que un mal sueño… No debes pensar más en eso». «Aquí, en este país —se queja Binjamin—, todos repiten continuamente que tengo que olvidarlo, que no ha sucedido, que lo he soñado. ¡Pero todos saben muy bien lo que pasó!»
Incluso en el colegio, «los niños me señalan, cierran el puño y gritan: “Está delirando, no ha pasado nada de eso. ¡Embustero! Está loco, pirado, es un imbécil”». (En esto, dicho sea de paso, tenían razón.) Todos los niños gentiles cierran filas contra el pobre Binjamin, golpeándolo a la vez que entonan cantinelas antisemitas, y entretanto los adultos no cesan de burlarse de él: «¡Te lo estás inventando!».
Sumido en la más abyecta desesperación, Binjamin llega a tener una revelación sobre el Holocausto. «El campo de concentración sigue ahí, escondido y bien disfrazado. Se han quitado los uniformes y se han puesto ropa bonita para que no se les reconozca […]. Hazles la más leve insinuación de que quizá, posiblemente, eres judío, y te darás cuenta: son las mismas personas, estoy convencido. Todavía pueden matar, aunque no lleven uniforme». Más que un homenaje al dogma del Holocausto, Fragments es un rifle humeante: incluso en Suiza, en la neutral Suiza, todos los gentiles quieren asesinar a los judíos.
Fragments fue ampliamente aclamado como un clásico de la literatura del Holocausto. Se tradujo a una docena de idiomas y fue galardonado con el Premio Nacional Judío de Literatura, el Premio del Jewish Quarterly y el Prix de Mémoire de la Shoha. Convertido en estrella de documentales, principal orador de congresos y seminarios sobre el Holocausto y reclamo para recaudar fondos para el Museo Conmemorativo del Holocausto de EEUU, Wilkomirski pasó rápidamente a ser una figura emblemática del Holocausto.
Daniel Goldhagen, que calificó Fragments de «pequeña obra maestra», se erigió en defensor a ultranza de Wilkomirski en el mundo académico. Pero algunos reputados historiadores, como Raul Hilberg, denunciaron que la obra de Wilkomirski era un fraude. Más adelante, cuando se descubrió que en efecto lo era, Hilberg planteó las preguntas correctas: «¿Cómo es posible que esta obra fuera aceptada como libro de memorias por varias editoriales? ¿Cómo han podido abrirle a Wilkomirski las puertas del Museo Conmemorativo del Holocausto de EEUU y las de diversas universidades de prestigio? ¿Cómo se explica que carezcamos de un control de calidad decente cuando se trata de evaluar el material sobre el Holocausto que va a publicarse?»[41].
Wilkomirski, a medias chiflado, a medias charlatán de feria, en realidad había pasado toda la guerra en Suiza. Y ni siquiera es judío. Veamos, no obstante, algunas notas póstumas de la industria del Holocausto:
Arthur Samuelson (editor): Fragments «es un libro audaz […]. Solo es un fraude si no se considera una obra de ficción. Así pues, lo reeditaré en la categoría de ficción. Tal vez no es cierto, ¡pero entonces su calidad como escritor es aún mayor!».
Carol Brown Janeway (editora y traductora): «Si las acusaciones […] resultan ser correctas, lo que está en tela de juicio no son una serie de hechos empíricos que pueden comprobarse, sino unos hechos espirituales que invitan a la reflexión. Habría que fiscalizar un espíritu, y eso es imposible».
Y eso no es todo. Israel Gutman es director del Yad Vashem y especialista en el Holocausto de la Universidad Hebrea. Además, estuvo prisionero en Auschwitz. Según Gutman, «no tiene tanta importancia» que Fragments fuera o no fuera un fraude. «Wilkomirski ha escrito una historia que él vivió profundamente; de eso no cabe duda […]. No es un impostor. Es alguien que ha vivido una historia en lo más hondo de su espíritu. El dolor es auténtico». Así que es indiferente que Wilkomirski pasara la guerra en un campo de concentración o en un chalet suizo; no es un impostor porque su «dolor es auténtico»; así habla un superviviente de Auschwitz convertido en experto del Holocausto. Mientras las opiniones de otros inducen al desdén, Gutman solo inspira lástima.
El artículo de The New Yorker donde se ponía en evidencia a Wilkomirski llevaba por título «Robar el Holocausto». Antes se festejaba a Wilkomirski por sus historias sobre la maldad gentil; hoy se le censura por ser un gentil malvado. La culpa siempre la tienen los gentiles. Wilkomirski inventó su pasado como víctima del Holocausto, cierto es; pero también es cierto y más importante que la industria del Holocausto, levantada sobre una apropiación fraudulenta de la historia con propósitos ideológicos, se lanzó a celebrar la invención de Wilkomirski. Era un «superviviente» del Holocausto a la espera de ser descubierto.
En octubre de 1999, a la vez que retiraba Fragments de las librerías, el editor alemán de Wilkomirski reconoció al fin que el autor no era un huérfano judío, sino un hombre nacido en Suiza, llamado Bruno Doessekker. Cuando le informaron de que se le había terminado el juego, Wilkomirski tronó desafiante: «¡Soy Binjamin Wilkomirski!». Hubo de pasar un mes más para que Schocken, el editor estadounidense, descatalogara Fragments[42].
Pasemos ahora a considerar la literatura menor sobre el Holocausto. Un rasgo revelador de dicha literatura es el espacio que concede a la «conexión árabe». Pese a que el muftí de Jerusalén no desempeñó «ningún papel importante en el Holocausto», según afirma Novick, la Enciclopedia del Holocausto, de cuatro volúmenes, preparada por Israel Gutman le asignó un «papel estelar». El Muftí también es uno de los principales protagonistas en el Yad Vashem: «El visitante llega a la conclusión —afirma Tom Segev— de que los planes nazis para destruir a los judíos y la animosidad árabe contra Israel tienen mucho en común». Con ocasión de un acto conmemorativo de Auschwitz oficiado por clérigos de todas las denominaciones religiosas, Wiesel solo puso objeciones a la presencia de un cadí musulmán: «¿No estamos olvidándonos […] del muftí Hajj Amin el-Husseini de Jerusalén, el amigo de Heinrich Himmler?». Si el Muftí, dicho sea de paso, figuró tan destacadamente en la solución final hitleriana, no deja de ser extraño que Israel no tratara de llevarlo a los tribunales como a Eichmann. Habría sido lo más natural, dado que se instaló para vivir tranquilamente en el vecino Líbano después de la guerra[43].
Los apologistas de Israel trataron por todos los medios de estigmatizar a los árabes tachándolos de nazis después de la desafortunada invasión israelí del Líbano de 1982, en los tiempos en que la propaganda oficial israelí comenzaba a ser desacreditada por los ataques de los «nuevos historiadores» de Israel. El afamado historiador Bernard Lewis logró consagrar al nazismo árabe todo un capítulo de su compendio del antisemitismo y tres páginas completas de su «breve historia de los últimos 2.000 años» de Oriente Medio. Michael Berenbaum, del Museo Conmemorativo del Holocausto de Washington, representante del extremo liberal del espectro de teóricos del Holocausto, reconocía generosamente que «las piedras que arrojan los jóvenes palestinos enfurecidos por la presencia israelí […] no son equiparables a los ataques nazis contra los indefensos civiles judíos»[44].
La última farsa sobre el Holocausto ha sido Hitler’s Willing Executioners, de Daniel Jonah Goldhagen. Ninguna de las revistas de pensamiento importantes olvidó publicar al menos una reseña sobre esta obra durante las semanas siguientes a su aparición. The New York Times publicó varios comentarios sobre el libro, en uno de los cuales se decía que era uno de «los trabajos recientes» que merecían «excepcionalmente el calificativo de memorable» (Richard Bernstein). Con unas ventas de medio millón de ejemplares y traducciones al menos a trece lenguas, Hitler’s Willing Executioners fue aclamado en la revista Time como el segundo mejor ensayo del año y el que «más había dado que hablar»[45].
Tras hacer resaltar la «admirable labor de investigación» y la «riqueza de pruebas […] con una apabullante aportación de datos y documentación», Elie Wiesel proclamaba que Hitler’s Willing Executioners era una «formidable contribución a la comprensión y el estudio del Holocausto». Por su parte, Israel Gutman alababa la obra porque volvía a «plantear con claridad las preguntas fundamentales» que «el cuerpo principal de estudios sobre el Holocausto» había pasado por alto. Propuesto para ocupar la cátedra dedicada al Holocausto de la Universidad de Harvard y equiparado a Wiesel en los medios de comunicación nacionales, Goldhagen no tardó en convertirse en figura ubicua en el circuito del Holocausto.
La tesis central del libro de Goldhagen no aporta nada nuevo al dogma establecido sobre el Holocausto: movido por un odio patológico, el pueblo alemán se lanzó sobre la oportunidad de asesinar a los judíos que le ofrecía Hitler. Incluso el destacado teórico del Holocausto Yehuda Bauer, profesor de la Universidad Hebrea y director del Yad Vashem, ha abrazado este dogma en algunas ocasiones. Reflexionando sobre la mentalidad de los perpetradores, Bauer escribió hace algunos años: «Los judíos fueron asesinados por personas que, en general, no los odiaban […]. Para asesinar a los judíos, los alemanes no necesitaban odiarlos». Sin embargo, en una reseña reciente sobre la obra de Goldhagen, Bauer sostenía exactamente lo contrario: «A partir de finales de los años treinta se impusieron las actitudes asesinas de signo más radical […]. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, una aplastante mayoría de alemanes se había identificado hasta tal punto con el régimen y con su política antisemita que reclutar a los asesinos fue sencillo». Cuando se le interrogó sobre esta incongruencia, Bauer respondió: «No me parece que haya ninguna contradicción entre ambas afirmaciones»[46].
Aunque presenta todo el aparato propio de un estudio académico, Hitler’s Willing Executioners es poco más que un compendio de actos sádicos de violencia. No es de extrañar que Goldhagen defendiera a capa y espada a Wilkomirski: Hitler’s Willing Executioners es Fragments con un añadido de notas a pie de página. Repleto de burdos errores interpretativos de los datos que presenta, así como de contradicciones internas, Hitler’s Willing Executioners carece de todo valor académico. En A Nation on Trial, Ruth Bettina Birn y el autor de estas líneas analizamos a fondo la chapucera obra de Goldhagen. La controversia que nuestra crítica desencadenó ilustra instructivamente los tejemanejes de la industria del Holocausto.
Birn, la autoridad mundial más prestigiosa en los archivos consultados por Goldhagen, publicó por primera vez sus conclusiones críticas en la Historical Journal de Cambridge. Después de rechazar la invitación que dicha revista le hizo para que refutara las críticas de Birn, Goldhagen recurrió a los servicios de un poderoso despacho de abogados londinense para demandar a Birn y a la Cambridge University Press por «numerosos y graves libelos». Los abogados de Goldhagen exigieron a Birn que se disculpara, se retractara y prometiera no repetir sus críticas, y a continuación le lanzaron la siguiente amenaza: «La utilización de esta carta para generar cualquier tipo de publicidad equivaldría a agravar aún más los perjuicios causados»[47].
Poco después de que las conclusiones críticas del autor de estas líneas se publicasen en la New Left Review, Metropolitan, una editorial de Henry Holt, decidió recopilar ambos ensayos y publicarlos en un solo volumen. En un artículo de primera página, Forward comunicó entonces que Metropolitan estaba «preparándose para sacar un libro de Norman Finkelstein, notorio oponente ideológico del Estado de Israel». Forward actúa en los Estados Unidos como principal defensor de lo «políticamente correcto» con respecto al Holocausto.
Alegando que «la descarada tendenciosidad y las audaces afirmaciones de Finkelstein […] están irreversiblemente contaminadas por su postura antisionista», Abraham Foxman, que dirige la LAD, apelaba a Holt para que renunciase a publicar el libro: «La cuestión […] no es si la tesis de Goldhagen es correcta o incorrecta, sino qué se puede considerar una “crítica legítima” y qué rebasa los límites». «Saber si la tesis de Goldhagen es correcta o incorrecta —le respondió la codirectora de Metropolitan, Sara Bershtel— es precisamente la cuestión».
Leon Wieseltier, editor literario de la publicación proisraelí The New Republic, se dirigió personalmente al presidente de la empresa de Holt, Michael Naumann. «No sabe usted cómo es Finkelstein. Es veneno puro, es uno de esos repugnantes judíos que se odian a sí mismos, un auténtico bicho». Tras declarar que la decisión de Holt era una vergüenza, Elan Steinberg, director ejecutivo del Congreso Judío Mundial, opinó: «Si quieren dedicarse a la recogida de basuras, deberían protegerse con uniformes especiales».
«Era la primera vez que experimentaba —rememoraría más adelante Naumann— un intento semejante, por parte de terceros interesados, de desprestigiar públicamente una obra a punto de ver la luz». El destacado historiador y periodista israelí Tom Segev observó en Haaretz que la campaña de desprestigio rayaba en «el terrorismo cultural».
En su calidad de historiadora jefe de la Sección de Crímenes de Guerra y Crímenes contra la Humanidad del Departamento de Justicia canadiense, Birn empezó a recibir ataques lanzados por las organizaciones judías canadienses. Alegando que yo era un «indeseable para la gran mayoría de los judíos del continente», el Congreso Judío Canadiense censuró la colaboración de Birn en el libro. Con objeto de presionarla laboralmente, el CJC presentó una denuncia al Departamento de Justicia. Dicha denuncia, sumada a un informe respaldado por el CJC en el que se decía que Birn pertenecía a «la raza perpetradora» (puesto que es alemana de nacimiento), desencadenó una investigación oficial sobre su persona.
Los ataques personales no cesaron con la publicación del libro. Goldhagen aseveró que Birn, que ha consagrado su vida a llevar ante la justicia a los criminales de guerra nazis, se dedicaba a alimentar el antisemitismo, y que yo era de la opinión de que las víctimas del nazismo, incluidos mis propios parientes, merecían la muerte[48]. Stanley Hoffmann y Charles Maier, colegas de Goldhagen del Centro de Estudios Europeos de Harvard, lo respaldaron públicamente[49].
The New Republic afirmó que las acusaciones de censura eran una «patraña» y sostuvo que «no es lo mismo censurar que defender los niveles de calidad». A Nation on Trial fue bien recibido por los principales historiadores del holocausto nazi, incluidos Raul Hilberg, Christopher Browning e Ian Kershaw. Estos mismos estudiosos rechazaron unánimemente la obra de Goldhagen; Hilberg consideró que no tenía «ningún valor». ¡Niveles de calidad!
Observemos, por último, la pauta que se establece: Wiesel y Gutman dieron su apoyo a Goldhagen; Wiesel respaldó a Kosinski; Gutman y Goldhagen apoyaron a Wilkomirski. Busquemos la relación que hay entre los participantes: así es la literatura del Holocausto.
Exageraciones aparte, nada demuestra que la corriente negacionista del Holocausto tenga más influencia en Estados Unidos de la que pueda tener la asociación de defensores de que la tierra es plana. Considerando la cantidad de disparates que produce diariamente la industria del Holocausto, lo extraño es que haya tan pocos escépticos. No es difícil descubrir los intereses a los que obedece la propagación de la idea de que quienes niegan la existencia del Holocausto son una legión. En una sociedad saturada de Holocausto, ¿cómo se podría justificar la aparición de más museos, libros, planes de estudios, películas y programas dedicados a él si no fuera invocando el fantasma de la negación del Holocausto? Así, por ejemplo, el Museo Conmemorativo del Holocausto de Washington abrió sus puertas a la vez que se publicaba el celebrado libro de Deborah Lipstadt, Denying the Holocaust[50], y también los resultados de una encuesta, ineptamente redactada, del CJA, según los cuales la negación del Holocausto es un fenómeno muy extendido[51].
Denying the Holocaust es una versión actualizada de los opúsculos sobre el «nuevo antisemitismo». Con objeto de documentar la negación generalizada del Holocausto, Lipstadt cita una serie de extravagantes publicaciones. Su pièce de résistance es Arthur Butz, un don nadie que da clases de ingeniería eléctrica en la Northwestern University y que ha publicado un libro titulado The Hoax of the Twentieth Century en una editorial desconocida. Lipstadt titula el capítulo dedicado a tal personaje así: «Adentrándonos en las principales corrientes de opinión». Si no fuera por Lipstadt y otros como ella, nadie habría llegado a tener noticia de la existencia de Arthur Butz.
Ahora bien, a Bernard Lewis sí puede considerársele un destacado representante de la corriente negacionista del Holocausto. Hasta el punto de que un tribunal francés le declaró culpable de negarse a aceptar que se había producido un genocidio. Mas el genocidio cuya existencia negaba Lewis era el de los armenios cometido por los turcos durante la Primera Guerra Mundial, y no el genocidio nazi de los judíos; además, Lewis es partidario del Estado de Israel[52]. Este tipo de negación del holocausto no despierta ninguna animosidad en los Estados Unidos. Turquía es aliada de Israel, y eso atenúa aún más cualquier cargo en su contra. Por lo tanto, mencionar el genocidio armenio es tabú. Elie Wiesel y el rabino Arthur Hertzberg, así como el CJA y el Yad Vashem, se retiraron de una conferencia internacional sobre el genocidio celebrada en Tel Aviv porque sus organizadores incluyeron en el programa sesiones sobre el caso armenio. Wiesel llegó incluso a tratar de boicotear la conferencia por su cuenta y riesgo y, según Yehuda Bauer, intentó convencer a otras personas para que no asistieran[53]. Actuando a instancias de Israel, el Consejo del Holocausto de EEUU eliminó prácticamente toda referencia a los armenios en el Museo Conmemorativo del Holocausto de Washington, y los grupos de presión judíos del Congreso impidieron que se celebrara una jornada en recuerdo del genocidio armenio[54].
Poner en tela de juicio el testimonio de un superviviente, denunciar el papel jugado por los colaboradores judíos, insinuar que los alemanes sufrieron durante el bombardeo de Dresde o que algún Estado que no fuera el alemán cometió crímenes durante la Segunda Guerra Mundial son, en opinión de Lipstadt, pruebas que demuestran la fuerza de la corriente negacionista del Holocausto[55]. E insinuar que Wiesel se ha beneficiado de la industria del Holocausto, o incluso ponerlo en entredicho, equivale a negar la existencia del Holocausto[56].
Las variantes más «insidiosas» de la negación del Holocausto, indica Lipstadt, son las «equivalencias morales»; es decir, la negación de la singularidad del Holocausto[57]. Las simplificaciones de este razonamiento no dejan de ser inquietantes. Daniel Goldhagen argumenta que los actos cometidos por los serbios en Kosovo «en esencia solo se diferencian de los de la Alemania nazi por sus dimensiones»[58]. Este comentario haría que, «en esencia», Goldhagen se sumara a las filas de quienes niegan el Holocausto. Es más: los comentaristas israelíes de todo el espectro político compararon los actos cometidos por los serbios en Kosovo con los ataques dirigidos por los israelíes contra los palestinos en 1948[59]. Así pues, de acuerdo con la lógica de Lipstadt, Israel cometió un Holocausto. Ni siquiera los palestinos mantienen esa acusación.
No toda la literatura revisionista carece de valor, aun cuando la ideología o los motivos de quienes la practican sean denigrantes. Lipstadt acusa a David Irving de ser «uno de los portavoces más peligrosos del negacionismo del Holocausto» (por esta y otras afirmaciones, Lipstadt ha perdido recientemente en Inglaterra un juicio entablado contra ella por difamación). Ahora bien, Irving, notorio admirador de Hitler y simpatizante del nacionalsocialismo alemán, ha hecho, no obstante, tal como señala Gordon Craig, una contribución «indispensable» a nuestro conocimiento de la Segunda Guerra Mundial. Tanto Arno Mayer, en su importante estudio sobre el holocausto nazi, como Raul Hilberg citan publicaciones donde se niega la existencia del Holocausto. «Si estas personas quieren hablar, dejémosles que hablen —observa Hilberg—. Es un acicate para aquellos que investigamos con objeto de analizar de nuevo lo que podríamos haber dado por sentado. Y eso nos resulta útil»[60].
* * *
El Día Conmemorativo del Holocausto, que se celebra todos los años, es un acontecimiento nacional. Los cincuenta estados patrocinan actos conmemorativos, cuya planificación se hace a menudo en las cámaras legislativas estatales. La Asociación de Organizaciones del Holocausto cuenta con más de cien miembros en los Estados Unidos. Siete grandes museos del Holocausto salpican la geografía estadounidense. La pieza clave de esta actividad rememorativa es el Museo Conmemorativo del Holocausto de Estados Unidos, ubicado en Washington.
Lo primero que debemos preguntarnos es por qué tenemos un museo del Holocausto, creado por iniciativa federal y financiado públicamente, en el centro neurálgico de la nación. Su presencia en el Washington Mall resulta particularmente incongruente, dado que allí no existe ningún museo que conmemore los crímenes cometidos a lo largo de la historia estadounidense. Imaginemos las lamentaciones y acusaciones que aquí se entonarían si Alemania construyese un museo nacional en Berlín para conmemorar no el genocidio nazi, sino la esclavitud estadounidense o el exterminio de los nativos de América del Norte[61].
«El museo pretende por todos los medios evitar cualquier intento de adoctrinamiento —escribió el proyectista del museo del Holocausto—, toda manipulación de las impresiones y las emociones», y, sin embargo, el museo se vio inmerso en la política desde su concepción hasta su culminación[62]. En vísperas de una campaña de reelección, Jimmy Carter puso en marcha el proyecto con el objetivo de aplacar a los contribuyentes y votantes judíos, exasperados porque el presidente hubiese reconocido los «derechos legítimos» de los palestinos. El presidente de la Conferencia de Presidentes de las Grandes Organizaciones Judías Estadounidenses, el rabino Alexander Schindler, estimó que el reconocimiento de los derechos humanos de los palestinos por parte de Carter era una iniciativa «escandalosa». Carter anunció el proyecto del museo mientras el primer ministro Menachem Begin estaba en visita oficial en Washington y a la vez que en el Congreso se libraba una encarnizada batalla sobre la propuesta de la Administración de vender armas a Arabia Saudí. En el propio museo afloran otras cuestiones políticas. Con objeto de no ofender a un poderoso grupo de votantes, el museo pasa por alto los orígenes cristianos del antisemitismo europeo. Resta importancia a las discriminatorias cuotas de inmigración que se aplicaban en EEUU antes de la guerra, exagera el papel desempeñado por los estadounidenses en la liberación de los campos de concentración y silencia por completo el nutrido reclutamiento de criminales de guerra nazis que EEUU llevó a cabo cuando terminó la guerra. El mensaje básico que el museo transmite es que «nosotros» no podríamos haber concebido, y mucho menos cometido, actos tan malvados. El Holocausto «va en contra del carácter estadounidense», observa Michael Berenbaum en la guía del museo. «En su perpetración, vemos una violación de todos los valores estadounidenses esenciales». Al concluir su exposición permanente con escenas de supervivientes judíos esforzándose por entrar en Palestina, el museo difunde la consigna sionista según la cual Israel era la «respuesta adecuada al nazismo»[63].
La politización comienza aun antes de que se traspase el umbral del museo. El edificio está ubicado en la Plaza de Raoul Wallenberg, un diplomático sueco a quien se rinden honores porque rescató a millares de judíos y al final fue a parar a una cárcel soviética. Pero al conde Folke Bernadotte, compatriota de Wallenberg, no se le recuerda porque, aunque también él rescató a millares de judíos, el exprimer ministro israelí Isaac Shamir ordenó que se le asesinara por ser «pro-árabe»[64].
El punto crítico de la orientación política del museo del Holocausto radica en quiénes son los conmemorados. ¿Fueron los judíos las únicas víctimas del Holocausto?, ¿o cuentan también como víctimas otros que perecieron en la persecución nazi?[65]. Durante las diversas fases de planificación del museo, Elie Wiesel (junto con Yehuda Bauer, del Yad Vashem) lideró la ofensiva en pro de conmemorar exclusivamente a los judíos. Wiesel, considerado como el «experto indiscutible en el periodo del Holocausto», batalló tenazmente para que se tuviera en cuenta la preeminencia de los padecimientos judíos. «Como siempre, comenzaron por los judíos —salmodiaba en su línea característica—. Como siempre, no se contentaron con los judíos»[66]. Y, sin embargo, la realidad es que las primeras víctimas políticas del nazismo no fueron los judíos, sino los comunistas, y las primeras víctimas del genocidio nazi tampoco fueron los judíos, sino los discapacitados[67].
Justificar la exclusión del genocidio gitano fue el mayor reto que hubo de afrontar el museo del Holocausto. Los nazis asesinaron sistemáticamente ni más ni menos que a medio millón de gitanos, con lo que las pérdidas proporcionales son aproximadamente equivalentes a las del genocidio judío[68]. Yehuda Bauer y otros escritores del Holocausto sostenían que los gitanos no cayeron víctimas de la misma masacre genocida que los judíos. Por otra parte, respetados historiadores del holocausto, como Henry Friedländer y Raul Hilberg, han argumentado lo contrario[69].
Los motivos ocultos que explican que el museo marginara el genocidio gitano son muy diversos. En primer lugar: la pérdida de una vida gitana y de una vida judía eran sencillamente incomparables. A la vez que calificaba de «quijotada» la pretensión de que en el Consejo Conmemorativo del Holocausto de EEUU se incluyera una representación gitana, su director ejecutivo, el rabino Seymour Siegel, ponía en duda que los gitanos «existieran» en cuanto pueblo: «Debería otorgarse algún tipo de reconocimiento al pueblo gitano… si es que tal cosa existe». Luego reconocía, no obstante, que para ellos «hubo un factor de sufrimiento bajo el dominio nazi». Edward Linenthal rememora la «profunda desconfianza» que los representantes gitanos sentían hacia el Consejo, desconfianza «alimentada por la clara evidencia de que algunos miembros del Consejo encaraban la participación gitana en el museo igual que una familia se enfrenta a unos parientes inoportunos y embarazosos»[70].
En segundo lugar, reconocer el genocidio gitano supondría que los judíos perderían sus derechos exclusivos sobre el Holocausto, con la consiguiente pérdida de «capital moral». En tercer lugar, si los nazis habían perseguido por igual a gitanos y a judíos, el dogma de que el Holocausto señalaba el clímax de un milenio de odio gentil contra los judíos dejaría de ser defendible. Asimismo, si la envidia gentil espoleó el genocidio judío, ¿fue también la envidia la que provocó el genocidio gitano? En la exposición permanente del museo, las víctimas no judías del nazismo reciben una atención meramente simbólica[71].
Por último, la trayectoria política del museo del Holocausto también ha sufrido la influencia del conflicto entre israelíes y palestinos. Antes de ser director del museo, Walter Reich escribió un panegírico sobre la fraudulenta obra de Joan Peters From Time Immemorial, donde se asegura que Palestina estaba literalmente desierta antes de la colonización sionista[72]. Presionado por el Departamento de Estado, Reich se vio forzado a dimitir después de negarse a invitar a Yasser Arafat, convertido en condescendiente aliado estadounidense, a visitar el museo. Al teólogo del Holocausto John Roth se le ofreció el cargo de subdirector y posteriormente se le obligó a presentar la dimisión debido a las críticas que había emitido contra Israel en otros tiempos. Al rechazar un libro al que el museo había dado en un principio su visto bueno y explicar el cambio de opinión en razón de que incluía un capítulo escrito por Benny Morris, destacado historiador israelí crítico con Israel, Miles Lerman, presidente del museo, reconoció: «Sería inconcebible colocar al museo en el bando opuesto a Israel»[73].
Después de los terribles ataques lanzados por Israel contra el Líbano en 1996, que culminaron con la masacre de más de un centenar de civiles en Qana, el columnista de Haaretz Ari Shavit comentaba que Israel había podido actuar con impunidad porque tienen «la Liga Anti-Difamación […] y el Yad Vashem y el museo del Holocausto»[74].