Hace unos años, en un memorable debate, Gore Vidal acusó a Norman Podhoretz, a la sazón editor de la publicación Commentary, del Comité Judío Americano, de ser antiestadounidense[1]. Las pruebas que aportaba en contra de él eran que Podhoretz concedía menor importancia a la guerra de secesión —«el único gran acontecimiento trágico que continúa dando resonancia a nuestra República»— que a los problemas judíos. Y, sin embargo, tal vez Podhoretz fuera más genuinamente estadounidense que su acusador. Pues, en aquel entonces, la «guerra contra los judíos» ocupaba un lugar más destacado en la vida cultural de los Estados Unidos que la «guerra entre los Estados». Muchos profesores universitarios podrán dar testimonio de que abundan mucho más los estudiantes que ubican el holocausto nazi en el siglo correcto y citan el saldo de víctimas que dejó que quienes hacen lo propio con respecto a la guerra de secesión. Las encuestas demuestran que el porcentaje de estadounidenses que identifican el Holocausto es mucho mayor que el correspondiente a quienes identifican Pearl Harbor o el bombardeo atómico del Japón.
Ahora bien, hasta hace poco, el holocausto nazi apenas si ocupaba un lugar en la vida estadounidense. En el periodo que medió entre la conclusión de la Segunda Guerra Mundial y el final de la década de los sesenta, tan solo un puñado de libros y películas abordaron este tema. En todo Estados Unidos se ofrecía un único curso universitario sobre el holocausto[2]. Cuando, en 1963, Hannah Arendt publicó Eichmann in Jerusalem, solo encontró dos estudios académicos en lengua inglesa en los que apoyarse: The Final Solution, de Gerald Reitlinger, y The Destruction of the European Jews, de Raul Hilberg[3]. Y esta obra maestra de Hilberg llegó a ver la luz con grandes dificultades. El teórico social judeo-alemán Franz Neumann, que fue su director de tesis en la Universidad de Columbia, trató de disuadirle por todos los medios de que investigase ese asunto («Será enterrarte en vida».), y ninguna universidad o editor bien establecido estuvieron dispuestos a tocar el manuscrito. Cuando al fin se publicó, The Destruction of the European Jews recabó muy escasa atención, y la mayoría de las reseñas fueron críticas[4].
El hábito de prestar escasa atención al holocausto nazi no era exclusivo de los estadounidenses en general, ya que también lo compartían los judíos estadounidenses, incluidos los intelectuales. En una bien fundada investigación llevada a cabo en 1957, el sociólogo Nathan Glazer concluía que la solución final nazi «tuvo unos efectos asombrosamente leves en la vida interna de la comunidad judía estadounidense» (tan leves como los de Israel). En un simposio organizado por Commentary en 1961 sobre «La condición judía y los jóvenes intelectuales», solo dos de los 31 ponentes hicieron hincapié en las consecuencias del Holocausto. Del mismo modo, en una mesa redonda sobre «La afirmación de mi ser judío» convocada por el periódico Judaism, en la que participaron veintiún judíos estadounidenses practicantes, ni siquiera se aludió al tema[5]. Ni monumentos ni homenajes rememoraban en los Estados Unidos el holocausto nazi. Muy al contrario, las grandes organizaciones judías se opusieron a que se conmemorase ese acontecimiento. Y hay que preguntarse por qué.
La explicación que suele aducirse es que los judíos estaban traumatizados por el holocausto nazi y reprimían su recuerdo. Mas lo cierto es que no hay pruebas que respalden esta conclusión. Sin duda, algunos de los supervivientes no querían entonces, ni quieren hoy, hablar de lo sucedido. Ahora bien, otros muchos tenían un vivísimo deseo de comentarlo y, cuando se les presentaba la ocasión de hacerlo, no había quién les hiciese callar[6]. El problema era que los estadounidenses no querían escucharles.
Los verdaderos motivos del silencio público con respecto al exterminio nazi fueron la política conformista de los líderes judíos estadounidenses y el clima político de los Estados Unidos de posguerra. Las elites judías de Estados Unidos[7] se atuvieron estrictamente a la política oficial de EEUU. Con tal proceder facilitaban su tradicional objetivo de promover la asimilación y el acceso al poder. Al iniciarse la guerra fría, las grandes organizaciones judías se lanzaron al combate. Las elites judeo-estadounidenses «olvidaron» el holocausto nazi porque Alemania —República Federal Alemana a partir de 1949— se convirtió en un aliado clave de Estados Unidos en la confrontación de posguerra contra la Unión Soviética. Remover el pasado no cumplía ningún objetivo práctico; de hecho, solo valía para complicar la situación.
Con escasas reservas (que no tardaron en descartarse), las principales organizaciones judías de EEUU se apresuraron a expresar su conformidad con el apoyo prestado por los Estados Unidos a una Alemania donde, tras una superficial depuración del nazismo, se reiniciaba el rearme. El Comité Judío Americano (CJA), temeroso de que «cualquier tipo de oposición organizada de los judíos estadounidenses a la política internacional y el enfoque estratégico nuevos pudiera aislarlos ante la mayoría no judía y poner en peligro los avances logrados en la escena nacional durante la posguerra», fue el primero en cantar las alabanzas de la nueva alineación de fuerzas. El prosionista Congreso Judío Mundial (CJM) y su filial estadounidense renunciaron a ejercer cualquier oposición una vez suscritos los acuerdos de indemnización con Alemania a comienzos de los años cincuenta, en tanto que la Liga Anti-Difamación (LAD) fue la primera de las grandes organizaciones judías que envió una delegación oficial a Alemania (1954). Todas estas organizaciones colaboraron con el gobierno de Bonn para contener la «oleada antialemana» que agitaba el sentir popular judío[8].
Aún había otra razón que daba cuenta de que la solución final era un asunto tabú para las elites judeo-estadounidenses: que era uno de los temas favoritos de los judíos izquierdistas, que se oponían a la alineación de posguerra con Alemania y en contra de la Unión Soviética. Así pues, el afán de recordar el holocausto nazi se tildó de causa comunista. Amordazadas por el estereotipo que asociaba a los judíos con la izquierda —de hecho, los votos judíos sumaron un tercio de los conseguidos en 1948 por el candidato presidencial progresista Henry Wallace—, las elites judeo-estadounidenses no vacilaron a la hora de sacrificar a compañeros judíos en el altar del anticomunismo. El CJA y la LAD colaboraron activamente en la caza de brujas de la era de McCarthy ofreciendo a los organismos gubernamentales sus archivos sobre los presuntos elementos subversivos judíos. El CJA dio el visto bueno a la condena a muerte de los Rosenberg, en tanto que su publicación mensual, Commentary, argumentaba en un editorial que no eran verdaderos judíos.
Temerosas de que se las relacionara con la izquierda política extranjera o del país, las principales organizaciones judías se opusieron a la cooperación con los socialdemócratas alemanes antinazis, así como al boicot a los productos alemanes y a las manifestaciones contra los antiguos nazis de viaje por Estados Unidos. Por otro lado, los disidentes alemanes de renombre que visitaban el país, como el pastor protestante Martin Niemöller, quien, tras ocho años pasados en campos de concentración nazis, adoptó postura en contra de la cruzada anticomunista, eran escarnecidos por los líderes judeo-estadounidenses. Deseosas de dar lustre a sus credenciales anticomunistas, las elites judías llegaron incluso a respaldar económicamente y a alistarse en organizaciones de extrema derecha como la Conferencia Panamericana para Combatir el Comunismo, y hacían la vista gorda cuando los veteranos de las SS nacionalsocialistas entraban en los Estados Unidos[9].
Siempre anhelando congraciarse con las elites dominantes de EEUU y distanciarse de la izquierda judía, la comunidad judía estadounidense organizada sí hacía referencia al holocausto nazi en un contexto determinado: cuando se trataba de denunciar a la URSS. «La política soviética [antijudía] crea nuevas y nada desdeñables oportunidades —señalaba con optimismo un memorándum interno del CJA citado por Novick— de reforzar determinados aspectos del programa interior del CJA». Lo que, como ya era habitual, significaba meter en el mismo saco la solución final nazi y el antisemitismo ruso. «Stalin vencerá donde Hitler fracasó —auguraba siniestramente Commentary—. Acabará por eliminar a los judíos de Europa Central y del Este […]. El paralelismo con la política de exterminio nazi es casi absoluto». Las principales organizaciones judías de EEUU denunciaron en 1956 la invasión soviética de Hungría porque laconsideraban «el primer paso en el camino hacia un Auschwitz ruso»[10].
* * *
La guerra árabe-israelí de junio de 1967 modificó radicalmente el panorama. Todas las fuentes coinciden en señalar que el Holocausto no se incorporó a la vida judía estadounidense hasta después de este conflicto[11]. La explicación que suele darse a este cambio es que la vulnerabilidad y el aislamiento extremos de Israel durante la guerra de los Seis Días reavivaron el recuerdo del exterminio nazi. Mas lo cierto es que este análisis falsea tanto la realidad del equilibrio de poderes existente a la sazón en Oriente Medio, como la manera en que evolucionó la relación entre las elites judeo-estadounidenses e Israel.
En los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, las principales organizaciones judías de EEUU restaron importancia al holocausto nazi con objeto de adaptarse a las prioridades señaladas para la guerra fría por el gobierno estadounidense, y también su actitud hacia Israel estuvo a tono con la política de EEUU. Las elites judías de EEUU albergaban desde tiempo atrás profundos recelos con respecto a la existencia de un Estado judío. Esto se debía, por encima de todo, al miedo a que dicho Estado prestara credibilidad a la acusación que se les hacía de mantener una «doble lealtad». Estas inquietudes fueron cobrando mayor peso a medida que se intensificaba la guerra fría. Ya antes de que se fundara el Estado de Israel, los líderes judeo-estadounidenses dieron voz a la preocupación de que los dirigentes, mayoritariamente izquierdistas y originarios de Europa del Este, que regirían los destinos de Israel sumaran fuerzas con el bando soviético. Las organizaciones judías de EEUU acabaron por apoyar la campaña en pro de la creación de un Estado judío dirigida por el sionismo, pero no dejaron de prestar atención a las señales emitidas desde Washington para amoldarse a ellas. De hecho, el CJA respaldó la fundación de Israel movido sobre todo por el miedo a que sobreviniera un movimiento de reacción en contra de los judíos estadounidenses si los judíos apátridas que había en Europa no lograban establecerse definitivamente en un plazo breve[12]. Israel se alineó con Occidente poco después de empezar a existir como Estado, pero muchos israelíes, con cargos políticos o sin ellos, conservaron una gran estima por la Unión Soviética; y, como era de prever, los líderes judeo-estadounidenses marcaron sus distancias con respecto a Israel.
Desde su fundación, en 1948, hasta la guerra de junio de 1967, Israel no fue un interés prioritario en la planificación estratégica de Estados Unidos. Mientras los líderes judíos de Palestina se preparaban para la proclamación del Estado, el presidente Truman vacilaba al sopesar los intereses de su política interior (el voto judío) y las inquietudes del Departamento de Estado (el respaldo a un Estado judío distanciaría a EEUU del mundo árabe). Alentada por el propósito de asegurar los intereses estadounidenses en Oriente Medio, la Administración Eisenhower trató de equilibrar el apoyo a Israel y a los países árabes, aunque favoreciendo a estos últimos.
Una serie de conflictos intermitentes entre Israel y Estados Unidos en torno a diversas cuestiones políticas culminó con la crisis de Suez de 1956, cuando Israel, en connivencia con Gran Bretaña y Francia, atacó al dirigente nacionalista de Egipto, Gamal Abdel Nasser. Aunque la meteórica victoria de Israel y la conquista de la península del Sinaí pusieron de manifiesto ante el mundo su gran potencial estratégico, para los Estados Unidos continuó siendo tan solo uno más de los países que le interesaban en la región. Por consiguiente, el presidente Eisenhower forzó a Israel a hacer una retirada absoluta y prácticamente incondicional del Sinaí. Durante la crisis, los líderes judeo-estadounidenses respaldaron brevemente los esfuerzos israelíes por arrancar concesiones a Estados Unidos, pero a la hora de la verdad, como señala Arthur Hertzberg, «prefirieron aconsejar a Israel que se aviniera [a las pretensiones de Eisenhower] en lugar de oponerse a los deseos del dirigente de los Estados Unidos»[13].
Poco después de su proclamación como Estado, Israel prácticamente dejó de suscitar la atención de la comunidad judía estadounidense, salvo como ocasional objeto de ayudas benéficas. Israel no era importante para los judíos de Estados Unidos. En su investigación de 1957, Nathan Glazer concluía que Israel tenía «un efecto asombrosamente leve en la vida interna de la comunidad judía estadounidense»[14]. Los afiliados a la Organización Sionista de América pasaron de ser centenares de miles en 1948 a ser solo decenas de miles en los años sesenta. Antes de junio de 1967, solo uno de cada veinte judíos estadounidenses se molestó en visitar Israel. El ya de por sí considerable apoyo judío a Eisenhower se hizo aún mayor en su reelección de 1956, que tuvo lugar inmediatamente después de que forzara la humillante retirada israelí del Sinaí. A comienzos de la década de 1960, Israel hubo de soportar un varapalo de algunas secciones de la elite de la opinión judía con respecto al secuestro de Eichmann; entre las voces críticas figuraron Joseph Proskauer, expresidente del CJA, el historiador de Harvard Oscar Handlin y el Washington Post, rotativo que estaba en manos judías. «El secuestro de Eichmann —opinaba Erich Fromm— es un acto ilegal del mismo tipo que aquellos de los que son culpables los nazis»[15].
Los intelectuales judeo-estadounidenses de todo el espectro político demostraron una notoria indiferencia por el destino de Israel. En exhaustivos estudios sobre la escena intelectual judía neoyorquina de tendencia liberal-izquierdista durante los años sesenta apenas si se menciona a Israel[16]. Justo antes de que estallara la guerra de junio, el CJA patrocinó un simposio sobre «La identidad judía aquí y ahora». Solo tres de los 31 «mejores cerebros de la comunidad judía» aludieron a Israel; y dos de ellos lo hicieron con objeto de negarle toda importancia[17]. Una paradoja reveladora: Hannah Arendt y Noam Chomsky fueron prácticamente los dos únicos intelectuales judíos de renombre que forjaron un vínculo con Israel antes de junio de 1967[18].
Luego estalló la guerra de junio. Impresionados por la apabullante demostración de fuerza de Israel, los Estados Unidos decidieron incorporarla como valor estratégico. (Estados Unidos había iniciado una cauta aproximación a Israel desde antes de la guerra de junio, cuando, a mediados de los sesenta, los regímenes egipcio y sirio empezaron a trazarse un curso cada vez más independiente.) Sobre Israel comenzó a volcarse todo tipo de ayuda militar y económica, a la vez que se iba convirtiendo en delegada del poder estadounidense en Oriente Medio.
La subordinación de Israel al poderío estadounidense fue un regalo caído del cielo para las elites judías de EEUU. El sionismo había surgido de la premisa de que pensar en la asimilación era levantar castillos en el aire, y de que los judíos siempre serían percibidos como extranjeros potencialmente desleales. Para resolver este dilema, los sionistas aspiraban a crear una patria judía. Sin embargo, la proclamación del Estado de Israel vino a exacerbar el problema, al menos para los judíos de la diáspora, pues dio expresión institucional a la acusación de la doble lealtad. Paradójicamente, a partir de junio de 1967, Israel facilitó la asimilación en Estados Unidos: desde entonces, los judíos pasaron a formar parte de la vanguardia defensiva de EEUU —e incluso de la «civilización Occidental»— en contra de las retrógradas hordas árabes. Así como antes de 1967 hablar de Israel era invocar al fantasma de la doble lealtad, después de la guerra de los Seis Días, Israel pasó a significar lealtad máxima. A fin de cuentas, eran los israelíes, y no los estadounidenses, quienes combatían y morían para proteger los intereses de EEUU. Y, a diferencia de los reclutas de la guerra de Vietnam, los combatientes israelíes no fueron humillados por advenedizos tercermundistas[19].
Por todo esto, las elites judeo-estadounidenses descubrieron repentinamente a Israel. Después de la guerra de los Seis Días, ya se podía celebrar la pujanza militar de Israel, pues sus armas apuntaban en la dirección correcta, es decir, en contra de los enemigos de EEUU. Tal vez, la destreza marcial israelí podría incluso facilitar el acceso a los sanctasanctora del poderío estadounidense. Hasta entonces, la única baza de las elites judías había sido ofrecer listas de judíos subversivos; ahora podían presentarse como el interlocutor natural del valor estratégico más recientemente adquirido por Estados Unidos. Quienes fueran actores de segunda fila habían saltado a la letra grande de las carteleras del drama de la guerra fría. Así pues, Israel se convirtió en un valor estratégico no solo para Estados Unidos, sino también para la comunidad judía estadounidense.
En unas memorias publicadas justo antes de la guerra de los Seis Días, Norman Podhoretz rememoraba frívolamente su asistencia a una cena oficial en la Casa Blanca donde «no había una sola persona que no estuviera visible y absolutamente loca de contenta por estar allí»[20]. En esas memorias tan solo hay una fugaz alusión a Israel, pese a que Podhoretz ya era el director de la publicación judeo-americana de mayor prestigio, Commentary. ¿Qué podía ofrecer Israel a un ambicioso judío estadounidense? En unas memorias posteriores, Podhoretz comenta que, tras la guerra de los Seis Días, Israel devino en «la religión de los judíos estadounidenses»[21]. Convertido en ilustre adalid de Israel, Podhoretz ya no solo podía alardear de haber asistido a una cena en la Casa Blanca, sino también de haber tenido un tête-à-tête con el presidente para deliberar sobre los Intereses de la Nación.
A partir de la guerra de los Seis Días, las principales organizaciones judías de EEUU se consagraron en cuerpo y alma a consolidar la alianza estadounidense-israelí. Para la LAD esto supuso poner en marcha una amplia operación de vigilancia interna vinculada a los Servicios de Inteligencia de Israel y de Sudáfrica[22]. El espacio informativo concedido a Israel en The New York Times aumentó espectacularmente a partir de junio de 1967. En el índice de este periódico se ve que en 1955 y 1965 los asuntos israelíes ocuparon columnas de 60 pulgadas. En 1975, ese espacio había aumentado a 260 pulgadas. «Cuando quiero sentirme mejor —reflexionaba Wiesel en 1973—, leo las noticias sobre Israel en The New York Times»[23]. Al igual que Podhoretz, muchos intelectuales judeo-estadounidenses destacados se «convirtieron» súbitamente tras la guerra de los Seis Días. Novick nos indica que Lucy Dawidowicz, decana de literatura sobre el Holocausto, fue en su día «una mordaz crítica de Israel». En 1953, Dawidowicz denostaba a Israel diciendo que no podía exigir una indemnización a Alemania a la vez que evadía toda responsabilidad con respecto a los palestinos desplazados: «La moralidad no puede ser tan flexible». Sin embargo, inmediatamente después de la guerra de los Seis Días, Dawidowicz se convirtió en «ferviente defensora de Israel» y aclamó su existencia como «paradigma colectivo de la imagen ideal del judío en el mundo moderno»[24].
La postura que tendían a adoptar los sionistas renacidos después de 1967 era contraponer tácitamente su explícito apoyo a una Israel presuntamente acosada a la cobardía demostrada por la comunidad judía estadounidense durante el Holocausto. En realidad, con esa postura no hacían sino repetir el comportamiento que siempre habían tenido las elites judías de EEUU: marchar al paso que les marcaban los dirigentes estadounidenses. Los estamentos cultos mostraron una particular afición a adoptar poses heroicas. Pensemos en el célebre crítico social Irving Howe, de ideología liberal izquierdista. En 1956, la revista Dissent, dirigida por Howe, condenaba el «ataque conjunto a Egipto» por considerarlo «inmoral». Y, aunque lo cierto era que Israel estaba aislada, también se la censuraba por su «chovinismo cultural», su «concepción casi mesiánica de un destino manifiesto» y su «expansionismo encubierto»[25]. Después del conflicto bélico de junio de 1973, momento en que el apoyo estadounidense a Israel alcanzó su punto álgido, Howe publicó un manifiesto personal, «cargado de intensa inquietud», en defensa de la aislada Israel. El mundo gentil, como se lamentaba Howe haciendo una parodia al estilo de Woody Allen, estaba a merced del antisemitismo. Y se quejaba de que Israel había dejado de considerarse «chic» incluso en el alto Manhattan; todos, salvo él, habían sido supuestamente esclavizados por Mao, Fanon y Guevara[26].
Israel era el gran valor estratégico de EEUU, pero también suscitaba críticas. Su negativa a negociar los asentamientos territoriales con los árabes, de acuerdo con las resoluciones adoptadas por la ONU, y su truculento apoyo a las ambiciones imperialistas estadounidenses habían generado una censura internacional creciente[27], y, además, Israel debía soportar las críticas de los disidentes estadounidenses. En los círculos gobernantes de EEUU, los llamados «arabistas» sostenían que apostarlo todo por Israel y volver la espalda a las elites árabes iba en contra de los intereses nacionales estadounidenses.
Había quien argumentaba que la subordinación de Israel al gobierno estadounidense y la ocupación de los Estados árabes vecinos no solo eran negativas en sí mismas, sino también perjudiciales para sus propios intereses. Israel se militarizaría cada vez más y aumentaría gradualmente su distanciamiento del mundo árabe. Para los nuevos «defensores» judeo-estadounidenses de Israel, estos argumentos rayaban en la herejía: una Israel independiente en paz con sus vecinos no tendría ningún valor; y una Israel alineada con las corrientes del mundo árabe que pugnaban por la independencia con respecto a Estados Unidos sería un desastre. Solo les parecía interesante una Esparta israelí en deuda con sus benefactores estadounidenses, pues solo esa modalidad permitía a los líderes judíos de EEUU actuar como portavoces de las ambiciones imperialistas estadounidenses. Noam Chomsky ha sugerido que a estos «defensores de Israel» sería más adecuado llamarlos «defensores de la degeneración moral y la destrucción definitiva de Israel»[28].
Las elites judeo-estadounidenses «recordaron» el Holocausto con objeto de proteger el nuevo valor estratégico de Israel[29]. Convencionalmente, suele decirse que obraron así porque, en la época de la guerra de los Seis Días, creían que Israel se encontraba en peligro mortal y tenían muchísimo miedo a que se produjera un «segundo Holocausto». Pero basta analizar mínimamente esta explicación para desmontarla.
Pensemos en la primera guerra árabe-israelí. Corría el año 1948 y la amenaza que se cernía entonces sobre los judíos palestinos, en vísperas de su independencia, parecía mucho más ominosa. David Ben Gurion declaró que «700.000» judíos debían «medir sus fuerzas con 27 millones de árabes, uno contra cuarenta». Estados Unidos se sumó al embargo armamentístico al que la ONU decidió someter a la región, y consolidó la clara ventaja de la que disfrutaban los ejércitos árabes en ese terreno. El miedo a otra solución final nazi obsesionaba a la comunidad judía de EEUU. El CJA deploraba que los Estados árabes estuvieran «armando al secuaz de Hitler, el Muftí, a la vez que Estados Unidos obligaba a que se cumpliera el embargo de armamento» y preveía un «suicidio en masa y un holocausto absoluto en Palestina». Incluso George Marshall, a la sazón Secretario de Estado, y la CIA predijeron explícitamente que Israel sería con toda certeza derrotada en caso de que se produjera una guerra[30]. Aunque, «de hecho, venció el bando más poderoso» (en palabras del historiador Benny Morris), para Israel no fue un desfile triunfal. Durante los primeros meses del conflicto, a principios de 1948, y, sobre todo, cuando se declaró la independencia, en mayo, el jefe de operaciones de la Haganá, Yigael Yadin, estimaba que las posibilidades de supervivencia de Israel eran de un «cincuenta por ciento». Si no hubiera sido por un pacto secreto para recibir armas de los checos, Israel probablemente no habría sobrevivido[31]. Transcurrido un año, la guerra dejó un saldo de 6.000 israelíes muertos, un uno por ciento de la población. ¿Por qué, entonces, el Holocausto no se convirtió en foco de la vida judeo-estadounidense después de la guerra de 1948?
En 1967, Israel demostró rápidamente que ya era mucho menos vulnerable que durante su guerra de independencia. Los dirigentes israelíes y estadounidenses sabían de antemano que Israel lograría imponerse con facilidad en un conflicto armado con los Estados árabes. Lo cual se hizo patente cuando, en pocos días, Israel puso en desbandada a sus vecinos árabes. Tal como dice Novick, «durante la movilización de los judíos estadounidenses para apoyar a Israel antes de la guerra, las referencias al Holocausto fueron sorprendentemente escasas»[32]. La industria del Holocausto brotó después de la apabullante exhibición del predominio militar de Israel y floreció en una época de extremo triunfalismo israelí[33]. El marco interpretativo convencional no sirve para dar cuenta de estas anomalías.
Las explicaciones al uso sostienen que los terribles reveses iniciales sufridos por Israel en la guerra árabe-israelí de octubre de 1973, el gran número de víctimas que esta dejó y el creciente aislamiento internacional de Israel en la posguerra exacerbaron los miedos que la vulnerabilidad israelí inspiraba a los judíos estadounidenses. En consecuencia, el recuerdo del Holocausto pasó a un primer plano. En esta línea argumentativa, Novick afirma: «Los judíos estadounidenses […] empezaron a considerar que la situación de una Israel vulnerable y aislada era terroríficamente similar a la de la comunidad judía europea treinta años atrás […]. Los comentarios sobre el Holocausto «despegaron» en EEUU y, no solo eso, se fueron institucionalizando»[34]. Y, sin embargo, Israel se había aproximado mucho más al precipicio y había tenido más víctimas de guerra, en términos tanto relativos como absolutos, en el conflicto de 1948 que en el de 1973.
Cierto es que, con la salvedad de su alianza con EEUU, Israel cayó en desgracia internacionalmente después de la guerra de octubre de 1973. Ahora bien, comparemos la situación con la que se produjo a raíz de la guerra del Canal de Suez. Israel y la comunidad judeo-estadounidense organizada alegaban que, en vísperas de la invasión del Sinaí, Egipto amenazaba la existencia misma de Israel y que una retirada completa del Sinaí socavaría fatalmente «los intereses vitales de Israel: su supervivencia como Estado»[35]. A pesar de todo, la comunidad internacional se mantuvo firme. Al recordar su brillante actuación ante la Asamblea General de la ONU, Abba Eban se lamentaba, no obstante, de que, «después de aclamar el discurso con un prolongado y vigoroso aplauso, la Asamblea pasó a votar en contra de nosotros por una aplastante mayoría»[36]. Los Estados Unidos figuraron destacadamente en ese consenso. Eisenhower forzó la retirada israelí y, además, el apoyo público a Israel sufrió un «alarmante bajón» en EEUU (en palabras del historiador Peter Grose)[37]. Por el contrario, justo después de la guerra de 1973, Estados Unidos proporcionó a Israel una ayuda militar enorme, mucho mayor que toda la que le había prestado durante los cuatro años previos, y la opinión pública estadounidense tomó firme partido en favor de Israel[38]. Y fue en estas circunstancias cuando «los comentarios sobre el Holocausto “despegaron” en Estados Unidos», en un momento en que Israel estaba menos aislada de lo que lo había estado en 1956.
De hecho, la industria del Holocausto no pasó a desempeñar un papel estelar porque los inesperados reveses de Israel en el conflicto bélico de octubre de 1973, y la posición desventajosa en que quedara después, despertaran el recuerdo de la solución final. Más bien, habría que decir que el impresionante despliegue militar de Sadat en la guerra de octubre convenció a las elites políticas de EEUU y de Israel de que no se podía seguir eludiendo un acuerdo diplomático con Egipto que incluyera la devolución de los territorios egipcios arrebatados en junio de 1967. Así pues, la industria del Holocausto redobló su actividad productiva con objeto de aumentar la fuerza negociadora de Israel. El hecho crucial es que Israel no quedó aislada de los Estados Unidos después de la guerra de 1973: todos estos sucesos se desarrollaron en el marco de la alianza estadounidense-israelí, que permaneció intacta[39]. Del registro histórico se desprende que, si Israel se hubiera quedado realmente aislada después de la guerra de octubre, las elites judeo-estadounidenses no habrían tenido mayor interés en recordar el holocausto nazi del que ya habían demostrado tras los conflictos bélicos de 1948 y de 1956.
Novick da una serie de explicaciones complementarias que distan mucho de ser convincentes. Citando a estudiosos judíos religiosos, sugiere, por ejemplo, que «la guerra de los Seis Días ofrecía una teología popular del “Holocausto y la Redención”». La «luz» de la victoria de junio de 1967 redimió la «oscuridad» del genocidio nazi: «Dio una segunda oportunidad a Dios». El Holocausto solo pudo llegar a aflorar en la vida estadounidense después de junio de 1967 porque «el exterminio de la comunidad judía europea alcanzó un final, si no feliz, al menos viable». Sin embargo, las explicaciones judías al uso no señalan la guerra de junio como el momento de la redención judía, sino que lo sitúan en la fundación del Estado de Israel. ¿Por qué el Holocausto hubo de esperar a que se produjera unasegunda redención? Novick sostiene que la «imagen de los judíos como héroes militares» en la guerra de junio «sirvió para borrar el estereotipo que los representaba como víctimas débiles y pasivas y que […] previamente había inhibido a los judíos para hablar del Holocausto»[40]. Mas, si se trataba de demostrar valor, los israelíes lo demostraron como nunca en la guerra de 1948. Y la «osada» y «brillante» campaña del Sinaí de cien horas lanzada por Moshe Dayan en 1956 fue un anticipo de la meteórica victoria de junio de 1967. Así pues, ¿por qué la comunidad judía estadounidense necesitaba que la guerra de junio «borrara el estereotipo»?
La descripción de Novick de cómo las elites judeo-estadounidenses llegaron a instrumentalizar el holocausto nazi no es muy persuasiva. Veamos algunos pasajes:
Los líderes judíos de EEUU trataban de comprender los motivos del aislamiento y la vulnerabilidad de Israel —motivos que pudieran indicar un remedio—, y la explicación que suscitó mayores apoyos fue que la difuminación del recuerdo de los crímenes nazis contra los judíos y la entrada en escena de una generación desconocedora del Holocausto habían tenido como consecuencia que Israel perdiera los respaldos de los que disfrutara antaño.
Si bien las organizaciones judías estadounidenses nada podían hacer por alterar el pasado reciente de Oriente Medio, y bien poco por influir sobre su futuro, sí podían trabajar para reavivar el recuerdo del Holocausto. La explicación de «la difuminación del recuerdo» ofrecía un programa de acción [cursiva en el original][41].
¿Por qué la explicación de «la difuminación del recuerdo» fue la que «suscitó mayores apoyos» para la apurada situación de Israel después de la guerra de 1967? Ciertamente, no parece una explicación muy bien fundada. Como el propio Novick documenta copiosamente, el respaldo que Israel consiguió en un primer momento poco tenía que ver con «el recuerdo de los crímenes nazis»[42], y, por otra parte, ese recuerdo se había difuminado mucho antes de que Israel perdiera el apoyo internacional. ¿Por qué era «bien poco» lo que las elites judías podían hacer por «influir» sobre el futuro de Israel? El hecho es que controlaban una red organizativa formidable. ¿Por qué «reavivar el recuerdo del Holocausto» era el único posible programa de acción? ¿Por qué no sumarse, en cambio, al consenso internacional que exigía la retirada de Israel de los territorios ocupados en la guerra de los Seis Días, además de «una paz justa y duradera» entre Israel y sus vecinos árabes (Resolución 242 de la ONU)?
Una explicación más coherente, aunque menos caritativa, es que, antes de junio de 1967, las elites judeo-estadounidenses solo recordaban el holocausto nazi cuando les resultaba políticamente conveniente. Israel, su nueva patrona, había sacado provecho del holocausto nazi durante el juicio de Eichmann[43]. Demostrada así su utilidad, la comunidad judeo-estadounidense organizada se lanzó a explotar el holocausto nazi después de la guerra de los Seis Días. Una vez remodelado ideológicamente, el Holocausto (con mayúscula, como ya he señalado antes) resultó ser el escudo defensivo perfecto para desviar las críticas dirigidas a Israel. Enseguida pasaré a ilustrar esta afirmación. Ahora bien, llegados a este punto, conviene poner de relieve que el Holocausto desempeñaba la misma función que Israel para las elites judías de EEUU: era una valiosísima baza en un juego de poder en el que se apostaba fuerte. La supuesta preocupación por el recuerdo del Holocausto era tan artificial como la supuesta preocupación por el destino de Israel[44]. Por ello, la comunidad judía organizada de EEUU se apresuró a perdonar y a olvidar la desquiciada declaración que Ronald Reagan hizo en 1985 en el cementerio de Bitburg, en la que afirmó que los soldados alemanes allí enterrados (algunos de ellos, miembros de las SS de Waffen) eran «víctimas de los nazis en la misma medida que las víctimas de los campos de concentración». El Centro Simon Wiesenthal, una de las instituciones del Holocausto de mayor renombre, concedió a Reagan el premio Humanitario del Año en 1988 por su «firme apoyo a Israel», y en 1994 la pro-israelí LAD le otorgó la Antorcha de la Libertad[45].
Sin embargo, la salida de tono que el reverendo Jesse Jackson había tenido anteriormente, en 1979, al decir que estaba «más que harto de oír hablar del Holocausto», no se perdonó ni olvidó tan deprisa. Las elites judeo-estadounidenses nunca dejaron de atacar a Jackson, aunque no tanto por sus «comentarios antisemitas» como por el hecho de que «abrazara la causa palestina» (Seymour Martin Lipset y Earl Raab)[46]. En el caso de Jackson, influía un factor adicional, dado que representaba a sectores electorales con los que la comunidad judeo-estadounidense organizada había tenido disputas desde finales de los sesenta. Y también en estos conflictos, el Holocausto demostró ser un arma ideológica potente.
No fueron el aislamiento y la debilidad supuestos de Israel, ni tampoco el miedo a un «segundo Holocausto», los que decidieron a las elites judías a poner en marcha la industria del Holocausto después de junio de 1967, sino, por el contrario, el poderío demostrado por Israel y su alianza estratégica con los Estados Unidos. Es Novick quien, sin proponérselo, proporciona la mejor evidencia para respaldar esta conclusión. Queriendo demostrar que eran las consideraciones relativas al poder, y no la solución final nazi, las que determinaban la política estadounidense hacia Israel, Novick afirma: «Cuando el Holocausto estaba más vivo en la mente de los dirigentes estadounidenses —durante los primeros veinticinco años que siguieron a la guerra—, fue precisamente cuando Estados Unidos apoyó menos a Israel […]. No fue cuando se consideraba que Israel era débil y vulnerable cuando el apoyo estadounidense a Israel dejó de ser un goteo para convertirse en un torrente, sino después de que Israel demostrara su fuerza en la guerra de los Seis Días» (cursiva en el original)[47]. Este argumento es igualmente aplicable a las elites judías de EEUU.
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La industria del Holocausto también se vio promovida por factores internos. Las interpretaciones al uso ponen de relieve la recién surgida «política de la identidad», por un lado, y la «cultura de la victimización», por otro. En efecto, todas las identidades se enraizaban en una historia de opresión particular; y, consecuentemente, los judíos buscaron su identidad étnica en el Holocausto.
Ahora bien, de todos los grupos que se quejaban de haber sido convertidos en víctimas, como los negros, los latinoamericanos, los nativos de América del Norte, las mujeres, los gays y las lesbianas, solo los judíos no ocupaban una situación desfavorecida en la sociedad estadounidense. De hecho, la política de la identidad y el Holocausto han echado raíces en la comunidad de los judíos estadounidenses no porque a estos les corresponda el estatus de víctimas, sino porque no son víctimas.
A la vez que las barreras antisemitas se desplomaban después de la Segunda Guerra Mundial, los judíos se fueron elevando a una situación prominente en los Estados Unidos. Según Lipset y Raab, la renta per cápita judía casi duplica la de los no judíos; dieciséis de las cuarenta principales fortunas estadounidenses están en manos judías; el cuarenta por ciento de los estadounidenses galardonados con el Premio Nobel en las áreas científica y económica son judíos, como también lo son el veinte por ciento de los catedráticos de las grandes universidades y el cuarenta por ciento de los socios de los despachos de abogados punteros de Nueva York y Washington. La lista no se termina aquí[48]. Lejos de constituir un obstáculo para el éxito, la identidad judía sirve para coronar el éxito. Si muchos judíos mantuvieron un prudente alejamiento con respecto a Israel cuando este país estaba mal visto y luego, cuando Israel pasó a convertirse en un valor en alza, se convirtieron en sionistas renacidos, del mismo modo se mantuvieron a distancia prudente de su identidad étnica mientras esta constituía una carga y se convirtieron en judíos renacidos cuando les convino.
En efecto, la historia del éxito mundano de la comunidad judía estadounidense valida el dogma básico —tal vez el único— de la nueva identidad adquirida por los judíos. ¿Quién podría seguir poniendo en entredicho que los judíos eran el pueblo «elegido»? En A Certain People: American Jews and Their Lives Today, Charles Silberman, uno más de los judíos renacidos, comenta con exagerada y característica efusividad: «Si hubieran eludido todo sentimiento de superioridad, los judíos ni siquiera habrían sido considerados seres humanos», y «Para los judíos estadounidenses es extraordinariamente difícil erradicar el sentimiento de superioridad, por mucho que traten de reprimirlo». Según el novelista Philip Roth, lo que hereda un niño judío estadounidense no es «un corpus legislativo, ni un corpus de conocimientos, ni un lenguaje, ni tampoco un Dios…, sino un tipo de psicología: y esa psicología puede traducirse en cuatro palabras: «Los judíos son mejores»[49]. Como veremos a continuación, el Holocausto era la versión negativa del jactancioso éxito mundano: servía para validar la condición de pueblo elegido de los judíos.
Llegada la década de 1970, el antisemitismo había dejado de ser un rasgo sobresaliente de la vida estadounidense. Sin embargo, los líderes judíos hicieron sonar las alarmas por la supuesta amenaza de un brote de virulento y «nuevo antisemitismo»[50]. Entre las principales pruebas que aportaba un importante estudio de la LAD («dedicado a aquellos que han muerto por ser judíos») figuraban el musical de Broadway Jesucristo Superstar y un tabloide contracultural que «retrataba a Kissinger como a un servil adulador, cobarde, pendenciero, camelador, tirano, arribista, malvado manipulador, esnob inseguro, cortejador del poder sin escrúpulos»…, lo que, en todo caso, era un retrato eufemístico[51].
Esta histeria artificialmente creada con respecto a un nuevo antisemitismo cumplía una serie de objetivos que interesaban a la comunidad judía organizada de EEUU. Fomentaba el valor de Israel en cuanto refugio al que podría acudirse como último recurso llegado el caso de que los judíos estadounidenses lo necesitaran. Por otra parte, los llamamientos para recaudar fondos lanzados por las organizaciones judías en supuesto apoyo del antisemitismo caían en oídos más receptivos. «El antisemita se encuentra en la desafortunada situación —observó Sartre en cierta ocasión— de tener una necesidad vital del enemigo a quien desea destruir»[52]. Y lo contrario es aplicable a las organizaciones judías a las que nos referimos. En los últimos años, dada la escasa oferta de antisemitismo, se ha declarado una enconada rivalidad entre las principales organizaciones judías «defensivas»; en particular, entre la LAD y el Centro Simon Wiesenthal[53]. Cuando se trata de recaudar fondos, las supuestas amenazas contra Israel cumplen una función similar. Al regresar de un viaje a los Estados Unidos, el respetado periodista israelí Danny Rubinstein informaba: «En opinión de los miembros del sistema establecido judío, lo más importante es poner de relieve una y otra vez los peligros externos a los que se enfrenta Israel […]. El sistema establecido judío de EEUU necesita a Israel solo en su estatus de víctima de los crueles ataques árabes. Para una Israel así se pueden conseguir apoyo, donantes, dinero […]. Todo el mundo está al tanto de cómo se llevan las cuentas de las contribuciones recibidas por el Llamamiento Judío Unido de EEUU, en el que se utiliza el nombre de Israel, pero la mitad de los fondos no se destinan a Israel, sino a instituciones judías de Estados Unidos. ¿Puede concebirse mayor cinismo?». Como veremos, en la industria del Holocausto, la explotación de las «víctimas del Holocausto necesitadas» es la última de las manifestaciones, y podría decirse que la más deplorable, de este cinismo[54].
Ahora bien, el principal motivo de que se hicieran sonar las alarmas del antisemitismo fue otro. Los judíos estadounidenses fueron desplazándose gradualmente hacia posiciones políticas de derecha a la vez que iban alcanzando mayores éxitos mundanos. En las cuestiones culturales, como la moralidad sexual y el aborto, continuaron manteniendo posturas de izquierda moderada, pero, en cuanto a la política y a la economía, cada vez eran más conservadores[55]. El giro a la derecha se vio complementado por un repliegue hacia dentro, pues los judíos, a quienes ya no interesaban sus antiguas alianzas con otros grupos desfavorecidos, empezaron a reservar cada vez más sus recursos para asuntos de interés exclusivamente judío. Esta reorientación de la comunidad judía estadounidense[56] se hizo patente en las crecientes tensiones entre judíos y negros. Aunque tradicionalmente habían estado alineados con el pueblo negro contra la discriminación étnica en los Estados Unidos, a finales de los años sesenta muchos judíos rompieron con la alianza en pro de los Derechos Civiles, pues, tal como afirma Jonathan Kaufman, «los objetivos del movimiento en pro de los derechos civiles estaban cambiando (de exigencias de igualdad política y legal a exigencias de igualdad económica)». «Cuando el movimiento en pro de los derechos civiles se trasladó al norte y fue incorporado por los vecinos de estos judíos liberales —rememora Cheryl Greenberg en una línea similar—, la cuestión de la integración adquirió un matiz diferente. Y cuando las preocupaciones se expresaban en términos de clase más que de raza, los judíos huyeron a los barrios residenciales periféricos tan apresuradamente como los cristianos blancos, con objeto de evitar lo que percibían como el deterioro de sus colegios y barrios». El memorable clímax de este proceso fue la prolongada huelga en la que se embarcó el profesorado de Nueva York en 1968, y que enfrentó a un sindicato profesional mayoritariamente judío con los activistas de la comunidad negra que luchaban por el control de un sistema escolar en quiebra. Lo que no se recuerda con tanta frecuencia es la erupción del racismo judío, que ya había ascendido hasta cerca de la superficie antes de la huelga. En tiempos más recientes, las organizaciones y los propagandistas judíos han jugado un papel destacado en los esfuerzos por desmantelar los programas de acción afirmativa. En los importantes casos que llegaron hasta el Tribunal Supremo —DeFunis (1974) y Bakke (1978)—, el CJA, la LAD y el Congreso Judío Americano presentaron alegaciones en contra de la acción afirmativa, lo que al parecer reflejaba el sentir judío general[57].
Las elites judías adoptaron una agresiva postura de defensa de sus intereses comunitarios y de clase y comenzaron a tildar de antisemita toda tendencia que se opusiera a su nueva política conservadora. De suerte que el dirigente de la LAD Nathan Perlmutter sostenía que el «verdadero antisemitismo» existente en EEUU consistía en las iniciativas políticas que «socavaban los intereses judíos», tales como la acción afirmativa, los recortes del presupuesto de defensa y el neo-aislacionismo, así como la oposición al poder nuclear e incluso la reforma del Colegio Electoral[58].
El Holocausto pasó a desempeñar una función fundamental en esta ofensiva ideológica. Es evidente que evocar la persecución histórica de los judíos servía para desviar toda crítica presente. Además, los judíos podían utilizar el «sistema de cuotas» al que se habían visto sometidos en el pasado como pretexto para oponerse a los programas de acción afirmativa. Mas la cuestión fundamental era que en el marco de referencia del Holocausto se representaba al antisemitismo como un odio gentil a los judíos estrictamente irracional. Se rechazaba la posibilidad de que el talante con que se veía a los judíos pudiera basarse en conflictos de intereses reales (abundaremos en este punto más adelante). Así pues, invocar el Holocausto era una estratagema para deslegitimar toda crítica a los judíos, puesto que dicha crítica solo podía derivar de un odio patológico.
La comunidad judía organizada recordó el Holocausto cuando Israel estaba en la cima de su poderío y volvió a acordarse de él cuando el poder de los judíos estadounidenses alcanzó su cenit. Sin embargo, se recurría al subterfugio de que los judíos estaban amenazados por la inminencia de un «segundo Holocausto». De ese modo, las elites judeo-estadounidenses podían adoptar poses heroicas a la vez que se permitían entregarse a un cobarde ejercicio de intimidación. Norman Podhoretz, por ejemplo, hacía hincapié en que, después de la guerra de junio de 1967, los judíos habían tomado la decisión de «resistir ante todo aquel que, de cualquier manera, en cualquier medida o por cualquier motivo, trate de perjudicarnos […]. A partir de ahora vamos a defender lo que es nuestro»[59]. Así como los israelíes, armados hasta los dientes por los Estados Unidos, tuvieron el valor de poner en su sitio a los levantiscos palestinos, también los judíos estadounidenses tuvieron la valentía de poner en su lugar a los revoltosos negros.
Tratar despóticamente a quienes están peor preparados para defenderse: tal es el auténtico significado del supuesto coraje de la comunidad judía organizada de EEUU.