Allá por 1948 estaba muy en boga la arqueología. Todo el mundo hablaba de posibles expediciones y hacía planes para visitar el Oriente Medio. Existían condiciones favorables para excavar en Iraq.
Los mejores hallazgos anteriores a la guerra provenían de Siria; pero ahora, las autoridades iraquíes y el Departamento de Antigüedades daban muchas facilidades. Aunque todos los objetos hallados irían a parar al Museo de Bagdad, se repartirían «duplicados» de ellos —como los llamaban allí—, y cada arqueólogo recibiría una buena parte. Entonces, tras un año entero de tentativas de excavar aquí y allá, muchas personas reemprendieron la tarea en este país. Después de la guerra, se creó una cátedra de arqueología del Asia Occidental de la que fue titular Max en el Instituto de Arqueología de la Universidad de Londres. Ahora tendría trabajo de campo durante muchos meses al año.
Con gran placer reanudamos, después de un lapso de diez años, nuestra labor en Oriente Medio. Esta vez sin tomar el Orient Express, desgraciadamente. Ya no era el medio de transporte más barato, y, además, ya no hacía el trayecto directo. Esta vez fuimos en avión; fue el comienzo de una tediosa rutina: viajar por aire, aunque no sea despreciable el tiempo que se ahorra. Pero lo peor era que se nos habían acabado los viajes por Nairn a través del desierto; ahora volábamos de Londres a Bagdad, ni más ni menos. En otros tiempos se pasaba una noche aquí y otra allá, ahora era el comienzo de lo que claramente sería un sistema de viajar demasiado costoso, aburrido y poco placentero.
Pues bien, Max y yo llegamos a Bagdad junto con Robert Hamilton, que había participado en expediciones con los Campbell-Thompson y posteriormente fue conservador del Museo de Jerusalén. En aquella ocasión visitamos juntos algunos puntos del norte de Iraq a lo largo del río Zab hasta llegar a la ciudad y pintoresco emplazamiento de Erbil. De allí seguimos hacia Mosul y de camino visitamos Nimrud por segunda vez.
Nimrud era aún la misma encantadora ciudad que cuando la visitamos por primera vez hacía mucho tiempo. Max la examinó en esta ocasión con particular interés. La vez anterior le había resultado prácticamente imposible hacerlo, pero ahora, aunque entonces no lo creíamos así, haríamos algo. Después de tanto tiempo, merendamos de nuevo allí, visitamos algunos otros emplazamientos y después llegamos a Mosul.
Como resultado de esta gira Max vio las cosas claras y dijo con firmeza que lo que deseaba era excavar en Nimrud.
—Es una ciudad grande e histórica; un lugar donde hay que excavar.
Nadie la ha tocado desde hace cerca de cien años; desde Layard, y Layard sólo excavó en las afueras. Encontró algunos preciosos fragmentos de marfil; tiene que haber muchísimos más. Nimrud es una de las tres ciudades importantes de Asiria. Asur era la capital religiosa; Nínive, la capital política y Nimrud —o Calah, como se llamaba antiguamente—, la capital militar. Hay que excavarla. La tarea supondrá el trabajo de muchos hombres, una fuerte suma de dinero y varios años. Si tenemos suerte quizá sea uno de los mejores emplazamientos arqueológicos, y la nuestra, una de las excavaciones históricas que más aportará al conocimiento del mundo.
Le pregunté si había perdido la ilusión por la cerámica prehistórica; me contestó que sí y que habían dejado de interesarle muchas cuestiones ahora que pensaba dedicarse por completo a Nimrud, a la vista de las posibilidades de realizar en ella hallazgos históricos.
—Será —me dijo—, como la tumba de Tutankhamón, Ur o Knossos en Creta. Además, por un lugar como éste —añadió—, se puede pedir dinero.
El dinero estaba al llegar; al principio no era mucho, pero aumentó simultáneamente a nuestras necesidades. El Museo Metropolitano de Nueva York era uno de nuestros mayores contribuyentes; la Escuela de Arqueología de Gertrude Bell en Iraq nos ayudó también, además de otros muchos patrocinadores como los Ashmolean, Birmingham o los Fitzwilliam. Así empezamos el que sería nuestro trabajo durante los diez años venideros.
El libro de mi marido Nimrud y sus ruinas será publicado este año, este mismo mes. Le ha llevado diez años escribirlo. Temió siempre no vivir lo suficiente para completado. La vida es muy incierta y el infarto, la tensión alta y todas las demás enfermedades modernas parecen estar al acecho, sobre todo en los hombres. Pero todo marcha perfectamente. Éste ha sido el trabajo de su vida: la tarea en la que lleva desde 1921. Estoy orgullosa y me alegro por él. Parece un milagro que los dos hayamos triunfado en el trabajo que deseábamos hacer.
Nuestros respectivos trabajos no pueden ser más distintos. Yo soy poco instruida y él bastante culto; creo que por eso nos complementamos y nos hemos ayudado el uno al otro. En muchas ocasiones me pide mi opinión sobre ciertos puntos y, aunque nunca seré más que una aficionada, conozco bastante de esta rama concreta de la arqueología; por cierto, hace muchos años le comenté tristemente a Max que era una lástima que no hubiera estudiado arqueología cuando era joven para tener ahora mayores conocimientos sobre el tema y él me contestó:
—¡No te das cuenta de que en este momento eres una de las mujeres que más sabe de cerámica prehistórica en Inglaterra!
Quizá lo fuera en aquel momento, pero las cosas hay que decirlas como son. Nunca seré capaz de adoptar una actitud profesional ni de recordar las fechas exactas de los distintos reinados asirios, aunque pongo un enorme interés en los aspectos personales que revela la arqueología. Disfruto con los hallazgos como el del perrito bajo el umbral de una puerta donde estaban inscritas las palabras: «No te pares a pensado, ¡muérdele!» ¡Qué buen lema para un perro guardián!; esta frase estaba escrita en el barro junto con una persona riéndose. Las tablillas que describen los contratos son muy interesantes y aclaran cómo y dónde podía uno venderse a sí mismo como esclavo, o bajo qué condiciones se podía adoptar un hijo. Se ve también a Shalmaneser construyendo su zoológico, ahuyentando de su campo a los animales extraños o investigando nuevas plantas y árboles. Como siempre he sido muy curiosa me fascinó nuestro descubrimiento de una tablilla que describía una fiesta dada por el rey, en la que se enumeran todos los alimentos que sirvieron. Lo que me pareció más extraño es que, después de doscientas ovejas, seiscientas vacas y cantidades por el estilo, mencionaran tan sólo veinte barras de pan. ¿Por qué razón eran tan pocas? ¡Para eso, mejor hubiera sido que no pusieran nada!
Nunca he sido una excavadora tan científica como para discutir sobre niveles, planos y todas esas cosas, con las que tanto disfruta la escuela moderna. Soy una admiradora ferviente de los objetos de artesanía y del arte que sale de la tierra. Supongo que lo primero es más importante, pero a mí nada me produce tanta fascinación como el trabajo que sale de las manos humanas: el pequeño copón de marfil con unos músicos y sus instrumentos tallados alrededor; el niño alado; la extraordinaria cabeza esculpida de mujer, fea, llena de energía y personalidad.
Vivíamos en una parte de la casa del Sheikh en el pueblo situado entre el tell[62] y el Tigris. En el piso de abajo disponíamos de una habitación para comedor y trastero y una cocina contigua, y en el de arriba teníamos dos habitaciones: una era nuestro dormitorio y la pequeña, que estaba encima de la cocina, el de Robert. Tenía que revelar las fotos por las noches en el comedor; Max y Robert subían entonces al piso de arriba. Cada vez que andaban por la habitación me caía suciedad del techo en la cubeta del líquido. Antes de empezar una nueva tanda subía y les decía muy enfadada:
—No olvidéis que estoy revelando debajo de vosotros. Cada vez que os movéis me cae algo. ¿Es que no podéis hablar tranquilamente sin pasearos?
Casi siempre se acaloraban después de un rato de charla y al final terminaban por ir corriendo a sacar un libro de la maleta para consultado, con lo que me caían otra vez pedazos del techo.
En el patio había un nido de cigüeñas y cuando se apareaban hacían muchísimo ruido con su aleteo y con un sonido como de crujir de huesos. Las cigüeñas son muy apreciadas en casi todo el Oriente Medio y todo el mundo las trata con gran respeto.
Cuando nos marchamos, al final de la primera temporada, teníamos todo dispuesto para construir una casa de adobe en el mismo monte. Hicimos los ladrillos, los pusimos a secar y encargamos el tejado.
Cuando al año siguiente regresamos, estábamos muy orgullosos de nuestra casa. Tenía una cocina; a su lado, un trastero grande y un cuarto de estar y, contigua a éste, la oficina de recepción y la habitación para guardar los objetos hallados. Dormíamos en tiendas. Un año o dos después construimos dos habitaciones nuevas: una era una pequeña oficina con una ventana a través de la cual cobraban los obreros el día de pago y la otra era el despacho del epigrafista. Contiguas a éste estaban la oficina de recepción y el taller de reparación de objetos. Por último, más allá estaba el triste agujero de costumbre donde la desgraciada fotógrafo revelaba y cargaba la cámara. Muy a menudo había terribles tormentas de viento en todas las direcciones; inmediatamente corríamos a refugiarnos en las tiendas, mientras volaban todas las tapas de los cubos de basura. Casi siempre se venía abajo alguna tienda, enterrando a alguien debajo de sus pliegues.
Por fin, un año o dos después, pedí permiso para añadir a la casa una pequeña habitación para mí, que pagaría de mi dinero. Por cincuenta libras me hice un cuarto de adobe pequeño y cuadrado, y allí empecé a escribir este libro. La habitación tenía una ventana, una mesa, una silla en buenas condiciones y los restos de otra que en su día fue de estilo y que ahora estaba tan decrépita que era difícil sentarse en ella, aunque era aún bastante cómoda. En la pared tenía colgados dos cuadros de jóvenes artistas iraquíes. Uno representaba una vaca de aspecto triste al lado de un árbol y el otro un caleidoscopio de todos los colores imaginables que en un principio parecía un «patchwork», pero en el que de repente se aclaraban las figuras de dos burros y varios hombres guiándolos a través del Suq; siempre me pareció fascinante. Al final lo dejé allí porque a todo el mundo le gustaba y se colocó en el cuarto de estar principal. Pero creo que algún día lo recuperaré.
Donald Wiseman, uno de nuestros epigrafistas, colocó en la puerta una placa que en escritura cuneiforme anuncia que ésta es: «Beit Agatha», es decir, la casa de Agatha; y en la casa de Agatha hacía yo cada día un poquito de mi trabajo; no obstante, la mayor parte del tiempo me dedicaba a la fotografía o a restaurar o limpiar figurillas de marfil.
Tuvimos una espléndida colección de cocineros, uno detrás de otro. Uno de ellos estaba loco; era indio portugués. Guisaba bien, pero según avanzaba la temporada se hizo más y más reservado. Al final los chicos de la cocina me dijeron que estaban preocupados por Joseph: se estaba volviendo muy extraño. Un día desapareció. Le buscamos y lo notificamos a la policía, pero fueron los hombres del Sheikh quienes nos lo trajeron. Nos explicó que había recibido un mandato del Señor y tenía que obedecer, pero que ahora se le había ordenado regresar e indagar de nuevo sobre los designios del Señor. Creo que en su cerebro había cierta confusión entre el Todopoderoso y Max. Dio una vuelta a la casa a grandes zancadas y después se postró de rodillas ante Max, que estaba explicando algo a unos obreros y, para vergüenza de éste, le besó el bajo de los pantalones.
—¡Levántate, Joseph! —le dijo Max.
—Haré lo que tú me ordenes, señor. Dime dónde tengo que ir y allí iré. Mándame ir a Basra e iré a Basra. Dime que visite Bagdad y lo visitaré, que vaya a las nieves del Norte y allí iré.
—Te digo —contestó Max, aceptando el papel del Todopoderoso— que vayas inmediatamente a la cocina y nos hagas la comida.
—Voy, señor —dijo Joseph.
Seguidamente le besó una vez más el bajo de los pantalones y se fue a la cocina. Pero por desgracia le llegaban otras órdenes que interferían con las de mi marido y de vez en cuando desaparecía. Al final le enviamos a Bagdad. Le cosimos el dinero a un bolsillo, y mandamos un telegrama a sus familiares.
A partir de entonces nuestro segundo sirviente, Daniel, que dijo tener algunos conocimientos de cocina, se encargaría de las comidas durante las tres últimas semanas que quedaban de la temporada. Como consecuencia tuvimos indigestión permanente. Nos alimentaba sólo de lo que él llamaba «huevos a la escocesa», extremadamente indigestos y con una salsa muy extraña. Daniel se deshonró a sí mismo antes de despedirse. A raíz de una discusión con nuestro chófer, éste nos informó que tenía guardados en su equipaje veinticuatro latas de sardinas y varios manjares más. Le armamos un escándalo; se le dijo que había caído muy bajo como cristiano y como sirviente a los ojos de los árabes y que no le contrataríamos nunca más. Fue el peor sirviente que jamás hemos tenido. En cierta ocasión le dijo a Harry Saggs, uno de nuestros epigrafistas:
—Usted es el único hombre bueno en la excavación; lee la Biblia, yo lo he visto. Puesto que es usted un hombre bueno, deme su mejor par de pantalones.
—Ni te lo pienses —le dijo Harry.
—Sea buen cristiano y deme sus mejores pantalones.
—Ni los mejores ni los peores —le contestó—. Necesito los dos. Daniel se marchó a mendigar a otra parte. Era tremendamente perezoso y siempre se las arreglaba para limpiar los zapatos cuando ya había oscurecido, de forma que nadie viera que lo único que hacía era estar sentado, refunfuñando y fumando.
Nuestro mejor criado fue Michael, que había servido en el consulado británico en Mosul. Parecía una figura de El Greco, con la cara alargada y melancólica y los ojos enormes. Andaba siempre con problemas con su mujer. En una ocasión ella intentó matarlo con un cuchillo. Al final el médico le convenció para que la llevara a Bagdad.
—El médico me ha escrito —dijo un día Michael—; y me dice que es sólo cuestión de dinero. Si le doy doscientas libras quizá la cure.
Max le insistió para que la llevara al mismo hospital donde había tenido un niño y que no se dejara engañar por charlatanes.
—No —contestó Michael—, es un gran hombre, vive en una casa muy grande, en una calle muy grande. Tiene que ser el mejor.
La vida en Nimrud durante los tres o cuatro primeros años fue relativamente sencilla. El mal tiempo impedía que nos visitaran muchas personas, porque estábamos separados de la llamada carretera. Hasta que un año, a causa de nuestra creciente importancia, hicieron una especie de camino para unirnos a la carretera principal y asfaltaron esta última.
Fue una suerte para nosotros. Por primera vez en tres años pudimos emplear a una persona que enseñara el lugar a los visitantes, les hiciera los honores, ofreciera té, café y cosas por el estilo. Venían a vernos autocares llenos de colegiales. Éste era uno de nuestros mayores quebraderos de cabeza, porque había por todas partes peligro de hundimientos, a menos que se supiera dónde se pisaba. Les rogábamos a los profesores que mantuvieran a los niños alejados de las excavaciones propiamente dichas, pero como era de esperar, casi siempre adoptaban la actitud de «Inshallah, no pasará nada». Con el tiempo vinieron muchísimos niños pequeños acompañados de sus padres.
—¡Este lugar —dijo Robert Hamilton con desesperación, mirando al cuarto de recepción donde estaban tres bebés berreando en sus cochecitos—, este lugar es una guardería!, —y suspirando añadió—: Me voy a medir esos niveles.
Todos protestamos, metiéndonos con él:
—Pero Robert, tú eres padre de cinco. Eres la persona más indicada para encargarse de la guardería. ¡No puedes dejar a esos jovencitos al cuidado de los niños!
Robert nos miró fríamente y se marchó.
Eran buenos tiempos. Cada año teníamos nuestro entretenimiento, aunque, con el tiempo, la vida se hacía más complicada, más sofisticada, más urbana.
En cuanto al monte, acabó perdiendo su belleza, a causa de los innumerables agujeros. Su inocente simplicidad, con todas aquellas piedras que sobresalían de la hierba verde salpicada de tallos rojos, había desaparecido. Las bandadas de devoradores de abejas —preciosos pajaritos de color dorado, verde y anaranjado que gorjeaban y revoloteaban por encima del monte—, venían aún todas las primaveras; un poco más adelante venían los rodadores, pájaros azules y anaranjados de mayor tamaño, que tenían una curiosa manera de descender torpe y repentinamente, de donde les viene el nombre. Existe la leyenda de que Ishtar los castigó a que les hirieran las alas, porque la habían ofendido de alguna manera.
Ahora Nimrud duerme.
La hemos dejado marcada por nuestras excavadoras. Los boquetes que hemos abierto los han rellenado con arena. Algún día sus heridas sanarán y dará vida otra vez a nuevas flores tempranas de primavera.
Aquí estuvo emplazada en su tiempo la ciudad de Calah, la gran ciudad. Y Calah estaba dormida …
Hasta que llegó Layard a turbar su descanso. De nuevo Calah-Nimrud estaba dormida…
Hasta que llegaron Max Mallowan y su mujer. Ahora, de nuevo Callah duerme…
¿Quién será el próximo que venga a molestarla? No lo sabemos.
No he hablado aún de nuestra casa de Bagdad. Teníamos una vieja casa turca en la orilla oeste del Tigris. La gente pensaba que teníamos gustos muy extraños por tenerle tanto cariño y no vivir en una de esas casas modernas; pero la nuestra era acogedora y deliciosa, con su patio y, sus palmeras que llegaban hasta la barandilla del balcón. Detrás de nosotros había un palmeral cuidado y una caseta del Ayuntamiento hecha de tutti (bidones de petróleo). Los niños jugaban alegremente allí; las mujeres iban y venían al río para lavar las cacerolas y las sartenes. El rico y el pobre viven codo con codo en Bagdad.
Hay que ver lo que ha crecido desde la primera vez que la vi. La mayoría de las edificaciones modernas son feas y completamente inadecuadas al clima. Están copiadas de revistas modernas: francesas, alemanas e italianas. Ya no se puede ir a un fresco sirdab en las horas de más calor; las ventanas ya no son aquellas ventanitas en lo alto de las paredes que resguardaban la casa del fuego del sol. Quizá la fontanería haya mejorado —difícilmente sería peor—, aunque lo dudo. La fontanería moderna tiene buen aspecto y se ven lavabos exóticos de color lila, pero el alcantarillado deja mucho que desear. Las aguas residuales van a parar al Tigris como antiguamente, y el caudal que mana de los grifos es aún miserablemente escaso. Hay algo en los preciosos cuartos de baño modernos, cuando la grifería no funciona como debiera y carece del caudal de agua suficiente, que me resulta insoportable.
He de comentar la primera visita que hicimos a Arpachiyah después de un intervalo de diez años. Nos reconocieron inmediatamente. El pueblo entero salió a recibirnos. Hubo voces, gritos y saludos de bienvenida.
—¿Se acuerdan de mí, Hawajah? —decía un hombre—; yo era un niño de los que llevaban los canastos cuando ustedes se marcharon. Ahora tengo veinticuatro años, tengo mujer y un hijo crecido; un niño muy grande, tengo que enseñárselo.
Se asombraban de que Max no recordara todas las caras y todos los nombres. Recordaron la famosa carrera, que ha pasado a la historia. Vimos otra vez a los amigos de quince años atrás.
Un día que conducía yo el camión por Mosul, el policía que dirigía el tráfico paró de repente a todos los automóviles levantando el bastón, y gritó:
—¡Mamá!, ¡Mamá!
Mientras avanzaba hacia el camión, me cogió la mano y me la estrechó fuertemente.
—¡Qué alegría verla, Mamá! ¡Soy Alí! ¡Soy Alí, el ayudante del mesonero! ¿Se acuerda? ¿No? ¡Ahora soy policía!
A partir de entonces cada vez que conducía por Mosul me encontraba con Alí y, en cuanto nos reconocía, detenía el tráfico de toda la calle, intercambiábamos saludos y a continuación proseguíamos la marcha con entera prioridad. ¡Qué bueno es tener amigos así! Cariñosos, sencillos, encantados de la vida y por consiguiente dispuestos a reírse por todo. Los árabes son la gente que más se ríe; la más hospitalaria también. Siempre que pasábamos por el pueblo de uno de nuestros obreros, inmediatamente salía a recibirnos y nos insistía para que bebiéramos en su casa leche fermentada. Algunos de los efendis de la ciudad, que visten traje púrpura, son antipáticos, pero los hombres sencillos del país son bellísimas personas y excelentes amigos.
¡Cuánto he amado esta parte del mundo! La amo y nunca dejaré de amarla.