III

Hace unos años pasamos unos días en la embajada en Viena cuando estaban allí Sir James y Lady Bowker, y EIsa Bowker me llamó seriamente la atención para que recibiera a unos periodistas que vendrían a entrevistarme.

—¡Pero Agatha! —me amonestó con su delicioso acento extranjero—. ¡No te comprendo! Si yo fuera tú me alegraría y me sentiría orgullosa. Diría, sí: «¡Vengan!, ¡vengan y siéntense! Es maravilloso lo que he escrito, ya lo sé. Soy la mejor, la mejor escritora de novelas policíacas del mundo y estoy muy orgullosa. Sí, sí, claro que les contaré. Estoy encantada; sí, la verdad es que soy muy inteligente». Si yo fuera tú me sentiría muy inteligente; me sentiría tan inteligente que estaría todo el tiempo hablando.

Me reí como nunca y le contesté:

—Ojalá pudiera meterme en tu piel durante esta media hora. Te harían una entrevista preciosa y se marcharían encantados contigo. Pero me faltan cualidades para hacer las cosas bien cuando tengo que hacerlas en público.

Por lo general he tenido el suficiente sentido común para no actuar en público, excepto cuando ha sido absolutamente necesario so pena de herir los sentimientos de la gente. Cuando algo no se te da bien, es mucho más sensato no intentarlo, y no veo ninguna razón para que los escritores sea una excepción, ya que no forma parte de sus necesidades el hacerlo. En muchas profesiones el efecto que se causa en público tiene importancia: por ejemplo, si se es actor o figura pública. Pero la tarea de un escritor no es más que escribir. Los escritores son seres tímidos: necesitan estímulo.

La tercera obra que tendría en cartel en Londres (todas al mismo tiempo), era La tela de araña. La escribí especialmente para Margaret Lockwood. Peter Saunders me pidió que quedara con ella para hablar del asunto. Me dijo que le agradaba la idea de que le escribiera una obra y le pregunté qué tipo de obra deseaba. Me contestó inmediatamente que estaba harta de ser siniestra y melodramática y que había hecho últimamente cantidad de papeles de «mujer malvada». Le apetecía hacer algo ligero y creo que acertaba porque tiene unas dotes extraordinarias tanto para la comedia como para el drama. Es una actriz magnífica que entona a la perfección, lo que le permite dar a cada línea la relevancia que precisa.

Me divertí mucho escribiendo el papel de Clarissa de La tela de araña. Al principio tuve mis dudas con respecto al título; dudábamos si llamarla Clarissa encuentra un cadáver o La tela de araña, pero al final ganó este último. Estuvo dos años en cartel y me quedé muy satisfecha. Cuando Margaret Lockwood acompañaba al inspector de policía al sendero del jardín, estaba encantadora.

Más adelante escribiría otra obra para teatro llamada El visitante inesperado, y otra más que, aunque no tuvo mucho éxito entre el público, me satisfizo por completo. La llamé Veredicto: un mal título. Pensaba llamarla No hay flores de amaranto, título extraído de las palabras de Walter Landor: «No hay flores de amaranto en este lado de la tumba». Es mi mejor obra de teatro exceptuando Testigo de cargo. Creo que no tuvo éxito porque no era policíaca ni de suspense. Era una obra relacionada con el asesinato, pero su verdadero fondo es que un idealista es siempre peligroso y posible destructor de los que le aman; la obra plantea el interrogante de hasta qué punto puede uno sacrificar a las personas que ama; en las que cree, incluso en el caso de no ser correspondido.

De mis novelas policíacas, creo que las dos que más me gustan son La casa torcida e Inocencia trágica. Para mi sorpresa, al releerlas hace poco descubrí otra que me satisface plenamente: El caso de los anónimos. Es verdaderamente una prueba releer lo que se ha escrito hace unos diecisiete o dieciocho años. La propia forma de verlo cambia y algunas superan las pruebas y otras no.

Una joven hindú que me entrevistó una vez, preguntándome un montón de tonterías, entre ellas incluyó:

—¿Ha publicado alguna vez un libro que considere malo de verdad?

Contesté con indignación que no. Ninguno ha salido exactamente como yo quería y nunca he quedado completamente satisfecha, pero si hubiese pensado que uno de mis libros era malo, no lo habría publicado.

Sin embargo creo que estuve bastante cerca con El misterio del tren azul. Cada vez que lo leo lo encuentro vulgar, lleno de estereotipos y con una trama sin interés. Siento decir que a mucha gente le gusta. Siempre se ha dicho que no es cosa de escritores el juzgar su propia obra.

Será muy triste el día en que no pueda escribir más, pero sé que no debo ser ansiosa. Después de todo es una suerte poder hacerlo aún a los setenta y cinco años. Creo que debo conformarme y estar preparada para cuando llegue el momento. De hecho, he considerado varias veces la idea de retirarme este año, pero al final el que mi último libro se esté vendiendo mejor que los anteriores me ha hecho desistir: no me ha parecido el momento oportuno. Quizá la edad tope sea los ochenta.

He disfrutado mucho la segunda primavera que comienza cuando termina la vida de las emociones y relaciones personales; de repente he encontrado —a los cincuenta años, digamos— que una nueva vida se ha abierto ante mí, repleta de ocasiones para pensar, estudiar o leer. Al llegar a esta edad, se descubre el placer de asistir a exposiciones, conciertos y a la ópera, con el mismo entusiasmo que a los veinte o veinticinco años. Durante cierto tiempo la vida personal absorbe las propias energías, pero en esta edad recobra de nuevo la libertad de volver la vista a lo que nos rodea. Se disfruta del ocio; se goza de las cosas. Se es joven aún para divertirse en viajes por el extranjero, aunque sin darse los trotes que se daba uno antes. Parece como si un nuevo caudal de ideas y pensamientos surgiera en ti. Con el tiempo, por supuesto, llegan las penalidades de la vejez: el descubrimiento de que constantemente se resiente algún lugar del cuerpo: si no se tiene lumbago, se pasa uno el invierno con reumatismo en el cuello de manera que es un calvario volver la cabeza o se tienen trastornos de artritis en las rodillas y no se puede estar mucho tiempo de pie ni bajar cuestas demasiado empinadas; todo esto ocurre cuando se llega a la vejez y hay que aceptarlo. Creo, de todas maneras, que el agradecimiento que uno siente por el regalo de la vida durante estos años, es mucho más fuerte y vital que nunca. Tiene algo de la realidad y de la intensidad de los sueños; a mí, todavía me entusiasma soñar.