Hay una noche de teatro que perdura en mi memoria como ninguna otra; la del estreno de Testigo de cargo. Puedo decir, sin temor a equivocarme, que fue el único estreno en el que he disfrutado.
Los estrenos suelen ser desafortunados, difíciles de soportar. Sólo hay dos posibles razones para asistir a ellos. La primera es la nobleza: porque los pobres actores tienen que estar allí y si resulta mal, no es justo que el autor no esté presente para compartir su tortura. Aprendí algo de este sentimiento en el estreno de Alibi. El guión exige que el mayordomo y el médico golpeen la puerta cerrada del estudio y, después de una situación de alarma progresiva, la abran por la fuerza. La noche del estreno, la puerta no esperó a que la forzaran: se abrió de par en par antes de que nadie pusiera un dedo encima, dejando visible el cadáver que estaba dando los últimos retoques a su actitud. Desde aquella noche, siempre me ponen nerviosa las puertas cerradas, las luces que no se apagan cuando toda la emoción está en que se tienen que apagar, y las que no se encienden cuando toda la emoción está en que se tienen que encender. Éstos son los auténticos malos tragos del teatro.
La otra razón para asistir a los estrenos es, evidentemente, la curiosidad. Aun a sabiendas de que me va a horrorizar, que voy a estar desastrosamente mal, que se va a notar todo lo que no marcha como debiera, que en todas las frases hay equivocaciones; que los actores añaden paja, se detienen, se les queda la mente en blanco. Pero voy por esa insaciable curiosidad de «bebé elefante»: porque tengo que verlo con mis propios ojos. No me sirve el relato de nadie. Y allí estoy, temblando, sintiendo frío y calor alternativamente y pidiéndole al cielo que nadie descubra mi escondite en las últimas filas del teatro.
El estreno de Testigo de cargo no fue un desastre. Era una de mis piezas preferidas; me gustaba más que casi ninguna otra. Pero no quería escribirla; me aterrorizaba hacerla. Peter Saunders, que tenía grandes dotes de persuasión, me forzó, me intimidó amablemente y me aduló con sutileza:
—Por supuesto que puedes hacerlo.
—Pero no sé una palabra sobre procedimientos, legales. Me haría un lío.
—Eso no es problema. Tú estúdialo y luego tendremos a mano un abogado para corregir anomalías y supervisar que todo vaya bien.
—No puedo escribir la escena de un juicio.
—Claro que puedes, has visto representadas muchas escenas de ese tipo. Puedes estudiar vistas de causas.
—No sé… No creo que pueda.
Peter Saunders continuó diciendo que, por supuesto, podría, y que empezara pronto porque quería la obra rápidamente. Hipnotizada y, como siempre, sometida al poder de su sugestión, me leí cantidad de ejemplares de la serie Juicios famosos, consulté con pasantes y abogados y al final me interesé por el tema. Me di cuenta de que estaba disfrutando, de repente, en uno de esos maravillosos momentos de tremenda inspiración que por lo general duran poco, pero que te llevan a la orilla como una larga ola. «Esto es fantástico; lo estoy haciendo; esto funciona; ahora, ¿cómo va a seguir la cosa?» Es el preciso momento de verlo todo claro, no en el escenario, sino en la mente. Ya está todo: la trama real, el juicio real —todavía sin el Old Bailey porque no había estado en él—, todo el esquema de la escena ante el tribunal, grabado en mi mente. Veía al joven desesperado y nervioso sentado en el banquillo y a la misteriosa mujer que llega como testigo a declarar, no en favor de su amante sino apoyando al fiscal. Es una de las obras que he escrito con más rapidez: creo que tardé sólo dos o tres semanas después de tener el borrador.
Por supuesto, hice algunos cambios en el proceso y me empeñé con todas mis fuerzas en que se conservara el final que yo había pensado. A nadie le gustaba, nadie lo quería así, todo el mundo decía que estropeaba la obra. Decían:
—¡Eso no resultará!
Y pedían un final distinto, a ser posible el utilizado en el relato corto original que había escrito años atrás. Sin embargo una novela corta no es una obra de teatro. La novela corta no tenía un juicio; no había juicio por asesinato. Era un mero boceto de un acusado y un testigo enigmático. Cogí cariño al desenlace. Por lo general no suelo coger cariño a nada de lo que no tenga la suficiente convicción; pero aquí la tenía. Quería ese final y lo quería hasta tal punto que no consentiría que se montara la obra sin él.
Le puse mi final y fue un éxito. Algunas personas decían que resultaba demasiado complicado, pero yo sabía que era lógico, posible y probable; en mi opinión, quizá podía haber sucedido con menos violencia, pero psicológicamente el desenlace era acertado y el único hecho algo accesorio estaba implícito a lo largo de toda la obra.
Un abogado y su ayudante me aconsejaron oportunamente y vinieron a los ensayos en dos ocasiones. La crítica más severa la recibí del pasante de abogado que me dijo:
—Mire, a mi parecer, está todo mal porque un juicio así duraría tres o cuatro días por lo menos. No puede usted reducirlo a una hora y media o dos horas.
Por supuesto tenía mucha razón, pero tuvimos que explicarle que todas las obras de teatro gozan de ciertas licencias por las que tres días pueden condensarse en una hora. Un telón bajado aquí o allá sirve de ayuda, aunque en Testigo de cargo creo que es válida la continuidad de toda la escena del proceso.
De todas formas lo pasé muy bien la noche en que se estrenó la obra. Supongo que asistí a la función con los nervios de costumbre, pero en cuanto se alzó el telón empecé a disfrutar. De todas las puestas en escena que se habían hecho de mis obras, ésta era la que más se ajustaba, en cuanto al reparto, a lo que me había imaginado: Derek Bloomfield como el joven acusado; los magistrados, a los que nunca había visto con demasiada claridad puesto que sabía poco de leyes, de repente aparecían vivos, y Patricia Jessel, con el papel más difícil de todos, de quien dependía en mayor proporción el éxito. No había una actriz más perfecta. Su papel era muy difícil, especialmente en el primer acto donde el guión ayuda poco. Las frases son vacilantes, reservadas, y toda la fuerza de la actuación tiene que expresarse con los ojos: la reticencia, la sensación de que hay algo maligno oculto. Lo hizo a la perfección; sugería una personalidad tirante y misteriosa. Creo aún que su actuación en el papel de Romaine Helder fue una de las mejores que jamás he visto en escena.
Por consiguiente era feliz, muy feliz, y todavía lo fui más al escuchar los aplausos del público. Como de costumbre, me escabullí en cuanto cayó el telón y salí para Long Acre. En un momento, mientras buscaba el coche que estaba esperándome, me vi rodeada por una multitud de admiradores, gente sencilla de entre el público que, habiéndome reconocido, me daban palmadas en la espalda y me alegaban:
—¡Lo mejor que has escrito, querida! ¡Soberbio, de primera! ¡Bravo! ¡Me ha entusiasmado cada minuto!
Me alargaron libros de autógrafos y los firmé con cariño y alegría.
Por una vez, mis nervios y mi conciencia de mí misma me habían abandonado. Fue una noche memorable. Todavía estoy orgullosa de ella. Siempre que resuelvo el baúl de los recuerdos, le echo un vistazo y digo:
—¡Aquélla fue mi noche!
Otra ocasión que recuerdo con gran orgullo —aunque debo admitir que estuve muy nerviosa—, fue el décimo aniversario de La ratonera. Dieron una fiesta para celebrarlo; ¡habría una fiesta!, y lo que es peor, ¡yo tenía que asistir! No me importaba ir a fiestas de teatro cuando sólo eran para los actores o así de concurridas; en esos casos siempre estaba entre amigos y, aunque nerviosa, me las arreglaba más o menos. Pero ésta era una imponente fiesta por todo lo alto en el Hotel Savoy. Tenía todos los ingredientes desagradables imaginables: cantidad de gente, cámaras de televisión, luces, fotógrafos, periodistas, discursos y todo lo demás; y yo era la persona menos indicada del mundo para representar el papel de heroína. De todas formas, era algo irremediable. No tenía exactamente que hacer un discurso, pero sí que decir unas palabras, cosa que jamás había hecho antes. No puedo hacer discursos; jamás los hago ni los haré y hago bien en no hacerlos porque resultarían malísimos.
Sabía que cualquier discurso que pronunciara sería un verdadero desastre. Quise preparármelo, pero preferí dejarlo porque pensar en ello hubiera sido peor. Lo mejor era no darle más vueltas y luego, cuando llegara el momento, ya saldría algo: no importaba qué y siempre sería mejor que cualquier discurso urdido de antemano y manoseado.
Empecé la fiesta de manera insospechada. Peter Saunders me había pedido que estuviera en el Savoy media hora antes de la hora convenida. (Cuando llegué allí, descubrí que era para una prueba de fotografía y, aunque no me resultó desagradable, no se me había pasado por la cabeza que resultara tan aparatosa). Llegué al Savoy a la hora que me habían dicho, sola, con toda valentía; pero cuando intenté entrar a la habitación privada reservada para el acto del homenaje, me detuvieron:
—No se puede entrar todavía, señora. Hasta dentro de veinte minutos es imposible.
Me di la vuelta. ¿Por qué no dije inmediatamente: «Soy la señora Christie y me han dicho que pase?» No lo sé. Fue por mi desgraciada, horrible e inevitable timidez.
Este incidente fue particularmente estúpido, porque en las reuniones sociales no suelo ponerme nerviosa. No me gustan las fiestas concurridas, pero asisto a ellas si es necesario, y lo que siento no es exactamente timidez. Creo que en realidad el sentimiento —que no sé si les pasará a todos los escritores, aunque pienso que a muchos sí— es que estoy fingiendo ser algo que no soy, porque, incluso hoy día, no me veo a mí misma como a una escritora. Tengo aún el sentimiento de culpa de ser una impostora. Quizá me parezca un poco a mi nieto Mathew a los dos años, cuando bajaba la escalera y a modo de reafirmación se decía:
—¡Éste es Mathew bajando la escalera!
Por eso, cuando llegué al Savoy me dije a mí misma: «Ésta es Agatha fingiendo ser una escritora de éxito, asistiendo a esta enorme fiesta en su honor, obligada a comportarse como si fuera alguien, a hacer un discurso sin ser capaz y a representar un papel que no es el suyo».
Y, como una cobarde, acepté la prohibición me di media vuelta y me fui a pasear tristemente por los pasillos del Savoy intentando sacar valor para volver y decir —como Margot Asquith—: «¡Soy yo!» Afortunadamente me rescató mi querida Verity Hudson, la representante jefe de Peter Saunders. Se rió —no lo pudo evitar—, y Peter Saunders lo hizo a carcajadas. Por fin me hicieron entrar y una vez dentro, tuve que cortar cintas, besar a actrices, sonreír de oreja a oreja, poner cara de boba y sufrir el insulto a la vanidad de saber que al día siguiente aparecería en la prensa, arrimando el carrillo al de una actriz joven y guapa: ella radiante y segura de sí, y yo horrorosa. ¡Bueno, después de todo creo que fue un buen remedio contra la presunción!
Al final todo resultó bien, aunque no tanto como hubiera resultado si la reina de la fiesta hubiera tenido más talento de actriz para hacer una buena actuación. No obstante, mi «discurso» fue aceptable. Fueron sólo unas breves palabras, pero los asistentes las recibieron con mucha amabilidad: todos me dijeron que había estado magnífica. Aunque no les creí, pensé que había quedado suficientemente bien. La gente padeció mi inexperiencia, pero se dio cuenta de que intentaba hacerlo lo mejor posible y agradecieron mi esfuerzo. Mi hija, he de confesarlo, no estaba de acuerdo con esto. Me decía:
—Podías haberte molestado un poco más, madre, y haber preparado algo como Dios manda de antemano.
Pero ella es ella y yo soy yo, y preparar algo como Dios manda de antemano, en mi caso, a menudo es causa de mayor desastre que confiar en la inspiración del momento, por poca que exista.
—Esta noche has hecho historia del teatro —me dijo Peter Saunders con la mejor intención de animarme.
Creo que en cierto modo era verdad.