Estoy escribiendo esto en 1965; lo anterior sucedía en 1945. Veinte años de diferencia, aunque no lo parezca. Los años de guerra tampoco parecían reales. Eran una pesadilla donde se detenía la realidad. Algún tiempo después me decía con frecuencia: ¡Ah!, esto pasó hace cinco años, pero siempre me faltaban otros cinco. Ahora, cada vez que hablo de unos pocos años, me refiero siempre a un montón. El tiempo se ha alterado para mí, como les ocurre a los viejos.
Mi vida empezó de nuevo, en principio, al terminar la guerra alemana; aunque seguía en Japón, la nuestra había terminado. Luego, llegó la tarea de recoger los pedazos, los fragmentos perdidos por todas partes; los fragmentos de la propia vida.
Tras un tiempo de permiso, Max regresó al Ministerio del Aire. La Marina había decidido devolvernos Greenway —como de costumbre casi inmediatamente—, y la fecha elegida fue justo en Navidad. Era el día menos indicado para hacerse cargo de una casa abandonada. Nos hacía falta un poco de suerte. El generador eléctrico estaba en las últimas cuando se marcharon los soldados. El comandante americano me había dicho varias veces que le faltaba poco para estropearse del todo.
—De todas formas —decía—, cuando se lo cambiemos, el nuevo será una joya, para que tenga un buen recuerdo.
Desgraciadamente, la casa quedó vacía exactamente tres semanas antes de que el generador se estropeara.
Greenway estaba precioso cuando volvimos, un día soleado de invierno, pero salvaje, salvaje como una hermosa jungla. Los senderos habían desaparecido, el huerto, donde en su día hubo lechugas y zanahorias, era un montón de malas hierbas y los frutales estaban sin podar. Por muchas razones era triste verlo así, aunque aún era hermoso. El interior de la casa no estaba tan mal como nos temíamos. Del linóleo no quedaba ni rastro y no obtendríamos el permiso para conseguir más, porque la Marina se lo había quedado después de haberlo pagado cuando se instalaron. La cocina estaba indescriptible, con las paredes negras y llenas de grasa y, como ya he dicho, en la despensa había catorce retretes.
Tenía a alguien que batallaba por mí contra la Marina, porque he de decir que con la Marina era preciso batallar. El señor Adams era un firme aliado mío. Alguien me había dicho que era el único hombre capaz de sacar sangre de las piedras, lo que es lo mismo, dinero a la Marina.
No concedieron el presupuesto suficiente para decorar de nuevo las habitaciones, bajo el absurdo pretexto de que se había pintado la casa sólo un año o dos antes de que la ocuparan; por consiguiente nos dieron muy poco dinero para cada cuarto. ¿Cómo es posible decorar sólo las tres cuartas partes de una habitación? Sin embargo, el garaje tenía daños de consideración; le faltaban piedras y habían roto algunos escalones; y como eran daños estructurales de importancia me los pagaron; cuando me dieron el dinero lo empleé en arreglar la cocina.
Otra batalla desesperada fue la que libramos por los retretes, porque decían que tenía que pagarlos yo en concepto de mejoras. Les dije que no era ninguna mejora tener catorce retretes innecesarios en el cuarto de al lado de la cocina, que lo que necesitaba allí era la despensa tal cual estaba originalmente. Me respondieron que los retretes eran una mejora considerable si el lugar se destinara a colegio de niñas. Les respondí con mucha amabilidad que me dejaran sólo uno de más, como repuesto. Sin embargo no accedieron; o se llevaban todos o si no deducirían su costo, incluida la instalación, del presupuesto de los daños ocasionados. Por tanto, como la reina Roja, les dije:
—¡Llévenselos!
Esto les supuso considerables trastornos y gastos, pero al final los quitaron. El señor Adams consiguió que mandaran a sus hombres una y otra vez, hasta que los quitaran perfectamente, porque siempre quedaban tuberías y cosas a la vista, y también para colocar las puertas y aditamentos de la alacena. Fue una batalla larga y agotadora.
A su debido tiempo llegaron los de las mudanzas y distribuyeron los muebles en sus correspondientes lugares. Era asombroso lo bien que se había conservado todo, a excepción de los tapices que estaban apolillados. Se les había dicho que tomaran precauciones contra la polilla, pero lo habían descuidado alegando, con falso optimismo: «Para Navidad todo habrá acabado». Algunos libros estaban deteriorados por la humedad, pero sorprendentemente pocos. El tejado del estudio permaneció intacto y todos los muebles se conservaban en asombroso buen estado.
¡Qué bonito estaba el jardín de Greenway con tan abundante esplendor!, pero me preguntaba si volvería alguna vez a tener mis senderos e incluso si sería capaz de averiguar dónde estaban. Aquello estaba cada día más salvaje y así lo consideraba el vecindario. Siempre pillábamos a alguien con las manos en la masa. En primavera pasaban con frecuencia a cortar ramas gruesas de los rododendros, tratando los arbustos sin ningún cuidado. Además, la casa estuvo vacía durante algún tiempo desde que se marcharon los de la Marina. Estábamos en Londres y Max todavía en el Ministerio del Aire. No teníamos a nadie que la cuidara y todo el mundo entraba y arramblaba con lo que fuese con toda libertad; no sólo cogían las flores sino que además, cortaban las ramas de cualquier manera.
Por fin nos instalamos allí y la vida empezó de nuevo, aunque no era como antes. Existía el alivio de que la paz por fin había llegado, pero no sabíamos cuánto duraría, ni teníamos ninguna certeza de futuro. Empezamos despacio, felices de estar juntos, a probar la vida con inseguridad, hasta ver lo que podíamos hacer de ella. Los negocios también tenían complicaciones. Impresos que rellenar, contratos para firmar, líos de impuestos: un montón de problemas que no comprendía.
Sólo ahora me doy perfecta cuenta, volviendo la vista a mi trabajo de entonces, que el volumen de mi producción fue increíble en aquellos años. Supongo que sería porque no existían distracciones de tipo social; apenas se salía por las tardes.
Aparte de los que ya he mencionado, escribí otros dos libros más durante los primeros años de la guerra. Los escribí pensando en que quizá moriría en las incursiones, lo cual era muy probable teniendo en cuenta que trabajaba en Londres. El primero, de Hércules Poirot, era para Rosalind; el otro, de Miss Marple, para Max. Una vez escritos, los guardé en la caja fuerte de un banco y se instruyó formalmente un documento de cesión para Rosalind y Max. Según me informaron, estaban totalmente asegurados contra la destrucción.
—¡Os alegrará pensar —les dije a los dos— que tenéis un par de libros, uno para cada uno!
Me contestaron que preferían tenerme a mí; les dije:
—¡La verdad es que así lo espero!
Y nos reímos un buen rato.
No comprendo por qué la gente se pone tan nerviosa cuando se discute algo relacionado con la muerte. Mi querido Edmund Cork, mi agente, se entristecía mucho cuando oía mi pregunta:
—Sí, ¿pero en caso de que me muera…?
La verdad es que la cuestión de la muerte es tan importante hoy día que es preciso discutirla. Por lo que deduje de lo que mis abogados me habían hablado en relación a los impuestos testamentarios —de lo que entendí muy poco—, mi muerte sería un desastre sin igual para todos mis familiares y su única esperanza era conservarme con vida el mayor tiempo posible.
Teniendo en cuenta el punto al que habían llegado los impuestos, me agradaba pensar que ya no merecía la pena que trabajara tanto: un libro al año sería suficiente. Si escribía dos libros por año ganaría sólo un poco más que si escribía uno y, sin embargo, el trabajo sería mucho mayor. Era evidente que ya no existía el antiguo incentivo. Ahora bien, la cosa era distinta si verdaderamente deseaba hacer algo fuera de lo común.
Por entonces, la B.B.C. me telefoneó para preguntarme si quería escribir una obra corta para un programa radiofónico que querían preparar para la reina María. Por lo visto había expresado su deseo de tener algo mío porque le gustaban mis libros. Me pidieron que lo tuviera pronto. La idea me atraía. Lo pensé mucho, paseé de arriba a abajo y al final les telefoneé diciéndoles que sí. Me vino una idea bastante acertada y escribí la breve obra radiofónica Tres ratones ciegos. Por lo que sé, la reina María quedó encantada. Al poco tiempo me sugirieron que la alargara hasta convertirla en un relató corto.
Sangre en la piscina, que la había adaptado para la escena, fue producida por Peter Saunders y constituyó un gran éxito. Quedé tan complacida que pensé escribir de nuevo para el teatro. ¿Por qué no escribir obras de teatro en lugar de novelas? Era mucho más divertido. Con una novela al año cubriría mis finanzas; una vez terminada, podría divertirme de distinta manera.
Cuanto más pensaba en Tres ratones ciegos, más me parecía que debía alargarse, de obra radiofónica de veinte minutos a suspense en tres actos. Busqué dos personajes adicionales, una trama y escena más complicadas y una lenta introducción al clímax. Creo que una de las ventajas de La ratonera, como se llama la versión teatral de Tres ratones ciegos, sobre otras obras de teatro era que se había desarrollado a partir de un resumen, es decir, a partir de un esqueleto desnudo al que había que ponerle la carne. Todo crecía proporcionalmente en relación con la obra inicial; era un buen sistema de construcción.
Su título he de agradecérselo a mi yerno Anthony Hicks. No lo he mencionado con anterioridad, pero por supuesto vive y está con nosotros. La verdad es que no sé qué haría sin él. No sólo es una de las personas más amables que conozco, sino también un carácter notorio y muy interesante. Tiene muchas ideas y es capaz de animar una comida, inventando de repente un «problema»: al instante todo el mundo discute ferozmente.
Ha estudiado sánscrito y tibetano y tiene conocimientos para hablar de mariposas, arbustos poco comunes, leyes, sellos, pájaros, porcelanas, antigüedades, atmósfera y climas. Su único defecto es que le gusta demasiado el vino, pero ahí no puedo ser imparcial porque no comparto su afición.
Cuando nos enteramos de que el título original Tres ratones ciegos no se podía utilizar porque ya existía una obra llamada así, nos rompimos la cabeza pensando otros. A Anthony se le ocurrió La ratonera, y lo aceptamos. Creo que debimos compartir los derechos de autor, pero nunca imaginamos que esta obra concreta hiciera historia dentro del teatro.
La gente siempre me pregunta a qué atribuyo el éxito de La ratonera. Aparte de la respuesta obvia, ¡suerte! —porque es así por lo menos en un noventa y nueve por ciento—, creo que la única razón que serviría es que tiene algo para todas las preferencias. Les gusta a los jóvenes y les gusta también a las personas de edad; Mathew y sus amigos de Eton, y más tarde, Mathew y sus amigos de la Universidad fueron a verla y les encantó; y también gusta a los licenciados en Oxford. Pero creo, y no quiero pecar de presumida ni de lo contrario, que en su estilo —o lo que es lo mismo, para ser una obra ligera con humor y emoción—, está bien construida. La trama se desenvuelve de tal forma que se quiere saber cómo continuará y nunca se intuye lo que pasará al cabo de unos minutos. Además, opino que aunque existe la tendencia de que los personajes de casi todas las obras que llevan largo tiempo en cartel sean caricaturescos, en La ratonera «todos» podrían ser personas reales.
Es el caso de tres niños que, después de que un tribunal los enviara a una granja, fueron maltratados y se abusó de ellos. Uno muere y, al ver la obra, se intuye la posibilidad de que en el corazón de alguno de los otros dos nazca el deseo de venganza. En el segundo asesinato, que sin duda se recordará, existe alguien que arrastra su rencor desde la infancia y espera muchos años para llevar a cabo su venganza. Esta parte de la trama no es en absoluto imposible.
Los personajes: la joven desengañada de la vida, decidida a vivir sólo para el futuro; el joven que se niega a enfrentarse con la vida y busca a una madre; y el niño que con inocencia vuelve la espalda a la mujer cruel que hirió a Jimmy —y a su joven maestro—, me parecen todos reales, naturales.
Richard Attenborough y su encantadora esposa interpretaron los dos papeles principales en el estreno. ¡Qué buena fue su actuación! Les gustaba la obra y creían en ella; Richard Attenborough interpretaba su papel con gran inteligencia. Disfruté mucho también en los ensayos; todo me pareció bien.
Finalmente, fue representada. Tengo que decir que nunca pensé que tuviera un gran éxito entre mis manos ni nada parecido. Pensé que la obra marchaba muy bien hasta que un día que fui a verla con unos amigos —no recuerdo si fue en una primera representación, aunque creo que fue en Oxford, al principio de una gira—, pensé con tristeza que fracasaría porque era poco directa. Había inventado demasiadas situaciones humorísticas; provocaba excesiva hilaridad y esto seguro que le restaba emoción. Sí, recuerdo que me deprimí algo por este motivo.
Sin embargo, Peter Saunders inclinaba la cabeza amablemente y me decía:
—¡No te preocupes! En mi opinión estará algo más de un año en cartel; le daré catorce meses.
—No durará tanto —le dije—; quizás ocho. Sí, creo que ocho meses.
Y ahora, mientras escribo, cumple su decimotercer año y ha cambiado de reparto innumerables veces. El Ambassadors Theatre ha renovado ya las butacas y las cortinas. He oído que ahora van a cambiar la decoración, porque todo está muy viejo. Y la gente acude aún.
Me parece increíble. ¿Por qué dura trece años una obra en sesión de tarde que sólo es divertida y agradable? No hay duda: ocurren milagros.
¿Y a quién van a parar los beneficios? En su mayor parte, como es de suponer, al fisco, como pasa con todo; pero, aparte, ¿quién es el beneficiario? He cedido a otras personas los beneficios de muchas de mis novelas y cuentos. Los derechos del relato corto Santuario, han sido cedidos a la Fundación de Recursos de la Abadía de Westminster, y otros relatos cortos pertenecen a varios de mis amigos.
El hecho de sentarse a escribir algo y que luego pase directamente de tus manos a las de otra persona es mucho más natural y produce mayor alegría que regalar cheques o cosas por el estilo. Parece que en definitiva ambas cosas son lo mismo; pero no es lo mismo. Uno de mis libros pertenece a los sobrinos de mi marido; aunque fue publicado hace muchos años todavía le sacan un buen partido. A Rosalind le cedí mi parte de los derechos por la película Testigo de cargo.
La ratonera pertenece a mi nieto Mathew que, por supuesto ha sido el miembro más afortunado de la familia; es un regalo que le convertirá en el más rico de mis beneficiarios.
Una cosa que me ha producido una gran satisfacción es haber escrito una novela —semilarga creo que se llama, de una duración entre novela y relato breve—, cuyo producto se destinó a colocar una vidriera en mi parroquia de Churston Ferrers. Es una bonita iglesia pequeña, pero siempre me disgustó el ventanal del Este que era de vidrio corriente. Todos los domingos me fijaba y pensaba lo bonito que estaría en colores pálidos. Como no tenía ningún conocimiento sobre cristal emplomado, tuve que visitar varios talleres y encargar diferentes diseños a diferentes artistas. Al final me decidí por uno llamado Patterson que vivía en Bideford y que me había enviado un diseño de ventanal que me encantó sobre todo por su colorido, ya que no había empleado azules y rojos, como se suele hacer, sino predominantemente malva y verde pálido, mis colores favoritos. Quería que la figura central fuera el Buen Pastor, pero tuve dificultades con la diócesis de Exeter y también con el señor Patterson, porque ambos insistían en que el diseño del panel central de una ventana orientada al Este tenía que representar la Crucifixión. Sin embargo, en la diócesis, después de hacer algunas indagaciones, convinieron que figurase lo que yo quería, puesto que la parroquia estaba consagrada al Buen Pastor. Tenía interés en que fuera un ventanal alegre; que los niños lo mirasen con placer. En el centro quedó el Buen Pastor y en los otros paneles aparecen el pesebre y la Virgen con el Niño, los ángeles apareciéndose a los pastores en el campo, los pescadores en su barco con las redes y Jesús caminando sobre el mar. Son escenas sencillas del Evangelio que disfruto contemplando cuando voy a misa los domingos. El señor Patterson hizo un precioso ventanal, que creo pasará con éxito la prueba de los siglos, porque es sencillo. Me siento orgullosa y a la vez humilde por haber podido hacer ese ofrecimiento con el producto de mi trabajo.