Hay cosas que se quieren olvidar, que hay que aceptar porque han ocurrido, pero en las que nadie quiere volver a pensar.
Rosalind me telefoneó un día para decirme que a Hubert, que llevaba en Francia algún tiempo, le habían dado por desaparecido, posiblemente muerto.
Creo que esto es lo más cruel que puede sucederle a una esposa joven en tiempo de guerra, la terrible incertidumbre. Saber que el marido ha muerto es muy triste, hay que aceptarlo porque es un hecho irremediable, pero el fatal hilo de la esperanza es cruel, enormemente cruel… Y nadie puede ayudarte.
Me fui con ella y me quedé en Pwllywrach algún tiempo. Aunque la esperanza es lo último que se pierde, creo que Rosalind, en el fondo de su corazón, tenía muy poca. Esperaba siempre lo peor. Además en Hubert había algo, que no era exactamente melancolía sino ese toque que tienen algunas personas por el que parece que no vivirán mucho tiempo. Era una persona muy querida; siempre fue bueno conmigo y creo que tenía una gran sensibilidad, si no poética, algo parecida. Ojalá le hubiera conocido mejor, pero siempre nos vimos en cortas visitas y en encuentros breves.
Pasaron muchos meses hasta que tuvimos más noticias. Creo que Rosalind lo sabía veinticuatro horas antes de decirme nada. Se comportó como era habitual en ella; siempre tuvo mucho valor. Al final, horrorizándole hacerlo, pero sabiendo que no tenía más remedio, dijo abruptamente:
—Mira esto —y me entregó el telegrama en el que comunicaban que había sido definitivamente clasificado como muerto en combate.
La cosa más triste en esta vida y la más difícil de soportar, es saber que no se puede hacer nada para aliviar el sufrimiento de alguien a quien se ama. Quizá se pueda aliviar la deficiencia física de las personas, pero es casi imposible ayudar a quien sufre en su corazón. Pensé, aunque tal vez me equivocara, que la mejor postura que podía adoptar era no decir nada, continuar como siempre. Creo que en el lugar de Rosalind así lo habría deseado. Esperas que nadie te hable, que no se dramatice. Creo que era lo mejor para ella; no sé si para otras personas. Quizá le hubiera facilitado más las cosas si hubiera sido de esas madres decididas que insisten en que su hija sea más comunicativa. El instinto no es infalible. Se desea con toda el alma no herir a la persona amada, no hacer mala elección; se piensa que uno debería saber qué hacer pero nunca se tiene la certeza.
Rosalind siguió viviendo en Pwllywrach en aquella enorme casa vacía, con Mathew, un niño encantador al que siempre recuerdo alegre; tenía mucho gancho para la felicidad. Y todavía lo tiene. Me alegraba mucho que Hubert hubiera conocido a su hijo, aunque a veces resulte más cruel saber que no volvería al hogar que tanto amaba, ni educaría al hijo que tanto había deseado.
No se puede evitar un sentimiento de rabia al pensar en la guerra. En Inglaterra tuvimos demasiadas en muy poco tiempo.
La primera parecía increíble; vino como una sorpresa, como algo totalmente innecesario. Esperábamos y creíamos que quedaría definitivamente desterrada, que el deseo bélico jamás volvería a los corazones alemanes. Pero volvió; ahora sabemos, por los documentos que forman parte de la Historia, que Alemania se preparó para la segunda guerra mundial años antes de que se desencadenara.
Y se tiene siempre la terrible sensación de que la guerra no arregla nada; que ganar una guerra es tan desastroso como perderla. Creo que la guerra ha tenido su lugar y su momento en los tiempos en que era necesario que murieran los que no habían de perpetuar la especie; los sumisos, los amables, los que se daban por vencidos con facilidad estaban llamados a desaparecer; entonces la guerra sí era necesaria, porque unos u otros tenían que morir. Como ocurre con los animales, había que luchar por el territorio. La guerra traía esclavos, tierras, comida y mujeres: todo lo necesario para sobrevivir. Pero ahora hay que aprender a evitarla; no porque nuestra naturaleza sea más perfecta o porque nos desagrade herir a otros, sino porque ya no trae beneficios; ahora nadie sobrevivirá, ni nosotros ni nuestros adversarios; nos destruirá a todos. No cabe duda de que ya pasó la época de los tigres, ahora llegará de los canallas y los charlatanes, la de los ladrones, la de los rateros; pero lo positivo es que será una etapa más en el camino.
Creo que estamos en el amanecer de una especie de buena voluntad. Nos aflige enterarnos de terremotos, de desastres espectaculares. Queremos ayudar. Esto es un auténtico logro que posiblemente traerá sus consecuencias; no inmediatas —nada ocurre de inmediato—, pero creo que debemos esperarlas. En ocasiones nos olvidamos de la segunda de las virtudes de la trilogía que tan pocas veces mencionamos: fe, esperanza y caridad. Es un hecho que la fe siempre ha existido, incluso a veces en dosis excesivas; si abusas, te puede volver un amargado, un ser duro e impasible. El amor que no podemos por menos que sentir en nuestro corazón es suficiente. Pero ¡cuántas veces olvidamos que existe también la esperanza! Casi siempre nos desesperamos antes de tiempo, decimos: «¿Para qué hacer nada?» La esperanza es la virtud que deberíamos cultivar más en los tiempos que corren.
Cada cual se construye su propio bienestar que le proporciona ausencia de temores, seguridad, el pan nuestro de cada día y algo más; sin embargo, en este estado de bienestar, cada año que pasa nos resulta más difícil mirar al futuro. Nada merece la pena. ¿Por qué? ¿Quizá porque ya no tenemos que luchar por la existencia? ¿Es que la vida ya no es interesante? No apreciamos el don de estar vivos. ¿Necesitamos tal vez problemas de espacio, abrirnos a nuevos mundos, a nuevos tipos de dificultades y sufrimientos, de enfermedades y dolor y a un feroz anhelo de supervivencia?
Bueno, soy una persona confiada. Si existe una virtud de la que nunca me sacio, ésa es la esperanza. Por eso me resulta tan grato estar con mi querido Mathew. Ha tenido siempre un temperamento optimista incurable. Me acuerdo de una vez, cuando estaba en preparatorio y Max le preguntó si tenía alguna oportunidad de entrar en el equipo de cricket.
—Bueno —dijo Mathew con una sonrisa luminosa—, ¡siempre hay esperanza!
Creo que nuestro lema ideal sería ése. Me dio muchísima rabia enterarme de una noticia protagonizada por una pareja de mediana edad que vivía en Francia cuando estalló la guerra. Al ver que los alemanes se acercaban a su país no se les ocurrió nada mejor que suicidarse y lo hicieron. ¡Qué desperdicio! ¡Qué lástima! No beneficiaron a nadie con ello. Quizás hubieran salido adelante a través de las dificultades de una vida de resignación, de supervivencia. ¿Por qué perder la esperanza mientras se está con vida?
Esto me trae a la memoria un cuento que mi abuela americana me contaba hace montones de años, sobre dos ranas que se cayeron a un cubo de leche. Una decía:
—¡Ay! ¡Me estoy ahogando, me estoy ahogando!
La otra decía:
—Yo no me ahogaré.
—¿Cómo lo conseguirás? —preguntaba la primera.
—Porque me moveré y me moveré como una loca —contestó la otra.
A la mañana siguiente, la primera rana se había dado por vencida y estaba ahogada; la segunda, después de estarse moviendo durante toda la noche, estaba sentada dentro del cubo encima de un bloque de mantequilla.
Todo el mundo, creo, estaba algo impaciente hacia los últimos meses de la guerra. A partir del día D, creció el sentimiento general de que aquello tendría un fin y todos los que habían dicho lo contrario empezaban ya a tragarse sus palabras.
Me sentía inquieta. Muchos pacientes se marcharon de Londres aunque, desde luego, continuaban como pacientes externos. Pensábamos aún que esta guerra no había sido como la anterior, en la que remendábamos heridos recién traídos de las trincheras. Ahora pasábamos la mayor parte del tiempo suministrando grandes cantidades de píldoras para los epilépticos que, aunque era un trabajo necesario, carecía de esa relación directa con la guerra que todos necesitábamos. Las madres llevaban a sus hijos al Bienestar Social, y muchas veces pensaba que habrían hecho mejor dejándolos en casa. En esto, el farmacéutico jefe estaba totalmente de acuerdo conmigo.
En aquel tiempo tenía entre manos uno o dos proyectos. Una chica joven que estaba en la W.A.A.F. me concertó una entrevista con un amigo suyo con vistas a cierto trabajo fotográfico de espionaje. Me dieron un salvoconducto impresionante que me permitió andar por miles de pasillos subterráneos bajo el Departamento de Guerra y, finalmente, me recibió un teniente joven muy grave que me puso el corazón en un puño. Aunque tenía mucha experiencia en fotografía, jamás había hecho ninguna desde el aire; en consecuencia, me resultó prácticamente imposible reconocer las fotos que me mostraron. La única de la que estaba algo más segura era una de Oslo, pero me sentía tan avergonzada por haber metido la pata en todas las anteriores, que ni siquiera lo dije. El joven suspiró, me miró pensando en lo torpe que había estado y me dijo con amabilidad:
—Creo que lo mejor es que vuelva a su trabajo del hospital.
Cuando salí, me sentía completamente derrotada.
Hacia el principio de la guerra, Graham Green me escribió para preguntarme sí me gustaría hacer un trabajo publicitario. Siempre he pensado que no se me daría bien la publicidad, porque me falta esa simplicidad necesaria para ver sólo una parte de la cuestión. No hay nada tan inefectivo como un publicista tibio. Hay que saber decir «X, negro como la noche» y sentirlo. Y yo no creo que lo consiga nunca.
Pero cada día que pasaba me sentía más impaciente. Quería un trabajo que tuviera algo que ver con la guerra. Recibí una oferta para trabajar en la consulta de un médico en Wendover, que estaba cerca de la casa de unos amigos. Pensé que quizás estaría bien y además me agradaba que fuera en el campo. Lo único era que si Max regresaba —y después de tres años posiblemente estaría al llegar—, sentiría mucho dejar colgado al médico.
Había también un proyecto teatral. Tenía la oportunidad de marcharme con E.N.S.A. de gira por el norte de África como sustituta del productor o algo parecido. La idea me entusiasmaba; sería maravilloso conocer el norte de África. Afortunadamente no me marché; una quincena antes del día fijado para partir, recibí una carta de Max en la que me comunicaba que regresaría de África en dos o tres semanas. ¡Qué pena si llego a marcharme en el preciso momento en que él regresaba!
Las semanas siguientes fueron una agonía; no tenía nada que hacer, sólo esperar. Durante quince días, tres semanas o quizá más tiempo me dije a mí misma que estas cosas casi siempre tardaban en llegar mucho más de lo que uno espera.
Pasé un fin de semana con Rosalind en Gales y volví el domingo por la noche en uno de esos trenes tan habituales en tiempo de guerra, helado; y por supuesto, al llegar a Paddington no había manera de conseguir medios de locomoción para ningún sitio. Al final, tomé un tren muy complicado que me dejó en la estación de Hampstead, cerca de los pisos de Lawn Road, y desde allí fui hasta casa andando, cargada con algunos arenques y la maleta. Cuando llegué, cansada y aterida, lo primero que hice fue encender el gas, quitarme el abrigo, dejar la maleta y poner los arenques en la sartén. Después oí fuera un ruido metálico muy extraño y salí al balcón a ver lo que era; miré las escaleras. Subía alguien cargado con todo lo imaginable, haciendo ruido con lo que le sobresalía por todas partes: parecía una caricatura de Old Bill de la primera guerra mundial. Me recordaba mucho al Caballero Blanco. Parecía imposible que alguien pudiera con tantas cosas a la vez, pero no había duda de quién era: ¡Era mi marido!, dos minutos después supe que todos mis temores de que hubiera cambiado o de que las cosas ya no fuesen las mismas, eran infundados. ¡Era mi Max! Tal cual se marchó, aquí estaba de nuevo. Aquí estábamos de nuevo. Un horrible olor a arenques fritos nos llegó a la nariz y entramos corriendo.
—¿Qué demonios comes? —preguntó Max.
—Arenques —contesté—. Tómate uno.
Entonces nos miramos.
—¡Max! —le dije—. ¡Has engordado como trece kilos!
—Sí, más o menos. Tú tampoco has perdido ni un gramo —añadió.
—Claro, por todas las patatas que he comido —le dije—. Cuando no hay ni carne ni cosas así, se comen demasiadas patatas y demasiado pan.
Y allí estábamos, con veintitantos kilos de más entre los dos. Me parecía ilógico.
—Viviendo en el desierto de Fezzan tenías que haber adelgazado —le dije.
Max me contestó que en los desiertos no se adelgaza porque lo único que se hace es estar sentado, comer alimentos grasos y beber cerveza.
¡Qué maravillosa noche pasamos! Cenamos arenques quemados y nos sentimos felices.