Mi nieto Mathew nació en Cheshire el 21 de setiembre de 1943, en una maternidad muy próxima a la casa de mi hermana, Punkie, que siempre quiso mucho a Rosalind, estaba encantada de que volviera a Cheshire para tener el niño. Mi hermana era la mujer más infatigable que he conocido; una especie de máquina humana. Cuando murió su suegro, ella y James se fueron a Abney que, como ya he mencionado, era una casa enorme, con catorce dormitorios, infinidad de cuartos de estar, y en mis tiempos jóvenes, la primera vez que fui, dieciséis sirvientes internos. Ahora sólo estaban mi hermana y la cocinera de siempre, que, desde que se casó, venía a diario sólo para hacer la comida.
Cada vez que iba allí, oía a mi hermana moverse a partir de las cinco y media de la mañana. Se hacía la casa entera, limpiaba el polvo, la ordenaba, la barría, encendía las chimeneas, limpiaba los dorados y sacaba brillo a los muebles; luego despertaba a la gente para el té. Después del desayuno, fregaba los cuartos de baño y hacía las camas. A eso de las diez y media no quedaba nada por hacer; entonces salía al huerto que estaba repleto de patatas nuevas, guisantes, judías verdes, habas, espárragos, zanahorias y de todo lo demás; ni una mala hierba se atrevía a asomar la cabeza ni en el huerto ni entre los macizos de flores de Punkie.
Se había hecho cargo además del perro chino de un oficial, porque éste no podía cuidarlo, perro que dormía siempre en el cuarto de los billares. Una mañana al bajar a la habitación, vio que el perro estaba tan tranquilo en su cesto, pero que había una bomba justo en el centro del suelo. La noche anterior habían caído muchas bombas incendiarias en el tejado y tuvieron que subir a quitarlas. Concretamente la que cayó en el cuarto de los billares no la sintieron porque pasó desapercibida en medio del estruendo general y además porque no explotó.
Mi hermana telefoneó a los expertos en desarticular artefactos, que vinieron inmediatamente. Después de examinarla, dijeron que abandonara todo el mundo la casa antes de veinte minutos.
—Cojan lo estrictamente necesario —dijeron.
—¿A que no te imaginas lo que cogí? —me preguntó mi hermana—, la verdad es que cuando a uno le meten prisa, pierde la cabeza.
—Bueno, ¿qué cogiste? —le pregunté.
—Lo primero de todo las cosas personales de Nigel y Ronnie (que eran dos oficiales huéspedes de Punkie en aquellos días), porque pensé que no estaba bien que les ocurriera nada. Luego cogí el cepillo de dientes y todas las cosas de aseo y ya no se me ocurrió absolutamente nada más. Miré por toda la casa, pero tenía la mente en blanco. No se sabe muy bien por qué cogí también el ramo grande flores de cera del estudio.
—Nunca pensé que le tuvieras especial cariño —le dije.
—Claro, como que jamás se lo tuve —contestó Punkie—, ahí está lo extraño.
—¿No sacaste las joyas o algún abrigo de piel?
—Ni se me pasó por la cabeza.
Retiraron la bomba, que explotó en su debido lugar. Afortunadamente no ocurrieron más incidentes de este tipo.
Cuando llegó el momento, recibí un telegrama de Punkie y me presenté allí lo antes que pude. Encontré a Rosalind en la maternidad, muy orgullosa de sí misma y presumiendo de la fuerza y el tamaño de su bebé.
—¡Es un monstruo! —decía con cara de satisfacción—, ¡es un niño enorme, un auténtico monstruo!
Miré al monstruo. Tenía muy buen aspecto y estaba contento. Sonreía ligeramente, quizá porque eructaba, pero a mí me pareció una sonrisa de amabilidad.
—¡Fíjate! —decía Rosalind—, ¡ya no recuerdo cuánto me han dicho que mide, pero es un monstruo!
Lo cierto es que el monstruo había nacido y todo el mundo estaba contento. Cuando llegaron Hubert y su fiel servidor, el oficial Barry, a ver al niño, hubo verdadero júbilo. Estábamos todos locos de alegría.
Se había convenido que Rosalind se marcharía a Gales en cuanto naciera el niño. El padre de Hubert había muerto en diciembre de 1942 y su madre pensaba mudarse a otra casa más pequeña no muy lejos de la suya. Mientras el plan se ponía a punto, Rosalind se quedaría en Cheshire; después, una enfermera que según ella misma conocía el oficio, se encargaría del cuidado de mi hija y de mi nieto hasta que se asentaran en Gales. Yo también les echaría una mano tan pronto como estuviera todo listo para el traslado.
Por supuesto, en guerra nada era fácil. Rosalind y la enfermera llegaron a Londres y las instalé en el 47 de Campden Street. Como mi hija estaba todavía algo débil, yo iba desde Hamptead casi todas las tardes a preparar la cena. La verdad es que también preparaba el desayuno por las mañanas hasta que la enfermera, una vez que dejó bien sentado que no era más que una enfermera de hospital sin ninguna obligación doméstica, dijo un día que se encargaría de los desayunos. Sin embargo, desgraciadamente, los bombardeos arreciaron de nuevo. Noche tras noche nos sentábamos con mucha inquietud; cuando sonaba la alarma metíamos la cunita de Mathew debajo de una pesada mesa de cartón piedra que tenía encima un cristal muy grueso, porque pensábamos que no había lugar más seguro para resguardarle. Era una situación muy triste para una madre joven y yo no hacía más que pensar que ojalá tuviera disponibles Winterbrook House o Greenway.
Max estaba ahora en el norte de África. Primero estuvo en Egipto y de allí había ido a Trípoli. Más tarde marcharía al desierto de Fezzan. Las cartas llegaban de tarde en tarde y, a veces, no tenía noticias suyas en más de un mes. Mi sobrino Jack estaba también fuera, en el Irán.
Stephen Glanville estaba todavía en Londres, de lo que me alegraba enormemente. En ocasiones me iba a buscar al hospital y me llevaba a su casa de Highgate a cenar. Si uno de los dos había recibido algún paquete de comida solíamos celebrarlo.
—Tengo mantequilla de América, ¿puedes traerte una lata de sopa?
—Me han mandado dos latas de langosta y una docena completa de huevos marrones.
Un día anunció que tenía arenques frescos de verdad, de la costa Este. Llegamos a la cocina y Stephen deshizo el paquete. ¡Qué lástima! Quizá fueron preciosos recién pescados, pero ahora sólo había un lugar para ellos: el puchero de agua hirviendo. Fue una noche triste.
En tiempos de guerra resulta muy difícil mantener las amistades; es imposible frecuentar el trato con los conocidos de antes e incluso muy rara vez se escriben cartas a los amigos.
Dos amigos íntimos a los que me esforzaba por ver eran Sidney y Mary Smith. Él era encargado de la conservación del departamento de antigüedades egipcias y asirias; hombre de ideas muy interesantes y de temperamento de prima donna. Sus puntos de vista sobre cualquier cosa eran distintos de los del resto de la gente y si pasaba una hora hablando con él, cuando dejaba su casa iba tan estimulada por las ideas que me había metido en la cabeza, que me daba la sensación de que andaba sin tocar el suelo. Conseguía siempre provocar una violenta resistencia en mí por lo que discutía con él cada detalle.
Ni sabía ni le gustaba estar de acuerdo con la gente. Cuando censuraba a una persona o no le era agradable, jamás se volvía atrás. Por el contrario el que era amigo suyo una vez, lo era para siempre. Y eso es todo. Su mujer, Mary, era una excelente pintora y una hermosa mujer de precioso cabello gris y cuello delgado y largo. Además tenía un sentido común completamente devastador, como lo demostró con la excelente cena que sirvió una noche.
Los Smith eran encantadores conmigo. Vivían cerca de casa y siempre era bien recibida cuando les visitaba a la salida del hospital y me quedaba hablando con Sidney durante una hora. Me prestaba con frecuencia libros que en su opinión podían interesarme y se sentaba al estilo de los antiguos filósofos griegos y yo a sus pies, como un humilde discípulo.
Le gustaban mis historias de detectives, aunque sus críticas eran contrarias a las de todo el mundo. Casi siempre decía respecto a las cosas que a mí no me gustaban demasiado:
—Eso es lo mejor de tu libro.
Cuando estaba totalmente satisfecha de algo me decía:
—No, tú lo sabes hacer mejor; aquí estás por debajo de tus posibilidades.
Un día me asaltó Stephen Glanville.
—He proyectado algo para ti. —Hombre, ¿qué es?
—Quiero que escribas una historia de detectives situada en el antiguo Egipto.
—¿En el antiguo Egipto?
—Sí.
—Pero, no sabría…
—Claro que sí. No hay ninguna razón para que una historia de detectives sea más difícil de situar en el antiguo Egipto que en la Inglaterra de 1943.
Comprendí lo que quería decir. La gente es la misma sea cual fuere el siglo o el lugar.
—Y será más interesante —dijo—. Será una historia de detectives escrita para que el que disfrute con las novelas policíacas y le agrade leer sobre esa época combine ambos placeres.
Le repetí que sería incapaz de hacerlo pues no tenía los conocimientos suficientes. Pero Stephen era un hombre extraordinariamente persuasivo y al terminar la tarde casi me había convencido.
—Has leído mucho sobre egiptología —decía—, y siempre te ha interesado Mesopotamia.
Era cierto que uno de los libros que más me habían interesado en el pasado era El amanecer de la conciencia de Breasted, y que había leído bastante sobre historia de Egipto cuando escribí mi novela sobre Akenatón.
—Todo lo que tienes que hacer es fijar un período de tiempo o un incidente; un escenario definido —me dijo Stephen.
Tuve la terrible sensación de que las cartas estaban ya echadas.
—Pero dame alguna sugerencia —le dije débilmente—, sobre el tiempo o el lugar.
—Bien —me respondió—, tengo un incidente o dos que quizá sirvan.
Me señaló una o un par de cosas en un libro que sacó de un estante. Luego me dio como media docena más de libros, me llevó en su coche con ellos hasta Lawn Road y me dijo:
—Mañana es sábado. Puedes pasarte un agradable fin de semana leyéndolos y a ver qué es lo que excita tu imaginación.
Al final señalé tres posibles puntos interesantes: ninguno se refería a anécdotas demasiado conocidas ni a personas muy famosas, porque en mi opinión esto provoca a veces que una novela resulte pretenciosa, como ocurre a menudo en relatos situados en tiempos históricos. Después de todo, a nadie le interesa saber cómo era el rey Pepi o la reina Hatshepsut y contarlo es una petulancia. Lo que sí se puede hacer es introducir un personaje de creación propia en aquellos tiempos y, siempre que se conozca lo suficiente del ambiente local y de la forma de pensar de la época, el resultado quizá sea bueno. Una de mis elecciones fue una anécdota de la cuarta dinastía; otra, muy posterior —creo que de uno de los últimos Ramsés—, y la tercera, por la que al final me decidí, la saqué de las cartas recientemente publicadas de un sacerdote Ka de la decimoprimera dinastía.
Estas cartas narraban a la perfección la imagen de una familia: el padre era exigente, con ideas propias y preocupado por sus hijos que no siempre hacían lo que él deseaba; de éstos, uno era poco inteligente y en consecuencia obediente; el otro tenía un fuerte temperamento, era pretencioso y extravagante. Las cartas que el padre escribía a sus dos hijos contaban cómo tenía que hacerse cargo de cierta mujer de mediana edad, sin lugar a dudas uno de esos familiares pobres que a través de los siglos viven entre las familias y con los que el padre suele ser amable aunque a los niños les resulte desagradable porque casi siempre son aduladores y causantes de perjuicios.
El anciano disponía las reglas de cómo hacer con el aceite y cómo con el trigo. La familia no estaba dispuesta a que tal o cual persona les engañara en la calidad de los alimentos. Cada vez veía más clara la situación. Añadí una hija y algunos detalles más sacados de otros dos textos: la llegada de una nueva esposa, por cuya causa el padre estaba trastornado. Inventé también un niño malcriado y una glotona pero sagaz abuela.
Muy excitada, empecé a trabajar. En aquel momento no tenía ningún otro libro entre manos. Diez negritos se había representado con éxito en el teatro St. James, hasta que fue bombardeado; después trasladaron la obra al Cambridge durante algunos meses más. Precisamente andaba yo en aquel entonces dándole vueltas a la cabeza para encontrar algún tema nuevo, así que era el momento oportuno de iniciar una historia egipcia de detectives.
No había duda de que el que me había puesto en el disparadero había sido Stephen, ni tampoco la había de que si él estaba decidido a que yo escribiera una novela policíaca ambientada en el antiguo Egipto, no me quedaría más remedio que hacerla. Stephen era así.
Como le había asegurado, creo que en las semanas y meses siguientes se arrepintió de haberme animado a hacer semejante cosa. Le llamaba continuamente en busca de información que, como me había dicho, sólo me llevaba dos o tres minutos preguntar, pero que le suponía consultar unos ocho o diez libros para contestarme con exactitud.
—Stephen, ¿qué tomaban en las comidas? ¿Cómo preparaban la carne? ¿Qué hacían de especial en las fiestas? ¿Comían juntos los hombres y las mujeres? ¿Cómo eran las habitaciones donde dormían?
—Vaya —gruñía Stephen, y después de informarme sobre lo que le había preguntado me explicaba que tenía que sacar amplias conclusiones de pocas evidencias.
Existían dibujos de aves asadas, hogazas de pan, racimos de uvas y cosas así. De momento me bastaban para que la vida cotidiana de aquel período me resultara real, pero al poco rato le llamaba otra vez con nuevas preguntas.
—¿Comían a la mesa o en el suelo? ¿Ocupaban las mujeres una parte distinta de la casa? ¿Guardaban la ropa en cómodas o en armarios? ¿Cómo eran las casas?
Era más difícil de averiguar cómo eran las casas que los palacios o templos, puesto que éstos, al ser de piedra, todavía se conservan, mientras que las casas estaban hechas de material más perecedero.
Stephen discutía a menudo conmigo cierto punto de mi dénouement[61] y siento tener que decir que al final le di la razón, aunque muchas veces me reproché a mí misma haberlo hecho. Pero tenía una cierta influencia hipnótica sobre estas cosas; estaba siempre tan seguro de sus criterios que a veces me hacía dudar de los míos y aunque yo por lo general cedía fácilmente a las opiniones de los demás cuando se trataba de temas generales, en mi vida había dado mi brazo a torcer sobre algo relativo a mis novelas.
Si pienso que algo de mi libro está bien, como tiene que estar, no es fácil convencerme de lo contrario. En este caso, aún en contra de lo que pensaba, me di por vencida. Era un punto conflictivo, pero aún pienso, cuando vuelvo a leer el libro, que me gustaría rehacer la parte final, lo que demuestra que es preferible mantenerse en los propios trece porque, de lo contrario nunca se estará satisfecho del resultado. Pero me encontraba algo obligada por la gratitud que sentía por Stephen, por todas las molestias que se había tomado y porque había sido idea suya que empezase este libro. De todas formas, La venganza de Nofret llegó a feliz término.
Poco tiempo después escribí el único libro que me ha satisfecho por completo. Era una nueva novela de Mary Westmacott, la historia que siempre quise escribir, que siempre había estado clara en mi mente. Era el retrato de una mujer; una imagen completa de lo que ella era, y sobre la que tenía un concepto muy erróneo. Esto se le revela al lector a través de sus actos, sentimientos y pensamientos. Intenta constantemente encontrarse a sí misma sin llegar a conocerse y cada vez se siente más a disgusto. El hecho de estar, por primera vez en su vida sola, completamente sola durante cuatro o cinco días, le hace darse cuenta de su situación.
Ahora ya tenía también el escenario, con el que hasta entonces no había dado. Sería una de esas casas de descanso que hay en Mesopotamia, donde uno se encuentra inmovilizado, de donde no se puede salir, donde no hay más que nativos que apenas hablan inglés, que te traen la comida y asienten con la cabeza para demostrar que están de acuerdo con lo que dices. No hay ningún sitio a dónde ir, nadie a quien ver y tienes que permanecer allí hasta que puedas proseguir el viaje. Entonces, después de haber leído los dos únicos libros que llevabas, te sientas y piensas en ti mismo. Siempre supe el principio de la novela, cuando la protagonista se aleja de la estación Victoria en tren, para ir a ver a una de sus hijas que se ha casado en el extranjero; mira hacia atrás cuando el tren empieza a moverse y de pronto siente una terrible angustia al ver cómo su marido abandona el andén a grandes zancadas como quien siente un inmenso alivio, como alguien liberado de una esclavitud, alguien que va a tomarse unas vacaciones. Le sorprendió tanto que no podía dar crédito a sus ojos. Por supuesto estaba en un error y naturalmente Rodney la echaría mucho de menos; sin embargo la espina se le quedaría clavada en el corazón, atormentándola, y luego cuando estuviese sola le daría qué pensar. A partir de aquí desfilaría poco a poco ante sus ojos toda su vida. Me resultaría técnicamente difícil hacerlo como deseaba; ligero, coloquial, pero con una sensación progresiva de tensión, de incomodidad; ese sentimiento de inquietud sobre ¿quién soy yo? que todos sentimos alguna vez: ¿Cómo soy en realidad? ¿Qué piensan de mí las personas a quienes quiero? ¿Tienen de mí el concepto que yo creo que tienen?
El mundo entero parece distinto; se ve en otros términos diferentes. Uno continúa reafirmándose a sí mismo, pero la sospecha y la ansiedad regresan.
Escribí este libro en tres días justos. El tercero, un lunes, envié una excusa al hospital porque no me atrevía a dejarlo en aquel punto; seguiría hasta acabarlo. No era demasiado largo, unas cincuenta mil palabras, pero había estado conmigo durante mucho tiempo.
Produce una extraña sensación gestar un libro durante quizá seis o siete años, sabiendo que llegará el día de escribirlo y sintiendo que crece poco a poco hasta que llega el instante en que ya está. Al final llega el momento en que sale de la niebla. Los personajes están ahí, preparados, esperando salir al escenario cuando les llegue su turno y entonces, de repente, se oye la orden clara y súbita: ¡Ahora!
Ya se está listo. Ahora todo está claro. ¡Qué bendición cuando, por una vez, se es capaz de hacer algo en ese instante y en ese mismo lugar, cuando ahora es verdaderamente ahora!
Me horrorizaba tanto que cualquier cosa rompiera la continuidad que, después de escribir sin desmayo el primer capítulo, comencé el último, porque sabía con tanta claridad dónde quería llegar que me vi impulsada a ponerlo sobre el papel. Así nada me interrumpiría después; iría todo seguido.
Creo que nunca me he cansado tanto. Cuando al terminar vi que no había que cambiar ni una sola palabra, me dejé caer en la cama y por lo que creo recordar estuve durmiendo durante más o menos veinticuatro horas de un tirón. Después me levanté y me preparé una comida abundantísima; al día siguiente ya regresé de nuevo al hospital.
Me encontraba tan extraña que todo el mundo se preocupó por mí.
—Has estado muy enferma, ¿verdad? —me decían—, tienes unas ojeras espantosas.
Era sólo agotamiento y cansancio y habían merecido la pena porque, por una vez, había escrito sin dificultades; sin ninguna en absoluto, es decir, sin darme cuenta del esfuerzo físico. De todas formas fue una experiencia gratificante.
Titulé el libro: Lejos de ti esta primavera, por el soneto de Shakespeare que empieza con estas palabras: «De ti he estado lejos esta primavera». Naturalmente, no puedo juzgarlo. Quizá sea anodino, no esté bien escrito o sea pésimo, pero de lo que estoy segura es de su integridad y sinceridad; escribí lo que deseaba y ésta es la más preciada joya que un autor puede tener.
Algunos años después escribí otro libro de Mary Westmacott, llamado La rosa y el tejo. Disfruto mucho leyéndolo y aunque no fue tan imperioso como Lejos de ti esta primavera, la idea también llevaba conmigo largo tiempo; de hecho desde 1929. Sólo tenía un bosquejo, pero sabía que un día le daría vida.
Me pregunto de dónde vienen estas cosas: me refiero a las que son un deber. En ocasiones pienso que es en estos momentos cuando se está más cerca de Dios, porque es Él quien ha hecho posible en nosotros el gozo de la pura creación. Se es capaz de hacer algo distinto de uno mismo y se siente el parentesco con el Altísimo, cuando en el séptimo día se descubre que todo lo que se ha hecho es bueno.
A continuación introduciría una variación más en mi usual trabajo literario. Como estaba separada de Max y apenas recibía noticias suyas, evocaba bastante a menudo con dolorosos recuerdos los días que pasamos en Arpachiyah y Siria. Quería revivir nuestra vida por el mero placer de recordar; por eso escribí un libro nostálgico: Ven, dime cómo vives, que aunque es algo frívolo y sin sentimentalismo refleja los momentos que pasamos juntos; mil tonterías que ya habíamos olvidado. A la gente le gustó mucho. Como el papel escaseaba, la edición fue bastante pequeña.
Sidney Smith, como era de esperar, me dijo:
—No publicarás eso, ¿verdad, Agatha?
—Sí, claro que sí —le contesté.
—No —dijo—, no debes hacerlo.
—Pero es que quiero hacerlo.
Sidney Smith me miró con desaprobación; no era el tipo de argumento que más le convencía. Su pensamiento, algo calvinista, no aceptaba que uno hiciera lo que era de su agrado.
—A Max quizá no le guste.
Le dije que tenía mis dudas.
—No creo que le importe. Lo más probable es que también le agrade recordar las cosas que hicimos. Nunca intentaría escribir un libro serio sobre arqueología; sé que cometería muchísimos errores tontos. Pero, esto es diferente, es personal y voy a publicarlo —proseguí—. Quiero algo en qué basarme para recordar. No se puede confiar en la propia memoria; las cosas desaparecen, por eso deseo publicarlo.
—Bueno, bueno —dijo Sidney.
Demostraba aún sus dudas. Sin embargo un «bueno, bueno» de Sidney era ya toda una concesión.
—Tonterías —decía Mary, su mujer—. Por supuesto que puedes publicarlo. ¿Por qué no? Es muy divertido. Comprendo perfectamente lo que quieres decir cuando hablas de deleitarte recordando.
A mis editores tampoco les gustó. Estaban recelosos y en desacuerdo; temían que me hubiera salido del tiesto. Mary Westmacott siempre les desagradó y ahora sospechaban ya de Ven, dime cómo vives o de cualquier otra cosa que me apartara de mis historias de misterio. Sin embargo el libro fue un éxito y creo que incluso se lamentaron de que el papel estuviera tan escaso. Lo publiqué con el nombre de Agatha Christie Mallowan, para que no se confundiera con mis novelas policíacas.