II

Y el tiempo fue pasando, no tanto como una pesadilla, sino como una situación siempre igual, como algo que siempre había sido así. De hecho, nos resultaba casi natural esperar la propia muerte o la de las personas queridas o enterarse de la de un amigo. Las ventanas rotas, las granadas, las minas y, por supuesto, las bombas y los obuses se recibían como algo normal. Después de tres años de guerra, eran cosa de todos los días. Era imposible imaginarse la época en la que la guerra ya no existiría.

Tenía muchas actividades que me mantenían ocupada. Trabajaba en el hospital dos días completos a la semana, tres medias jornadas y los sábados alternos por la mañana. Durante el resto del tiempo escribía.

Empecé dos libros a la vez, puesto que una de las dificultades de escribir uno sólo es que, de repente, se vuelve antipático. Entonces hay que dejarlo durante un tiempo y hacer otras cosas; pero yo no tenía más cosas que hacer y tampoco intención de sentarme a mirar las musarañas. Pensé que si escribía dos al tiempo, alternando, me mantendría fresca en la tarea. Uno era Un cadáver en la biblioteca, que tenía en mente desde hacía ya algún tiempo, y el otro El misterio de Sans-Souci, historia de espionaje que, en cierto modo, era la continuación de El misterioso señor Brown, protagonizado por Tommy y Tuppence, ahora con un hijo crecido y una hija respectivamente. A Tom y Tuppence les fastidió que en tiempo de guerra nadie les quisiera. Sin embargo, su regreso como pareja madura era espléndido y capturaban espías con su entusiasmo de siempre.

Nunca tuve dificultades para escribir durante la guerra como le ocurría a mucha gente; supongo que porque sintonizaba otro compartimento de mi mente. Era capaz de vivir entre las personas sobre las que estaba escribiendo, pronunciar sus conversaciones y verles desfilar por la habitación que había inventado para ellos.

En una o dos ocasiones pasé unos días con Francis Sullivan, el actor, y su esposa. Vivían en Haslemere en una casa rodeada de castaños de Indias.

En tiempo de guerra siempre me resultaba relajante tratar con actores, porque para ellos su actuación y el teatro eran el mundo real y todo lo demás no lo era. Veían en la guerra una prolongada pesadilla que les impedía vivir adecuadamente su propia vida, y por esto toda su conversación trataba de la gente y de las cosas del teatro, de lo que estaba ocurriendo en el ambiente teatral, de quién iba a entrar en el Sindicato del Espectáculo y de cosas por el estilo; era muy refrescante.

Más adelante, volví otra vez a Lawn Road cubriéndome la cara con una almohada para protegerme de los vidrios rotos que saltaban. Sobre una silla a mi lado coloqué mis dos posesiones más preciosas: el abrigo de piel y la bolsa de agua caliente, en aquel tiempo imprescindible. Con esto, estaba preparada para cualquier emergencia.

Un día ocurrió algo inesperado. Recibí una carta del Ministerio de Marina notificándome su intención de ocupar Greenway, casi inmediatamente.

Fui allí y me atendió un teniente joven muy educado. Me dijo que no me concederían más tiempo. Los apuros de la señora Arbuthnot, que en principio intentó que se revocara la orden y ahora solicitaba tiempo para tratar con el Ministerio de Sanidad el problema de dónde trasladar la guardería, no impresionaron al teniente, Este Ministerio, al enfrentarse con el de Marina, tampoco mejoró la situación. Al final, desalojaron Greenway y a mí me quedó la tarea de mudar todos los muebles. El problema fue que no tenía dónde llevarlos; no había sitio, en ninguna empresa de mudanzas o guardamuebles: todos los almacenes estaban llenos hasta el techo. Al final recurrí al Ministerio de Marina y convinimos en que podría almacenar todos los muebles en el salón de invitados y en una habitación pequeña del piso de arriba.

Mientras se hacía el traslado, Hannaford, el jardinero, un viejo bribón muy atento y leal con quienes había servido durante mucho tiempo, me llamó aparte y me dijo:

—¡Mire lo que he conseguido rescatar de ella para usted!

No tenía la menor idea de quién sería ella, pero le acompañé a la torre del reloj, encima de los establos; allí me condujo a través de una especie de puerta secreta y me mostró, con gran orgullo, una enorme cantidad de cebollas en el suelo, cubiertas con paja, y también un montón de manzanas.

—Me dijo antes de irse que si había cebollas y manzanas para llevárselas, pero usted descuide que no se lo iba a consentir. ¡Ni hablar! Le dije que la cosecha era mala y que le daba todas las que estaban buenas. Si las manzanas y las cebollas han crecido aquí, aquí se han de quedar; no son para que ella se las lleve a la costa o a donde vaya.

El espíritu feudal de Hannaford me llegó al alma aunque el asunto era de lo más embarazoso. Hubiera preferido mil veces que la señora Arbuthnot se hubiera llevado todas las manzanas y las cebollas; sin embargo, allí las tenía y, por si fuera poco, también a Hannaford meneando la cola como un perro que acabara de rescatar del río algo que yo no quería para nada.

Metimos las manzanas en cajas y se las envié a familiares, con niños, a quienes pensé que quizá les vendrían bien. No quería bajo ningún concepto volver a Lawn Road con doscientas y pico cebollas. Intenté regalarlas a varios hospitales, pero en todos me dijeron que tenían más de las que podían consumir.

Aunque el Ministerio de Marina era el encargado de dirigir las negociaciones, sería la Marina de los Estados Unidos la que se instalaría en Greenway. Los marinos rasos se acomodaron en Maypool, la casa grande de la colina, y los oficiales de la flotilla vinieron a la nuestra.

No puedo quejarme de los americanos ni del trato que dieron a la casa. Pero como guisaban para cerca de cuarenta personas y llevaban unos hornillos enormes, horribles y muy sucios, fue lógicamente inevitable que la cocina y zonas de servicio se convirtieran en algo así como el matadero. Sin embargo, trataron con mucho cuidado las puertas de caoba; el comandante mandó revestirlas de madera aglomerada. Además supieron apreciar la belleza del lugar; muchos hombres de esta flotilla eran de Louisiana y las grandes magnolias, en especial la magnolia grandiflora, les hicieron sentirse como en su casa.

Después de la guerra han venido a casa familiares de algunos de los oficiales que estuvieron en Greenway para conocer el lugar donde sus hijos o primos se alojaron. Todos me hablaban de cómo su pariente lo había descrito por carta; a veces paseaba con ellos por el jardín intentando identificar las zonas particularmente apreciadas por el inquilino, pero no siempre era fácil por lo mucho que habían crecido las plantas.

En el tercer año de la guerra, ninguna de mis casas estaba disponible en el momento que las necesitaba. En Greenway estaban los marinos; en Wallingford los evacuados y cuando se marcharon a Londres nos la alquilaron unos amigos nuestros, un anciano inválido y su mujer, a quienes al poco tiempo se les unieron su hija y un nieto. La casa del 48 de Campden Street la vendí con excelentes beneficios. Carlo se la enseñó a los compradores. Le había dicho que no la vendería por menos de tres mil quinientas libras, lo que nos parecía mucho dinero para aquel tiempo. Carlo volvió encantada consigo misma.

—He de conseguir quinientas libras más —dijo—. ¡Se lo merecían!

—¿Qué quieres decir?

—Eran unos groseros —dijo Carlo, que despreciaba con verdadero estilo escocés lo que ella llamaba insolencia—. Estuvieron hablando con desprecio de la casa delante de mí, cosa que debían haber evitado. Decían: «¡Qué espantosa decoración! ¡Tendré que cambiar inmediatamente esto papeles pintados con tantas flores! ¡Hay que ver qué raras son algunas personas, mira que tirar esa pared divisoria!» Entonces pensé que se merecían una lección y les subí el precio quinientas libras.

Por lo visto, pagaron sin rechistar.

En Greenway tengo un memorial de guerra de mi propiedad. En la biblioteca, que era el cuarto de batalla de los marinos, un artista pintó un fresco alrededor de la habitación, en la parte superior de las paredes. En él están representados todos los lugares donde estuvo la flotilla, empezando por Key West, siguiendo por las Bermudas, Nassau, Marruecos y terminando con una exagerada exaltación de los bosques de Greenway de nuestra casa en medio de los árboles. Hay además una delicada ninfa —una chica de cartel, desnuda— que en mi opinión representaba las esperanzas eróticas de los soldados para el día en que terminara la guerra. El comandante me escribió para preguntarme si borraban el fresco y dejaban la pared como estaba. Le contesté inmediatamente que no, que me gustaba tenerlo y que sería un memorial histórico. Sobre el manto de la chimenea había un tosco bosquejo de las cabezas de Winston Churchill, Stalin y el presidente Roosevelt. Me gustaría mucho saber el nombre del artista.

Cuando dejé Greenway estaba convencida de que lo bombardearían y de que no lo vería nunca más, pero, afortunadamente, mis presentimientos no se cumplieron. Greenway quedó intacto, exceptuando que se habían instalado catorce retretes en donde estaba la despensa y tuve que discutir con el Ministerio de Marina para que los quitasen.