Y de nuevo estábamos en guerra. No era como la anterior, lógicamente; creo que uno siempre espera que las cosas se repitan. La primera produjo una reacción de incomprensión, como algo nunca oído, imposible, como algo que ninguna memoria viva había conocido ni conocería. Ésta en cambio era diferente.
Al principio la gente se sorprendió de que no ocurriera nada. Todo el mundo esperaba oír que Londres había sido bombardeado aquella misma noche. Pero no fue así.
Creo que todos intentábamos telefonear a alguien. Peggy MacLeod, mi amiga médico de los días de Mosul, me llamó desde la costa este donde su marido y ella ejercían, para pedirme que me quedara con los niños. Me dijo:
—Tenemos tanto miedo, dicen que es aquí donde empezará todo.
Si te puedes quedar con los niños, te los llevaré en el coche.
Le dije que estaba de acuerdo, que los trajera y también a la institutriz si quería; en esto quedamos.
Peggy MacLeod llegó al día siguiente después de haber conducido día y noche atravesando Inglaterra, con mi ahijada Crystal de tres años y David de cinco. Estaba agotada.
—No sé qué habría hecho sin benzedrín —dijo—. Aquí tengo un poco más; quédatelo, quizá te sea útil si alguna vez estás muy cansada.
Conservo aún la latita plana de benzedrín: nunca la he usado. Creo que la guardo como medida de precaución por si llega el momento en que esté verdaderamente agotada.
Después de organizarnos, más o menos, esperamos atentamente que sucediera algo. Pero como no sucedía nada, poco a poco emprendimos de nuevo nuestras ocupaciones habituales además de alguna otra actividad relacionada con la guerra.
Max se alistó en la Home Guard (2ª Reserva[60]) que en aquella época era algo así como una ópera cómica. Apenas había armas: una para cada ocho hombres. Recuerdo que Max salía con ellos casi todas las noches. Algunos hombres del grupo se divertían muchísimo y muchas mujeres tenían profundas sospechas acerca de lo que hacían sus maridos con el pretexto de salvaguardar el país. Lo cierto es que como los meses pasaban y no ocurría nada, al final se convirtió en un regimiento alegre y bullanguero. Por fin, Max decidió marcharse a Londres. Como todos los demás, pedía a voces que le enviaran al extranjero para hacer algo, pero por lo visto lo único que deseaban era decir: «De momento no hay nada que hacer», «no necesitamos a nadie».
Pregunté en el hospital de Torquay si podía trabajar allí para refrescar mis conocimientos, pues quizá les sería útil más adelante. Como se presentaban con mucha frecuencia casos de accidente, la jefe del dispensario aceptó encantada. Se encargó de ponerme al día de los medicamentos que se prescribían con mayor frecuencia, lo que me resultó en conjunto mucho más sencillo que en mis tiempos jóvenes, ya que las numerosas píldoras, tabletas, polvos y demás venían ya preparados en frascos.
No empezó en Londres ni en la costa este, sino en el mismísimo rincón del mundo donde nosotros estábamos. David MacLeod, que era un muchacho muy inteligente, estaba chiflado por los aviones y se empeñó en enseñarme los distintos modelos y tipos. Me mostró fotografías de Messerschmitt y de otros y me señalaba en el cielo los Hurrican y Spitfire.
—A ver si esta vez aciertas —decía con interés— o ¿Cuál es aquel de allá arriba?
Estaba tan lejos que no veía más que una mancha, pero le dije algo esperanzada que era un Hurricane.
—No —dijo David molesto—; siempre te confundes. Es un Spitfire.
Al día siguiente, mirando al cielo, comentó:
—El que pasa ahora por encima es un Messerschmitt.
—No, no, hijo —le dije—, no es un Messerschmitt. Es uno de los nuestros, es un Hurricane.
—No es un Hurricane.
—Entonces es un Spitfire.
—No es un Spitfire, es un Messerschmitt. ¿No eres capaz de diferenciar un Hurricane o un Spitfire de un Messerschmitt?
—No puede ser un Messerschmitt —le dije.
En aquel momento cayeron dos bombas en la ladera. David parecía a punto de echarse a llorar.
—Te dije que era un Messerschmitt —dijo en tono de lamento. Aquella misma tarde cuando los niños y su institutriz atravesaban el río en barco, un avión descendió en picado y ametralló todas las embarcaciones. Les pasaron muy cerca las balas y cuando regresaron la institutriz venía un tanto temblorosa.
—Creo que debería usted llamar a la señora MacLeod —dijo. La llamé y estuvimos dudando qué hacer.
—Aquí no ha pasado, nada —dijo Peggy—, pero supongo que puede pasar en cualquier momento. No creo que deban regresar; ¿qué opinas?
—Quizá ya no caiga ninguna más —le dije.
A David le habían impresionado las bombas e insistió en ir a ver dónde habían caído. Dos cayeron en Dittisham, al lado del río, y algunas más en la colina de detrás de nuestra casa. Encontramos una después de esquivar cantidad de ortigas y saltar un seto o dos; después vimos a tres granjeros que observaban en el campo un cráter de bomba y otra que al parecer había caído sin explotar.
—¡Maldita sea! —grito un granjero, propinando una potente patada a la que no había explotado—. Esto es una verdadera salvajada; mira que tirar estas cosas. ¡Bestias!
Y le dio otra patada. Me daba la impresión de que era preferible que no lo hiciera, pero estaba claro que deseaba demostrar su desdén por todos los inventos de Hitler.
—Ni siquiera explota como Dios manda —dijo, con desprecio. Aquellas bombas eran todas muy pequeñas comparadas con las que tendríamos después, más avanzada la guerra, pero de lo que no había duda era de que las hostilidades habían empezado. Al día siguiente llegaron noticias de Cornworthy, un pueblecito más allá del Dart: un avión había descendido y regado el patio de la escuela local cuando los niños estaban en el recreo. Una de las maestras fue herida en un hombro.
Peggy me telefoneó de nuevo para decirme que había solucionado que los niños fueran a Colwyn Bay donde vivía su abuela. Pasara lo que pasara en otros sitios, allí por lo visto siempre había tranquilidad.
Los niños se marcharon y yo me quedé muy triste sin ellos. Poco después una tal señora Arbuthnot me escribió para pedirme que le alquilara la casa. Ahora que habían empezado los bombardeos estaban evacuando a muchos niños a varios lugares de Inglaterra; quería transformar Greenway en una guardería para los evacuados de St. Pancras.
La guerra se había alejado, al parecer, de nuestro rincón del mundo; no había más bombardeos. En su día llegaron el señor y la señora Arbuthnot, se hicieron cargo de mi mayordomo y de su esposa y acomodaron a dos enfermeras y a diez niños menores de cinco años. Por mi parte, había decidido marcharme a Londres y volver con Max que trabajaba allí en el Auxilio a Turquía.
Llegué a Londres justo después de las incursiones aéreas y Max, que fue a buscarme a Paddington, me condujo hasta un piso en Half Moon Street.
—Mucho me temo —dijo apologéticamente—, que es bastante malo.
Miraremos por aquí para ver si encontramos algo mejor.
Lo que me molestó un poco cuando llegué era que la casa en cuestión se erigía como un diente: faltaban las casas contiguas de los dos lados. Por lo visto, hacía diez días una bomba las había derribado y por esta razón se había puesto el piso en alquiler; sus dueños lo habían dejado inmediatamente. No puedo decir que estuviera muy a gusto; olía a suciedad, a grasa y a perfume barato.
Una semana más tarde nos mudamos a Park Place, a la derecha de St. James’s Street, a un piso con servicio y comida incluidos que era bastante caro. Vivimos allí muy poco tiempo, con ruidosas sesiones de bombas cayendo a nuestro alrededor. Lo sentía más que nada por las camareras, que después de servir la cena regresaban a sus casas atravesando las zonas bombardeadas.
Al poco tiempo, nuestros inquilinos de Sheffield Terrace nos comunicaron que dejaban la casa y nos volvimos.
Rosalind había rellenado una instancia para entrar en el Cuerpo Auxiliar Femenino de las Fuerzas Aéreas (Womens Auxiliary Air Force, W.A.A.F.), pero la idea no le entusiasmaba y pensaba que hubiera preferido alistarse como azafata de tierra.
Se presentó a la entrevista en las W.A.A.F. y demostró una falta de tacto lamentable. Cuando le preguntaron la razón por la que deseaba alisarse, declaró escuetamente:
—Porque habrá que hacer algo y me da lo mismo esto que cualquier otra cosa.
La respuesta, aunque inocente, creo que no fue bien recibida. Al poco tiempo, después de una breve temporada de repartir comida en las escuelas y trabajar en no sé qué oficina militar, decidió apuntarse en el Servicio Territorial Auxiliar (Auxiliary Territorial Service, A.T.S.). Según ella, no había tanto trabajo como en las W.A.A.F., así que presentó una nueva instancia.
Por entonces Max, con gran alegría por su parte, entró en las fuerzas aéreas ayudado por nuestro amigo Stephen Glanville, catedrático de egiptología. Él y Max estaban en el Ministerio del Aire donde compartían una habitación en la que se pasaban el día fumando, Max en pipa. La atmósfera era tal que los amigos la llamaban «la casita del gato».
Los acontecimientos se sucedieron desordenadamente. Recuerdo que Sheffield Terrace fue bombardeada un fin de semana que estábamos fuera de Londres. Explotó una mina justo enfrente, al otro lado de la calle, y destruyó por completo tres casas. En el 48 de Sheffield Terrace voló la planta baja, que en pura lógica era el lugar más seguro, y produjo daños en el tejado y la planta superior, dejando la entreplanta y primeros pisos casi intactos. A partir de entonces mi piano Steinway no volvió a ser lo que había sido.
Como Max y yo siempre dormíamos en nuestro dormitorio, que estaba arriba, no hubiéramos resultado heridos aunque hubiéramos estado en la casa. Por mi parte, en ningún momento de la guerra bajé a cobijarme; me daba pánico quedar atrapada en un sótano y estuviera donde estuviera dormía siempre en mi habitación. Al final, me acostumbré tanto a los ataques aéreos sobre Londres que casi nunca me despertaba. Medio dormida, pensaba que había oído la sirena o las bombas cerca de la casa.
—¡Vaya, ahí están otra vez! —decía entre dientes, y me daba la vuelta.
Uno de los problemas que teníamos en Sheffield Terrace, por causa de los bombardeos, era que en aquel tiempo había dificultades para almacenar enseres en todo Londres. Según estaba la casa, era casi imposible entrar a ella por la puerta principal y la única forma de acceso era subiendo por una escalera de mano. Al final, una agencia me convenció para que me mudara y decidí guardar los muebles en WalIingford, en la pista de «squash» que habíamos construido hacía un año o dos. Llevamos todo allí, pero antes, mandé a unos albañiles que tiraran la puerta y el marco, porque era demasiado estrecha y no entraban el sofá ni los sillones.
Max y yo nos mudamos a un bloque de pisos en Hampstead —pisos de Lawn Road—, y empecé a trabajar en el dispensario del Hospital del Colegio Universitario.
Cuando Max me comunicó lo que creo sabía desde hacía algún tiempo, que tenía que partir para Oriente Medio, probablemente a Egipto o al norte de África, me alegré por él. Sabía cuánto lo deseaba; y además, su conocimiento de la lengua árabe sería de utilidad. Era nuestra primera separación en diez años.
Los pisos de Lawn Road era un sitio agradable; había gente encantadora y también un pequeño restaurante con un ambiente alegre e informal. Por la ventana de mi habitación, que estaba en el segundo piso, se veía, detrás de los pisos y a lo largo de toda su extensión, un terreno plantado de árboles y arbustos. Justo enfrente de mi ventana había un cerezo blanco doble que formaba una pirámide de gran altura. El aspecto del terreno se parecía mucho al que describe Barrie en el segundo acto de Querido Brutus, cuando dos personajes, al volverse hacia la ventana, descubren que el bosque de Lob ha llegado justamente hasta el alféizar de la ventana. El cerezo me gustaba especialmente; me alegraba todas las mañanas al despertar, sobre todo cuando floreció en primavera.
Había un jardincito a un extremo de los pisos y en las noches de verano se podía cenar allí o tomar el fresco. Además, Hampstead Heath estaba sólo a diez minutos y en ocasiones me iba allí a pasear a James, el terrier galés de Carlo, Como ella trabajaba ahora en una fábrica de municiones, me lo dejó una temporada. En el Hospital del Colegio Universitario se portaron muy bien conmigo: me dejaban llevarlo al dispensario. James se comportaba impecablemente. Colocaba su cuerpo blanco en forma de salchicha bajo las repisas de los frascos y allí se quedaba, aceptando de vez en cuando las amables atenciones de la criada que hacía la limpieza.
Rosalind no encajaba en las W.A.A.F. ni en ningún otro trabajo habitual en tiempo de guerra y, por la impresión que me daba, no se interesaba por ninguno en particular. Con vistas a alistarse en el A.T.S., había rellenado infinidad de cuestionarios con fechas, lugares, nombres y toda esa información estúpida que necesitan los centros oficiales. De pronto dijo un día:
—Esta mañana he roto todos los cuestionarios. No me alistaré en el A.T.S.
—Mira, Rosalind —le dije severamente—, tienes que decidirte por algo. No me importa lo que hagas; haz exactamente lo que te apetezca, pero deja ya de empezar cosas que no acabas, de romper cuestionarios y de cambiar tus decisiones.
—He pensado hacer algo mejor —me respondió, y con esa expresión de enorme fastidio que adoptan con frecuencia los jóvenes de su generación para dar cualquier información a sus padres, añadió—: El hecho es que me voy a casar con Hubert Prichard el martes que viene.
La verdad es que, exceptuando la fecha, no me sorprendió demasiado.
Hubert Prichard era galés y comandante del ejército profesional.
Rosalind le conoció en casa de mi hermana, lugar que él frecuentaba bastante por ser amigo de mi sobrino Jack. En una ocasión que estuvo con nosotros en Greenway me produjo muy buena impresión. Era pausado, moreno, extremadamente inteligente y dueño de muchos galgos. Él y Rosalind eran amigos desde hacía algún tiempo, pero yo casi había desechado la idea de que la cosa fuera a mayores.
—Supongo —dijo Rosalind—, supongo que quieres venir a la boda, madre.
—Naturalmente que quiero ir a la boda —contesté.
—Lo supuse… Pero, en realidad no hay necesidad de complicaciones, creo. Quiero decir que para ti sería más sencillo y menos cansado si no vinieras. Nos casamos en Denbigh, ¿sabes?, porque él no tiene permiso.
—No te preocupes —le aseguré—. Iré a Denbigh.
—¿Estás segura de que quieres? —dijo Rosalind en un último intento.
—Sí —contesté con firmeza, y añadí—: Me sorprende que me hayas avisado con tiempo en lugar de comunicármelo después.
Rosalind enrojeció y me di cuenta de que había dado en el clavo.
—Supongo —le dije— que ha sido Hubert quien te ha dicho que me lo comunicaras.
—Pues, sí, en cierto modo —contestó Rosalind—. Dijo además que soy todavía menor de edad.
—Bueno —dije—, creo que tendrás que resignarte a verme en la boda.
Había cierto ostracismo en Rosalind que resultaba gracioso y esta vez me reí con ganas.
Viajé con ella a Denbigh en tren. Por la mañana Hubert vino a recogerla al hotel. Venía con él uno de sus hermanos oficiales del Ejército y juntos fuimos al Registro Civil donde tuvo lugar la ceremonia, ¡sin apenas complicaciones! La única interrupción en todo el trámite la causó el anciano empleado del Registro que se negó categóricamente a creer que el nombre y títulos del padre de Rosalind estuvieran expresados correctamente: «Coronel Archibald Christie, C.M.G., D.S.O., R.F.C.»
—Si está en las fuerzas aéreas, no puede ser coronel —decía.
—Pero es coronel —contestaba Rosalind—. Ése es su título y su categoría.
—Será comandante de ala —decía el empleado.
—Pues no es comandante de ala.
Rosalind hizo lo que pudo para explicarle que las Reales Fuerzas Aéreas aún no existían hacía veinte años. El funcionario continuó argumentando que nunca lo había oído y fue necesario que añadiera mi testimonio al de Rosalind para que al final, a regañadientes, lo escribiera.