Regresamos a Inglaterra emocionados por el éxito y Max pasó un verano de gran actividad, escribiendo el relato de la campaña. Hubo una exposición en el Museo Británico de algunos de nuestros hallazgos; el libro de Max se publicaría ese mismo año o al siguiente, no había que perder tiempo; Max decía que todos los arqueólogos tendían a retrasar sus publicaciones, cuando en realidad los conocimientos adquiridos deberían publicarse lo antes posible.
Durante la segunda guerra mundial, cuando trabajaba en Londres, escribí un relato sobre nuestra estancia en Siria que titulé Ven, dime cómo vives; me gusta leerlo a veces y recordar los días que pasamos allí. Cuando se está en una excavación, todos los años son similares, siempre pasa más o menos lo mismo, así es que no me repetiré. Fueron años muy felices en los que disfrutamos inmensamente y en los que conseguimos grandes éxitos arqueológicos.
Entre 1930 y 1938 fue un período especialmente satisfactorio, porque no había sombras externas. La presión del trabajo, sobre todo cuando se tiene éxito, aumenta y ocupa casi todo el tiempo libre, pero aquélla era una época de despreocupación, en la que había mucho trabajo, sí, pero no absorbente. Yo escribía novelas policíacas, Max artículos, informes y libros sobre arqueología. Estábamos muy ocupados, pero no bajo tensión.
Como a Max le resultaba muy difícil desplazarse hasta Devonshire cuando quería, pasábamos allí las vacaciones de Rosalind, pero vivíamos en Londres la mayor parte del tiempo, mudándonos a las distintas casas que yo tenía, para decidir cuál nos gustaba más. Durante el año que estuvimos en Siria, Carlo y Mary habían buscado casas y me dieron toda una lista. Me dijeron que tenía que ver sin falta una en Sheffield Terrace 48. Cuando la vi deseé quedarme allí, sin dudarlo. Era perfecta, salvo quizá que tenía un sótano. No tenía muchas habitaciones, pero eran grandes y bien proporcionadas; justo lo que necesitábamos. Al entrar a la derecha, había un gran comedor; a la izquierda, el salón; entre los dos pisos, el baño y el servicio; en el piso alto, a la derecha sobre el comedor, una habitación del mismo tamaño como biblioteca para Max —con mucho espacio para poner grandes mesas donde dejar papeles y restos de cerámica—. A la izquierda sobre el salón había una gran habitación de matrimonio para nosotros y en el piso superior dos habitaciones grandes y una pequeña entre ambas. La pequeña sería la de Rosalind; la grande que estaba sobre el estudio de Max quedaría como cuarto de huéspedes, y en cuanto a la de la izquierda, decidí que sería mi saloncito privado y cuarto de trabajo. Todo el mundo se quedó sorprendido, pues era algo que nunca había necesitado antes, pero todos estuvieron de acuerdo en que era hora de que la pobre Missus tuviera una habitación para ella.
Quería un sitio donde nadie me molestara, donde no hubiera teléfono. Tendría, eso sí, un gran piano; una mesa grande y sólida; un sofá o diván que fuera cómodo; una silla de respaldo alto para escribir a máquina; un sillón donde descansar y nada más. Yo misma compré un gran piano Steinway y disfruté muchísimo de «mi habitación». Nadie estaba autorizado a utilizar el aspirador mientras yo estaba en casa y, a menos que se declarara un incendio, que nadie se me acercara. Por primera vez, tuve un lugar para mí sola, que disfruté durante cinco o seis años, hasta que la casa fue bombardeada durante la guerra. No sé por qué no he vuelto a tener nada parecido. Supongo que me habré acostumbrado a utilizar la mesa del comedor o una esquina del lavabo.
Sheffield Terrace 48 fue una casa feliz; supe que lo sería desde el momento en que entré. Creo que si uno se ha criado en habitaciones grandes, como las que teníamos en Ashfield, se pierde mucho el sentido del espacio. He vivido en varias casas pequeñas y encantadoras —las de Campden Street y la casita de las caballerizas—, pero nunca me convencieron del todo. No es por manía de grandeza; se puede tener un apartamento pequeño pero muy elegante, o alquilar una pobre casa parroquial en el campo que esté a punto de caerse en pedazos, por mucho menos dinero. Es la sensación de tener mucho espacio libre alrededor, de que puedes desplegarte. Si la limpieza ha de hacerla uno mismo, resulta más fácil sin duda arreglar una habitación grande, que tener que andar por las esquinas y esquivando muebles en una habitación pequeña.
Max se dio el gusto de dirigir personalmente la construcción de una nueva chimenea en su biblioteca. Como había tenido tanto que ver con hogares y chimeneas de ladrillo cocido en el Oriente Medio, estaba encaprichado con ello. En cambio, al albañil no le convencían mucho sus planes. Nunca se sabe lo que puede pasar con el tiro de las chimeneas, dijo; de acuerdo con las reglas deberían ir bien, pero a veces no es así.
—Y la que usted ha diseñado no funcionará, se lo aseguro —le dijo a Max.
—Constrúyala exactamente como le he dicho —replicó Max—, y ya veremos.
Con gran pena por parte del señor Withers, la chimenea siempre funcionó bien. Sobre la repisa había un gran ladrillo asirio con escritura cuneiforme, con lo que quedaba muy claro que aquel estudio pertenecía a un arqueólogo.
Después de mudamos a Sheffield Terrace, sólo hubo una cosa que me molestó y era que olía a gas en el dormitorio. Max no olía nada y Bessie pensaba que eran imaginaciones mías, pero les aseguré que no era así, que olía a gas. Max indicó que la casa no tenía gas.
—No puedo evitarlo —dije—, huelo a gas.
Llamé a los albañiles y al empleado del gas y todos se tumbaron en el suelo, olfatearon por debajo de la cama y me dijeron que eran imaginaciones mías.
—Mire, señora —me dijo el empleado del gas—, si hay algo, aunque yo no huelo nada, puede que sea un ratón o una rata muertos. Una rata, no creo porque en ese caso la olería, pero quizá sí un ratón muy pequeño.
—A lo mejor es eso —repliqué—. Si es así tiene que ser un ratoncito muy muerto.
—Habrá que levantar el entarimado.
Se levantó y no encontraron ningún ratón muerto, ni grande ni pequeño. Pero fuera lo que fuera, seguía oliendo a algo.
Llamé a más albañiles, empleados del gas, fontaneros y a todo el que se me ocurrió. Al final me miraban casi con odio; todos estaban hartos de mí —Max, Rosalind, Carlo— y decían que era la imaginación de mamá. Pero mamá sabía cuándo olía a gas y siguió insistiendo. Por fin, cuando estaba a punto de enloquecer, se confirmaron mis sospechas. Bajo el suelo del dormitorio había una tubería de gas en desuso, pero el gas continuaba saliendo. Nunca se llegó a saber a quién se le cobraba el gasto de gas, porque en la casa no había contador, pero la tubería aún estaba conectada y seguía expulsando gas. Estaba tan orgullosa de tener razón, que durante algún tiempo no hubo quien me aguantara, aparte de que, desde entonces, confié sin límites en mi habilidad olfativa.
Antes de la adquisición de Sheffield Terrace, Max y yo habíamos comprado una casa en el campo. Queríamos una casita o un chalet, porque viajar hasta y desde Ashfield los fines de semana, era imposible. Sería muy diferente si tuviéramos un chalet cerca de Londres.
Las dos zonas de Inglaterra que más le gustaban a Max eran las cercanías de Stockbridge, donde había vivido siendo muchacho, o las de Oxford. El tiempo que estuvo en Oxford fue el más feliz de su vida; conocía muy bien todos los alrededores y le encantaba el Támesis, así que lo recorrimos arriba y abajo en nuestra búsqueda. Miramos en Goring, Wallingford, Pangbourne, pero no era nada fácil porque, o bien era casas horribles del final del período victoriano o eran del tipo de chalets que en el invierno quedaban sumergidos.
Por fin vi un anuncio en el Times. Faltaba una semana para que nos fuéramos a Siria a pasar el otoño.
—Mira, Max —le dije—. Anuncian una casa en Wallingford. Ya sabes cuánto nos gusta aquello. Si es una de esas casas que están sobre el río, cuando lleguemos ya la habrán alquilado. Vaya telefonear al agente e iremos a toda velocidad.
Era una deliciosa casita estilo reina Ana, bastante próxima a la carretera; tenía detrás un jardín con una valla que dividía la zona de la cocina y que era más grande de lo que nos hubiera gustado; después, el ideal de Max: la vega que se extendía hasta el río. En aquella zona el río era muy bonito y sólo estábamos como a kilómetro y medio de Wallingford. La casa tenía cinco dormitorios, tres cuartos de estar y una cocina muy agradable. Mirando por la ventana del salón se veía, a través de la lluvia, un verdadero cedro del Líbano. En realidad, el cedro estaba en el campo, pero éste se extendía hasta una zanja cerca de la casa. A veces pienso que si hubiéramos puesto césped alrededor, hasta más allá de la zanja, de modo que el árbol hubiera quedado en medio del prado, en los días cálidos del verano habríamos podido tomar el té a su sombra.
No teníamos mucho tiempo que perder; la casa era muy barata y sin cargas, así que nos decidimos allí mismo. Llamamos al agente, firmamos los documentos, hablamos con abogados y topógrafos y, cumplidos los requisitos, la compramos.
Por desgracia, no volveríamos hasta pasados nueve meses, Nos fuimos a Siria y no hacíamos más que preguntarnos si no habríamos hecho una tontería. Buscábamos un chalet pequeño y en su lugar habíamos comprado una casa estilo reina Ana, con graciosas ventanas y buenas proporciones. Pero Wallingford era un lugar agradable; el servicio de ferrocarril era bastante escaso, con lo que no era un lugar de mucho trasiego.
—Creo —dijo Max— que seremos muy felices aquí.
Y ya lo creo que lo fuimos, durante casi treinta y cinco años. La biblioteca de Max ha tenido que ser ampliada casi al doble, y si nos descuidamos llega hasta el río. Winterbrook House, Wallingford, es la casa de Max, siempre lo ha sido. Ashfield en cambio fue la mía y creo que también la de Rosalind.
Así iba pasando nuestra vida. Max se dedicaba con entusiasmo a su arqueología y yo a escribir; poco a poco se había convertido en una profesión, por lo que ya no me entusiasmaba.
Cuando empecé, me parecía algo muy excitante, en parte porque, como no creía que fuera realmente una autora, me resultaba sorprendente que mis libros se publicaran. Ahora escribo por rutina; es mi trabajo. Y no sólo los publican, sino que me instan a que escriba más aún. Sin embargo siempre he tenido el deseo de hacer algo que no fuera mi propio trabajo y creo que mi vida hubiera sido muy aburrida si no hubiera cumplido este deseo.
Lo que entonces quería era escribir algo que no fuesen novelas policíacas. Así que, con cierto sentimiento de culpabilidad, me entretuve escribiendo una novela titulaba El pan del gigante. Trataba de la música y ponía de manifiesto lo poco que conocía el tema, desde un punto de vista técnico. Tuvo buena crítica y se vendió bastante bien, para lo que pensaba que era una «primera novela». Utilicé el nombre de Mary Westmacott y nadie supo que la había escrito yo. Mantuve el secreto durante quince años.
Uno o dos años más tarde escribí otro libro, bajo el mismo seudónimo, titulado Retrato inconcluso. Sólo una persona adivinó mi secreto: Nan Watts —ahora Nan Kon—. Nan tenía gran retentiva y alguna frase que yo había utilizado acerca de unos niños y un poema del primer libro, llamaron su atención. Inmediatamente se dijo a sí misma:
«Esto lo ha escrito Agatha, estoy segura».
Un día me dio un ligero codazo en las costillas y me dijo con voz ligeramente afectada:
—El otro día leí un libro que me gustó mucho. Vamos a ver, ¿cómo se llamaba? La sangre de Dwarf, eso es, La sangre de Dwarf.
Y me guiñó un ojo con aire perverso.
Cuando llegamos a casa le pregunté:
—Y ahora dime, ¿cómo has adivinado lo del autor de El pan del gigante?
—Por supuesto que sabía que tú eras la autora. Conozco tu forma de hablar —me contestó.
Algunas veces he escrito letras de canciones, baladas en su mayor parte pero no tenía ni idea de que iba a entrar en una nueva faceta del oficio de escribir, y eso a una edad en que no es fácil emprender nuevas aventuras.
Quizá me impulsó a ello lo poco que me había gustado las adaptaciones de mis libros para la escena. Aunque había escrito Café sólo, jamás había pensado seriamente en escribir obras de teatro; me había divertido mucho con Akenatón, pero nunca creí que se estrenara. Mas de repente se me ocurrió que si no me gustaba la forma en que otras personas adaptaban mis obras, podía hacerlo yo misma. Me daba la impresión de que si estas adaptaciones habían fracasado, era porque se habían alejado mucho del texto original. Una historia policíaca no es lo más adecuado para una obra de teatro y su adaptación es más difícil que la de un libro ordinario debido a lo complicado de la trama; suele haber muchos personajes y pistas falsas, lo que contribuye a que resulte confusa y pesada. Había que conseguir la simplificación.
Había escrito Diez negritos porque era tan difícil de realizar que la idea me fascinaba. Tenían que morir diez personas, sin caer en lo ridículo, y sin que se viera fácilmente quién era el asesino. Escribí el libro después de una planificación concienzuda y el resultado me gustó. Era claro, directo, de solución nada fácil, aunque la explicación fuera perfectamente razonable, tal como se aclaraba en el epílogo: La obra gustó y tuvo buena crítica, aunque quien se quedó realmente encantada fui yo misma, pues sabía mejor que ningún crítico lo que me había costado escribirla.
Decidí dar un paso más, pues pensé que quizá sería emocionante convertirla en pieza teatral. A primera vista parecía imposible, puesto que no podía quedar nadie que contara la historia, así que hice algunas modificaciones. Me pareció que con ciertas variaciones en la trama original quedaría una obra teatral perfecta. Dos de los personajes serían inocentes, para que al final se reunieran y se salvaran de tan penosa prueba. Esto no contradecía en absoluto el espíritu de la canción infantil original, pues hay una versión de «Diez negritos» que termina: Se casó y no quedó ninguno.
Escribí la obra, aunque no me animaron mucho. «Es imposible ponerla en escena», fue el veredicto. Sin embargo a Charles Cochran le gustó mucho e hizo todo lo que pudo para conseguirlo, aunque por desgracia no convenció a sus promotores. Le dijeron lo usual, que era irrepresentable, que la gente se reiría, que no había suspense. Cochran dijo resueltamente que no estaba de acuerdo, pero así quedaron las cosas.
—Confío en que tendrás más suerte otra vez —me dijo—, porque me gustaría ver la obra en escena.
La oportunidad me la dio Bertie Mayer, que fue quien primero escenificó Alibi con Charles Laughton. La dirigió Irene Henschell, que en mi opinión lo hizo muy bien. Me interesaba conocer su método, pues era muy diferente del de Gerald Du Maurier. Para empezar, debido a mi inexperiencia, me pareció que no estaba muy segura de lo que hacía, pero a medida que vi el desarrollo de su técnica, me di cuenta de que me había equivocado. Primero se movía por la escena, tratando de ver los movimientos, la iluminación, captando la Impresión general. Después se concentraba en el guión. Demostró ser efectivo y de gran impacto. Se consiguió la tensión requerida y la iluminación fue un éxito, sobre todo en la escena que utilizó tres pequeños reflectores, con todos los personajes sentados junto a unas velas, pues la luz se había apagado.
Cuando la interpretación es buena, va creciendo la tensión, el miedo y la desconfianza que poco a poco surge entre las personas; las muertes están tan planeadas que, cuando la vi, no hubo el menor asomo de risa o de que a la gente le pareciera ridículo. No digo que sea la obra que más me gusta, o la mejor que he escrito, pero pienso que es una buena muestra de profesionalidad, y que es la que me ha impulsado a convertirme en autora teatral. Fue entonces cuando decidí que en el futuro nadie más que yo adaptaría mis libros: escogería los libros que había que adaptar y sólo los que me parecieran convenientes.
Unos años más tarde se me ocurrió que Sangre en la piscina sería quizás una obra de teatro. Se lo dije a Rosalind, que en mi vida ha interpretado siempre el papel de eterna desalentadora, aunque sin éxito.
—¡Oh, mamá! ¡Convertir Sangre en la piscina en una obra de teatro! —me dijo horrorizada—. Es un buen libro y me gusta, pero lo otro me parece imposible.
—Estoy segura de que podré hacerlo —repliqué, estimulada por su oposición.
—¡Oh! Ojalá no lo intentes —contesté suspirando.
De cualquier forma me entretenía esbozar ideas sobre Sangre en la piscina, pues en algunos aspectos era más una novela que una historia policíaca. He pensado siempre que la inclusión de Poirot perjudicó mucho a la obra, pero estaba tan acostumbrada a este personaje que se introdujo sin casi darme cuenta y, aunque cumplió su papel, pienso que todo habría ido mejor sin él. Por eso cuando bosquejé la obra de teatro, lo eliminé.
Sangre en la piscina se escribió pese a la oposición de varias personas, además de Rosalind. A quien más le gustó fue a Peter Saunders, quien desde entonces ha producido muchas de mis obras.
Cuando la obra triunfó, estuve a punto de perder los estribos. Sabía que mi profesión era escribir libros y que sería capaz de inventar intrigas hasta que chocheara. Nunca me preocupó si sabría idear nuevos argumentos o no.
Pero siempre hay esas tres horribles semanas, quizás un mes, en las que se intenta empezar un libro. Es una agonía horrorosa. Uno se sienta en una habitación, mordiendo un lápiz, mira la máquina de escribir, camina de un lado a otro o se deja caer en un sillón y parece que la cabeza le va a estallar. Después se va en busca de alguien que casi siempre está ocupado —por lo general Max, pues tiene muy buen carácter— y le dice:
—Es horrible, Max, casi se me ha olvidado redactar. ¡No podré hacerlo nunca más! Nunca volveré a escribir un libro.
—¡Oh, sí!, ya lo creo que lo harás —dirá Max en tono consolador.
Al principio lo decía con cierta ansiedad, pero luego continuaba con su trabajo, mientras me hablaba con palabras consoladoras.
—Pero sé que no podré. No puedo pensar en nada. Tengo una idea, pero no me parece bastante buena.
—Es una fase, que tienes que pasar. Ya lo has hecho otras veces, lo hiciste el año pasado y el anterior.
—Esta vez es diferente —decía muy segura.
Por supuesto, era igual que siempre. En estas situaciones siempre se olvida que la vez anterior se sintió lo mismo, desesperación, incapacidad de hacer nada que sea mínimamente creativo; da la impresión de que se va a vivir toda la vida en esta fase de miseria moral. Es como si hubiera que meter un hurón en la madriguera para sacar lo que se quiere. Se produce una gran perturbación interior, largas horas de supremo aburrimiento, parece que nunca se volverá a la normalidad. Se es incapaz de pensar en lo que se quiere escribir; si se coge un libro no se entiende lo que se está leyendo; si se empieza un crucigrama, no surgen las palabras; se está poseído por un sentimiento paralizador de desesperanza.
De pronto, por alguna razón desconocida, el «motor» interior se pone en marcha, «aquello» se acerca, la niebla se disipa poco a poco. Con seguridad absoluta, se sabe exactamente lo que A quiere decir a B. Ya se puede pasear carretera abajo, hablar con uno mismo y repetir la conversación que, por ejemplo, Maud va a tener con Aylwin, y decidir dónde estarán exactamente, para que el hombre pueda observarlos desde los árboles, e imaginar cómo el pequeño faisán muerto sobre el campo hará que Maud se acuerde de algo que había olvidado, y así sucesivamente. Y se regresa a casa exultante de felicidad; aún no se ha hecho nada, pero se está en camino.
En aquel momento, me encantaba escribir obras de teatro, sencillamente porque no era mi trabajo, porque no tenía la sensación de tener que pensar una obra sino que la escribía porque se me había ocurrido. Resultan más fáciles de escribir que las historias policíacas, pues te las puedes imaginar con claridad, sin que estorben todas esas descripciones, necesarias en las novelas, pero que te hacen perder el hilo de la acción. Los límites físicos que impone la escena, simplifican mucho las cosas. No hay que seguir a la heroína al subir o bajar las escaleras o cuando va a la pista de tenis y regresa, ni hay que describir sus pensamientos. De lo único que hay que ocuparse es de lo que se ve y oye.
Escribiría un libro cada año, de eso estaba segura. Los textos dramáticos eran, en cambio, una aventura que permanecería oscura y secreta. En el teatro se tiene a veces éxito tras éxito y, de pronto, sin razón aparente, una serie de fracasos. ¿Por qué? En realidad, nadie lo sabe, pero así pasó con una obra que, en mi opinión, era tan buena o mejor que otras que habían triunfado y que sin embargo fracasó, tal vez porque no captó del todo al público o porque la escribí en un momento inadecuado o porque los actores no dieron la imagen requerida. Sí, las obras de teatro son algo en lo que nunca he confiado. Suponían una aventura cada vez y me gustaba que fuera así.
Después de Sangre en la piscina supe que pronto escribiría otra pieza teatral, pero que esta vez no sería una adaptación, sino algo escrito directamente para la escena.
Caledonia fue un gran éxito para Rosalind. Creo que ha sido una de las escuelas más importantes que he conocido y que sus profesores eran de los mejores. Hicieron una gran labor con mi hija, quien al final fue la primera del colegio aunque, como me indicó, no era muy justo, pues había una muchachita china mucho más inteligente que ella.
—Pero ellos piensan que la primera del colegio tiene que ser una inglesa.
Quizá tenía razón.
Del Caledonia, Rosalind pasó al Benenden. Desde el principio le resultó muy aburrido, aunque no sé por qué, pues era un buen colegio. Pero no se interesaba por nada y menos aún por mis asignaturas favoritas, como la historia, aunque era buena en matemáticas. Estando en Siria recibía a menudo cartas en las que me pedía insistentemente que le permitiera dejar Benenden, «Creo que no podré aguantar otro año más aquí», decía. Sin embargo me parecía que, una vez empezados unos estudios, habría que terminarlos, así que le contesté que cuando terminara sus estudios primarios dejaría Benenden y ya veríamos dónde continuaría su educación.
La señorita Sheldon, la directora del colegio, me escribió diciendo que, aunque Rosalind deseaba obtener el certificado de estudios primarios al trimestre siguiente, ella pensaba que no lo conseguiría, si bien no veía ninguna razón para que no lo intentara. Pero la señorita Sheldon se equivocaba, pues Rosalind obtuvo su certificado sin dificultad. Ahora me quedaba el problema de qué hacer con una hija de penas quince años.
Max y yo estuvimos de acuerdo en que fuera al extranjero y decidimos, recorrer diversos establecimientos de enseñanza: una familia en París, un grupo de muchachas mal alimentadas en Evian, y no menos de tres educadores de Lausana que nos habían recomendado, así como una escuela en Gstaad, donde las muchachas practicaban el esquí y otros deportes de invierno. Me resultaba muy difícil entrevistarme con la gente. En cuanto me sentaba se me trababa la lengua. Pensaba: «¿Mandaré a mi hija aquí o no? ¿Averiguaré cómo son ustedes en realidad? ¿Cómo demonios sabré si a ella le gustará estar con ustedes?» Entonces empezaba a tartamudear, a decir «er-er» y a preguntar cosas que incluso a mí me parecían perfectamente estúpidas.
Después de una consulta familiar, nos decidimos por la residencia de Mademoiselle Tschumi en Gstaad, que resultó un fracaso. Dos veces por semana recibía carta de Rosalind: «Este lugar es horrible, madre, absolutamente detestable. No tienes ni idea de cómo son las chicas, ¡llevan redecillas! ¿Qué te parece?»
A mí no me parecía nada. No entendía por qué las chicas no podían llevar redecillas, aunque tampoco estaba muy segura de lo que eran exactamente.
«Salimos a pasear de dos en dos, ¿te imaginas? ¡De dos en dos!, ¡a nuestra edad! Y no nos dejan ir al pueblo ni un momento a comprar algo. ¡Es horrible! ¡Me siento como en una cárcel! Además no nos enseñan nada; y en cuanto a los baños de que hablabas, ¡un timo auténtico!, nunca los utilizamos. Ninguna se ha bañado ni una sola vez. ¡Ni siquiera tienen agua caliente! Respecto al esquí aún es muy pronto para hablar, habrá que esperar a febrero, pero no creo que nos lleven ni siquiera entonces».
Rescatamos a Rosalind de su prisión y la enviamos primero a una pensión en Château d’Oex y después con una agradable y tradicional familia de París. Cuando regresamos de Siria, pasamos por París a recogerla y le dijimos que esperábamos que ahora dominaría el francés. «Más o menos», fue su contestación y tuvo mucho cuidado de que no le oyéramos ni una palabra. Pero ocurrió que el taxista que nos llevaba de la Gare de Lyon a casa de Madame Laurent, estaba dando unos rodeos innecesarios; entonces Rosalind bajó violentamente la ventanilla, asomó la cabeza y se dirigió a él en un francés vivo y coloquial, preguntándole por qué demonios iba por aquellas calles e indicándole por cuáles debía ir. Le dejó fuera de combate. Me encantó comprobar lo que de otra manera me hubiera resulta muy difícil: que Rosalind sabía hablar francés.
Madame Laurent y yo charlamos amigablemente. Me aseguró que Rosalind se había portado muy bien, tres comme il faut[57], aunque añadía:
—Elle est d’une froideur, mais d’une froideur excessive! C’est peutêtre le flegme brittanique[58].
Me apresuré a decirle que estaba segura de que era le flegme brittanique, Madame Laurent me aseguró que la había tratado como a una hija…
—Mais cette froideur, cette froideur anglaise!
Madame Laurent suspiró al recordar el rechazo que había sufrido su afectuoso corazón.
Rosalind debía completar su educación por lo menos durante seis meses más, o quizás un año. Pasó ese tiempo con una familia que vivía cerca de Múnich, aprendiendo alemán. Después llegó la temporada londinense.
Su éxito fue completo, la consideraron como una de las debutantes más atractivas de aquel año y se divirtió muchísimo. Pienso que le benefició mucho, le dio confianza en sí misma y se enseñó a desenvolverse en sociedad. Me dijo que le había parecido muy bien la experiencia, pero que no continuaría con aquella vida tan tonta.
Discutí el tema del trabajo con Rosalind y su gran amiga Susan North.
—Tienes que elegir alguna actividad —le dije a mi hija dictatorialmente—. No me importa lo que sea. ¿Por qué no siguen algún cursillo de masseuse[59]?, quizá te resulte útil más adelante. ¿O tal vez te gustaría aprender a arreglar flores?
—¡Oh!, eso lo hace todo el mundo —replicó Susan.
Al final me dijeron que lo que más les gustaba era la fotografía. Me alegré muchísimo; a mí también me gustaba y había tomado la mayor parte de las que se hicieron en las excavaciones. Pensaba que me sería muy útil recibir lecciones sobre fotografía de estudio, pues no tenía ni idea del tema y muchos de los objetos descubiertos tuvimos que fotografiarlos en el exterior, y como algunos se quedaron en Siria, era muy importante que obtuviéramos buenas fotos. Poco a poco me entusiasmé con el tema y las chicas se echaron a reír.
—Me parece que no estamos hablando de lo mismo —me dijeron—; no nos referimos a recibir clases de fotografía, en absoluto.
—Entonces, ¿qué?, —les pregunté desconcertada.
—Bueno, nos referimos a que nos fotografíen en traje de baño y cosas así, para los anuncios.
Fue un golpe muy fuerte y no pude disimularlo.
—No te van a hacer ninguna fotografía para anuncios de trajes de baño —repuse—, y no quieto oír nada parecido.
—Mamá es tan terriblemente anticuada —dijo Rosalind con un suspiro—. Hay montañas de chicas que se fotografían para los anuncios y se envidian terriblemente unas a otras.
—Además conocemos a algunos fotógrafos —añadió Susan— y creo que convenceremos a alguno para que nos haga fotografías para un jabón.
Me opuse rotundamente al proyecto, hasta que al final Rosalind dijo que había pensado lo de recibir clases de fotografías; después de todo —añadió— haría de modelo en las clases y no tendría que ponerse en traje de baño, sino que utilizaría ropa normal, cerrada hasta el cuello.
Así que un día fuimos a la escuela de fotografía comercial Reinhardt y me interesó tanto, que al llegar a casa tuve que confesar que quien se había matriculado había sido yo y no ellas. Soltaron una carcajada.
—Es a mamá a quien le ha encantado, y no a nosotras —dijo Rosalind.
La escuela de fotografía Reinhardt tenía distintos departamentos, incluyendo uno de fotografía comercial en el que me apunté. En aquel tiempo había auténtica pasión por hacer que las cosas no se parecieran en absoluto a la realidad. Se ponían, por ejemplo, seis cucharas sobre una mesa, luego se subía a una escalera de mano, y casi colgando desde lo alto, se trataba de conseguir una visión en picado o desenfocada. Se tendía a fotografiar los objetos, no en el centro de la placa, sino hacia el ángulo izquierdo o como huyendo de él, o bien sólo una parte de un rostro. Era el último grito. Llevé a la escuela un busto de madera de haya e hice varios experimentos, fotografiándolo con distintos filtros —rojo, verde, amarillo— y vi los efectos tan increíblemente distintos que se obtenían utilizando distintas cámaras y filtros.
El único que no compartió mi entusiasmo fue el dichoso Max. El tipo de fotografía que él quería era justo lo contrario de lo que yo estaba haciendo. Las cosas tenían que aparecer exactamente como eran, con tanto detalle como fuera posible, con la perspectiva exacta y así sucesivamente.
—¿No crees que este collar estaba un poco soso fotografiado así? —le decía.
—No, no lo creo —contestaba—. De la forma en que lo has captado queda borroso, desenfocado. —¿Y no parece así más excitante?
—No quiero que parezca excitante —replicaba—. Quiero que se vea tal como es; además no has puesto nada al lado que sirva de referencia en cuanto al tamaño real del collar.
—Si lo hubiera hecho habría arruinado el aspecto artístico de la foto. Hubiera quedado horrible.
—Pero es que es muy importante que se vea el tamaño —decía Max.
—Pero eso lo puedes especificar al pie, ¿no?
—No es lo mismo. Se tiene que ver cuál es la proporción exacta.
Suspiré. Mis fantasías artísticas me alejaban de lo que había prometido que haría, así que le dije a mi instructor que quería recibir clases extra para fotografiar las cosas con la perspectiva exacta. Le fastidió bastante tener que hacerlo y no le gustaron nada los resultados, pero a mí me serían de gran utilidad.
Por lo menos aprendí algo: no había nada como tomar dos fotografías de la misma cosa por si la primera ha salido mal. En la escuela nadie tomaba menos de diez negativos de cualquier objeto y muchos de ellos hasta veinte. Resultaba terriblemente agotador y con frecuencia llegaba a casa cansadísima, maldiciendo el día en que me metí en esto. Pero a la mañana siguiente se me había pasado todo.
Un año, Rosalind vino a Siria, pues pensé que se lo pasaría bien en la excavación. Max le dijo que dibujara algunas cosas. Sus dibujos eran realmente excepcionales, pero el problema era que Rosalind, al contrario que su despreocupada madre, era perfeccionista y a menos que consiguiera exactamente lo que quería, lo hacía pedazos. Hizo una serie de dibujos y luego le dijo a Max:
—La verdad es que no son buenos. Los voy a romper.
—No lo harás —replicó Max.
—Los romperé —insistió Rosalind.
Tuvieron una buena pelea; Rosalind temblaba de rabia y Max estaba realmente enfadado. Al final, los dibujos se salvaron y aparecieron en el libro de Max del tell Brak, pero Rosalind nunca quedó satisfecha de ellos.
El sheikh nos procuró algunos caballos y mi hija montaba a menudo, acompañada de Guilford Bell, un joven arquitecto, sobrino de un amigo nuestro australiano, Aileen Bell. Era un muchacho encantador que hizo unos extraordinarios dibujos a lápiz de nuestros amuletos de Brak, pequeñas y deliciosas representaciones de ranas, leones, carneros, toros; el delicado sombreado de sus dibujos era un marco perfecto para ellos.
Aquel verano; Guilford pasó una temporada con nosotros en Torquay y un día vimos que se vendía una casa que yo había conocido de joven, Greenway House, en Dart, de la que mi madre siempre decía —y yo estaba de acuerdo— que era la más perfecta de las que había en Dart.
—Vayamos a verla —propuse—. Me encantará verla de nuevo. No he estado allí desde que fui a visitarla con mi madre, siendo una niña.
Así que fuimos a Greenway y comprobamos que, tanto la casa como los terrenos, eran maravillosos. La construcción era de estilo georgiano, de 1780 o 1790, con un bosque que bajaba hasta el Dart, con arbustos y árboles; era la casa ideal, un hogar de ensueño. Cuando recibimos el aviso para ir a visitarla, pregunté el precio, aunque sin mucho interés. Cuando me lo dijeron pensé que había oído mal.
—¿Ha dicho usted dieciséis mil?
—Seis mil.
—¿Seis mil?
Casi no podía creerlo. Lo comentamos al volver a casa.
—Es increíblemente barata —dije—; tiene treinta y tres acres de terrenos y no está en muy malas condiciones, lo único que hay que hacer es decorarla.
—¿Por qué no la compras? —me preguntó Max.
Me sorprendió tanto la pregunta de Max que me quedé sin aliento.
—A fin de cuentas, estabas muy preocupada por Ashfield.
Sabía lo que quería decir con eso. Ashfield, mi hogar, había cambiado. Antes estábamos rodeados por pequeñas villas, parecidas a la nuestra; en cambio ahora entre el mar y nosotros, bloqueando la vista en la parte más estrecha del jardín, había una escuela llena de ruidosos niños que gritaban todo el día. Al otro lado teníamos una clínica mental. Algunas veces nos llegaban sonidos quejumbrosos o aparecían de repente enfermos en el jardín. No eran locos peligrosos y por eso les dejaban hacer lo que querían, pero tuvimos algunos incidentes desagradables. Un día apareció un fornido coronel en pijama, agitando un palo de golf, dispuesto a matar a todos los topos que hubiera en el jardín; otro día vino dispuesto a atacar a un perro que le había ladrado. Las enfermeras se disculparon y se lo llevaron; dijeron que estaba bastante bien, sólo un poco «alterado», pero resultaba alarmante y más de una vez los niños que estaban con nosotros se llevaron un susto tremendo.
Antes, fuera de Torquay, todo era campo: tres villas en la colina y la carretera que se perdía en el paisaje. Las verdes praderas a las que iba en primavera a mirar a las ovejas, habían dejado paso a cantidad de pequeñas casitas. Ninguno de nuestros conocidos vivía ya allí. Era como si Ashfield se hubiera convertido en una caricatura de sí misma.
Había además una razón poderosa para comprar Greenway House.
Sabía desde siempre que a Max no le gustaba Ashfield. Nunca me lo dijo, pero yo lo sabía. Creo que en cierta forma estaba celoso, pues era una parte de mi vida que no había compartido con él, que era sólo mío. Y de improviso había dicho de Greenway: ¿Por qué no la compras?
Hicimos algunas averiguaciones, en las que nos ayudó Guilford.
Inspeccionó la casa profesionalmente y nos dijo:
—Bueno, le voy a dar mi consejo. Derribe la mitad de la casa.
—¡Que derribe la mitad de la casa!
—Sí. Como verá, toda el ala posterior es victoriana. Quédese con la construcción de 1790 y quite todo lo que se añadió posteriormente: la sala de billar, el estudio, los dormitorios y los baños que hay en la parte de arriba. La casa quedará mucho mejor, con más luz. La verdad es que la planta original es muy hermosa.
—Pero si derribamos los baños victorianos, nos quedamos sin ninguno —repliqué.
—Se pueden hacer en el piso superior sin ningún problema. Y otra cosa: los impuestos serán menores.
Así que compramos Greenway y encargamos a Guilford que le devolviera su aspecto original. Pusimos cuartos de baño en el piso de arriba y en el de abajo un aseo, pero no hicimos ninguna modificación. El único fallo es que me hubiera gustado tener el don de la profecía, pues habría eliminado otra parte de la casa: la enorme despensa, las grandes cuevas, la leñera y el office, y en su lugar hubiera puesto una cocina pequeña y bonita que estuviera cerca del comedor y que se manejara fácilmente sin ayuda. Pero nunca se me ocurrió que llegara un día en que desapareciera el servicio doméstico. Así que dejamos la zona de la cocina tal como estaba. Una vez terminadas las obras y pintada la casa de blanco, nos trasladamos.
Justamente cuando íbamos a mudamos, estalló la segunda guerra mundial. Esta vez no nos cogió tan desprevenidos como en 1914. Ciertos sucesos, como los de Múnich, nos habían advertido; pero habíamos escuchado las afirmaciones de Chamberlain y pensábamos que cuando decía: «Habrá paz en esta época», sería verdad.
Pero no lo fue.