IV

El suceso más, importante del viaje fue mi visita al doctor Campbell-Thompson y señora, con los que pasé un fin de semana, para que juzgaran si podía ir a Nínive. Max estaba ya prácticamente elegido para ir con ellos a las excavaciones durante el otoño e invierno siguientes; aunque a los Woolley no les había gustado que dejara Ur, estaba decidido a cambiar.

C.T., que era como le conocía todo el mundo, hacía pasar a la gente por determinadas pruebas. Una de ellas era una excursión campo a través. Cuando había alguien que, como yo, pasaba unos días con ellos, aprovechaba el peor de todos para hacer una excursión. Tomaba nota de los zapatos que se llevaban; si se cansaba uno o no, si le resultaba agradable abrirse paso entre los setos al atravesar el bosque. Como tenía mucha práctica en este tipo de excursiones, gracias a mis paseos por Dartmoor, pasé la prueba con éxito. El terreno escabroso no me asustaba, en cambio me alegré de que no fuéramos por terrenos de labranza que son agotadores.

La prueba siguiente consistió en averiguar si era muy exigente en cuanto a comidas. C.T. pudo constatar que era capaz de comer lo que fuera, cosa que le agradó. Le gustaban mucho mis novelas, así que estaba bastante predispuesto en favor mío; al final decidieron que encajaba en el ambiente de Nínive y se confirmaron los últimos detalles. Max iría a finales de septiembre y yo me reuniría con él a finales de octubre.

Mi plan era pasar algunas semanas escribiendo y descansando en Rodas, y luego embarcarme hasta Alexandretta, donde conocía al cónsul británico. Alquilaría un coche para ir a Aleppo, cogería el tren a Nisibin en la frontera turco-iraquí y de allí a Mosul tendría ocho horas de coche.

Era un buen plan y acordé con Max que iría a buscarme a Mosul, pero en Oriente Medio las cosas no siempre suceden como se han previsto. El Mediterráneo, aunque no lo parezca, también se encrespa a veces y recuerdo que incluso, después de haber entrado en el puerto de Mersin, las olas eran muy altas; me tumbé en mi litera, gimiendo. El camarero italiano se compadecía de mí y se disgustaba porque no quería probar bocado. De vez en cuando asomaba la cabeza e intentaba convencerme para que comiera alguno de los platos del menú del día.

—Le traigo unos espaguetis magníficos. Están muy buenos y la salsa de tomate es deliciosa. Le gustará mucho.

—¡Oh! —gemía, pues el solo pensamiento de los espaguetis grasientos con tomate me daba ganas de vomitar.

Más tarde volvía otra vez:

—Ahora sí que traigo algo que le gustará. Hojas de parra con aceite de oliva, rellenas con arroz. Muy bueno.

Más gemidos por mi parte. Una vez me trajo un plato de sopa, pero la capa de grasa que la cubría me mareó más aún.

Al aproximamos a Alexandretta, me las arreglé para vestirme, preparar mis cosas y, aunque algo tambaleante, subir a cubierta donde el aire fresco me hizo revivir. Me quedé allí un rato, algo reconfortada por la brisa fría y cortante. Me dijeron que fuera a la cabina del capitán, quien me informó que el barco no entraría en Alexandretta.

—El mar está demasiado encrespado —me dijo— y no es fácil llegar a tierra.

Era una situación bastante grave pues al parecer ni siquiera podía comunicarme con el cónsul.

—¿Y qué voy a hacer? —pregunté. El capitán se encogió de hombros.

—Continuar hasta Beirut; no hay más remedio —contestó sin darle importancia.

Me sentí desfallecer pues Beirut estaba en dirección opuesta, pero no había más remedio que aguantarse.

—No le cobraremos nada —dijo el capitán, tratando de darme ánimos—. Ya que no podemos desembarcarla aquí, lo haremos en el puerto siguiente.

Cuando llegamos a Beirut el mar estaba algo más calmado, pero fuerte aún. Me dejaron en un tren terriblemente lento, qué me llevó a Aleppo. Si mal no recuerdo, tardó por lo menos dieciséis horas. No tenía ningún servicio y en las estaciones en las que paraba tampoco se sabía si lo había o no, así que tuve que aguantarme durante las dieciséis horas; afortunadamente me sé controlar muy bien en este sentido.

Al día siguiente cogí el Orient Express hasta Tel Kochek, que en aquel entonces era la terminal del ferrocarril Berlín-Bagdad. Allí siguió la mala suerte. Habían tenido un tiempo tan malo que el camino que iba a Mosul había desaparecido en dos puntos y además la mayoría de los vados estaban inundados. Tuve que quedarme dos días en la posada, un lugar muy primitivo en el que no había nada que hacer y en el que la comida era siempre la misma: huevos fritos y pollo (bastante duro). Deambulé por los alrededores, me adentré un poco en el desierto, leí el único libro que tenía y después me dediqué a pensar pues ya no me quedaba otra cosa que hacer.

Por fin llegué a la posada de Mosul. Las noticias habían llegado hasta allí misteriosamente, pues Max me estaba esperando en la escalera.

—¿Te has preocupado mucho al ver que me retrasaba tres días? —le pregunté.

—¡Oh, no! —me contestó—. Ocurre a menudo.

Partimos hacia la casa que los Campbell-Thompson habían alquilado, próxima al gran túmulo de Nínive. Estaba como a dos kilómetros y medio de Mosul, en conjunto era muy agradable y siempre la recordaré con afecto. El tejado era una amplia terraza en la que había una habitación en forma de cubo, con un bonito pórtico de mármol. Max y yo teníamos un cuarto en el piso alto, casi sin muebles pues la mayoría eran cajas de naranjas, y con dos camas de campaña. La casa estaba rodeada de rosales que cuando llegamos estaban cuajados de capullos rosados. «Mañana por la mañana —pensé— las rosas se habrán abierto; estarán preciosas». Pues no; a la mañana siguiente, sólo había capullos. Me sorprendió mucho este fenómeno de la naturaleza —no florecían de noche como la flor del cacto—, pero la verdad era bien distinta: las rosas se desarrollaban normalmente y a eso de las cuatro de la mañana los jardineros las arrancaban según se iban abriendo. Al amanecer sólo quedaban los nuevos capullos.

El trabajo de Max exigía que montase a caballo y aunque no creo que por aquel entonces tuviera mucha práctica insistía en que antes de venir había practicado en un picadero de Londres. No habría estado tan tranquilo si se hubiese dado cuenta de que la pasión de C.T. era la economía; aunque para ciertas cosas era un hombre generoso, pagaba a sus empleados lo menos posible. Una de sus economías consistía en no pagar nunca mucho por un caballo, por lo que los animales que compraba tenían a menudo alguna característica desagradable que permanecía oculta hasta que su propietario había hecho efectiva la compra. Por lo general se encabritaban, corcoveaban, respingaban o cualquier cosa por el estilo. El de mi marido no era una excepción y montarlo todos los días por un camino resbaladizo y embarrado, hasta subir al túmulo, resultaba una prueba de fuego, especialmente cuando Max lo hacía con aire de total despreocupación. Afortunadamente todo fue bien y nunca sufrió una caída, que hubiera sido lo peor.

—Recuerde —le había dicho C.T. antes de partir de Inglaterra que caerse del caballo significa que los trabajadores le pierdan el respeto.

El ritual comenzaba a las cinco de la madrugada; C.T. y Max se reunían en el tejado y, después de una deliberación, hacían una señal con la lámpara al vigilante que estaba en la cima del túmulo; el mensaje indicaba si el tiempo permitía continuar el trabajo. Como estábamos en otoño, la estación de las lluvias, este asunto era importante, ya que la mayoría de los trabajadores vivían bastante lejos y esperaban la señal luminosa para saber si tenían que acudir o no. En su momento Max y C.T. partían a caballo hacia la excavación.

Bárbara Campbell-Thompson y yo subíamos andando hasta el túmulo hacia las ocho de la mañana y allí desayunábamos todos juntos: huevos duros, té y pan. En octubre resultaba muy agradable, pero en otros meses el frío era helador y teníamos que abrigarnos bien. El paisaje circundante era magnífico: colinas y montañas a lo lejos, el amenazador Jebel Maqlub y a veces las montañas del Kurdistán cubiertas de nieve. Mirando hacia el otro lado, se veía el Tigris y la ciudad de Mosul con sus minaretes. Volvíamos a la casa y después subíamos de nuevo para tomar otra comida campestre.

Un día discutí con C.T.; él se rindió cortésmente, pero creo que perdí algo de su estimación. Quería comprar, yo sola, una mesa en el mercado. No me importaba guardar la ropa en cajas de naranjas, ni utilizarlas para sentarme o como mesilla de noche, pero si quería trabajar, debía tener una mesa sólida en la que escribir cómodamente a máquina y meter las piernas por debajo. C.T. no tenía por qué pagarla —era yo quien la iba a comprar—, pero lo que no le parecía bien era que me gastara el dinero en algo que no era absolutamente necesario. Para mí, si lo era.

Como indiqué claramente, mi trabajo era escribir libros y para ello necesitaba algunas herramientas: una máquina y una mesa. C.T. cedió, pero se quedó un poco triste. Además, insistí en que fuera sólida; no un trasto con cuatro patas que se deshiciera en cuanto lo tocaras, así que me salió por diez libras —una suma inaudita—. Creo que tardó más de quince días en perdonarme esta extravagancia. Yo en cambio me sentí muy feliz cuando la conseguí y C.T. empezó a interesarse por mi trabajo. El libro en cuestión era La muerte de Lord Edgware y cuando en una tumba del túmulo se descubrió un esqueleto, le bautizamos Lord Edgware.

El motivo por el que Max quiso venir a Nínive era el de excavar un profundo foso en el túmulo. C.T. no estaba muy entusiasmado, pero habían convenido de antemano que Max lo intentaría. La prehistoria se había puesto de moda entre los arqueólogos; por aquel entonces casi todas las excavaciones eran históricas, hasta que todo el mundo se interesó apasionadamente por las civilizaciones prehistóricas de las que, incluso ahora, sabemos tan poco.

Examinaron pequeños monumentos funerarios por todo el país, recogieron fragmentos de cerámica pintada, fueran de donde fueran, los rotularon, los guardaron en sacos y estudiaron los modelos. Era apasionante. ¡Tan viejo y sin embargo tan nuevo!

Como cuando se hicieron estas vasijas aún no se había inventado la escritura, era muy difícil precisar su fecha o especificar qué tipo de cerámica precedía o seguía al otro. En Ur, Woolley había realizado excavaciones a niveles más bajos que los que se estiman corresponden a la época del diluvio y la cerámica pintada de Tell Ubaid había sido objeto de muchas especulaciones. A Max le había dado tan fuerte como a los otros y, sin duda, los resultados de nuestra investigación en Nínive fueron muy excitantes, pues pronto se hizo evidente que el enorme túmulo, de unos doscientos setenta metros de altura, era prehistórico en sus tres cuartas partes, cosa que no se había sospechado. Solamente los niveles superiores eran asirios.

Al cabo de cierto tiempo, el profundo foso abierto se convirtió en algo aterrador, ya que excavaron doscientos metros y pico en terreno virgen; al final de la temporada casi se había terminado. C.T., que era un hombre valiente, bajaba por lo menos una vez al día con los obreros a pesar de lo mal que lo pasaba pues sufría vértigo. A Max en cambio las alturas no le afectaban y se lo pasaba bien yendo arriba y abajo. Los trabajadores, como todos los árabes, no conocían el vértigo; subían y bajaban con toda rapidez por la rampa en espiral, que por las mañanas estaba húmeda y resbaladiza, se arrojaban cestos unos a otros, acarreaban la tierra y jugaban a empujarse y adelantarse apenas a un palmo del borde.

—¡Oh, Dios mío! —exclamaba C.T. a menudo, sujetándose la cabeza con las manos, incapaz de mirar hacia abajo—. Un día se matará alguien.

Pero nadie se mató. Pisaban con tanta seguridad como las mulas. En uno de nuestros días libres decidimos alquilar un coche e ir a la búsqueda del gran túmulo de Nimrud, que había, sido excavado unos cien años antes por Layard. Fue difícil llegar hasta allí, pues las carreteras estaban en muy mal estado y tuvimos que hacer la mayor parte del recorrido campo a través; además, la mayoría de wadis y las acequias estaban intransitables. Pero al final llegamos y comimos allí mismo. Era un lugar maravilloso. El Tigris estaba a un par de kilómetros y los grandes bustos de piedra asirios se erguían en el suelo, sobre el gran túmulo de la Acrópolis; y en otro sitio había un ala gigantesca perteneciente a un gran genio. Era una zona espectacular, pacífica, romántica, impregnada del pasado.

Recuerdo que Max dijo:

—Me encantaría excavar aquí; habría que hacerlo a gran escala e invertir mucho dinero, pero si yo pudiera, éste sería el túmulo que escogería —suspiró—. ¡Oh, bueno!, supongo que nunca sucederá.

Tengo ante mí el libro de Max: Nimrud y sus ruinas. Me ha hecho muy feliz que sus deseos se cumplieran y que Nimrud haya despertado de su sueño de siglos. Layard comenzó el trabajo, mi marido lo terminó.

Descubrió sus secretos más profundos: el gran fuerte de Shalmaneser que está fuera de los límites de la ciudad; los otros palacios que se encuentran en distintas partes del montículo. La historia de Calah, capital militar de Asiria, ha quedado al descubierto. Nimrud es ahora conocida por lo que fue y, además, por los maravillosos objetos que jamás artesano —o mejor dicho, artista— alguno ha hecho, y que se han enviado a todos los museos del mundo. Figuras de marfil delicada y exquisitamente labradas, tales son esos maravillosos objetos.

Recuerdo que limpié muchos; como cualquier profesional, tenía mis herramientas favoritas: un palo de naranjo o una aguja de punta muy fina —una temporada utilicé un instrumento que me prestó, mejor dicho, me regaló un dentista— y un tarro de crema facial que, en mi opinión, es lo que resulta más útil para quitar suavemente la tierra y el polvo de las grietas sin dañar las frágiles figuras de marfil. La verdad es que me entusiasmé tanto utilizándola, que al cabo de dos semanas no quedaba ni una pizca para mi pobre cara.

Era apasionante; se necesitaba mucha paciencia, mucho cuidado, delicadeza en el trato. Uno de los días más emocionantes de mi vida fue cuando los obreros, que estaban limpiando un pozo asirio, entraron en tromba en la casa gritando: «¡Hemos encontrado una mujer en el pozo! ¡Hay una mujer en el pozo!» Y trajeron en un trozo de saco una gran masa de barro.

Tuve el gusto de ir quitado el barro en una tina; poco a poco surgió la cabeza, que el fango había protegido durante unos 2.500 años. Allí estaba, era la cabeza de marfil más grande que se había encontrado, con un color ligeramente bronceado, el pelo negro y los labios suavemente coloreados, con la enigmática sonrisa de las doncellas de la Acrópolis. La Dama del Pozo —la Mona Lisa, como insiste en llamarla el director iraquí de antigüedades— se encuentra ahora en el nuevo museo de Bagdad; es una de las piezas mejores que se han encontrado.

Había muchas otras figuras de marfil, algunas incluso de mayor belleza que el busto, pero no tan espectaculares. Había también placas con unas vacas mirando a sus terneros mientras los amamantan; damas de marfil asomadas a la ventana, observándolo todo, como sin duda lo haría la malvada Jezabel, y dos placas iguales maravillosas, en las que una leona atacaba a un negro; el hombre estaba tumbado, con un taparrabos dorado y puntos dorados en el pelo; y con la cabeza levantada, como extasiado ante la figura de la leona que se precipitaba sobre él para matarle; como fondo, el follaje del jardín hecho con lapislázuli, cornalina y oro. Fue una suerte que hubiera dos de estos ejemplares; uno está ahora en el Museo Británico y el otro en Bagdad.

Cuando se ven las maravillas que el hombre hace con sus propias manos, se siente uno orgulloso de pertenecer a la raza humana, a la raza de estos creadores. Seguro que participan en cierta forma de la santidad del Creador, que ha hecho el mundo y todo lo que está en él y que vio que era bueno. Pero dejó cosas por hacer, cosas que el hombre debía tallar con sus manos, y lo hizo para que siguieran sus pasos, ya que están hechos a su imagen y semejanza, y para que vieran lo que hacían y vieran que era bueno.

El orgullo que produce crear algo es extraordinario. Incluso el carpintero que una vez hizo un espantoso toallero de madera para una de las casas de la expedición, tenía espíritu creativo. Cuando se le preguntó por qué, en contra de las órdenes que se le habían dado, le había puesto unos pies tan enormes, contestó en tono acusador:

—¡Tenía que hacerlo así para que quedara bonito!

A nosotros nos parecía horrible, pero para él era maravilloso y lo hizo con espíritu de creación porque era maravilloso.

El hombre puede ser un demonio, mucho más malvado de lo que sus hermanos los animales serían nunca, pero también puede elevarse a los cielos en el éxtasis de la creación. Las catedrales de Inglaterra son monumentos que se yerguen como reconocimiento del hombre a lo que es superior a él. Me gusta ese rosetón de la época Tudor —creo que está en uno de los capiteles de la Kings College Chapel de Cambridge— en el que el artista, en contra de las órdenes recibidas, esculpió el rostro de la Virgen en el centro, porque pensaba que los reyes de la casa Tudor recibían demasiadas muestras de veneración y, en cambio, el Creador, para cuya adoración se había levantado el monumento, no tenía los honores que merecía.

Ésta sería la última temporada del doctor CampbeIl-Thompson. Era, ante todo, un epigrafista y le interesaba mucho más la palabra escrita, la historia escrita, que el aspecto arqueológico de las excavaciones. Como todos los epigrafistas, esperaba siempre encontrar un montón de tablillas.

Se habían hecho tantas excavaciones en Nínive, que era difícil hacerse una idea de todas las edificaciones. Para Max, los palacios no ofrecían ningún interés especial: lo que realmente le atraía era estudiar el período prehistórico, porque apenas se sabía nada de él.

Tenía ya el plan, que me pareció apasionante, de excavar por su cuenta y en esta zona un pequeño túmulo. Tenía que ser pequeño porque era difícil conseguir una suma importante de dinero, pero pensaba que era factible y, lo que es más importante, que debía hacerse. Así que, a medida que pasaba el tiempo, aumentaba su interés por el avance de la excavación hacia terreno virgen. Cuando se llegó a ello, la base la formaba una pequeña franja de terreno de unos pocos metros de ancho, en la que se encontraron algunos restos —no muchos, por lo pequeño del sitio— que pertenecían a un período distinto al de los encontrados más arriba. Se hizo entonces una nueva clasificación, empezando por abajo: Ninevite 1, el más cercano al suelo virgen, luego Ninevite 2, Ninevite 3, Ninevite 4 y Ninevite 5. En este último período se utilizaba el torno para hacer la cerámica, las vasijas eran muy bonitas y las había de dos tipos, pintadas y grabadas; eran característicos también los recipientes en forma de cáliz, con unos motivos pintados vigorosos y encantadores. Sin embargo, la cerámica en sí —la textura— no era de calidad tan fina como la que se había hecho tal vez varios cientos de años antes, esa maravillosa cerámica de suave color melocotón, de tacto similar al de la griega, con una superficie lisa y barnizada y decorada principalmente a base de dibujos geométricos, en especial puntos. Según Max, se parecía a la encontrada en Tell Halaf, en Siria, que siempre se había creído que era muy posterior; en cualquier caso, ésta era de mejor calidad.

Consiguió que los obreros le trajeran de sus aldeas, en un radio de unos doce kilómetros, trozos de cerámica. En algunos sitios eran del tipo de finales del período Ninevite 5 y, además de los modelos pintados, había otro, delicioso, tallado con gran delicadeza. Había también vasijas rotas, de un período anterior, y grises, ambas lisas y sin pintar.

Era evidente que alguna de estas pequeñas zonas que cubrían el terreno hasta llegar a las montañas, habían sido abandonadas muy pronto, antes de que se utilizase el torno: la cerámica estaba hecha a mano. Había en especial un túmulo muy pequeño, denominado Arpachiyah, que estaba tan sólo a unos seis kilómetros al este del gran círculo de Nínive, en el que apenas si apareció ningún resto que no fuera posterior al de los fragmentos pintados de Ninevite 2. Al parecer ése fue su último período importante de ocupación.

A Max le atraía mucho; le animé, porque pensaba que era una cerámica tan maravillosa que sería muy interesante descubrir algo sobre ella. «Será una empresa arriesgada», dijo Max. Sin duda había sido una aldea muy pequeña y no muy importante, así que no estaba muy claro que fuéramos a encontrar nada. Pero aún así, la gente que hizo esos objetos seguro que vivió allí; quizá sus casas fueran primitivas, pero no su cerámica que era de una gran calidad. No pudieron hacerla para la gran ciudad de Nínive que estaba cerca, como hoy lo hacen en Swansea o Wedgwood, porque cuando ellos moldeaban la arcilla, Nínive no existía. Aún tendrían que pasar cientos de años para que naciera. De modo que, ¿para qué la hicieron? ¿Por el puro placer de crear algo tan hermoso?

Naturalmente, C.T. pensaba que Max se equivocaba al conceder tanta importancia a la época prehistórica y armar tanta bulla en torno a la cerámica. Lo único que importaba, decía, era la historia escrita; que el hombre nos contara los hechos, pero no con palabras sino por escrito. Ambos tenían razón en un sentido: C.T. porque no hay duda, de que la historia escrita es especialmente reveladora y Max porque descubrir algo nuevo sobre el hombre supone utilizar todo lo que éste nos haya contado, en este caso, mediante los objetos hechos con sus propias manos. Y yo también tenía razón cuando advertí que la cerámica de esta pequeña aldea era maravillosa. Y creo que estaba en lo cierto al preguntarme a mí misma continuamente: ¿por qué?, ya que para la gente como yo, preguntarse el porqué es lo que hace interesante la vida.

Mi primera experiencia de vivir en una excavación me había satisfecho enormemente. Me había gustado Mosul; me había sentido muy unida a C.T. y a Bárbara y además había matado a Lord Edgware y desenmascarado a su asesino. En una visita que hice a C.T. y a su esposa, les leí el manuscrito entero y les encantó. Creo que fueron las únicas personas a las que he leído un manuscrito, a excepción de mi familia.

Cuando en febrero del año siguiente, Max y yo volvimos a Mosul, apenas si podía creerlo; esta vez nos quedamos en una casa de huéspedes. Comenzaron las gestiones, para realizar excavaciones en nuestra pequeña zona del túmulo, Arpachiyah; el pequeño Arpachiyah de quien nadie sabía nada ni se había preocupado jamás, pero que llegaría a ser un nombre familiar para los arqueólogos. Max había convencido a John Rase, que trabajaba como arquitecto en Ur, para que viniera con nosotros. Era muy amigo nuestro: un proyectista maravilloso, muy tranquilo al hablar y con un humor suave que encontraba irresistible. Al principio John no estaba muy decidido a venir con nosotros; no quería regresar a Ur, pero dudaba entre continuar con la arqueología o volver a la arquitectura. Sin embargo, tal como Max le indicó, no sería una expedición muy larga —a lo sumo dos meses— y probablemente no habría mucho que hacer.

—En realidad —le dijo persuasivamente—, considéralo como unas vacaciones. Es la mejor época del año, con flores, buen tiempo, no hay tormentas de arena como en Ur, montañas y colinas. Lo pasarás muy bien. Será un descanso para ti.

Y John se convenció.

—De todos modos, es una empresa arriesgada —dijo Max.

Era una época difícil para él, pues estaba al comienzo de su carrera; había hecho esta elección y de su resultado dependía su éxito o su fracaso.

Empezó todo fatal. De entrada, el tiempo fue horrible; diluviaba y era prácticamente imposible ir a ninguna parte en coche; comprobamos además que era increíblemente difícil averiguar a quién pertenecía la tierra que nos proponíamos excavar. El tema de la propiedad de la tierra en el Oriente Medio está lleno de dificultades. Si se encuentran muy lejos de las ciudades, los terrenos están bajo la jurisdicción de un sheikh y entonces se pueden hacer arreglos financieros y de cualquier otro tipo con él, siempre y cuando te respalde y te dé autoridad alguien del gobierno. Todas las tierras que están clasificadas como tell —es decir, las que fueron ocupadas en la antigüedad— son propiedad del Gobierno, no del propietario. Pero dudaba de que Arpachiyah, que era un pequeño punto en la superficie de la tierra, se considerara como tal, así que nos pusimos en contacto con el propietario.

Parecía muy sencillo. Vino un hombre grande y alegre y nos aseguró que era el dueño. Pero al día siguiente nos dijeron que no era él, sino que el propietario real era un primo segundo de su mujer. Otro día nos enteramos de que la tierra no pertenecía en realidad al primero segundo de la mujer, sino que había varias personas más implicadas. Al tercer día de lucha incesante, cuando todo el mundo había dificultado las cosas, Max se tiró sobre la cama, murmurando:

—¿Qué te parece? Hay diecinueve propietarios.

—¿Diecinueve propietarios para un trozo de tierra tan pequeño? —comenté, incrédula.

—Así parece.

Al final deshicimos el enredo y descubrimos que el propietario real era una prima segunda de la tía del primo del marido de la tía de alguien que, como no podía hacer negocios por su cuenta, tenía que estar representada por su marido y otros parientes. Con la ayuda del Mutassarif de Mosul, del Departamento de Antigüedades de Bagdad, del cónsul británico y unas pocas personas más, lo arreglamos todo y suscribimos un contrato muy severo. Se impondrían terribles penalizaciones a cualquiera de las dos partes que incumpliera el acuerdo.

Cuánto disfrutó el marido de la propietaria, cuando se incluyó una cláusula que establecía que, si interfería de cualquier forma en nuestros trabajos de excavación o se invalidaba el contrato, tendría que pagar mil libras esterlinas. Inmediatamente salió a jactarse de ello ante sus amigos.

—Es un asunto de mucha importancia —dijo con orgullo—; porque si no ayudo en todo lo que puedo o no cumplo las promesas que he hecho en nombre de mi mujer, perderé mil libras.

Todo el mundo quedó muy impresionado.

—Mil libras —decían—. ¡Puede perder mil libras!, ¿has oído eso? ¡Si algo va mal le sacarán mil libras!

Debo aclarar que si le hubiéramos exigido el pago de la multa a este buen hombre, todo lo que hubiéramos conseguido habrían sido diez dinares.

Alquilamos una casita muy parecida a la que teníamos cuando estuvimos con los C.T. Ésta estaba un poco más lejos de Mosul y más cerca de Nínive, pero tenía el mismo tejado plano y una terraza de mármol; las ventanas eran también de mármol de Mosul con un cierto aire eclesial y con alféizares en los que se podía dejar la cerámica. Teníamos un cocinero y un criadito y también un perro enorme y fiero —y en su momento seis cachorritos suyos— para que ladrara a los otros perros de la vecindad y a cualquiera que se aproximase a la casa. Teníamos asimismo un pequeño camión y a un irlandés llamado Gallagher como conductor. Se había quedado aquí después de la guerra de 1914 y no había regresado nunca a su casa.

Gallagher era una persona extraordinaria. A veces nos contaba cuentos maravillosos. Se sabía la historia completa sobre el descubrimiento de un esturión en las costas del Caspio, y cómo él y un amigo se las habían arreglado para traerlo, envuelto en hielo, a través de las montañas hasta el Irán y lo vendieron por una gran suma de dinero. Parecía la Odisea o la Eneida, por las innumerables aventuras que se sucedían en el camino.

Nos dio una información tan útil, como lo que valía exactamente la vida de un hombre.

—Iraq es mejor que Irán —nos dijo—. En Irán matar a un hombre cuesta siete libras al contado. En Iraq solamente tres.

Gallagher recordaba aún los años que pasó en el ejército durante la guerra y amaestraba a los perros al estilo militar. Se llamaba a los seis cachorros uno a uno por sus nombres y subían a la cocina en fila. Swiss Miss era la favorita de Max y era la primera a la que se llamaba. Eran todos feísimos pero con ese encanto que tienen los perritos de todo el mundo. Venían a menudo a la terraza después del té y allí los limpiábamos de garrapatas con todo cuidado, aunque al día siguiente estaban otra vez igual.

Gallagher resultó ser un lector omnívoro. Mi hermana me enviaba cada semana un paquete de libros, que a mi vez se los pasaba. Leía con rapidez y daba la impresión de que no le importaba lo que fuera: biografías, ficción, historias de amor, de suspense, ensayos científicos, cualquier cosa. Era como un hombre hambriento para el que los alimentos fueran todos iguales, al que sólo le importaba que fueran comida; quería comida para la mente.

Una vez nos habló de su «tío Fred».

—Lo mató un cocodrilo en Burma —nos dijo tristemente—. En realidad no sabía qué hacer con él. Pero pensamos que lo mejor era disecarlo y enviárselo a su mujer y así lo hicimos.

Hablaba con un tono de voz muy tranquilo. Al principio pensé que fantaseaba, pero al final llegué a la conclusión de que casi todo lo que nos contaba era cierto. Era de esas personas a las que les suceden cosas extraordinarias.

Aquéllos eran unos momentos muy difíciles para nosotros. Aún no había aparecido nada que nos permitiera saber si Max amortizaría su aventura o no. Lo único que habíamos descubierto eran edificios sin interés, ni siquiera de ladrillo; sólo paredes de adobe, que apenas dejan rastro. Lo que sí encontrábamos por todas partes, eran fragmentos de cerámica realmente bonitos y algunos cuchillos de obsidiana negros, con la hoja delicadamente atada; pero en general nada extraordinario.

John y Max se animaban mutuamente, diciendo que era demasiado pronto para desanimarse y que antes de que llegara el doctor Jordan, el director alemán de antigüedades de Bagdad, ya tendríamos perfectamente medidos y clasificados nuestros niveles, de manera que se viera que la excavación se había realizado de forma adecuada y científica.

Pero cuando menos lo esperábamos llegó el gran día. Yo estaba en la casa, muy ocupada arreglando cerámica, cuando Max entró precipitadamente.

—Un hallazgo maravilloso —dijo—. Hemos encontrado una alfarería quemada. Tienes que venir conmigo, es lo mejor que hayas visto nunca.

Y sin duda lo era; una auténtica suerte. La alfarería estaba completa bajo el suelo. La abandonaron al quemarse y esto la había preservado. Había platos, vasos, copas y fuentes de cerámica polícroma, en rojo, negro y naranja, que brillaban esplendorosamente al sol.

A partir de entonces tuvimos tantísimo trabajo, que pensamos que no lo abarcaríamos. Aparecían vasija tras vasija; aunque el tejado al caer las había roto, allí estaban y casi todas se podían reconstruir. Había algunas algo chamuscadas, pero las paredes derruidas habían formado una pirámide y, de esta forma, habían permanecido intocables alrededor de unos seis mil años. Había un plato enorme bruñido, de un rojo subido con un rosetón en el centro y rodeado de dibujos muy geométricos, que se había roto en setenta y seis trozos. Estaban todas las piezas y pudimos unirlas de nuevo; ahora se aprecia en toda su belleza en el museo en que se encuentra. Había un cuenco que me gustaba mucho, cuyo diseño recordaba la bandera del Reino Unido; era de un color naranja subido.

Estallaba de felicidad y Max también, aunque a su estilo, más calmado, como John. Pero ¡vaya forma de trabajar desde entonces hasta que acabó la temporada!

Durante el otoño había estado aprendiendo a dibujar a escala. Fui a la escuela local y recibí lecciones de un hombrecito encantador, al que le resultaba increíble que no tuviera ni nociones de geometría.

—Parece que ni siquiera ha oído hablar de los ángulos rectos —me dijo, en tono reprobatorio.

Tuve que admitir que estaba en lo cierto.

—Eso dificulta la descripción de las cosas —indicó.

No obstante, aprendí a medir y a calcular y a dibujar las cosas a dos tercios de su tamaño real o como hubiera que hacerla. Ahora había llegado el momento de demostrar lo que había aprendido. Había muchísimas cosas que hacer y todos teníamos que arrimar el hombro. Naturalmente, me llevó el doble o el triple de tiempo que a los demás hacer ciertas cosas, pero John necesitaba ayuda y pude dársela.

Max tenía que estar todo el día en la excavación, mientras John dibujaba. Por la noche, bajaba tambaleante a cenar diciendo:

Creo que me vaya quedar ciego. Tengo los ojos cansados y estoy tan mareado que no puedo ni andar. Llevo dibujando a toda velocidad desde las ocho de la mañana.

—Pues tendrás que seguir después de cenar —le dijo Max.

—¡Y tú; tú, eres el hombre que me dijo que esto serían unas vacaciones! —replicó John en tono acusador.

Para celebrar el final de la temporada, decidimos organizar una carrera para los hombres. Era algo que no se había hecho nunca, habría muchos premios espléndidos y estaba abierta a todos.

Pero había muchas cosas que discutir. Para empezar, los que eran algo mayores planteaban la cuestión de si no perderían su dignidad al entrar en una competición de, este tipo. La dignidad era muy importante; competir con hombres más jóvenes, tal vez muchachos, no era algo que debiera hacer un hombre digno que se preciara de serlo. Al final les convencimos y pasamos a discutir los detalles. El recorrido sería de unos cinco kilómetros y había que cruzar el río Khost más allá del túmulo de Nínive. Fijamos las normas cuidadosamente. La principal era que no habría juego sucio; nadie intentaría desmontar a nadie, no habría choques ni hostigamientos, no se cortaría el paso a nadie ni cosas por el estilo. Aunque no esperábamos que se respetara mucho esta regla, confiábamos en evitar los excesos.

El primer premio era una vaca y un ternero; el segundo, una oveja; el tercero, una cabra. Había también premios menores: gallinas, sacos de harina y huevos, desde cien hasta diez. Para todo el que completara la carrera, había asimismo un puñado de dátiles y tantos dulces como fuera capaz de coger con las dos manos. Tengo que decir que estos premios nos costaron diez libras. Aquéllos eran tiempos, no hay duda.

Lo denominamos A.A.A.A. —Asociación Atlética Amateur de Arpachiyah—. En aquel momento el río estaba inundado y nadie podía cruzar el puente para asistir a la carrera, pero invitamos a la R.A.F. a presenciarla desde el aire.

Por fin llegó el día. Lo primero que pasó, como era de esperar, fue que, cuando sonó el disparo, todos salieron como locos hacia delante y la mayor parte se fueron de cabeza al río; no obstante, otros escaparon de la masa y siguieron corriendo. No hubo mucho juego sucio; nadie derribó a nadie. Se habían hecho muchas apuestas, pero ninguno de los favoritos quedó en buen lugar. Ganaron tres caballos negros, que fueron recibidos con una ovación impresionante. El ganador era un hombre fuerte y atlético, el segundo —más popular— era un hombre muy pobre, con pinta de estar muerto de hambre, y el tercero un chico joven. Aquella noche el júbilo fue enorme: todo el mundo bailó; el que había ganado la oveja la mató rápidamente e invitó a sus familiares y amigos. Fue un gran día para la Asociación Atlética Amateur de Arpachiyah.

Nos marchamos entre gritos de: «¡Dios les bendiga!» «¡Vuelvan otra vez!» «¡Dios es generoso!», y cosas así. Fuimos a Bagdad, nuestros hallazgos esperaban en el museo, donde Max y John Rose los desempaquetaron y clasificaron. Estábamos en mayo y en Bagdad hacía más de 40 grados a la sombra. A John el calor le sentaba muy mal y a veces parecía terriblemente enfermo. Afortunadamente yo no pertenecía a la brigada desempaquetadora y me quedé en casa.

Políticamente las cosas en Bagdad se ponían cada vez peor y aunque confiábamos en volver al año siguiente y, o bien trasladarnos a otro lugar o continuar las excavaciones en Arpachiyah, dudábamos de que fuera posible. Tuvimos muchos problemas para embarcar las antigüedades y, aunque al final las cosas se suavizaron, llevó mucho tiempo y no nos pareció prudente volver. Durante algunos años no hubo prácticamente excavaciones en Iraq, todo el mundo se fue a Siria, Así que al año siguiente, nosotros decidimos escoger un sitio adecuado en aquel país.

Lo último que recuerdo fue como un aviso de lo que sucedería más tarde. Habíamos estado tomando el té en la casa del doctor Jordan en Bagdad. Era un buen pianista y aquel día interpretaba una pieza de Beethoven; tenía una cabeza finamente modelada y, mientras le miraba, pensaba que era un hombre espléndido; siempre me había parecido gentil y considerado. De forma casual, alguien sacó a colación el tema de los judíos. Su cara cambió, cambió tanto que pareció casi imposible.

—Ustedes no entienden nada. Tal vez nuestros judíos sean distintos a los suyos, pero son un peligro. Hay que exterminarlos; es lo único que se puede hacer.

Ésas fueron sus palabras.

Le miré con incredulidad. Ése era su pensamiento. Fue el primer aviso de lo que después sucedería en Alemania. Supongo que la gente que viajara por ese país en aquel momento, ya se habría dado cuenta del asunto, pero en 1932 y 1933 la gente normal no tenía ni la menor idea.

Aquel día, sentados en la sala del doctor Jordan, mientras él tocaba el piano, vi al primer nazi. Más tarde supe que su mujer era aún más fanática que él. Habían venido a cumplir una misión: no sólo era director de antigüedades, sino que espiaban a su propio embajador. Hay cosas en la vida que, una vez que te has convencido de ellas, dejan una terrible tristeza.