III

Tal como habíamos convenido, en el mes de marzo del año siguiente me fui a Ur. Max vino a buscarme a la estación. Me preguntaba si me sentiría cohibida; después de todo sólo habíamos estado casados durante un breve período antes de separarnos. Pero, con cierta sorpresa por mi parte, fue como si nos hubiéramos separado el día antes. Max me había escrito cartas larguísimas y estaba tan informada del progreso arqueológico de la excavación de ese año como cualquier lego en la materia. Antes de ir a casa pasé unos días en la expedición. Len y Katharine me recibieron efusivamente, pero Max me condujo en seguida a la excavación.

Tuvimos mala suerte con el tiempo; cuando llegamos había estallado una tormenta de arena. Me di cuenta entonces de que a Max no le molestaba la arena en los ojos. Mientras que yo me tambaleaba cegada por el viento, él, con los ojos aparentemente abiertos, me señalaba esta o aquella característica. Mi primera intención fue refugiarme en la casa, pero resistí valientemente porque, a pesar de la incomodidad, me interesaba mucho ver todo aquello sobre lo que Max me había escrito.

Al terminar la expedición de la temporada, decidimos regresar a través de Persia. Había una pequeña línea aérea alemana que justamente iniciaba por aquel entonces el trayecto Bagdad-Persia y la utilizamos. El avión era monomotor, con un solo piloto. Nos sentíamos en plena aventura y en realidad lo fue, pues daba la impresión de que nos estrellaríamos en cualquier momento contra los picos de las montañas.

La primera escala fue Hamadan, la segunda Teherán.

De Teherán volamos a Shiraz, que me pareció hermosísima, como una enorme esmeralda verde oscuro en el gran desierto de verdes y marrones. Después, a medida que nos aproximábamos, la esmeralda se fue haciendo más y más intensa y al final, cuando descendimos del avión, vimos una ciudad verde, un oasis de palmeras y jardines. No me había percatado de la gran extensión desértica que había en Persia, pero ahora entendía por qué los persas aprecian tanto los jardines: por lo difícil que resulta tenerlos. La casa en que vivimos era muy hermosa. Años más tarde, cuando visitamos Shiraz por segunda vez, la busqué pero no la encontré. En cambio la tercera vez tuve éxito; la reconocí porque en el techo y paredes de una de las habitaciones habían pintado varios medallones, uno de los cuales representaba el viaducto de Holborn. Al parecer, un sha que vivió en tiempos de la reina Victoria, tras visitar Londres, envió a un artista con el encargo de pintar determinadas escenas. Muchos años después, allí continuaba el viaducto de Holborn, un tanto estropeado por la acción del tiempo. La casa estaba medio en ruinas y ya no vivía nadie en ella, pero todavía era hermosa aunque había que andar con ciertas precauciones. La utilicé como marco para un relato breve titulado La casa de Sbiraz (véase Parker Pine investiga).

De Shiraz fuimos, en automóvil, a Isfahan. Era un largo viaje por un camino desigual que atravesaba todo el desierto donde, de vez en cuando, aparecía algún villorrio. Pasamos la noche en una posada harto primitiva y para dormir sacamos del coche una alfombra que tendimos sobre una tabla desnuda; nos atendió un hombre con aspecto de bandido, ayudado por algunos campesinos con la misma apariencia de rufianes.

Pasamos una noche horrible. Es increíble lo dura que resulta una tabla para dormir; no se hace uno a la idea de lo que duelen las caderas, los codos y los hombros al cabo de unas horas. Recuerdo que una vez, en un hotel de Bagdad, no podía dormir y me puse a investigar; descubrí que habían puesto una tabla gruesa bajo el colchón para evitar que los muelles se hundieran. Un empleado del hotel me explicó que la última persona que había ocupado la habitación había sido una dama iraquí a quien la blandura del colchón le molestaba, así que habían puesto la tabla para que pudiera descansar.

Reanudamos nuestro viaje y llegamos, bastante cansados, a Isfahan que desde entonces ha sido para mí la ciudad más maravillosa del mundo. Nunca había visto nada tan extraordinario como aquellos edificios que parecían arrancados de un cuento de hadas —rosas, azules, dorados, con flores, pájaros, arabescos— y por todas partes espléndidos azulejos de colores. Era una ciudad encantada. Después de esta primera visita, no volví hasta pasados veinte años. Me horrorizaba volver, pues pensaba que habría cambiado mucho. Pero por fortuna no era cierto. Naturalmente, había calles y tiendas más modernas, pero los nobles edificios islámicos, los patios, los azulejos y las fuentes aún estaban allí. La gente era menos fanática que antes y se podían visitar algunas mezquitas que antes eran inaccesibles.

Decidimos continuar el viaje de regreso por Rusia, si no nos resultaba demasiado difícil arreglar los pasaportes, visados, dinero, etc. Con este fin nos dirigimos al Banco del Irán, que era un edificio tan imponente que más que un establecimiento financiero parecía un palacio; después de atravesar algunos corredores y llegar a una gran antecámara en la que había varias fuentes, se veía a lo lejos un mostrador tras el cual unos jóvenes, elegantemente vestidos a la europea, hacían anotaciones en unos enormes libros. Pero, por lo que he podido ver, en Oriente Medio los negocios nunca se hacen en el mostrador de un Banco. Te llevan ante un director, un subdirector o por lo menos ante alguien que lo parezca.

Un empleado llama a uno de los botones que andan por allí, con actitudes y trajes muy pintorescos, nos invita a acomodamos en algún enorme diván de cuero y desaparece. Más tarde, regresa indicándonos que le sigamos y nos conduce por una magníficas escaleras de mármol a lo que parece la puerta sagrada. Nuestro guía llama a la puerta, entra él solo y sale de nuevo con el rostro sonriente, encantado de que hayamos pasado la prueba con éxito.

Se entra en la habitación con la sensación de ser poco menos que un príncipe etíope.

Un hombre encantador, generalmente bastante grueso, sale a nuestro encuentro y nos saluda con su perfecto inglés o francés, nos invita a sentarnos y nos ofrece té o café; nos pregunta cuándo hemos llegado, si nos gusta Teherán, de dónde venimos y al final, casi como por casualidad, se plantea qué es lo que deseas; contestas que cheques de viajero. Entonces agita una campanilla que tiene sobre el escritorio y entra otro mensajero al que se le indica: «El señor Ibrahim». Traen más café y se sigue hablando de viajes, de política general y de lo buena o mala que ha sido la cosecha.

En ese momento llega el señor Ibrahim, que llevará un traje europeo castaño rojizo y tendrá unos treinta años. El director le explicará nuestras pretensiones y nosotros le diremos en qué moneda deseamos que se realice el pago. Sacará entonces seis o más formularios distintos para que los firmemos; el señor Ibrahim desaparecerá y se producirá otro largo intervalo.

Fue entonces cuando Max comentó la posibilidad de ir a Rusia. El director suspiró y levantó las manos.

—Tendrán dificultades —dijo.

—Sí —contestó Max—, esperaba que las hubiera, pero seguramente no será imposible, porque no creo que haya obstáculos reales para cruzar la frontera, ¿no es así?

—Me parece que en la actualidad no tienen ustedes representación diplomática. No hay ningún consulado inglés.

Max dijo que ya lo sabía, pero que eso no significaba que les estuviera prohibido a los ingleses entrar en el país.

—No, no hay ninguna prohibición, en absoluto. Naturalmente, tendrán que llevarse algún dinero.

Max replicó que ya se lo imaginaba.

—Y ninguna transacción financiera que realice con nosotros será legal —dijo el director con tristeza.

Aquello me alarmó un poco. Desde luego Max no era un novato y conocía la forma que tienen los orientales de hacer negocios, pero yo no y me parecía muy raro que un Banco realizara una transacción financiera que fuera ilegal.

—Ya saben ustedes —nos explicó el director— que se pasan el tiempo cambiando las leyes y que se contradicen unas a otras. Una ley dice que usted no puede sacar dinero de una forma determinada y en cambio otra dice que la única forma en que puede sacarlo es ésa, así que, ¿qué se puede hacer? Lo que a uno le parece más oportuno en cada momento. Les digo esto —añadió— para que comprendan de antemano que aunque arregle la transacción y obtenga el tipo de moneda más adecuado, puede que todo sea ilegal.

Max le contestó que había entendido perfectamente el asunto y el director nos animó, diciéndonos que posiblemente disfrutaríamos mucho del viaje.

—Veamos, ustedes quieren ir hasta el Caspio en coche, ¿verdad? Es un recorrido magnífico. Vayan hasta Resht y desde allí a Baku en barco. El barco es ruso y no sé nada sobre él, nada en absoluto, pero la gente lo utiliza.

El tono de su voz sugería que la gente que lo tomaba desaparecía en el espacio y no se volvía a saber de ella.

—No sólo tienen que llevar dinero —nos advirtió—, también han de llevar comida. Es difícil conseguir comida en Rusia y, en cualquier caso, no hay ninguna posibilidad de comprarla en el tren de Baku a Batum. Conviene que lleven de todo.

Pasamos a discutir las reservas de hotel y otros problemas y todo parecía igualmente difícil.

En ese momento entró otro caballero con traje castaño rojizo. Era más joven que el señor Ibrahim y se llamaba señor Mahomet; traía consigo varios formularios más que Max firmó y pidió también una pequeña suma de dinero para comprar las pólizas necesarias. Se llamó a un mensajero que partió al bazar a por moneda.

El señor Ibrahim apareció de nuevo y sacó la cantidad requerida en billetes grandes, en vez de pequeños como habíamos pedido.

—¡Ah!, es que es muy difícil —dijo tristemente—, es muy difícil. Ya ve usted, unas veces tenemos un montón de billetes de un tipo y otras de otro, depende de la suerte que tengan.

En este caso era obvio que teníamos que aguantarnos con nuestra mala fortuna.

El director intentó animarnos con más café. Luego continuó:

—Es mejor que lleven a Rusia todo el dinero que puedan en tomans —y añadió— en Persia son ilegales, pero es lo único que podemos utilizar porque es lo único que aceptarán en el mercado.

Enviaron otro esbirro al mercado para que cambiara las monedas recién adquiridas por tomans. Los tomans resultaron ser dólares de la emperatriz María Teresa, de plata dura y terriblemente pesados.

—¿Tienen el pasaporte en regla? —nos preguntó.

—Sí.

—¿Es válido para la Unión Soviética?

Le dijimos que sí, que era válido para todos los países de Europa, la Unión Soviética inclusive.

—Entonces todo es correcto. Los visados no ofrecerán dificultad.

Todo está claro, ¿no? Contraten un coche, en el hotel se encargarán de ello, y lleven comida suficiente para tres o cuatro días; el viaje de Baku a Batum es largo.

Max dijo que quizás interrumpiríamos el viaje en Tiflis.

—¡Ah!, pregúntenlo cuando saquen los visados. No creo que sea posible.

Max se disgustó, pero lo aceptó. Nos despedimos del director y le dimos las gracias. Habían pasado dos horas y media.

Volvimos al hotel y a la monótona dieta. Pidiéramos lo que pidiéramos, el camarero decía: «Hoy hay un caviar excelente, muy bueno, muy fresco». Impacientados, al final pedíamos caviar. Era sorprendentemente barato y por muy grandes que fueran las cantidades, casi siempre costaba alrededor de cinco chelines. Sin embargo, en una ocasión nos negamos a tomarlo para desayunar.

—¿Qué tenemos para desayunar? —pregunté—. Caviar, tres frais[55].

—No quiero caviar. Prefiero cualquier otra cosa; ¿hay huevos, bacon?

—No hay nada más. Hay pan.

—¿Que no hay nada más?, ¿ni siquiera huevos?

—Caviar, tres frais —contestó el camarero con firmeza.

Así que pedimos un poco de caviar y bastante pan. La única alternativa que nos ofrecían a veces era lo que llamaban «la tourte», una especie de tarta de mermelada excesivamente dulce y pesada, pero de agradable aroma.

Le preguntamos al camarero qué comida podríamos llevarnos para el viaje. Nos recomendó el caviar y no tuvimos más remedio que coger dos enormes latas. Nos sugirió también que nos lleváramos seis patos asados, además de pan, una lata de bizcochos, botes de mermelada y una libra de té «para la máquina», nos explicó. No entendíamos que tenía que ver la máquina con aquello; —¿sería costumbre ofrecer al maquinista algo de té como regalo?—. De todas formas, cogimos el té y extracto de café.

Aquella noche después de cenar, trabamos conversación con un joven francés y su esposa. Estaba interesado en conocer nuestro próximo viaje y de pronto agitó la cabeza horrorizado.

C’est impossible! C’est impossible pour Madame. Ce bateau, le bateau de Resbt à Baku, ce bateau russe, c’est infecte! Infecte, Madame[56]!.

El francés es una lengua maravillosa. Hace que la palabra infecte suene tan perversa y obscena que casi no me atrevía a pensar en ello.

—¡No puede llevar allí a Madame! —insistió resueltamente.

Pero Madame no retrocedió.

—No creo que sea tan infecte como dice —comenté con Max más tarde—. De todas maneras llevamos una buena cantidad de insecticida contra chinches y demás bichos.

Cuando llegó el momento nos pusimos en marcha, cargados de tomans, con las credenciales que nos entregaron en el consulado ruso, donde se negaron rotundamente a que parásemos en Tiflis. Habíamos alquilado un buen coche y partimos.

El viaje hasta el Caspio fue delicioso. Primero subimos por colinas rocosas y peladas, pero cuando comenzamos a bajar por la otra vertiente, nos pareció que estábamos en otro mundo. Finalmente, llegamos a Resht, con tiempo cálido y lluvioso.

Cuando nos acomodaron en el infecte barco ruso, estábamos muy nerviosos; todo era completamente distinto de Persia e Iraq. Para empezar, el barco estaba escrupulosamente limpio, tan limpio como un hospital y desde luego lo parecía. Los pequeños camarotes tenían enormes camas de hierro, duros jergones de paja, limpias sábanas de algodón muy basto, un jarro de metal y una palangana. Los tripulantes del barco parecían robots; todos medían más de un metro ochenta, con el pelo rubio y caras impasibles. Nos trataban con cortesía pero como si en realidad no estuviéramos allí. Max y yo nos sentíamos como la pareja suicida de la obra Rumbo a lo desconocido (marido y mujer paseándose por el barco como fantasmas). Nadie nos hablaba ni nos miraba ni nos prestaba la menor atención.

Al cabo de un rato nos dimos cuenta de que iban a servir la comida en el salón. Nos dirigimos esperanzados a la puerta y echamos un vistazo. Nadie nos hizo una señal o aparentó vernos. Por fin, Max, armándose de valor, preguntó si podíamos comer algo. Quedó muy claro que no nos habían entendido. Max lo intentó en francés, en árabe e incluso en el poco persa que sabía, pero sin resultado, hasta que por fin hizo ese gesto tan antiguo y mundialmente conocido de abrir la boca y señalar con el dedo la garganta. Inmediatamente el hombre puso dos asientos en la mesa, nos hizo sentar y nos trajeron comida. Era bastante buena aunque muy simple y muy cara.

Llegamos a Baku, donde nos esperaba un guía del Intourist. Era encantador, lo sabía todo y hablaba un francés fluido. Pensó y nos dijo, que seguramente querríamos ver una representación de Fausto en el teatro de la Opera. No me apetecía nada; no había ido hasta Rusia para ver una representación de Fausto; así que quedó en proporcionarnos otra diversión. En vez del Fausto fuimos a ver varios solares y bloques de pisos a medio construir.

Cuando bajamos del barco, el sistema fue muy sencillo. Seis maleteros, que parecían robots, avanzaron por orden de antigüedad. El guía del Intourist nos dijo que la tarifa era un rublo por bulto. Se acercaron y cada uno cogió un bulto; el más desgraciado cargó con una pesada maleta de Max llena de libros y el más afortunado sólo llevaba un paraguas, pero todos recibieron lo mismo.

El hotel resultó también muy curioso. Era una reliquia de tiempos más lujosos, supongo, pues el mobiliario era magnífico aunque anticuado. Lo habían pintado todo de blanco, con rosas y querubes esculpidos, y por alguna razón todos los muebles estaban en el centro de la habitación, como si los que habían hecho la mudanza hubieran llevado un armario, una mesa, y una cómoda y los hubieran dejado allí sin más. Ni siquiera las camas estaban apoyadas contra la pared; eran muy bonitas y muy cómodas, pero las sábanas eran de algodón barato y no cubrían el colchón.

Max pidió agua caliente para afeitarse a la mañana siguiente, pero no tuvo mucha suerte. Era lo único que sabía decir en ruso, aparte de «por favor» y «gracias». La mujer a quien se lo pidió, asintió vigorosamente con la cabeza y nos trajo un gran jarro de agua fría. Max utilizó la palabra «caliente» varias veces y trató de explicar, poniendo la navaja sobre su mejilla, para qué la necesitaba. La mujer pareció sorprendida y molesta.

—Creo —le dije— que te comportas como un aristócrata sibarita. Es mejor que lo dejes.

En Baku todo parecía como un domingo en Escocia. No había alegría en las calles; la mayor parte de las tiendas estaban cerradas y las pocas que había abiertas tenían grandes colas, con un montón de gente esperando para llevarse artículos nada atractivos.

Nuestro amigo de Intourist fue a despedirnos a la estación. Había una cola enorme para los billetes.

—Voy a ver si consigo los que he reservado —nos dijo, y se marchó.

Nosotros fuimos avanzando poco a poco en la cola. De repente, alguien nos dio un golpecito en el brazo; era una mujer que estaba al principio de la fila y que nos sonreía abiertamente. La verdad es que todo el mundo parecía dispuesto a sonreír en cuanto hubiera algún motivo, eran la amabilidad en persona. Haciendo mucha pantomima, la mujer nos instó a que nos coláramos; como no nos gustaba hacerlo seguimos en nuestro sitio, pero todo el mundo insistió, dándonos golpecitos en el brazo o en los hombros y haciéndonos gestos con la cabeza y con las manos, hasta que un hombre nos tomó del brazo y nos hizo avanzar a la fuerza; la mujer que estaba en primer lugar se hizo a un lado y se inclinó sonriendo. Compramos los billetes para el Surchet.

El guía de Intourist regresó:

—¡Ah!, ¿ya están listos? —nos dijo.

—Esta gente nos ha dejado su sitio —le dijo Max dubitativo—. Me gustaría que les explicara que no era nuestra intención hacerlo.

—¡Ah!, pero si siempre hacen lo mismo —replicó—. La verdad es que disfrutan estando en la cola, es muy entretenido, les gusta alargarlo lo más posible. Son muy corteses siempre con los extranjeros.

Es indudable que lo eran. Cuando nos fuimos al tren nos hicieron gestos de despedida. El andén estaba lleno aunque, como vimos después, íbamos prácticamente solos en el tren. Los demás habían ido a pasar la tarde en la estación. Entramos en nuestro vagón; el guía de Intourist se despidió de nosotros y nos aseguró que llegaríamos a Batum en tres días y que todo iría bien.

—Veo que no llevan tetera —nos dijo—; bueno, cualquier mujer les prestará una.

Descubrí lo que quería decir en la primera parada que hizo el tren al cabo de unas dos horas. Una anciana que había en el compartimento me golpeó con violencia en el hombro, me mostró una tetera y me explicó, con ayuda de un muchacho que hablaba alemán, que lo que había que hacer era poner una pizca de té dentro y luego ir hasta la locomotora, donde el maquinista echaba el agua caliente. Teníamos tazas y la mujer nos aseguró que se encargaría del resto. Volvió con humeantes tazas de té, sacamos nuestras provisiones y las ofrecimos a nuestros nuevos amigos, con lo que tuvimos un buen viaje.

La comida resultó bastante buena, es decir, que nos comimos los patos antes de que se estropearan, y el pan, que cada vez estaba más duro. Confiábamos en comprar algo más en el camino, pero por lo visto no era posible. Nos dedicamos al caviar en cuanto pudimos y el último día lo pasamos medio en ayunas, porque sólo nos quedaba el ala de un pato y dos tarros de mermelada de piña. Casi da asco la idea de comerse un tarro de mermelada así, por las buenas, pero nos calmó bastante el hambre.

Llegamos a Batum a medianoche; diluviaba. No teníamos ninguna habitación reservada en el hotel, así que salimos de la estación para adentrarnos en la noche con nuestro equipaje; ni rastro del guía de Intourist que debía recibirnos. Había un coche de caballos, desvencijado y parecido a un antiguo Victoria, esperando. Servicial como siempre, el cochero nos ayudó a subir, amontonando el equipaje sobre nosotros. Le dijimos que queríamos un hotel. Hizo un gesto con la cabeza, chascó el látigo y partimos a un trote destartalado por las calles mojadas.

Llegamos a un hotel y el cochero nos hizo señas de que entráramos nosotros primero. Pronto supimos por qué. Apenas entramos nos dijeron que no había habitaciones. Preguntamos que adónde podíamos ir, pero el hombre se limitó a mover la cabeza, sin entender. Salimos y buscamos otro; recorrimos hasta siete, pero estaban todos llenos.

En el octavo, Max dijo que había que tomar medidas, pues teníamos que dormir. Al llegar nos dejamos caer sobre un canapé de felpa que había en el vestíbulo y cuando nos dijeron que no había habitaciones, pusimos cara de no comprender nada. Al final, los recepcionistas y empleados se llevaron las manos a la cabeza y nos miraron desesperados. Seguimos con cara de no saber nada y diciendo a intervalos, en todas las lenguas en que pensábamos que nos entenderían, que queríamos una habitación para pasar la noche. Se marcharon y poco después entró el cochero y nos dejó el equipaje, dándonos una cariñosa despedida.

—¿No crees que hemos quemado las naves? —pregunté tristemente.

—Es nuestra única esperanza —dijo Max—. Sin medio de transporte en que marcharnos y con el equipaje aquí, no tendrán más remedio que hacer algo con nosotros.

Pasaron veinte minutos y de pronto apareció un ángel salvador en forma de un hombre inmenso, de más de un metro ochenta de altura, con un imponente bigote blanco, que llevaba botas de montar y que parecía sacado de un ballet ruso; le miré admirada. Nos sonrió, nos dio unas palmaditas amistosas en el hombro y nos indicó que le siguiéramos. Subimos dos tramos de escaleras hasta llegar al último piso, abrió un escotillón que había en el tejado y colgó una escalera. No era demasiado convencional, pero no importaba; Max me llevó tras él y salimos al tejado. Sonriendo y haciendo gestos expresivos, nuestro anfitrión nos llevó hasta el tejado de la casa de al lado y finalmente bajamos por otro escotillón. Entramos en un ático grande, muy bien amueblado y con dos camas; las tocó, nos señaló a nosotros y desapareció. Al poco rato llegó nuestro equipaje, que afortunadamente no era mucho, pues habían enviado casi todo desde Bakú y, según el guía de Intourist, nos estaría esperando en Batum. Confiábamos en que así sería, pero en aquel momento lo único que queríamos era dormir.

A la mañana siguiente intentamos llegar por nuestra cuenta al barco francés que zarpaba ese día hacia Estambul y para el que teníamos billetes reservados. Se lo explicamos a nuestro anfitrión, pero no nos entendió ni él ni nadie. Salimos y buscamos la calle nosotros mismos. Nunca había advertido antes lo difícil que es encontrar el mar si no tienes algún punto alto desde donde mirar. Fuimos en una dirección, luego en otra, después en una tercera y en el intervalo preguntamos cosas como «barco» «puerto» o «muelle», en todas las lenguas que conocíamos: nadie entendía ni el francés, ni el alemán, ni el inglés. Y menos mal que conseguimos regresar al hotel.

Max dibujó un barco en un trozo de papel, y nuestro anfitrión comprendió inmediatamente: Nos llevó a una salita del primer piso, nos hizo sentar en un sofá y nos explicó por señas que le esperáramos. Al cabo de media hora apareció de nuevo, acompañado por un hombre muy mayor, tocado con una gorra azul de visera, que nos habló en francés. Al parecer este anciano había sido portero del hotel hacía tiempo y algunas veces se ocupaba aún de los visitantes. Nos dijo que nos conduciría al barco y llevaría allí nuestro equipaje.

Primero teníamos que reclamar el resto del equipaje que debería haber llegado procedente de Bakú. El anciano nos condujo sin vacilar a lo que claramente era una prisión, nos llevó con todas nuestras pertenencias a una celda con gruesos barrotes y nos sentamos gravemente en medio. El anciano recogió todo y nos fuimos al puerto. No hacía más que quejarse y ponernos nerviosos, pues de ninguna manera queríamos criticar al gobierno, en un país en el que no teníamos un cónsul que nos sacara del lío.

Intentamos que hablara más bajo, pero no hubo forma.

—¡Ah!, las cosas no son como eran —dijo—. ¿Ustedes qué opinan? ¿Ven el abrigo que llevo? No está mal, pero no me pertenece. No, es del gobierno. Antes yo no tenía un abrigo, sino cuatro. Tal vez no fueran tan buenos como éste, pero eran míos. Cuatro abrigos: uno de invierno, otro de verano, un impermeable y uno de gala. ¡Tenía cuatro abrigos!

Por fin bajó un poco el tono de voz y nos dijo:

—Está absolutamente prohibido dar ninguna propina al servicio, así que si pensaban darme algo, será mejor que lo hagan mientras pasamos por esta calleja.

Una indirecta tan clara no podía pasar desapercibida y como sus servicios habían sido muy valiosos, le dimos una suma generosa. Manifestó su aprobación, protestó una vez más del gobierno y señaló hacia los muelles con un orgulloso ademán; allí nos esperaba el elegante barco de Messageries Maritimes.

El viaje por el mar Negro fue encantador. Lo que más se me ha quedado grabado es que en el puerto de Inebolu subieron a bordo ocho o diez oseznos marrones. Oí decir que los llevaban a un zoológico de Marsella; me dieron pena: parecían deliciosos ositos de peluche. La verdad es que su destino podía haber sido peor aún, cazados y disecados o algo igualmente desagradable. Por lo menos así tuvieron un agradable viaje por el mar. Me río aún al recordar a un robusto marinero francés que, uno tras otro, les daba el biberón a los oseznos con mucha solemnidad.