Creo que mi querida suegra hubiera deseado que escribiera la biografía de algún personaje mundialmente conocido; seguro que lo hubiera hecho fatal. De todas maneras, aún era lo suficientemente modesta como para que alguna vez, sin pensar, dijera:

—Sí, pero es que yo no soy realmente una autora. Por lo general, Rosalind me corregía, diciendo:

—Pero, mamá, eres una autora. A estas alturas ya eres, definitivamente, una autora.

Al pobre Max le cayó un buen castigo al casarse; por lo que pude saber nunca había leído una novela. Katharine Woolley pretendió en cierta ocasión que leyera El asesinato de Rogelio Ackroyd; pero se escabulló. Alguien discutió el desenlace delante de él y aferrándose a eso, dijo:

—¿Qué gracia tiene leer un libro del que ya conoces el final? Sin embargo, ya casados, emprendió resueltamente la tarea.

Por entonces había escrito por lo menos diez libros y poco a poco fue poniéndose al corriente. Como Max consideraba lecturas fáciles a los libros eruditos sobre arqueología y temas clásicos, era divertido ver lo difícil que le parecía algo ligero de pura ficción. No obstante, se puso a ello y me enorgullece decir que al parecer disfrutaba con la tarea que se había impuesto.

Lo curioso es que apenas si recuerdo los libros que escribí después de mi matrimonio. Supongo que gozaba tanto con la vida normal, que redactaba a rachas. Nunca he tenido una habitación determinada para escribir, lo que en años posteriores me ha traído problemas ya que siempre que recibía a un periodista, lo primero que quería era hacerme una fotografía trabajando.

—Enséñeme dónde escribe sus libros.

—¡Oh!, en cualquier parte.

—Pero tendrá un lugar para trabajar.

No, lo tenía; todo lo que necesitaba era una mesa estable y una máquina de escribir. Ahora he empezado a escribir directamente a máquina, aunque aún redacto a mano los capítulos iniciales y algún otro y luego los mecanografío. Para escribir, lo mismo me sirve como mesa un lavabo de esos antiguos con la parte superior de mármol, que la mesa del comedor cuando está libre.

Mi familia advierte que se aproxima una época de actividad, diciendo: «Mirad, Missus está empollando de nuevo». Carlo y Mary siempre me llaman Missus, se supone que en la lengua canina de Peter, y también Rosalind me llama más a menudo así que mamá o madre. Como quiera que fuera, todos se dan cuenta de que estoy empollando algo, me miran esperanzados y me instan a que me encierre en una habitación cualquiera y ponga manos a la obra.

Muchos amigos me han dicho: «Nunca sabemos cuándo escribes tus libros, pues nunca te hemos visto ni siquiera disponiéndote a hacerlo». Hago como los perros cuando cogen un hueso y se marchan media hora o más y regresan tímidamente con el morro manchado de barro. Conmigo pasa lo mismo, me siento un poco cohibida cuando voy a escribir. Sin embargo, en cuanto me escapo, cierro la puerta y consigo que nadie me interrumpa, me abstraigo por completo en lo que estoy haciendo.

Por lo visto, entre los años 1929 a 1932 mi producción fue bastante buena: además de los libros normales publiqué dos series de cuentos cortos, una de las cuales la formaban las historias de Mr. Quin. Éstas son mis favoritas. Las escribí con intervalos de hasta tres y cuatro meses y a veces más. A las revistas les gustaban y a mí también, pero rechacé todas las ofertas que recibí de hacer una serie para una publicación periódica. No quería hacer series de Mr. Quin: escribiría sólo cuando me apeteciera. Era como una reminiscencia de mis primeros poemas sobre Arlequín y Colombina.

Mr. Quin es un personaje que se limita a estar presente en la narración, un catalizador cuya mera presencia afecta al resto de los personajes. Siempre habrá algún hecho, alguna frase en apariencia insignificante, que indique para qué estaba allí; un hombre sobre el que se proyecta, a través de un cristal, una luz con los colores de Arlequín, que aparece o desaparece súbitamente. Simboliza siempre lo mismo: es amigo de los amantes y está relacionado con la muerte. El pequeño Mr. Satterthwaite, que era una especie de emisario de Mr. Quin, ha sido también uno de mis personajes favoritos.

Publiqué asimismo un libro de relatos cortos titulado Matrimonio de sabuesos. Todos se relacionaban con algún detective determinado de la época, pero ahora no reconozco a casi ninguno. Recuerdo a Thornley Colton, el detective ciego —Austin Freeman, por supuesto—; Freeman Wills Croft con sus maravillosos programas e, inevitablemente, Sherlock Holmes. Es interesante ver cuál de los doce autores que escogí es conocido aún; algunos nombres nos son familiares pero otros han caído en el olvido. En su momento, me gustaba el estilo de todos ellos y me entretenían, cada uno a su manera. En Matrimonio de sabuesos aparecían mis dos jóvenes detectives, Tommy y Tuppence, que habían sido los personajes principales de mi segundo libro, El misterioso señor Brown. Fue divertido volver a ellos para variar.

Muerte en la vicaría se publicó en 1930, pero no recuerdo dónde, cuándo o cómo la escribí, por qué lo hice o qué me sugirió la elección de un nuevo personaje —la señorita Marple— que actuara como detective en el relato. La verdad es que en aquel momento no tenía la intención de continuar con ella ni sabía tampoco que incluso rivalizaría con Hércules Poirot.

Me ha escrito mucha gente sugiriéndome que reuniera a la señorita Marple y a Hércules Poirot, pero ¿por qué? Estoy segura de que no les satisfaría en absoluto. A Hércules Poirot, el egoísta total, no le agradaría que una vieja solterona le dijera lo que tenía que hacer. Es un detective profesional que no se encontraría a gusto en el mundo de la señorita Marple. No, son dos estrellas y lo son por derecho propio. No dejaría que se encontraran a menos que sintiera una necesidad súbita e inesperada de hacerlo.

Es posible que el personaje de la señorita Marple surgiera por lo que disfruté al describir a la hermana del doctor Sheppard en El asesinato de Rogelio Ackroyd. Ha sido uno de mis personajes favoritos del libro, la solterona un tanto mordaz, curiosa, que todo lo sabe, que todo lo oye: el servicio completo de investigación en el hogar. Cuando se adaptó para el teatro, una de las cosas que más me entristecieron fue que desapareciera Caroline. En su lugar, le dieron al doctor otra hermana mucho más joven, una linda muchacha que pudiera inspirar sentimientos románticos a Poirot.

Cuando me lo sugirieron por primera vez, no tenía ni idea de lo mal que se pasa para llevar a cabo una obra de teatro, debido a los cambios que se hacen. Había escrito una comedia policíaca, no recuerdo exactamente cuándo, que no mereció la aprobación de Hughes Massie; de hecho sugirió que la olvidara por completo, así que no insistí sobre ello. La había titulado Café sólo. Era una obra convencional de suspense y espionaje que, aunque llena de estereotipos no era mala del todo. Un amigo mío de los tiempos de Sunningdale, el señor Burman, que estaba relacionado con el Royalty Theatre, me sugirió que la pusiéramos en escena.

Lo que siempre me ha extrañado es que todos los actores que han interpretado a Poirot han sido hombres de gran tamaño. Charles Laughton estaba bastante grueso y Francis Sullivan, el que interpretó el papel de Poirot en Café sólo, era fuerte, corpulento y de más de un metro ochenta. Creo que la primera representación fue en el Everyman, en Hampstead, y el papel de Lucía lo interpretaba Joyce Bland, a quien siempre he considerado como una magnífica actriz.

Café sólo permaneció en cartel cuatro o cinco meses, hasta que finalmente pasó al West End; fue reestrenada veintitantos años más tarde, con menos cambios y ha quedado como obra de repertorio.

Las obras de suspense suelen tener una trama muy parecida, lo que varía es el enemigo. Hay una banda internacional á la Moriarty, que primero encarnaron los alemanes, los «hunos» de la primera guerra mundial, luego los comunistas y después los fascistas. Tenemos a los rusos, a los chinos y de nuevo volvemos a la banda internacional, pero siempre tendremos un «rey del crimen» que quiere gobernar el mundo.

Alibi, la primera obra sacada de uno de mis libros —El asesinato de Rogelio Ackroyd— fue adaptada por Michael Morton, que ya tenía experiencia en este tema. No me gustó nada su sugerencia de quitarle veinte años a Poirot, llamarle Beau Poirot y que un montón de chicas se enamoraran de él. Por entonces estaba tan apegada a mi detective que advertí que lo tendría conmigo para el resto de mis días. Protesté enérgicamente de que se cambiara su personalidad de forma tan absoluto; al final, con el apoyo de Gerald du Maurier, que era el director, se eliminó el magnífico personaje de Caroline, la hermana del doctor, y se sustituyó por una muchacha joven y atractiva. Como ya he dicho antes, me dolió mucho la desaparición de Caroline: me gustaba el papel que jugaba en la vida del pueblo y me gustaba la idea de ver reflejada dicha vida a través de la del doctor y su autoritaria hermana.

En ese momento empecé a pensar en St. Mary Mead; aunque aún no lo supiera, la señorita Marple había nacido y con ella la señorita Hartnell, la señorita Wetherby y el coronel y la señora Bantry; todos estaban allí, alineados en el límite de mi conciencia, dispuestos a cobrar vida y salir a escena.

Al releer ahora Muerte en la vicaría no me siento tan satisfecha como entonces. Creo que tiene demasiados personajes y demasiadas tramas secundarias, pero en cualquier caso la trama principal está bien fundada. El pueblo me parece muy auténtico y estoy segura de que en la actualidad aún hay pueblos que se le parecen. Las doncellitas procedentes de orfanatos y los criados que conocen su oficio han desaparecido ya, pero las asistentas que les han sucedido son tan auténticas y tan humanas, aunque no tan cualificadas como sus antecesores.

La señorita Marple entró tan calladamente en mi vida que apenas si advertí su llegada. Escribí una serie de seis cuentos cortos para una revista y escogí seis personas que se reúnen durante una semana en un pequeño pueblo y describen crímenes que no han sido resueltos. Comencé con la señorita Jane Marple, una anciana parecida a las de Ealing, contemporáneas de mi abuela; ancianas que he encontrado en los pueblos en los que estuve cuando era niña. La señorita Marple no es en modo alguno un retrato de mi abuela, es una solterona mucho más exigente. Pero hay una cosa que sí tiene en común con ella y es que a pesar de ser una persona cariñosa, siempre espera lo peor de todos y de todo y que además, con una certeza aterradora, se demostraba que tenía razón.

«No me sorprendería que pasara esto y lo otro», decía con frecuencia mi abuela, moviendo la cabeza misteriosamente, y aunque no hubiera ninguna base para tales afirmaciones, lo que pasaba era exactamente esto y lo otro. «Un tipo muy suave que no me inspira confianza», decía otras veces, y cuando más adelante se descubría que el joven y amable empleado había cometido un desfalco, no se asombraba lo más mínimo sino que se limitaba a mover la cabeza: «Sí —decía—, he conocido a uno o dos como él».

Nadie habría hecho cambiar de opinión a mi abuela sobre sus ahorros ni se hubiera tragado crédulamente cualquier proposición. Fijaría su mirada sagaz sobre tal persona y después comentaría: «Conozco a los de su clase y sé lo que viene después. Creo que invitaré a algunos amigos a tomar el té y les comentaré que ese joven anda por ahí».

Las profecías de la abuela eran terroríficas. Mis hermanos tenían desde hacía un año una ardilla domesticada como mascota, cuando la abuela, tras recogerla un día en el jardín con la pata rota, les dijo:

—¡Escuchad lo que os digo!, esta ardilla se marchará por la chimenea uno de estos días.

Y se fue por la chimenea cinco días más tarde.

Luego pasó lo del jarrón que estaba en un estante sobre la puerta.

—Si fuera tú, no lo dejaría ahí, Clara —le dijo a mi madre—. Algún día alguien dará un portazo o el viento cerrará la puerta de golpe y se caerá.

—Pero, querida, lleva más de diez meses ahí.

—Puede ser —dijo mi abuela.

Unos días más tarde hubo una tormenta, la puerta se cerró con estrépito y el jarrón cayó al suelo; quizá fuera instinto. Sea como sea, doté a mi señorita Marple con algunos de los poderes de mi abuela para profetizar. No es un personaje cruel, simplemente no confía en los demás; aunque siempre espera lo peor, acepta amablemente a la gente, sean como sean.

La señorita Marple nació con sesenta y cinco a setenta años y esto, igual que ha pasado con Poirot, ha sido muy desafortunado puesto que ambos permanecerían mucho tiempo en mi vida. Si mi intuición hubiera funcionado, mi detective habría sido un escolar precoz, de forma que hubiera envejecido conmigo.

En esta serie de seis relatos, le di a la señorita Marple cinco colegas. El primero fue su sobrino, un novelista moderno, autor de novelas «fuertes», con incestos, sexo y sórdidas descripciones de habitaciones y lavabos; Raymond West sólo veía la parte miserable de la vida. Trataba a su querida, encantadora y vieja tía Jane con amabilidad indulgente, como a alguien que no sabe nada del mundo. El segundo personaje era una mujer joven, una pintora moderna, que mantendría unas relaciones especiales con Raymond West. Después estaban el señor Pettigrew, un notario local, ya mayor, adusto y sagaz; el médico del pueblo, persona muy útil pues conocía excelentes historias para contar al atardecer, y un sacerdote.

El problema que exponía la señorita Marple llevaba el título, un tanto ridículo, de La huella del pulgar de San Pedro, y hacía referencia a una merluza. Algún tiempo después escribí otros seis cuentos de la señorita Marple y los doce, más un cuento extra, se publicaron en Inglaterra bajo el título de Señorita Marple y trece problemas y en América como The Tuesday Club Murders (El club de los martes).

Peligro inminente fue otro de los libros que me han dejado tan poca huella que ni siquiera recuerdo haberlo escrito. Es posible que hubiera ideado la trama algún tiempo antes, ya que tengo esa costumbre, lo que me produce cierta confusión en cuanto a la fecha en que he escrito o se ha publicado un libro. Los argumentos surgen en momentos inesperados: camino por la calle o contemplo con mucho interés el escaparate de una sombrerería y de pronto nace una idea espléndida; entonces pienso: «Ahora hay que camuflar el crimen de tal forma que nadie lo descubra». Por supuesto que hay que trabajar en los detalles prácticos y los personajes te surgen luego lentamente, pero la idea espléndida queda anotada en un cuaderno.

Hasta aquí todo perfecto; lo único es que, invariablemente, pierdo los cuadernos de notas. Por lo general tengo una media docena en uso donde anoto las ideas que me vienen de repente, cualquier cosa relacionada con venenos o drogas o con alguna estafa que he leído en el periódico; si conservase todas estas cosas debidamente clasificadas y archivadas, me ahorraría muchos problemas, aunque a veces también resulta agradable echar un vistazo al montón de viejos cuadernos y leer unos garabatos que dicen algo así como: posible intriga, hágalo usted mismo, chica y no hermana en realidad, agosto, con una especie de boceto de la trama. Nunca me acuerdo de lo que todo esto quería decir, pero con frecuencia me sirve de estímulo, si no para desarrollar este mismo argumento, sí al menos para escribir algo.

Luego están los temas sobre los que me gusta pensar, con los que me gusta jugar, sabiendo que un día los escribiré. Roger Ackroyd me dio vueltas en la cabeza durante mucho tiempo, antes de que determinara con claridad todos los detalles. Tuve otra idea a raíz de ver una actuación de Ruth Draper; me quedé pensando qué inteligente era y qué bien imitaba; era capaz de transformarse a las mil maravillas de esposa regañona en muchacha campesina arrodillada en la catedral. Su actuación me inspiró el libro La muerte de Lord Edgware.

Cuando empecé a escribir novelas policíacas no era mi intención criticarlas, ni pensar seriamente sobre el crimen. Una novela de este tipo era el relato de una persecución, una historia con moraleja y, en definitiva, una narración, que se atenía a las normas de la moral tradicional, con la derrota del mal y el triunfo del bien. En aquella época, los años de la primera guerra mundial, el agente del mal no era un héroe: el enemigo era perverso y el héroe, bueno; tan simple como eso. Aún no nos habíamos adentrado en los oscuros caminos de la psicología y yo, como cualquiera que escribiera o leyera libros, estaba en contra del criminal y a favor de la víctima inocente.

Había una excepción que era el conocido héroe Raffles, jugador de cricket y ladrón de cajas fuertes con éxito, y su socio Bunny. Raffles (siempre me ha desagradado un poco y, considerándolo retrospectivamente, creo que ahora me desagrada más aún, a pesar de que se ajusta a las tradiciones, digamos que es una especie de Robin Hood). De todas maneras era una excepción. Nadie habría imaginado entonces que llegaría un tiempo en que las novelas de crímenes se leerían por el placer de la violencia, por un gusto sádico hacia la violencia en sí misma. Se habría pensado que la sociedad protestaría horrorizada por tales cosas, pero por lo visto la crueldad es ahora el pan nuestro de cada día. Me pregunto aún cómo puede ser así, teniendo en cuenta que la inmensa mayoría de la gente que conozco, tanto los jóvenes como los mayores, son extraordinariamente amables y están siempre dispuestos a ayudar a otras personas y a prestar cualquier servicio. Esa minoría a la que yo llamo «los aborrecibles» es muy pequeña, pero, como todas, hace que su actuación sea más visible que la de la mayoría.

A fuerza de escribir sobre crímenes, al final te interesas por la criminología. He leído siempre con especial interés a la mayoría de los autores que han estado en contacto con criminales, sobre todo de los que han tratado de ayudarles, buscando la forma de, como se diría antiguamente, «reformarlos» (¡me imagino que hoy en día se utilizarán términos más grandilocuentes!). No hay duda de que existe gente que al igual que Ricardo III, tal como Shakespeare nos lo presenta, diría: el mal será mi bien; quizás escogen el mal por las mismas razones que el Satán de Milton: deseaba ser grande, quería el poder, quería ser como Dios; no sentía dentro de sí el amor ni por lo tanto la humildad. Por mi experiencia de la vida cotidiana, me atrevería a decir que cuando no hay humildad las personas se degradan.

Uno de los placeres de escribir novelas policíacas, es que hay muchos tipos donde elegir: el relato trivial de suspense que resulta especialmente grato de narrar; la historia intrincada, cuya trama es técnicamente interesante y requiere mucho trabajo, pero que es siempre gratificante, y luego las que describiría como historias policíacas con pasiones subterráneas que ayudarán a salvar al inocente. Porque quien importa es el inocente, no el culpable.

No quiero juzgar a los asesinos, pero creo que son un mal para la comunidad; no tienen más que odio y de él sacan todo lo que pueden. Estoy dispuesta a creer que, en cierta forma, les han empujado a ello, que han nacido con alguna deficiencia por la cual, quizás, deberíamos compadecerlos, pero incluso en ese caso, no tienen excusa como tampoco la tendría un hombre que se escapara de una ciudad medieval azotada por la peste, para mezclarse con niños, sanos e inocentes, de la ciudad vecina. Hay que proteger al inocente, pues tiene derecho a vivir en paz y amor con sus vecinos.

Me asusta la falta de interés por el inocente. Cuando se lee la noticia de un asesinato, nadie se horroriza ante la escena en la que, por ejemplo, la débil anciana del estanco se vuelve para alcanzar un paquete de cigarrillos para el joven ladrón y es golpeada hasta morir. A nadie le preocupa su dolor, su terror ni su piadosa inconsciencia final. No se considera la agonía de la víctima, sólo apena la juventud del asesino.

¿Por qué no ejecutarlo? En este país hemos acabado con los lobos, no hemos intentado enseñar al lobo a convivir con el cordero (dudo que hubiéramos podido hacerlo). Hemos dado caza al jabalí en las montañas antes de que bajara y matara a los niños junto al arroyo. Eran nuestros enemigos y los hemos matado.

¿Qué hacer con los corrompidos por la crueldad y el odio y para los cuales la vida de los demás no significa nada? A menudo son personas de buena familia, con grandes oportunidades y buena educación, que son unos malvados. ¿Tiene cura la perversión? ¿Qué hacer con un asesino? Desde luego condenarlos a cadena perpetua, no; es mucho más cruel que el vaso de cicuta de la antigua Grecia. Me parece que la mejor respuesta sería la deportación. Tierras desiertas, pobladas solamente por seres primitivos, donde viviera en un entorno más simple.

Hay que considerar también que lo que ahora son defectos, fueron virtudes en un tiempo. Tal vez sin la crueldad y la inclemencia el hombre habría dejado de existir, habría desaparecido. Quizás el malvado de hoy sea el triunfador del pasado. Entonces fue necesario, pero ahora además de innecesario es peligroso.

Creo que la única esperanza está en condenar a tales criaturas a realizar determinados servicios en beneficio de la comunidad; que un criminal pudiera elegir, por ejemplo, entre el vaso de cicuta u ofrecerse para la experimentación científica. Hay muchos campos de investigación, especialmente en la medicina, en los que el ser humano es absolutamente necesario porque los animales no sirven. A veces son los mismos científicos los que arriesgan su vida, pero podría haber cobayas humanas que se prestaran a estos experimentos durante un cierto tiempo; a los que sobrevivieran se les consideraría redimidos y volverían entre los hombres libres sin la marca de Caín en la frente.

Puede que esto no variara en nada sus vidas, quizá dirían: «Bueno, he tenido buena suerte, me he librado de lo peor». Pero, de todos modos, el hecho de que la sociedad quede en deuda con ellos establecería sin duda alguna diferencia. Aunque nunca hay que concebir grandes esperanzas, conviene confiar un poco. La oportunidad de hacer algo meritorio y de eludir la recompensa merecida, tal vez les impulse a empezar de nuevo. ¿Por qué no? A lo mejor se sienten orgullosos de sí mismos.

En caso negativo lo único que podemos decir es que Dios se apiade de ellos y que si no es en esta vida, en otra, sean guiados «al camino superior». Pero lo importante es el inocente, el que vive sinceramente y sin miedo en el presente y que exige que se le proteja y se le salve del mal. Éste es el que importa.

A lo mejor se encuentra la forma de curar la perversidad, remendando nuestros corazones, congelándolos; quizá llegue el día en que puedan reordenar nuestros genes, cambiar nuestras células. Hay que pensar en la cantidad de subnormales que se hubieran curado regulando simplemente las alteraciones, por exceso o por defecto, de la glándula tiroides.

Da la impresión de que me he alejado mucho del tema original, la novela policíaca, pero esta digresión me ha permitido explicar por qué me interesan más las víctimas que los criminales. Cuanto más vital sea el asunto, mayor será mi indignación en su defensa y mi sentimiento de triunfo si consigo que un inocente escape del valle de las sombras.

Pero dejemos el valle de las sombras; he decidido no ordenar demasiado este libro. Me estoy haciendo vieja y no hay nada más fatigoso que volver sobre lo que has escrito y analizarlo. A lo mejor estoy hablando conmigo misma, cosa que le está permitida a un escritor. A veces voy por la calle y paso de largo ante las tiendas que era mi intención visitar o las oficinas a las que tenía que ir, hablando conmigo misma (no en voz alta, espero), moviendo los ojos expresivamente, y de repente veo que la gente me mira y se echa a un lado, pensando sin duda que estoy loca.

Bueno, supongo que es lo mismo que cuando a los cuatro años hablaba con los gatitos. En realidad aún lo sigo haciendo.