Llegamos a Dubrovnik y de ahí fuimos a Split, ciudad que nunca olvidaré. Vagábamos por las calles que rodeaban nuestro hotel cuando al volver una esquina en una de las plazas vimos, alzándose hacia el cielo, la imagen de San Gregario de Nin, una de las mejores obras del escultor Mestrovic. Parecía dominarlo todo. Fue una de esas cosas que marcan un hito en nuestra memoria.
Nos divertimos mucho con los menús. Estaban escritos, en yugoslavo y, naturalmente, no teníamos ni idea de lo que significaban. Con frecuencia señalábamos alguna entrada y esperábamos con cierta ansiedad hasta ver qué nos traían. A veces era una enorme fuente de pollo, en otra ocasión huevos escalfados con una salsa blanca muy picante, otra vez una especie de súper goulash. Las raciones eran siempre muy abundantes y en ningún restaurante querían que pagaras la cuenta. El camarero murmuraba en un imperfecto francés o inglés: «Esta noche, no; esta noche, no. Vuelvan y paguen mañana». No sé lo que pasaría cuando la gente comiera durante una semana sin pagar y luego se marchara en el barco. Lo cierto es que el último día tuvimos grandes dificultades para que aceptaran el dinero en nuestro restaurante favorito.
—¡Ah!, pueden hacerlo después —decían.
—Pero —le explicábamos o tratábamos de explicar— no podemos hacerlo después porque nos marchamos en el barco de las doce.
El camarerito suspiró tristemente ante la perspectiva de tener que hacer números. Se retiró a un cubículo, se rascó la cabeza, utilizó uno tras otro varios lápices, protestó un poco y después de unos cinco minutos nos trajo lo que nos pareció una factura muy razonable para la gran cantidad de comida que habíamos ingerido. Luego nos deseó buena suerte y nos marchamos.
La etapa siguiente consistía en recorrer la costa dálmata y llegar a Grecia, hasta Patrás. Max me explicó que viajaríamos en un pequeño carguero. Estábamos en el muelle esperando su llegada, un poco ansiosos; de pronto, vimos un barco tan pequeño —parecía un cascarón de nuez— que no creímos que fuera el que estábamos esperando. Tenía un nombre extraño, compuesto sólo de consonantes —Srbn—, que jamás supimos cómo se pronunciaba. Pero no había duda de que era aquél; había cuatro pasajeros a bordo, nosotros en un camarote y los otros dos en otro. Se bajaron en el primer puerto, de forma que nos quedamos solos.
Nunca había probado una comida tan deliciosa como la de aquel barco: cordero muy tierno, delicioso, en chuletas, una verdura suculenta, arroz, salsas espectaculares, exquisitas brochetas. Charlamos con el capitán en nuestro mal italiano.
—¿Les ha gustado la comida? —dijo—. Me alegro. He ordenado que hagan comida inglesa, comida típicamente inglesa para ustedes.
Deseé sinceramente que nunca fuera a Inglaterra y que no descubriera cómo era en realidad la comida inglesa. Nos dijo que le habían propuesto pasar a un barco de pasajeros mayor, pero que prefería quedarse en éste porque había una buena cocina y le gustaba la vida tranquila: los pasajeros no le molestaban.
—Estar en un barco de pasaje es tener problemas todo el tiempo —nos explicó—, así que prefiero que no me promocionen.
Pasamos unos días muy felices en aquel barquito servio. Hicimos escala en varios puertos: Santa Anna, Santa Maura, Santi Quaranta. Quisimos bajar a tierra y el capitán nos explicó que haría sonar la sirena media hora antes de la salida. Así que paseábamos entre, los olivos o nos sentábamos entre las flores hasta que oíamos de pronto la sirena, dábamos media vuelta y nos dirigíamos rápidamente al barco. Fue maravilloso estar entre aquellos olivos, sintiéndonos tan llenos de paz y de felicidad juntos. Era el jardín del Edén, el Paraíso en la tierra.
Llegamos por fin a Patrás, nos despedimos alegremente del capitán y subimos a un divertido trenecito que nos llevaría a Olimpia. Pero no éramos nosotros los únicos pasajeros, había también un montón de chinches. Esta vez se metieron por las perneras del pantalón que llevaba y al día siguiente tuve que rasgármelos de lo inflamadas que tenía las piernas.
Grecia no necesita descripción. Olimpia es tan maravillosa como había pensado. Al día siguiente nos fuimos, en mula, a Andritsena y debo decir que aquello estuvo a punto de destrozar nuestra vida de casados.
Cuando nunca se ha montado en mula, un viaje de catorce horas resulta tan agónico que apenas puede describirse. Llegué a tal estado que no sabía qué sería más doloroso, si andar o seguir sobre la mula. Cuando por fin llegamos, bajé del animal tan entumecida que no podía andar y le dije a Max con reproche:
—La verdad es que no estás preparado para casarte con nadie, si no sabes cómo se siente uno después de un viaje como éste.
En realidad Max estaba también entumecido y dolorido. Las explicaciones de que, según sus cálculos, el trayecto había durado seis horas más de lo debido, no fueron bien recibidas. Me llevó seis o siete años darme cuenta de que en los viajes siempre calculaba por debajo, así que había que aumentar sus pronósticos por lo menos en un tercio.
Nos quedamos dos días en Andritsena para recobrarnos. Luego admití que no sentía en absoluto haberme casado con él y que ya aprendería la forma adecuada, de tratar a una esposa, no haciéndola montar en mula sin haber calculado antes cuidadosamente las distancias. Así, hicimos un recorrido bastante prudente, no superior a cinco horas, al templo de Bassae y no nos resultó cansado.
Fuimos a Micenas, a Epidauro, y nos quedamos en lo que parecía la suite real de un hotel de Nauplia; tenía colgaduras de terciopelo rojo y un dosel con cortinas de brocado dorado. Desayunamos en una terraza algo insegura aunque, muy engalanada, desde la que veíamos una isla en el mar; luego bajamos a bañarnos, con cierto reparo, entre grandes cantidades de medusas.
Epidauro me pareció especialmente hermosa, aunque fue allí donde tropecé por primera vez con el carácter del arqueólogo. Era un día paradisíaco, subí hasta la parte superior del teatro y me senté; Max se había quedado en el museo estudiando una inscripción. Pasó un buen rato y no aparecía a reunirse conmigo. Al final me impacienté, bajé y entré en el museo. Max estaba todavía tumbado en el suelo, dedicado con gran deleite a su inscripción.
—¿Todavía estás leyendo esa cosa? —le pregunté.
—Sí, es bastante extraña —repuso—. ¿Quieres que te lo explique?
—Creo que no —dije con firmeza—. Fuera se está de miedo.
—Sí, seguro que sí —dijo Max distraídamente.
—¿Te importaría que me marchara afuera? —le dije.
—¡Oh, no! —replicó, sin prestarme mucha atención—. Me parece muy bien. Sólo que pensé que quizá te interesara esta inscripción.
—No, no me interesa tanto —le dije y me marché otra vez al sitio que había encontrado en la parte superior del teatro.
Max se reunió conmigo una hora más tarde, muy feliz de haber descifrado una frase griega especialmente oscura, con lo que, en lo que a él se refería, la jornada había sido redonda.
Delfos fue el no va más. Su increíble belleza me impresionó tanto, que recorrimos los alrededores buscando un sitio donde pudiéramos construir una casita algún día. Recuerdo que escogimos tres; era un bonito sueño; no creo que pensáramos seriamente en ello, ni incluso entonces. Cuando volví hace uno o dos años y vi los enormes autocares subiendo y bajando, los cafés, las tiendas de souvenirs y los turistas; me alegré mucho de que no hubiéramos construido allí nada.
Estábamos siempre seleccionando lugares donde construir una casa. En realidad era yo quien lo hacía pues las casas han sido siempre mi pasión. Hubo un momento en mi vida, no mucho antes de que estallara la segunda guerra mundial, en que era la orgullosa propietaria de ocho. Me había aficionado a buscar por Londres casas medio derruidas, para hacer cambios en la estructura, decorarlas y amueblarlas. Cuando llegó la segunda guerra mundial y tuve que pagar seguros por daños de guerra para todas ellas, ya no fue tan divertido. No obstante, cuando al final las vendí, me dejaron buen beneficio. Fue un distraído pasatiempo mientras duró; siempre me ha gustado pasar por una de «mis» casas para ver cómo las conservan y adivinar qué clase de gente vive ahora en ellas.
El último día bajamos andando desde Delfos hasta Itea, junto al mar. Venía con nosotros un griego para enseñamos el camino y Max se puso a hablar con él. Max tiene un espíritu inquisitivo y siempre tiene que hacer un montón de preguntas a cualquier nativo que vaya con él. En esta ocasión le preguntaba al guía el nombre de distintas flores; nuestro encantador griego estaba ansioso por complacemos. Max le señalaba una flor y él decía el nombre, que Max apuntaba cuidadosamente en su libreta. Cuando llevaba escritos unos veinticinco advirtió que algunos se repetían. Repitió un nombre griego, que esta vez fue aplicado a una flor azul con punzantes espinas y vio que era el mismo que se había utilizado anteriormente para una gran caléndula amarilla. Caímos entonces en la cuenta de que en su deseo de agradamos el griego nos decía los nombres de las flores que conocía y, como no eran muchas, los repetía a cada nueva flor. Max vio con disgusto que su cuidadosa lista no servía para nada.
Fuimos a parar a Atenas y allí, cuando sólo nos quedaban cuatro o cinco días para estar juntos, el desastre sorprendió a los felices habitantes del Edén. Sufrí lo que al principio pensé que sería una enfermedad ordinaria de vientre, de las que se padecen a menudo en el Oriente Medio y que se conocen como enfermedad de Gyppy, de Bagdad, de Teherán y así sucesivamente. Ésta fue la de Atenas, pero resultó ser algo peor.
Me levanté al cabo de unos días y en medio de una excursión me sentí tan mal que tuvimos que regresar. Vi que tenía bastante fiebre y al final, después de muchas protestas por mi parte, cuando fallaron todos los remedios, llamamos a un médico. Sólo encontramos uno que hablaba francés y pronto descubrí que si bien era capaz de defenderme en la vida social, no conocía ningún término médico en dicho idioma.
El doctor atribuyó mi enfermedad a las cabezas de unos salmonetes que, según él, escondían gran peligro sobre todo para los extranjeros que no analizaban este pescado de forma adecuada. Me contó una horrible historia de un ministro que tenía esta misma enfermedad y estuvo a punto de morirse, aunque se iba recuperando lentamente. ¡La verdad es que me sentía tan mal que podía morirme en cualquier momento! Llegué a tener más de cuarenta grados de temperatura y no había manera de bajarla. No obstante mi médico consiguió triunfar al final. De pronto me fui sintiendo persona otra vez; pensar en comer me horrorizaba y creía que nunca volvería a moverme, pero a pesar de todo notaba que me iba recuperando. Le aseguré a Max que podía marcharse al día siguiente.
—Es horrible. ¿Cómo voy a dejarte, querida?
El problema era que Max tenía que llegar a Ur con tiempo para construir varios anexos a la casa de barro cocido que utilizaba la expedición, de modo que cuando los Woolley y demás miembros de ella llegaran, unos quince días después, estuviera todo listo. Había que construir un comedor y un baño nuevos para Katharine.
—Estoy seguro de que lo entenderán —decía Max.
Pero tenía sus dudas y yo sabía muy bien que no lo entenderían. Estaba muy preocupada e indiqué que me echarían a mí parte de la culpa si Max abandonaba sus obligaciones; era una cuestión de honor que Max estuviera allí a tiempo. Le aseguré que me encontraba bastante bien, que quizá me quedara una semana más para recuperarme y que luego me iría directamente a casa en el Orient Express. Que no se preocupara.
El pobre Max estaba destrozado. Estaba imbuido de ese terrorífico sentido del deber inglés que Leonard Woolley había reavivado cuando le dijo: «Confío en usted, Max. Diviértase y todo eso, pero es realmente importante que me dé su palabra de que estará allí el día acordado y de que se hará cargo de todo».
—Ya sabes lo que diría Len —indiqué.
—Pero es que estás verdaderamente enferma.
—Ya lo sé que estoy enferma, pero ellos no lo creerán. Pensarán que quiero mantenerte alejado y no puedo consentirlo. Además, si continúas discutiendo harás que me suba la fiebre otra vez y sin ninguna duda estaré muy enferma.
De esta forma, sintiéndonos los dos muy heroicos, Max se marchó al final por la senda del deber.
Quien no estaba nada de acuerdo con esto era el médico griego, que elevó las manos al cielo y estalló en un torrente de indignadas palabras en francés.
—Ah, sí, los ingleses son todos iguales. He conocido a muchos, a muchos y todos son iguales. Sienten gran devoción por su trabajo, por el deber. ¿Y qué es el trabajo, qué es el deber en comparación con un ser humano? Porque una esposa es un ser humano, ¿o no? La esposa está enferma y es un ser humano, eso es lo que importa. Eso es todo lo que importa, ¡que hay un ser humano que sufre!
—Usted no ha comprendido —le dije— que esto es algo verdaderamente importante. Dio su palabra de que estaría allí, tiene una gran responsabilidad.
—¿Y qué es la responsabilidad? ¿Qué es el trabajo, qué es el deber? ¿El deber? El deber no es nada para el cariño. Pero los ingleses son así. ¡Ah, qué frialdad!, ¡qué froideur! ¡Qué horror estar casado con un inglés! ¡A ninguna mujer se lo deseo, por nada del mundo!
Estaba demasiado débil para seguir discutiendo, pero le aseguré que me pondría bien.
—Tenga mucho cuidado —me advirtió—, no es bueno decir eso. El ministro de quien le hablé, ¿sabe cuánto tiempo pasó antes de que volviera a sus obligaciones? Un mes entero.
No me impresionó. Le dije que los estómagos ingleses no eran así, que se recuperan rápidamente. El doctor elevó de nuevo las manos al cielo, gritó algo más en francés y se marchó, casi lavándose las manos de mi enfermedad. Si pensaba así, dijo, podía tomar a cualquier hora un pequeño plato de macarrones hervidos. A mí no me apetecía nada y menos macarrones hervidos. Yacía como un leño en el dormitorio empapelado de verde, enferma como un gato, con dolores en la cintura y en el estómago y tan débil que me horrorizaba mover un brazo. Mandé que me trajeran los macarrones; tomé como unos tres y los dejé a un lado. Me parecía imposible que volviera a tener ganas de comer.
Pensé en Max; ya habría llegado a Beirut. Al día siguiente comenzaría su viaje a través del desierto por Nairn, Pobre Max, estaría preocupado por mí.
Afortunadamente no me preocuparía más de mí misma; sentía nacer en mí la determinación de hacer algo o de ir a algún sitio. Comí más macarrones hervidos; hice progresos y les eché un poco de queso rallado; cada mañana daba tres vueltas a la habitación a fin de fortalecer las piernas. Cuando llegó, le dije al médico que estaba mucho mejor.
—Eso es bueno. Sí, ya veo que está mejor.
—En realidad —le dije—, estoy en condiciones de irme a casa pasado mañana.
—¡Ah!, no diga locuras. Ya le dije que el ministro…
Ya me estaba cansando del ministro. Llamé al empleado del hotel e hice que me reservara un billete en el Orient Express para dentro de tres días. No informé al médico de mis intenciones hasta la noche anterior a mi partida. Otra vez volvieron a elevarse las manos; me acusó de ingratitud, de temeridad y me advirtió que probablemente tendrían que sacarme del tren en route y que moriría en cualquier andén. Yo sabía que las cosas no estaban tan mal como todo eso. Los estómagos ingleses, repetí, se recuperan rápidamente.
Cuando llegó el momento me marché. Con paso vacilante y ayudada por el portero del hotel, subí al tren, me derrumbé en la litera y más o menos ahí permanecí. De vez en cuando, ordenaba que me trajeran sopa caliente del vagón restaurante, pero como por lo general era grasienta, no me apetecía mucho. Este ayuno le habría venido bien a mi figura años más tarde, pero entonces aún era esbelta y al final del viaje parecía un saco de huesos. Fue maravilloso regresar y meterme en mi cama; con todo, necesité casi un mes para recuperarme del todo.
Max había llegado a Ur sin novedad aunque muy preocupado por mí, enviando varios telegramas en route y esperando recibir alguno mío que nunca llegó.
Se dedicó al trabajo con tanta energía, que hizo muchas más cosas de las que los Woolley esperaban.
Construyó el baño de Katharine según sus especificaciones, tan pequeño y estrecho como fue posible, añadiendo a esta habitación y al comedor todos los motivos de decoración que le parecieron oportunos.
—Pero si no pretendíamos que hiciera todo esto —exclamó Katharine cuando llegaron.
—Pensé que, ya que estaba aquí, era mejor que lo hiciera bien —dijo Max inexorablemente, y explicó que me había dejado en Atenas a las puertas de la muerte.
—Debería haberse quedado con ella dijo Katharine.
—Sí, tiene razón —dijo Max—, pero ustedes me insistieron en la importancia de este trabajo.
Katharine rindió a Len diciéndole que el baño no le gustaba nada y que habría qué tirarlo y volverlo a construir, como así se hizo con grandes molestias. Después felicitó a Max por el diseño del recibidor y dijo cuánto le había gustado.
A mis años sé muy bien cómo tratar con todo tipo de gente temperamental, actores, directores, arquitectos, músicos y prima donnas naturales como Katharine Woolley. La madre de Max era asimismo prima donna por derecho propio. Mi madre casi lo era: se ponía en un estado aterrador, pero al día siguiente, invariablemente, lo había olvidado todo.
—Pero ¡parecías tan desesperada! —le decía yo.
—¿Desesperada? —exclamaba mi madre, muy sorprendida—. ¿De verdad daba esa impresión?
Algunos de nuestros amigos actores se mostraban a veces tan temperamentales como el que más. Estaba Charles Laughton interpretando el papel de Hércules Poirot en Alibi, cuando, mientras nos tomábamos un helado en un descanso del ensayo, me explicó su sistema.
—Es muy bueno fingir que se es temperamental, aunque no se sea; creo que es muy útil. La gente dice: «No hagamos nada que le moleste. Ya sabéis el carácter que tiene». Algunas veces resulta cansado —añadía—, sobre todo cuando no te apetece, pero siempre resulta provechoso.