VI

Cuando al llegar a Londres descolgué el teléfono, pasé unos momentos horribles. Hacía cinco días que no tenía noticias. ¡Qué alivio cuando la voz de mi hermana me dijo que Rosalind estaba mucho mejor, fuera de peligro, y en franca recuperación! Al cabo de seis horas estaba en Cheshire.

Aunque era evidente que mi hija mejoraba con rapidez, fue un shock verla. No sabía con la rapidez con que los niños caen y salen de una enfermedad. La mayor parte de mis experiencias como enfermera las había tenido con hombres adultos y casi desconocía la forma tan alarmante que tienen los niños de parecer en un momento que van a morirse y al siguiente estar como una rosa. Rosalind había crecido y adelgazado mucho y, con aquel aire tan desmayado con que se dejaba caer en el sillón, no parecía mi niña.

Su rasgo más notable era la energía. No paraba un momento; era de esos niños que al volver de una excursión larga y dura decía alegremente:

—Por lo menos queda media hora para cenar, ¿qué podemos hacer?

No era raro dar la vuelta a la casa y encontrarla cabeza abajo.

—¿Se puede saber qué estás haciendo, Rosalind?

—No lo sé, pasando el tiempo. Hay que hacer algo.

Pero la Rosalind de ahora tenía un aspecto débil y delicado, totalmente falto de energía. Mi hermana se limitó a decir:

—Tenías que haberla visto hace una semana. Parecía un cadáver.

Se recuperó con bastante rapidez. Al cabo de una semana ya estaba en Devonshire, en Ashfield; parecía, que había vuelto a su ser y tuve quehacer todo lo posible para que se estuviera quieta algún rato.

Por lo visto Rosalind había regresado al colegio llena de salud y de ánimos. Todo iba bien hasta que la escuela padeció una epidemia de gripe y la mitad de los niños cayeron enfermos. Supongo que la gripe, sumada a la natural debilidad que deja el sarampión, provocaron la neumonía. Todo el mundo se interesó por ella aunque no se mostraron muy conformes con que mi hermana se la llevara al norte en automóvil. Pero Punkie insistió, porque estaba segura de que era lo mejor que se podía hacer, como se comprobó más tarde.

Gracias a Dios se recuperó estupendamente. El médico dijo que estaba tan fuerte y tan sana como antes, si no más, y añadió que parecía un cable cargado de electricidad. Le aseguré que una de las cualidades de mi hija era la tenacidad. Nunca admitía que estaba enferma. En las islas Canarias había tenido amigdalitis, pero no soltó una palabra sobre el tema; excepto para decir: «Estoy de muy mal humor».

Aprendí por experiencia que cuando Rosalind decía que estaba de muy mal humor, había dos posibilidades: o que estuviera enferma o que fuera una afirmación literal, que estaba de mal humor, y creo que era muy gentil que nos avisara de ello.

Las madres nunca son imparciales con sus hijos (por qué iban a serlo), pero estoy segura de que mi hija era más divertida que la mayoría de los niños; tenía una gran habilidad para dar respuestas inesperadas. Muchas veces se sabe de antemano lo que va a decir un niño, pero Rosalind, por lo general, me sorprendía. Posiblemente se debía a su sangre irlandesa; la madre de Archie era de Irlanda y creo que era esa ascendencia familiar la que le daba semejante capacidad de sorprender.

—Desde luego —me dijo Carlo con ese aire de imparcialidad que le gustaba asumir—, Rosalind llega a enloquecerte algunas veces, me pone furiosa, pero después de estar con ella los otros niños me aburren. Tal vez sea exasperante, pero nunca aburrida.

Creo que esto ha sido cierto durante toda su vida.

Siempre somos los mismos, tanto si tenemos tres, seis, diez o veinte años. Tal vez cuando tenemos cinco o seis años nuestro verdadero carácter sea más evidente, pues entonces no pretendemos nada mientras que a los veinte intentamos representar un papel, el que esté de moda en ese momento. Si la moda es la intelectualidad, seremos intelectuales; si es la vanidad y la frivolidad, seremos vanas y frívolas. No obstante, a medida que la vida pasa, nos cansamos poco a poco de mantener ese carácter que nos hemos inventado, y volvemos a la individualidad, siendo cada día un poco más nosotros mismos. Esto es a veces desconcertante para los que nos rodean, pero para la persona en cuestión es un gran alivio.

Me pregunto si se puede aplicar el mismo criterio para la literatura. Cuando se empieza a escribir, se suele admirar febrilmente a algún escritor y, se quiera o no, se copia su estilo. A menudo ese estilo no es el más conveniente y por lo tanto se escribe mal; pero a medida que pasa el tiempo, este factor va influyendo menos y aunque se admire aún a ciertos escritores e incluso se desee escribir como ellos, se sabe que es imposible; probablemente porque se ha asumido la humildad literaria. Si pudiera escribir como Elizabeth Bowen, Muriel Spark o Graham Green, daría saltos de júbilo, pero sé que es imposible y nunca intentaría copiarlos. He aprendido que yo soy yo, que hago aquello para lo que yo estoy capacitada, pero no lo que me gustaría hacer. Como dice la Biblia: «¿Quién es capaz de aumentar un palmo su estatura?»

A menudo me viene a la mente el recuerdo de la placa que estaba colgada en la pared de mi habitación cuando era niña y que creo que se ganó en un tiro al coco en una de las regatas: Si no puedes conducir la locomotora, dedícate a engrasar los ejes. Ésta era la leyenda que tenía grabada; no hay mejor lema para ir por la vida y creo que me he atenido a él. Por supuesto que a veces he intentado hacer esto o aquello, pero nunca me he obstinado en hacer lo que me sale mal o para lo que no tengo aptitudes naturales. Rumer Godden escribió una vez en uno de sus libros una lista de las cosas que le gustaban y las que no. Me pareció divertido e inmediatamente hice la mía; ahora le añadiría las cosas que no puedo y las que puedo hacer; por supuesto, la primera sería mucho más larga.

Nunca he sido muy buena para los juegos, tampoco soy ni seré nunca buena conversadora; soy tan fácilmente sugestionable que tengo que quedarme a solas conmigo misma para saber lo que realmente pienso o necesito hacer. No sé dibujar, no sé pintar, soy incapaz de modelar o esculpir algo; no puedo hacer las cosas de prisa sin aturdirme; me resulta difícil decir lo que quiero, prefiero escribirlo. Sé mantenerme firme en una cuestión de principio, pero en nada más; aunque sepa que mañana es martes, si alguien me dice más de cuatro veces que mañana es miércoles, a la cuarta me habrá convencido de ello y actuaré en consecuencia.

¿Qué es lo que soy capaz de hacer? Bueno, puedo escribir. Soy un músico bastante aceptable y aunque no sea profesional puedo acompañar a los cantantes. Tengo bastante capacidad de improvisación ante los problemas, cualidad que me ha sido muy útil; es sorprendente la cantidad de cosas que soy capaz de hacer con horquillas e imperdibles para resolver problemas domésticos. Fui yo, con un trozo de pan en el que introduje una pastilla de goma a la que pegué una horquilla que uní con cera a una barra de la ventana, quien recuperó la dentadura postiza de mi madre que se había caído sobre el techo del invernadero. Conseguí también anestesiar con éxito a un erizo que se había enganchado en la red de tenis, pudiendo de esta forma liberarlo. Soy muy útil para la casa y así sucesivamente. Y ahora pasemos a las cosas que me gustan y las que me disgustan.

No me gusta la muchedumbre, sentirme apretujada por la gente, el griterío, los ruidos, las conversaciones prolongadas, las fiestas, especialmente los cócteles, fumar cigarrillos ni nada, ningún tipo de bebida excepto para guisar, la mermelada, las ostras, la comida templada, las patas de las aves ni su tacto. Por último, lo que más me desagrada: el sabor y el olor de la leche caliente.

Me gusta la luz del sol, las manzanas, prácticamente cualquier clase de música, las estaciones de ferrocarril, los pasatiempos a base de números y en general todo lo que tenga que ver con ellos, ir a la playa, bañarme y nadar, el silencio, dormir, soñar, comer, el olor del café, los lirios de los valles, los perros e ir al teatro.

Podría hacer listas mejores, con cosas más importantes, pero no sería yo y supongo que tengo que resignarme a ser yo misma.

Ahora que empiezo de nuevo mi vida, tendría que hacer inventario de mis amigos. Todo lo que me ha pasado me ha servido para hacer una especie de prueba de ácidos. Carlo y yo creamos dos categorías: la de las ratas y la de los perros fieles. A veces decíamos de alguien: «Oh, sí, le incluiremos en la de los perros fieles, en primera clase», o «le incluiremos en la de las ratas, tercera clase». No hubo muchas ratas aunque algunas lo fueron de forma inesperada: gente que uno piensa que son verdaderos amigos, pero que se separan rápidamente de cualquiera que tenga una reputación que no estimen conveniente. Por su puesto, este descubrimiento me sensibilizó más y me inclinó a apartarme de la gente. Por otra parte, he encontrado muchos amigos inesperados absolutamente leales, que me han mostrado más afecto y amabilidad de lo que nunca me hubiera imaginado.

Admiro la lealtad más que ninguna otra virtud; la lealtad y el valor son dos de las mejores cosas que existen. El valor físico o moral, despierta mi absoluta admiración; es una de las virtudes más importantes que hay que tener en la vida. Si se quiere vivir en profundidad, hay que vivir con valor.

Entre mis amigos masculinos he encontrado muchos y valiosos miembros de la categoría de los perros fieles. Casi todas las mujeres tienen en su vida un amigo fiel y yo tuve uno que me impresionó especialmente. Me enviaba enormes ramos de flores, me escribía cartas y al final me pidió que me casara con él. Era viudo y algo mayor que yo. Me dijo que la primera vez que me vio pensó que era demasiado joven, pero que ahora me haría feliz y me daría un buen hogar. Me conmovió, pero no deseaba aceptar su proposición ni lo hubiera hecho sintiendo por él lo que sentía. Había sido un amigo bueno y agradable y eso era todo. Es alentador saber que alguien te aprecia, pero muy estúpido casarse simplemente porque se busca cariño o un hombre sobre el que llorar.

De cualquier manera; no quería que me consolaran; además el matrimonio me asustaba. Me di cuenta, como supongo que les pasa a todas las mujeres más tarde o más temprano, de que la única persona que realmente puede hacerte daño en esta vida es el marido. Nadie está tan próximo, de nadie se depende tanto respecto al compañerismo de todos los días, al afecto y a todas las cosas que forman el matrimonio. Decidí que jamás me pondría a merced de nadie.

Uno de mis amigos que estaba en las fuerzas aéreas en Bagdad, me dijo algo que me inquietó. Había estado discutiendo sus problemas conyugales y al final dijo:

—Cree que ha arreglado su vida y que hará lo que quiera en cada momento, pero al final, una de dos o tendrá un amante o tendrá varios. Seguro que optará entre esas dos alternativas.

A veces me daba la desagradable impresión de que tenía razón. Pero, pensaba yo, mejor eso que el matrimonio. Varios amantes no pueden hacerte daño; uno podría, pero no como un marido. Para mí en aquel momento, los maridos y los hombres en general estaban fuera de lugar, aunque mi amigo aviador insistía en que aquello no duraría.

Lo que me sorprendió fue la cantidad de proposiciones amorosas que recibí en cuanto me encontré en la equívoca posición de separada o divorciada. Un joven, al que por lo visto le parecí absolutamente alocada, me dijo:

—Bueno, está separada de su marido y supongo que se divorciará de él, así que, ¿qué espera usted?

Al principio no sabía si me gustaban o me molestaban tales atenciones. Creo que en conjunto me agradaban; nunca se es demasiado viejo para que te ofendan estas cosas. Sin embargo recuerdo que una vez tuve complicaciones molestas con un italiano. Las creé yo misma por no entender los convencionalismos italianos. Me preguntó si el ruido que se producía al tomar carbón el barco no me desvelaba; le dije que no porque mi camarote estaba a estribor, lejos del muelle.

—¡Oh! —dijo—. Supongo que tiene el camarote treinta y tres.

—¡Oh, no! —le contesté—. Es número par: el sesenta y ocho.

Desde mi punto de vista había sido una conversación inocente. No me percaté de que preguntar el número del camarote era la forma que tenía de preguntar si podía verme allí. No dijimos nada más, pero algo después de medianoche apareció mi italiano. Se produjo una escena muy divertida. Yo no hablaba italiano y él apenas hablaba inglés, así que discutimos agriamente en francés, yo expresando mi indignación y él la suya, aunque de otro tipo. La conversación fue algo así:

—¡Cómo se atreve a entrar en mi camarote!

—Usted me invitó.

—Yo no he hecho nada semejante.

—Lo hizo. Me dijo que el número de su camarote era el sesenta y ocho.

—¡Claro!, usted me lo preguntó.

—Naturalmente que se lo pregunté. Se lo pregunté porque quería venir y usted me dio permiso.

—No hice nada de eso.

Esto duró algún tiempo, aumentando de cuando en cuando acaloradamente, hasta que le hice callar. Estaba segura de que el remilgado médico de embajada y su esposa, que se hallaban en el camarote contiguo, estaban haciendo las peores conjeturas posibles. Le insté airadamente a que se fuera; insistió en que se quedaba. Al final, su indignación era mayor que la mía y empecé a pedirle disculpas por no darme cuenta de que la pregunta era en realidad una proposición. Al final me deshice de él, aún ofendido, pero aceptando que yo no era la experimentada mujer de mundo que había creído. Le expliqué también y fue lo que más le calmó, que era inglesa y por lo tanto frígida por naturaleza. Se condolió y así el honor (su honor) quedaba satisfecho. A la mañana siguiente la esposa del médico de la embajada me dirigió una mirada helada.

Hasta mucho más tarde no descubrí que Rosalind, desde un principio, había clasificado a mis distintos admiradores de una forma práctica.

—Bueno, creo que te volverás a casar alguna vez y con quien lo hagas es algo que también me concierne un poco a mí —me explicó.

Max había regresado de Francia, donde había estado con su madre. Me dijo que iba a trabajar en el Museo Británico y que le informara si estaría en Londres, lo que era poco probable pues me había instalado en Ashfield. Pero pasó que mis editores, Collins, iban a celebrar una gran fiesta en el Savoy y estaban muy interesados en que asistiera para presentarme a mis editores americanos y a otras personas. Durante aquel día tendría muchos compromisos, así que al final fui en un tren nocturno e invité a Max a desayunar conmigo en la casa de las caballerizas.

Me encantaba la idea de verle de nuevo, pero, extrañamente, en el momento en que llegó, me entró una gran timidez. Después del viaje que habíamos hecho juntos y de lo amigos que habíamos quedado, no sabía por qué estaba totalmente paralizada. Creo que él también estaba cohibido. Sin embargo al terminar el desayuno, preparado por mí, todo volvió a ser como antes. Le pregunté si podría quedarse con nosotros en Devon y acordamos el fin de semana en que vendría. No quería perder el contacto con él.

Había terminado El asesinato de Rogelio Ackroyd y El misterio de las siete esferas, continuación de El secreto de Chimneys y de las que yo llamaba «novelas alegres de misterio». Se escribían con facilidad, pues no requerían una trama muy complicada o gran planteamiento.

Poco a poco ganaba seguridad en mis escritos. Estaba convencida de que no me sería muy difícil escribir un libro cada año y posiblemente algunos cuentos cortos también. Lo más agradable en aquellos días era lo que se relacionaba directamente con el dinero. Si decidía redactar una historia; sabía que me daría sesenta libras o lo que fuera; deducía impuestos, que serían unos 4 ó 5 chelines por libra, y sabía que obtenía limpias cuarenta y cinco libras. Esto estimulaba mucho mi producción. Me decía a mí misma: «Me gustaría derribar el invernadero y hacer en su lugar una galería en la que podamos sentarnos. ¿Cuánto costaría?» Hacía mis cálculos, me iba a la máquina de escribir, me sentaba, pensaba, planeaba y al cabo de una semana había fraguado una historia. A su debido tiempo la escribía y ya tenía mi galería.

Qué diferencia con los diez o veinte últimos años de mi vida. Nunca sé lo que debo ni el dinero que tengo ni el que tendré al año siguiente y el que vigila mis impuestos sobre la renta me plantea siempre problemas que vienen de años anteriores, que aún no están «conformes». ¿Qué hacer en estas circunstancias?

Pero aquéllos eran tiempos razonables. Es lo que he llamado siempre mi época plutocrática. Mis obras empezaban a publicarse en América por entregas y el dinero que me producían, aparte de que era más que el que conseguía en Gran Bretaña, estaba libre de impuestos, pues se consideraba como pago de capital. No eran las sumas que recibiría posteriormente, pero las veía llegar y me daba la impresión de que todo lo que tenía que hacer era trabajar y sacar dinero limpio.

En cambio ahora tengo la impresión de que sería mejor no escribir ni una palabra más, porque, si lo hago, sólo conseguiré mayores complicaciones.

Max vino a Devon. Nos encontramos en Paddington y cogimos el tren de medianoche. Las cosas siempre pasan cuando estoy fuera. Rosalind nos saludó con su buen humor habitual e inmediatamente anunció el desastre.

Peter —dijo— ha mordido a Freddie Potter en la cara.

Que nuestro apreciado perro hubiese mordido al apreciado niño de nuestra apreciada ama de llaves y cocinera, era lo último que hubiéramos querido oír.

Rosalind explicó que en realidad la culpa no había sido de Peter: le había advertido ya a Freddie Potter que no acercara la cara al perro, emitiendo gruñidos.

—Se acercó cada vez más, gruñendo, y naturalmente Peter la mordió.

—Sí —le dije—, pero no creo que la señora Potter lo entienda.

—Bueno, no ha protestado mucho, aunque tampoco esté encantada.

—No, desde luego que no.

—De todas formas —dijo Rosalind—, Freddie fue muy valiente. Siempre lo es —añadió en leal defensa de su compañero favorito de juegos.

Freddie Potter era tres años menos que Rosalind y ella disfrutaba enormemente dirigiéndole, cuidándole, haciendo el papel de protector y siendo al mismo tiempo un tirano absoluto que disponía a qué tenían que jugar.

—¿No es una suerte que Peter no le haya arrancado la nariz? Si lo hubiera hecho, habría tenido que buscarla y pegársela de alguna manera, aunque no sé bien cómo; quiero decir que habría que haberla esterilizado primero o algo así, ¿no?, y no veo cómo se puede esterilizar una nariz, vamos, que no se puede hervir.

El día amaneció indeciso; lo mismo se arreglaba, pero la experiencia de Devonshire me decía que sería húmedo. Rosalind propuso que fuéramos de excursión al páramo. A mí me gustaba y Max accedió, al parecer encantado.

Considerándolo retrospectivamente, veo que una de las cosas que mis amigos han tenido que sufrir por el mero hecho de serlo ha sido mi optimismo en cuanto al tiempo y mi creencia equivocada de que en el páramo se estaría mejor que en Torquay, cuando en realidad solía ser lo contrario. Generalmente conducía mi fiel Morris Cowley, que naturalmente era un coche descapotable, con la capota ya vieja y bastante agujereada, de manera que al que se sentaba atrás le iba cayendo el agua por el cuello y la espalda. En resumen, que ir de excursión con los Christie era una prueba de resistencia.

Nada más ponernos en marcha empezó a llover. No obstante, insistí y le hablé a Max de las bellezas del páramo, que entre la lluvia y la niebla no se apreciaban bien. Fue una buena prueba para mi nuevo amigo del Oriente Medio; la verdad es que tenía que apreciarme mucho para aguantarlo y aparentar que se estaba divirtiendo mucho.

Llegamos a casa y nos secamos, nos mudamos de nuevo en un baño caliente y después jugamos un buen rato con Rosalind. Al día siguiente, aunque amaneció también bastante húmedo, nos pusimos nuestros impermeables y emprendimos entusiasmadas caminatas en compañía del impenitente Peter que, para entonces, ya se había reconciliado con Freddie Potter.

Yo era feliz de estar con Max otra vez. Me daba cuenta del compañerismo que había entre nosotros, de cómo nos entendíamos antes casi de hablarnos. Sin embargo, fue un shock cuando a la noche siguiente, después de habernos deseado buenas noches y de haberme ido a la cama, donde me quedé leyendo, llamaron a la puerta y entró Max. Traía en la mano el libro que le había prestado.

—Gracias por prestármelo —dijo—. Me ha gustado mucho.

Lo dejó a mi lado y se sentó al extremo de la cama; me miró pensativamente y dijo que le gustaría casarse conmigo. Ni una señorita victoriana exclamando «¡Oh, señor Simpkins, es algo tan inesperado!» hubiera parecido más sorprendida que yo. La mayor parte de las mujeres olfatean lo que hay en el viento; son capaces de ver con antelación una proposición y pueden adoptar dos actitudes: o comportarse de forma tan desagradable que su pretendiente se arrepienta de su elección o bien hacerle entrar en ebullición y rendirle. Pero ahora sé que se puede decir con sinceridad: «¡Oh, señor Simpkins, es algo tan inesperado!»

Nunca se me había ocurrido que Max y yo pudiéramos hablar en estos términos. Éramos amigos. Nos habíamos hecho amigos de inmediato y con una compenetración que no había conseguido con ningún otro.

Tuvimos entonces una conversación tan ridícula que no creo que venga al caso ponerla aquí por escrito. Le dije inmediatamente que no podía; me preguntó por qué y le dije que por varias razones; era mayor que él, lo admitió y dijo que siempre había querido casarse con alguien mayor. Le dije que era una tontería y que no era bueno hacerlo. Me contestó que, de hecho, había considerado todos los puntos. La única cosa que no le dije y que naturalmente le habría dicho si hubiera sido consciente de ello, era que no quería casarme con él porque me parecía que no había nada en el mundo tan maravilloso como casarme con él, tanto si él era mayor como yo más joven.

Creo que estuvimos discutiendo unas dos horas. Iba venciéndome poco a poco, no tanto por sus protestas como por su suave presión, que iba en aumento.

A la mañana siguiente se marchó en el primer tren y al despedirme me dijo:

—Creo que me casaré contigo, pero cuando hayas tenido tiempo de pensarlo.

Era demasiado temprano para ordenar de nuevo mis ideas. En cuanto le dije adiós, volví a casa en un estado de terrible indecisión.

Le pregunté a Rosalind si le gustaba Max.

—¡Oh, sí! —me dijo—. Me gusta mucho. Me gusta más que el coronel R y el señor B.

Era de esperar que Rosalind supiera lo que iba a pasar, pero para guardar las formas no lo mencionó abiertamente.

Las semanas siguientes fueron terribles. Me sentía tan desgraciada, tan insegura, tan confundida. Primero decidí que lo último que haría sería casarme de nuevo, que tenía que estar a salvo, que nadie me hiriera otra vez; que no había nada más estúpido que casarse con un hombre que era mucho más joven que yo y que Max era demasiado joven para conocer su propia voluntad, que tenía que casarse con una agradable muchachita; que estaba empezando a disfrutar de mi vida en solitario. Pero luego, imperceptiblemente, vi que mis razonamientos cambiaban. Era verdad que era mucho más joven que yo, pero teníamos mucho en común. No era aficionado ni a las fiestas ni a los bailes; vivir con un joven al que sí le gustaran me habría resultado difícil, pero en cambio estaba segura de recorrer museos como cualquier otra persona y probablemente con más interés e inteligencia que una mujer más joven. Podía visitar todas las iglesias de Aleppo y disfrutar con ello; podía escuchar a Max cuando hablaba sobre los clásicos, aprender el alfabeto griego y leer traducciones de la Eneida; de hecho pondría mucho más interés en el trabajo y las ideas de Max que en los negocios de Archie en la City.

«Pero no debes casarte otra vez —me decía a mí misma—. No puedes ser tan tonta».

¡Había sucedido todo de una forma tan inadvertida! Si la primera vez que me encontré con Max lo hubiera considerado como un posible marido, me habría puesto en guardia. Nunca me hubiera dejado arrastrar a esta relación tan fácil, tan maravillosa. Pero no lo había previsto y allí estábamos, tan felices, viendo cómo resultaba mucho más agradable y natural hablarnos el uno al otro, como si ya estuviéramos casados.

Desesperadamente consulté mi oráculo familiar.

—Rosalind —dije—, ¿te importaría que me volviera a casar?

—Bueno, supongo que lo harás alguna vez —me contestó, con el aire de quien considera siempre todas las posibilidades—. Quiero decir que es muy natural, ¿no?

—Tal vez.

—No me habría gustado que te casaras con el coronel R —dijo pensativamente.

Me pareció curioso, porque el coronel R le había hecho muchas carantoñas a Rosalind y parecía encantada con los juegos que inventaba para entretenerla. Mencioné el nombre de Max.

—Me parece el mejor —dijo—. Creo que sería estupendo que te casaras con él. —Luego añadió—: Deberíamos tener un barco, ¿no crees?, nos sería muy útil. Es bastante bueno jugando al tenis, ¿no? Podría jugar conmigo. —Y siguió considerando posibilidades con absoluta franqueza, desde su utilitario punto de vista—. Además, a Peter le gusta —dijo como aprobación final.

Aquel verano fue uno de los peores de mi vida. Todos estaban en contra de mi idea. Quizás, en el fondo, eso me animaba. Mi hermana se oponía ferozmente. ¡La diferencia de edad! Incluso mi cuñado, James, añadió una nota de prudencia.

—¿No crees —me dijo— que quizás estés influenciada por esa forma de vida que tanto te gusta, la del arqueólogo? ¿Que lo has pasado muy bien con los Woolley en Ur? Quizás has confundido eso con un sentimiento que no es tan cálido como crees.

Pero sabía que no era así.

—Por supuesto, eso es asunto tuyo —añadió gentilmente. Naturalmente, mi querida Punkie no pensaba igual: se creía en la obligación de evitar que cometiera un error. Carlo, mi muy querida Carlo, y su hermana fueron tan fuertes como torres. Me apoyaron, aunque creo que sólo por lealtad; quizá pensaban también que iba a hacer una tontería, pero nunca lo habrían dicho porque son de esa clase de gente que no quiere influir en los planes de nadie. Estoy segura de que les parecía una lástima que no hubiera querido casarme con un atractivo coronel de cuarenta y dos años, pero como había decidido otra cosa, bueno, me respaldaban.

Al final se lo comuniqué a los Woolley. Parecieron encantados, por lo menos Len; de Katharine es siempre más difícil decirlo.

—Lo único —dijo firmemente— es que no deberías casarte hasta dentro de dos años.

—¿Dos años? —dije con desmayo.

—No, antes sería fatal.

—Bueno, creo —le dije— que es una tontería. Ya soy bastante mayor que él, ¿por qué demonios iba a esperar a serlo aún más? Si tuviera mi misma edad, quizás.

—Opino que te será perjudicial —dijo Katharine—. Es malo que a su edad piense que puede conseguir al momento lo que quiere; sería mejor hacerle esperar, que le sirviera de buen y largo aprendizaje.

Era una idea con la que no estaba de acuerdo en absoluto. Me daba la impresión de que era un punto de vista severo y puritano.

A Max le dije que, en mi opinión, era un error que se casara conmigo, y que debía pensarlo cuidadosamente.

—¿Qué piensas que he estado haciendo durante los tres últimos meses? —me dijo—. He estado meditando sobre ello durante todo el tiempo que pasé en Francia; pensaba: «Bueno, cuando vuelva a verla sabré si todo son imaginaciones mías». Pero no lo son, tú eres como te recordaba y como te quiero.

—Es un gran riesgo.

—Para mí no es un riesgo. Quizá lo sea para ti, pero ¿qué importa correrlo? ¿Es que se suele llegar a alguna parte sin afrontar los riesgos?

Estaba de acuerdo; nunca había dejado de hacer nada por seguridad. Después de esto era más feliz. «Bueno, es mi riesgo, pero vale la pena arriesgarse a encontrar una persona con la que ser feliz. Si las cosas van mal lo sentiré por él, pero después de todo es su riesgo y parece que lo ha considerado con mucha sensatez». Sugerí que podíamos esperar seis meses. Me dijo que no le parecía bien.

—Tengo que marcharme de nuevo a Ur —añadió—. Creo que la fecha idónea es septiembre.

Hablé con Carlo e hicimos nuestros planes.

Le había dado tanta publicidad al tema y me había hecho tanto daño, que quería que las cosas se mantuvieran lo más en silencio posible. Acordamos que Carlo y Mary Fisher, Rosalind y yo iríamos a Skye y pasaríamos allí tres semanas, leerían las amonestaciones y nos casaríamos tranquilamente en la iglesia de St. Columba de Edimburgo.

Después llevé a Max a visitar a Punkie y a James, éste resignado pero triste y mi hermana esforzándose por impedir nuestro matrimonio.

La verdad es que estuve a punto de romper nuestro compromiso cuando, al subir al tren, Max, que había escuchado atentamente mi relato familiar, dijo:

—¿James Watts, dice? Estuve en el New College con un tal Jack Watts, ¿será ése? Era un cómico magnífico, hacía unas imitaciones maravillosas.

El que Max y mi sobrino fueran contemporáneos me dejó hecha pedazos. Parecía que nuestra boda era imposible.

—Eres demasiado joven —le dije desesperada—. Demasiado joven.

Esta vez Marx se alarmó de verdad.

—En absoluto —dijo—, fui a la universidad bastante joven y todos mis amigos eran así de serios; no encajaba con el alegre grupo de Jack Watts.

Pero me sentí llena de remordimientos.

Punkie alegó todas las razones que pudo para convencer a Max y temí que le cogiera manía, pero en realidad fue todo lo contrario. Me dije que era muy sincera y que estaba terriblemente ansiosa por hacerme feliz y también muy alegre. Éste era siempre el dictamen final sobre mi hermana. «Querida Punkie —solía decirle mi sobrino Jack a su madre—, te adoro, eres tan alegre y tan dulce…» La verdad es que era la descripción más exacta.

La visita terminó con Punkie hecha un mar de lágrimas y James deshaciéndose en amabilidades. Afortunadamente mi sobrino Jack no estaba, quizá lo hubiera echado todo a rodar.

—Sé que una vez que has decidido casarte con él, no vas a cambiar de opinión —dijo mi cuñado.

—¡Oh, Jimmy!, no tienes idea. Me da la impresión de que estoy cambiando todo el día.

—Bueno, espero que todo salga bien. No es lo que hubiera deseado para ti, pero siempre has demostrado tener sentido común y pienso que Max llegará lejos.

Cuánto he querido a mi estimado James y qué paciente y sufrido ha sido siempre.

—No te preocupes por Punkie —me dijo—. Ya sabes cómo es; cuando todo haya pasado volverá a ser la de siempre.

Entretanto lo guardamos en secreto.

Le pregunté a Punkie si vendría a Edimburgo para la boda, pero me respondió que era mejor que no fuera.

—No haré más que llorar y disgustaré a todo el mundo —me dijo. En realidad se lo agradecí pues tenía dos buenos y calmados amigos escoceses que me darían el respaldo incondicional que necesitaba. Así que con ellos y con Rosalind partí para Skye.

Skye me pareció adorable; a veces hubiera preferido que no lloviera todos los días, aunque sólo fuera esa fina niebla lluviosa que no tiene importancia. Dimos grandes paseos por los páramos y entre los brezos, con un delicioso y suave olor a tierra que casi tenía el mismo sabor de la turba.

Uno o dos días después de nuestra llegada, Rosalind llamó la atención del hotel con una de sus salidas. Peter estaba con nosotros aunque, naturalmente, no comía en el comedor, pero Rosalind en mitad de la comida le espetó en voz alta a Carlo:

—La verdad, Carlo, es que Peter debería ser tu marido, ¿no crees?

Porque duerme en tu cama, ¿no es verdad?

Los clientes del hotel, la mayor parte señoras mayores, se volvieron todos a una y clavaron sus miradas en CarIo.

Rosalind me dio también algunos consejos sobre el matrimonio.

—Ya sabes —me dijo— que cuando te cases con Max tendrás que dormir en la misma cama que él.

—Sí, ya lo sé —le contesté.

—Bueno, me imaginé que lo sabías porque antes estuviste casada con papá, pero creí que no habías pensado en ello.

Le aseguré que había pensado en todo lo que era importante.

Así fueron pasando las semanas. Paseaba por los páramos y de vez en cuando tenía momentos en que me sentía muy desgraciada, pensando que iba a cometer un error y a destrozar la vida de Max.

Entretanto Max tenía trabajo extra en el Museo Británico y en otros sitios, terminando los dibujos de las vasijas de cerámica y otras tareas arqueológicas. La semana antes de nuestra boda se quedó todas las noches hasta las cinco de la mañana, dibujando. Sospeché incluso que Katharine Woolley obligaba a Len a hacer trabajar a Max más que nunca, pues estaba muy disgustada conmigo por no haber pospuesto la boda.

Antes de marcharme de Londres, Len vino a verme. Estaba tan azorado que no sabía qué le pasaba.

—Ya sabe —me dijo—, será un poco violento para nosotros, en Ur y Bagdad quiero decir. Esto… Que no va a ser posible, ¿comprende?, que no podrá venir a las expediciones; es decir, que no hay habitaciones más que para los arqueólogos.

—¡Oh, no! —le contesté—. Lo comprendo, ya hemos hablado sobre ello; mis conocimientos no les serán de ninguna utilidad. Max y yo pensamos que es mejor así; no quiere dejarle tirado al comienzo de la temporada, cuando apenas hay tiempo de buscar alguien que le reemplace.

—Pensé… es que… —Len se detuvo—. Pensé que quizá, bueno, lo que quiero decir es que tal vez la gente piense que es bastante raro que usted no vaya a Ur.

—No sé por qué —le dije—. Después de todo, iré a Bagdad al final de la temporada.

—¡Oh, sí!, y espero que pase unos días en Ur.

—Entonces todo está bien, ¿no es así? —le dije animosamente.

—Lo que pensé, lo que pensamos, quiero decir lo que Katharine, bueno, lo que los dos hemos pensado es que…

—¿Sí?

—Que quizá sea mejor, que no venga a Bagdad ahora. Lo que quiero decir es que si usted va con Max a Bagdad y después él se va a Ur y usted vuelve a casa, ¿no cree que parecería un poco raro? Bueno, supongo que a los administradores no les gustaría la idea.

Esto consiguió enfadarme; estaba dispuesta a no ir a Ur; nunca lo hubiera sugerido porque pensaba que no era razonable, pero no veía ninguna razón para no ir a Bagdad si así lo quería.

En realidad ya había decidido con Max que no iría a Bagdad; era un viaje sin sentido. Pasaríamos nuestra luna de miel en Grecia y desde Atenas él se iría a Iraq y yo volvería a Inglaterra. Esto era lo que habíamos pensado, pero por supuesto no iba a decirlo en aquel momento.

Un tanto ásperamente repliqué:

—Creo, Len, que no es quién para decirme adónde debo y adónde no debo ir. Si quiero ir a Bagdad, iré allí con mi marido y eso no tiene nada que ver con la excavación o con usted.

—¡Oh!, espero que no se moleste. Fue sólo que Katharine pensó… Estaba segura de que había sido Katharine y no Len quien lo había pensado. Aunque la apreciaba, no consentiría que dirigiera mi vida, así que cuando vi a Max le dije que no pensaba ir a Bagdad, pero tuve mucho cuidado de ocultarle que había sido Len quien lo había insinuado. Max se puso furioso y tuve que calmarlo.

—Insisto en que vengas —me dijo.

—Sería una tontería. Supondría mucho gasto y me sentiría desgraciada cuando me alejara de ti.

Entonces me dijo que había hablado con el doctor Campbell-Thompson y que existía la posibilidad de que al año siguiente fuera a una excavación en Nínive, al norte del Irak, a la que seguramente le acompañaría.

—Aún no hay nada seguro —me dijo—, quedan cosas que discutir. Pero no estoy dispuesto a separarme de ti otros seis meses después de esta temporada. Seguro que Len ya habrá encontrado un sustituto para entonces.

Pasaron los días en Skye, a su debido tiempo se leyeron mis amonestaciones en la iglesia y todas las señoras mayores que estaban sentadas a mi alrededor me miraron sonriendo, con ese placer que las ancianas encuentran en cosas tan románticas como el matrimonio.

Max vino a Edinburgo, y Rosalind, yo, Carlo, Mary y Peter nos fuimos de Skye. Nos casamos en la pequeña capilla de la iglesia de Santa Columba. Nuestra boda constituyó un triunfo, no había ningún periodista y el secreto permanecía intacto. Nuestra doble vida continuó porque, como dice la vieja canción, nos separamos a la puerta de la iglesia. Max volvió a Londres a terminar su trabajo de Ur y yo volví al día siguiente a Cresswell Place con Rosalind, donde nos recibió mi fiel Bessi, que estaba en el secreto. Dos días más tarde llegó Max en un Daimler alquilado. Fuimos hasta Dover y cruzamos el canal hasta la primera parada de nuestra luna de miel, Venecia.

Max había preparado por su cuenta nuestro viaje de novios: sería una sorpresa. Y la verdad es que no creo que nadie haya tenido ninguno mejor que el nuestro. El único punto negro fue que el Orient Express, antes incluso de llegar a Venecia, estaba lleno de chinches.