De Aleppo fuimos a Grecia en barco, haciendo escala en varios puertos. Recuerdo que bajé a tierra con Max en Mersin y que pasamos un día estupendo en la playa, bañándonos en aquel maravilloso y templado mar. Fue aquel día cuando recogió para mí grandes cantidades de caléndulas, con las que hice un collar que me colgó del cuello. Comimos en medio de un mar de caléndulas.
Estaba ansiosa por ver Delfos con los Woolley, pues hablaban de ello con lírico arrobamiento. Habían insistido en que fuera su invitada, lo que me pareció extremadamente amable por su parte. Pocas veces me he sentido tan llena de felicidad y de esperanza como cuando llegamos a Atenas.
Pero las cosas siempre suceden cuando no las esperamos. Recuerdo que me quedé de pie ante la recepción, donde me entregaron el correo con un montón de telegramas encima. En cuanto los vi sentí una gran congoja, porque siete telegramas juntos seguro que traen malas noticias. Durante los últimos quince días no me habían podido localizar, pero ahora las malas noticias me habían atrapado. Abrí un telegrama, el primero, que era en realidad el último; los puse en orden. Me decían que Rosalind estaba muy enferma con neumonía y que mi hermana se había encargado de sacarla del colegio y llevarla a Cheshire. Los siguientes informaban de que su estado de salud era grave. El último, que yo había abierto primero, decía que había mejorado ligeramente.
Desde luego hoy en día habría regresado a casa en menos de doce horas con los servicios aéreos que salen del Pireo diariamente, pero en 1930 no había tales facilidades. Como mucho, si encontraba billete para el primer Orient Express que saliera, tardaría cuatro días en llegar a Londres.
Mis tres amigos reaccionaron con extrema amabilidad ante la noticia que había recibido. Len dejó todo lo que estaba haciendo y se fue a varias agencias de viaje para reservarme el primer billete que encontrara. Katherine me habló con gran simpatía. Max apenas dijo nada, pero acompañó a Len en las gestiones.
Caminaba por las calles, medio aturdida por el golpe, cuando metí el pie en uno de esos agujeros cuadrados que hay en las calles de Atenas y en los que da la impresión de que están plantando árboles eternamente. Me torcí el tobillo de mala manera y no podía andar. Sentada en el hotel, mientras recibía las muestras de conmiseración de Len y de Katherine, me preguntaba dónde estaría Max. En ese mismo momento entró con dos sólidos vendajes y pasta de cinc. Después explicó pausadamente que me cuidaría durante el viaje y me ayudaría con el tobillo.
—Pero ¿no iba al templo de Bassae? —le dije—. ¿No tenía que encontrarse con alguien?
—¡Oh! He cambiado de planes —dijo—; me vuelvo a casa, así que viajaremos juntos. Le ayudaré en el comedor o le llevaré la comida, y haré lo que pueda por usted.
Parecía demasiado hermoso para ser verdad. Pensé y sigo pensando que Max es una persona maravillosa. Es muy callado y parco en palabras de conmiseración, pero hace las cosas y precisamente las que uno querría que se hicieran, las que más consuelan. Nunca se condolió por lo de Rosalind ni dijo que se curaría y que no me preocupara. Se limitaba a admitir que atravesaba un mal momento. Entonces no había antibióticos y la neumonía era un peligro real.
Partimos a la noche siguiente. En el viaje me habló mucho de su familia, sus hermanos, su madre, que era francesa y de temperamento artístico, muy aficionada a la pintura, y su padre que al parecer recordaba un poco a mi hermano Monty aunque, por fortuna, más estable económicamente.
En Milán nos pasó una aventura. El tren se retrasó; bajamos, pues aunque cojeaba podía andar con el tobillo sujeto por la pasta de cinc, y preguntamos al empleado del wagon lit cuánto tiempo habría de demora.
—Veinte minutos —dijo.
Max sugirió que compráramos unas naranjas, así que fuimos hasta un puesto de frutas y volvimos al andén. Creo que habrían pasado unos cinco minutos, pero el tren ya no estaba. Nos dijeron que se había ido.
—¿Que se ha ido? Creí que paraba aquí veinte minutos.
—Ah, sí, signora, pero iba con mucho retraso y sólo esperó un momento.
Nos miramos abatidos. Un empleado de más categoría vino en nuestra ayuda y nos sugirió que alquilásemos un coche potente y tratáramos de alcanzar al tren. En su opinión, si nos dábamos prisa, lo cogeríamos en Domodossola.
Comenzó entonces un viaje de película. Primero aventajamos al tren, después nos aventajó a nosotros; unas veces nos desesperábamos, otras nos sentíamos muy superiores, cuando íbamos por carreteras de montaña y el tren asomaba por los túneles, bien delante o detrás de nosotros. Por fin llegamos a Domodossola unos tres minutos antes que el tren. Nos pareció que todos los viajeros estaban asomados a las ventanillas (como así pasó en nuestro vagón) para ver si habíamos llegado.
—¡Ah, madame! —dijo un señor francés, ya mayor, al ayudarme a subir al tren—. Que vous avez dû éprovoer des émotions[54]!.
Como habíamos alquilado un coche tan tremendamente caro, pues no tuvimos tiempo de regatear, nos quedamos prácticamente sin dinero. Max se encontraría con su madre en París y sugirió esperanzado que quizá me prestara algún dinero. A menudo me he preguntado qué pensaría mi futura suegra de la joven que bajó del tren con su hijo y que después de un breve saludo le pidió prestado casi todo el dinero que llevaba encima. Había poco tiempo para explicaciones pues tenía que tomar el tren para Inglaterra, así que entre confusas disculpas desaparecí, agarrando firmemente lo que le había sacado. No creo que esto la predispusiera muy a favor mío.
Recuerdo muy poco de aquel viaje con Max, excepto su extraordinaria amabilidad, tacto y simpatía. Se las arregló para distraerme, charlando sobre sus pensamientos y proyectos. Me vendó el tobillo varias veces y me ayudó a ir al comedor, cosa que no hubiera podido hacer yo sola, especialmente con el traqueteo del Orient Express a medida que aumentaba de velocidad. Hay un hecho que sí recuerdo, íbamos cerca del mar, por la Riviera italiana; me estaba quedando medio dormida, sentada en una esquina, cuando entró Max y se sentó frente a mí. Me desperté y vi que me estaba estudiando pensativamente.
—Creo —dijo que tiene usted un rostro muy noble.
Me dejó tan asombrada que me espabilé bastante. Era una manera de describirme que nunca se me hubiera ocurrido, y la verdad es que nadie me lo ha repetido nunca.
—¿Que tengo un rostro noble?
No lo veía muy claro, pero se me ocurrió una justificación:
—Supongo —dije— que será porque tengo una nariz romana.
Sí, pensé, una nariz romana. Eso podría dar cierta nobleza a mi perfil. No estaba muy segura de que me gustara la idea; es algo con lo que resulta difícil vivir. Soy muchas cosas: tengo buen carácter, soy eufórica, con poca concentración, olvidadiza, tímida, afectiva, absolutamente falta de confianza en mí misma y moderadamente egoísta, pero noble no, no veo que sea noble. Sin embargo, me dormí de nuevo, colocándome de manera que mi nariz romana quedara más favorecida, es decir, de frente en vez de perfil.