Mientras los Woolley estuvieron allí, me prepararon un viaje delicioso. Llegaría a Ur como una semana antes de que terminara la estación; ellos ya tendrían preparadas las maletas y partiríamos juntos a Grecia, pasando por Siria, y de Grecia a Delfos. Este proyecto me hacía muy feliz.

Llegué a Ur en medio de una tormenta de arena. Cuando les visité anteriormente ya había soportado una semejante, pero ésta era mucho peor, duró cuatro o cinco días. Ignoraba que la arena tuviera tal capacidad de penetración. A pesar de que se cerraron las ventanas y se extendieron los mosquiteros, por la noche las camas estaban llenas de arena, crujía en el suelo al pisar, y por la mañana teníamos arena en la cara, en el cuello, en todas partes. La tortura duró cinco días, durante los cuales charlamos de temas interesantes, estuvimos muy amigables y disfruté muchísimo.

Estaba allí de nuevo el padre Burrows y Whitburn, el arquitecto, y el ayudante de Leonard Woolley, Max Mallowan, que llevaba con ellos cinco años, pero que el año anterior, cuando llegué, estaba fuera. Era un hombre joven, delgado, moreno, muy callado, que raramente hablaba aunque estaba muy atento a todo lo que se le pedía.

Esta vez advertí algo de lo que antes no me había dado cuenta: el extraordinario silencio que reinaba en la mesa. Era como si temieran hablar. Después de uno o dos días descubrí el porqué. Katherine Woolley era una mujer muy temperamental, a la que le resultaba muy fácil hacer que la gente se sintiera cómoda o, por el contrario, nerviosa. Observé que todos la trataban con gran miramiento: siempre había alguien que le ofrecía más leche para el café o más mantequilla para la tostada o le pasaba la mermelada, etcétera. Me preguntaba, ¿por qué la temerán todos tanto?

Una mañana que ella estaba de mal humor, averigüé algo más.

—Supongo que nadie me va a dar la sal —dijo.

De inmediato cuatro manos se lanzaron a empujarla sobre la mesa, estorbándose mutuamente al hacerlo. Siguió una pausa; después, muy nervioso, el señor Whitburn le ofreció insistentemente las tostadas.

—¿No ve que tengo la boca llena, señor Whitburn?

Ésa fue la respuesta que obtuvo. El pobre hombre se volvió a sentar, sonrojado y nervioso. Todo el mundo se puso a comer tostadas febrilmente, no sin antes ofrecérselas a ella, que siempre las rechazaba.

—Creo —decía— que no deberían acabar con las tostadas sin darle a Max la oportunidad de coger una.

Miré a Max. Le ofrecieron la tostada sobrante. La tomó con rapidez, sin protestar. En realidad, antes había cogido dos y me pregunté por qué no lo diría. De eso me daría cuenta mucho más tarde.

El señor Whitburn me inició en alguno de estos misterios:

—La ve usted —me dijo—, siempre tiene sus favoritos.

—¿La señora Woolley?

—Sí. Nunca son los mismos, ya me entiende. Unas veces es una persona, otras veces otra. Quiero decir que, o todo lo que haces está mal o todo bien. Ahora soy yo el que ha caído en desgracia.

Era cierto que Max Mallowan era la persona que todo lo hacía bien. Tal vez se debiera a que durante la estación anterior había estado ausente y por lo tanto era más novedad que los otros, aunque en el fondo creo que se debía a que en el curso de cinco años había aprendido cómo tratar a los Woolley. Sabía cuándo tenía que callarse y cuándo hablar.

Pronto me percaté de lo bien que entendía a la gente. Sabía cómo tratar a los obreros y, lo que era mucho más difícil, cómo tratar a Katherine Woolley.

—Desde luego —me dijo Katherine—, Max es el ayudante perfecto. No sé lo que habríamos hecho sin él durante todos estos años. Creo que le gustará mucho; le diré que la acompañe a Nejef y Kerbala. Nejef es la ciudad santa musulmana de los muertos y Kerbala tiene una mezquita maravillosa. Así, cuando nosotros hagamos las maletas para ir a Bagdad, él la llevará allí. De camino pueden visitar Nippur.

—Pero —dije—, ¿no querrá ir él también a Bagdad? Seguramente tendrá amigos a los que querrá ver antes de irse a casa.

Me horrorizaba partir con un hombre joven que probablemente suspiraba por liberarse y divertirse en Bagdad, después de la tensión que supone tres meses de temporada en Ur.

—¡Oh, no! —dijo Katherine con firmeza—. Max estará encantado. No creía que Max estuviera encantado, pero estaba segura de que no se le trasluciría nada. Me sentía muy incómoda. Consideraba a Whitburn como un amigo, puesto que le conocía del año anterior, y como a tal le hablé sobre el tema.

—¿No cree usted que es bastante arbitrario? Detesto hacer este tipo de cosas. ¿No sería mejor que dijera que no quiero ver ni Nejef ni Kerbala?

—Bueno, pienso que debe verlas —dijo Whitburn—. Todo irá bien, a Max no le importará y, de todas formas, si Katherine lo ha decidido, ya está hecho.

Me quedé muy admirada. Supongo que es maravilloso ser de esa clase de mujeres que, apenas han decidido algo, consiguen que todo el mundo lo acepte, si no convencidos por rutina.

Recuerdo que, meses más tarde, le hablé a Katherine de la admiración que me merecía Len, su marido.

—Es maravilloso —le dije—, lo poco egoísta que es, cómo se levanta por la noche en el barco y le prepara sopa caliente. No hay muchos maridos que hagan eso.

—¿De verdad? —me dijo, mirándome sorprendida—. Bueno, para Len es un privilegio.

Y, en efecto, él pensaba realmente que lo era. De hecho, cuando se hacía algo para Katherine parecía, hasta cierto punto, que era un privilegio. Cuando volvías a casa y pensabas que habías cogido dos libros en la biblioteca y que cuando te disponías a leerlos te habías apresurado a ofrecérselos, sólo porque ella, suspirando, había dicho que no tenía nada que leer, te percatabas de que era una mujer excepcional.

Sólo gente excepcional también escapaba a su dominio. Recuerdo que una de estas personas fue Freya Stark. Un día Katherine se encontraba enferma y quería que le trajesen y le hiciesen un montón de cosas. Freya Stark, que se había quedado con ella, fue firme, animosa y amistosa:

—Ya veo que no estás muy bien, querida, pero yo no cuido bien a los enfermos, así que lo mejor que puedo hacer es pasar el día fuera.

Así lo hizo y aunque parezca extraño a Katherine no le molestó; simplemente pensó que era un magnífico ejemplo del fuerte carácter de Freya, cosa que evidentemente había demostrado.

Volviendo a lo de Max, por lo visto todo el mundo estaba de acuerdo en que era muy natural que un hombre joven, que había trabajado duramente en una fatigosa excavación y que estaba a punto de conseguir un descanso y disfrutarlo, se sacrificara para llevara una mujer extraña, mucho mayor que él, que apenas sabía nada de arqueología, a visitar los lugares interesantes del país. Max se lo tomó como algo habitual. Tenía un aspecto muy serio que me ponía un poco nerviosa. No sabía si ofrecerle alguna disculpa. Intenté decir unas frases entrecortadas para explicarle que yo no había sugerido este viaje, pero no hizo falta. Me dijo que no tenía nada especial que hacer, que volvería a casa poco a poco, primero viajaría con los Woolley y luego, después de estar en Delfos, se separaría de ellos para ir a ver el templo de Bassae y otros lugares. Le agradaba ir a Nippur, era un lugar interesantísimo, y lo mismo pasaba con Nejef y KerbaIa, a los que valía la pena visitar.

Y por fin nos marchamos; disfruté plenamente el día que pasamos en Nippur, aunque fue agotador. Durante horas viajamos por un terreno escabroso, caminando por lo que parecían acres de excavación. Supongo que no lo habría encontrado tan interesante si no me hubiera acompañado alguien que me lo explicara, pero como tuve esa suerte, me enamoré aún más de las excavaciones.

Alrededor de las siete de la tarde llegamos a Diwaniya, donde pasaríamos la noche con los Ditchburn. Apenas si me tenía en pie, deseaba irme a dormir, pero de un modo u otro me las arreglé para cepillarme el pelo y quitarme la arena, lavarme la cara, darme unos polvos y meterme en algo parecido a un traje de noche.

La señora Ditchburn disfrutaba agasajando a sus huéspedes. Era una gran conversadora, no paraba de hablar, con su voz clara y animosa. Me presentaron a su marido y me sentaron a su lado. Era un hombre tan callado, lo que tal vez era de esperar, que permaneció en silencio durante mucho rato. Hice unas cuantas observaciones tontas sobre lo que había visto, pero no me contestó nada. Al otro lado tenía a un misionero americano, que también era muy taciturno; me di cuenta de que no hacía más que retorcerse las manos por debajo de la mesa, haciendo trizas un pañuelo. Esto me alarmó un tanto y me pregunté a qué se debería; su mujer, que estaba sentada al otro lado, por lo visto tampoco estaba en muy buenas condiciones.

Fue una noche extraña. La señora Ditchburn, metida de lleno en la vida social, charlaba con sus vecinos y hablaba con Max y conmigo; Max respondía bastante bien. Los dos misioneros, marido y mujer, permanecían mudos, la mujer contemplando a su marido con desesperación y él rompiendo el pañuelo en trozos cada vez más pequeños.

Bastante aturdida y medio dormida, me vino a la cabeza una magnífica idea para una historia policíaca. Un misionero que se está volviendo loco por la angustia; ¿angustia por qué? No importa, angustia por cualquier cosa y por todos los sitios por donde pasa va dejando pañuelos destrozados, reducidos, a tiras, que servirán de pista. Pistas, pañuelos, restos de pañuelos. La habitación me daba vueltas y estuve a punto de dormirme en la silla.

En ese momento una voz áspera me dijo al oído:

—Todos los arqueólogos son unos mentirosos.

La voz pertenecía al señor Ditchburn y su tono reflejaba un profundo resentimiento.

Me desperté y reflexioné sobre su afirmación. Me la había lanzado de forma muy desafiante. Como no me sentía en condiciones de defender la veracidad de los arqueólogos, me limité a decir, humildemente:

—¿Por qué cree que son unos mentirosos? ¿En qué le han mentido?

—En todo —contestó el señor Ditchburn—, en todo. Dicen que conocen las fechas de las cosas y cuándo han pasado; que esto tiene 7.000 años y que lo otro 3.000, que este rey reinó en esta época y aquel otro después. ¡Mentirosos! ¡No son más que unos mentirosos!

—¿Y por qué no puede ser verdad? —le dije.

—¿Verdad?

El señor Ditchburn esbozó una sonrisa sardónica y volvió a su mutismo.

Dirigí unas cuantas frases a mi misionero, pero no obtuve apenas respuesta. Después el señor Ditchburn rompió el silencio una vez más e incidentalmente me dio una posible pista sobre su rencor cuando dijo:

—Como de costumbre, he tenido que dejar mi vestidor a ese arqueólogo.

—¡Vaya! —dije incomodada—. Lo siento, no sabía…

—Pasa siempre —dijo el señor Ditchburn—, siempre me hace lo mismo, mi mujer quiero decir. La casa está siempre llena de invitados, y no lo digo por usted, usted tiene una de las habitaciones reservadas para huéspedes; tenemos tres preparadas, pero para Elsie no es bastante. No, tiene que llenar todas las habitaciones, incluido mi vestidor. No sé cómo lo aguanto.

Le dije nuevamente que lo sentía. Me sentía totalmente a disgusto, pero en aquel momento necesitaba todas mis energías para mantenerme despierta, lo que me costaba un verdadero esfuerzo.

Después de cenar pedí permiso para retirarme. A la señora Ditchburn le molestó mucho pues había planeado jugar al bridge, pero se me cerraban los ojos y apenas pude subir las escaleras, quitarme la ropa y dejarme caer en la cama.

A la mañana siguiente salimos a las cinco. El viaje a Iraq fue el comienzo de un ritmo de vida agotador; visitamos Nejef que es, sin duda, un lugar maravilloso: una auténtica necrópolis, una ciudad funeraria, con mujeres musulmanas envueltas en velos negros, gimiendo y moviéndose de un lado a otro. Era un semillero de extremistas y no siempre era posible visitarlo. Primero había que informar a la policía, que estaría al tanto para que no se produjesen estallidos de fanatismo.

De Nejef fuimos a Kerbala, que tiene una mezquita maravillosa con una cúpula de oro y turquesas. Fue la primera vez que me encerraron; pasamos la noche en la comisaría. Katherine me había prestado unas ropas de cama que extendí en el suelo de una pequeña celda. Max estaba en otra y me instó a que le llamara si necesitaba algo por la noche. Jamás habría pensado en los años de mi educación victoriana que un día despertaría a un joven, a quien apenas conocía, para pedirle que fuera tan amable de acompañarme al servicio, pero entonces me pareció algo natural. Desperté a Max, él llamó a un policía, el policía cogió una linterna y los tres emprendimos la marcha por largos corredores hasta que llegamos a una habitación que olía espantosamente mal y con un agujero en el suelo. Max y el policía esperaron cortésmente al otro lado de la puerta para alumbrarme en el camino de regreso.

La cena la sirvieron en una mesa al aire libre, fuera de la comisaría, con una gran luna sobre nosotros y el constante y monótono croar de las ranas. Siempre que las oigo me acuerdo de Kerbala y de aquella noche. El policía se sentó con nosotros; de vez en cuando decía unas cuantas palabras en inglés, pero la mayor parte del tiempo hablaba en árabe con Max, quien ocasionalmente traducía lo que iba dirigido a mí. Después de una de esas pausas refrescantes que forman parte siempre de los contactos en Oriente y que tan armoniosamente concuerdan con nuestros sentimientos, el policía rompió su silencio y habló en inglés.

—¡Yo te saludo, espíritu feliz! —dijo—. Pájaro que nunca existirás.

Les miró asombrada. Continuó hasta acabar el poema.

—Me lo enseñaron —dijo, haciendo un gesto con la cabeza—. En inglés es muy bonito.

Le dije que en efecto lo era y con eso terminó la conversación.

Nunca hubiera imaginado que viajaría hasta el Iraq y que allí un policía nativo me recitaría a medianoche, en un jardín oriental, la «Oda a la alondra» de Shelley.

A la mañana siguiente desayunamos temprano. Un jardinero que estaba cogiendo rosas, se acercó con un ramo. Le esperé, dispuesta a sonreír graciosamente; con gran desconcierto por mi parte, el hombre pasó sin mirarme siquiera y entregó el ramo a Max, con una gran reverencia. Max se echó a reír y me indicó que estábamos en Oriente y que allí las atenciones se tienen con los hombres, no con las mujeres.

Cogimos todas nuestras pertenencias, la ropa de cama, un buen montón de pan fresco y las rosas y nos pusimos en camino de nuevo. Daríamos un rodeo en nuestro viaje de vuelta a Bagdad, para ver la ciudad árabe de Ukhaidir, que se adentra en el desierto. El paisaje era monótono y para pasar el tiempo nos pusimos a cantar canciones que conocíamos los dos, empezando por Frère Jacques, y siguiendo con diversas baladas y cancioncillas. Vimos Ukhaidir, maravillosa en su aislamiento, y una o dos horas después de haberla abandonado, nos topamos con un lago desierto de cristalinas aguas azules. El calor era terrible y me apetecía mucho bañarme.

—¿Realmente le gustaría hacerlo? —dijo Max—. Pues no veo que nada se lo impida.

—¿Podría? —miré pensativamente el lío de sábanas y mi pequeña maleta—. Pero no tengo traje de baño.

—¿Y no tiene nada que le sirva de bañador? —preguntó Max delicadamente.

Lo pensé detenidamente y al final me puse una camiseta de seda rosa y dos pares de bragas. Estaba lista. El conductor, con ese sentido de la cortesía y de la delicadeza que tienen todos los árabes, se había alejado. Max, con pantalones cortos y camiseta, se reunió conmigo y nadamos en el agua azul.

Aquello era el paraíso, el mundo parecía perfecto, o al menos así fue hasta que volvimos al coche e intentamos arrancar: se había hundido suavemente en la arena y no había forma de moverlo. Éste era uno de los riesgos de conducir por el desierto. Max y el conductor sacaron esterillas metálicas, palas y otros objetos del coche e hicieron denodados esfuerzos por liberarnos, aunque sin éxito. Las horas pasaban, el calor era aún más acuciante; me tumbé al amparo del coche y me quedé dormida.

Max me dijo después, aunque no sé si sería cierto o no, que en ese momento decidió que sería una excelente esposa para él.

—Ningún alboroto —dijo—; no te quejaste ni dijiste que era culpa mía o que no debíamos habernos parado allí nunca. No parecía preocuparte si continuaríamos o no. La verdad es que en aquel momento comencé a pensar que eras maravillosa.

Desde que me dijo aquello, he tratado de vivir a la altura de la reputación que me había ganado. Me resulta fácil aceptar las cosas como vienen sin ponerme nerviosa; además poseo la muy útil habilidad de dormirme en cualquier momento y en cualquier sitio.

Nos encontrábamos en un lugar que no era paso de caravanas, por lo que posiblemente pasarían varios días, incluso una semana, antes de que apareciese por allí un camión o cualquier otro vehículo. Venía con nosotros un guardia del Cuerpo de Camelleros, quien dijo finalmente que trataría de conseguir ayuda y que quizás estaría de vuelta en veinticuatro o cuarenta y ocho horas. Nos dejó el agua que tenía.

—Los del Cuerpo de Camelleros —dijo orgullosamente— podemos pasarnos sin beber en casos de urgencia.

Emprendió la marcha con paso majestuoso y le miré como con un presentimiento. Era una verdadera aventura, aunque esperaba que resultara agradable. El agua no era muy abundante y el pensamiento de que se acabaría pronto me hizo sentir sed inmediatamente. Sin embargo tuvimos suerte; ocurrió un milagro. Una hora después, apareció en el horizonte un Ford T con catorce pasajeros y junto al conductor estaba nuestro amigo del Cuerpo de Camellero, agitando un rifle.

De regreso a Bagdad nos detuvimos de cuando en cuando para ver los tells, nos dábamos una vuelta y recogíamos fragmentos de cerámica. Me gustaban especialmente los trozos barnizados; los colores brillantes, verde, turquesa, azul y un tipo de dorado pertenecían a un período muy posterior al que le interesaba a Max, pero fue indulgente con mis caprichos y recogimos un saco de trozos.

Cuando llegamos a Bagdad regresé a mi hotel, extendí el impermeable, metí todos los fragmentos en agua y los ordené por colores. Max, condescendiente, me dejó su propio impermeable y añadió cuatro fragmentos a la colección. Le sorprendí mirándome con aire de maestro bonachón que trata con amabilidad a un niño tonto pero simpático; entonces creía realmente que ésa era su actitud hacia mí. Me han gustado siempre las conchas, los pedazos coloreados de roca, todos los tesoros absurdos que recoge un niño. A veces creo que la pluma brillante de un pájaro, una hoja jaspeada y cosas de ese estilo son los verdaderos tesoros de la vida y que se disfruta más con ellos que con los topacios, esmeraldas o las caras cajitas de Fabergé.

Katherine y Len Woolley habían llegado ya a Bagdad y no les hizo ninguna gracia que nos retrasáramos veinticuatro horas, debido a la vuelta que dimos hasta Ukhaidir. No se me incluyó en la reprimenda ya que se me consideraba un simple paquete al que se le llevaba de sitio en sitio sin saber jamás adónde iba.

Max tenía que saber que nos preocuparíamos —dijo Katherine—. Quizás hubiéramos enviado un equipo de rescate o hecho cualquier tontería.

Max repitió pacientemente que lo sentía y que no se le había ocurrido que se alarmaran de ese modo.

Un par de días después abandonamos Bagdad por tren hacia Kirkuk y Mosul, en la primera etapa de nuestro viaje de regreso. Mi amigo el coronel Dwyer fue a despedirnos a la estación Norte de Bagdad.

—Tendrá que defenderse —me señaló confidencialmente.

—¿Que me defienda? ¿Qué quiere decir?

—De Su Señoría —y señaló con la cabeza a Katherine Woolley que charlaba con un amigo.

—Pero si siempre ha sido muy agradable conmigo.

—¡Oh, sí! Ya veo que ha captado su encanto, todos lo hemos sentido de vez en cuando; para ser sincero, le diré que aún lo siento. Esa mujer hace conmigo lo que quiere en cualquier momento, pero, como le dije, usted tiene que defenderse; es capaz de echar a los pájaros de los árboles y que éstos lo encuentren natural.

El tren emitía una especie de gemidos agónicos que, según supe en seguida, eran característicos de todos los de aquel país. Era un ruido penetrante, casi mágico; parecía una mujer gimiendo por su amor embrujado. Sin embargo, no era nada tan romántico, simplemente una locomotora que hacía ruidos extraños al ponerse en marcha. Subimos al tren (Katherine y yo teníamos un compartimento, Max y Len otro) y partimos.

A la mañana siguiente llegamos a Kirkuk, desayunamos en una posada y nos dirigimos a Mosul, que en aquella época suponía un recorrido de seis a ocho horas por una carretera llena de baches, teniendo además que atravesar el río Zab por medio del ferry. El ferry era tan primitivo que uno se sentía casi bíblico al embarcar en él.

En Mosul también nos hospedamos en una posada que tenía un jardín encantador. Esta ciudad sería el centro de mi vida durante muchos años, pero entonces no me impresionó, sobre todo porque apenas si la recorrimos.

Conocí allí al doctor MacLeod y a su esposa, que dirigían un hospital y se convertirían en grandes amigos. Ambos eran médicos, pero mientras Peter MacLeod estaba a cargo del hospital, su esposa Peggy le ayudaba ocasionalmente en ciertas operaciones especiales en las que no se le permitía al doctor ver o tocar al paciente. Era imposible que una mujer musulmana fuera operada, por un hombre, aunque fuera médico. Por lo que colegí, instalaban un biombo; el doctor MacLeod se quedaba a un lado y su esposa al otro con la enferma; él le decía cómo tenía que actuar, y ella a su vez le describía en qué condiciones se encontraban los órganos y demás detalles.

Después de pasar dos o tres días en Mosul emprendimos el viaje propiamente dicho. Pasamos una noche en una posada en Tell Afar, que estaba a unas dos horas de Mosul, y a las cinco de la mañana siguiente empezamos un penoso recorrido por el país. Visitamos algunos lugares del Éufrates y nos dirigimos hacia el norte en busca de Basrawi, un viejo amigo de Len, que era jeque de una de las tribus de aquella zona. Atravesamos muchos vados, perdiendo y encontrando de nuevo el camino, y llegamos hacia el anochecer. Nos dieron un espléndido recibimiento, una comida terrorífica y al final nos retiramos a descansar. Nos asignaron dos habitaciones medio derruidas en una casa de barro y ladrillo, con dos pequeñas camas metálicas colocadas diagonalmente. Pronto surgió un problema: el lecho de una de las habitaciones estaba seco por un lado (es decir, que no caía agua sobre la cama, fenómeno que pudimos observar porque había empezado a llover), mientras la otra esquina estaba llena de goteras por las que caía un montón de agua justo encima de la otra cama. Echamos un vistazo a la segunda habitación. Tenía un techo igualmente dudoso y era más pequeña, además las camas eran más estrechas y había menos luz y ventilación.

—Creo, Katherine —dijo Len—, que es mejor que Agatha y tú cojáis la habitación más pequeña con las dos camas secas y que nos dejéis la otra a nosotros.

—Creo —dijo Katherine—, que necesito la habitación grande y la cama buena. No podría pegar ojo si me cayera agua en la cara.

Con toda firmeza se fue hasta la esquina favorecida y puso sus cosas sobre la cama.

—Está bien, empujaré un poco mi cama y evitaré lo peor —contesté.

—La verdad —dijo Katherine— es que no veo por qué tiene Agatha que quedarse con esa cama tan mala, empapada por las goteras. Es preferible que se quede uno de ustedes, o Max o Len, y el otro que se vaya a la otra habitación con Agatha.

Se consideró la propuesta y Katherine consiguió que Max y Len vieran que aquélla era lo más útil; al final le concedió a Len el privilegio de quedarse y envió a Max a compartir conmigo la otra habitación. Nuestro alegre anfitrión era el único al que le divertía el arreglo; le hizo a Len algunos comentarios en árabe algo subidos de tono.

—¡Diviértanse! —dijo. ¡Diviértanse! Agrúpense como prefieran, de cualquier forma el hombre es feliz.

Sin embargo, por la mañana nadie lo era. Me desperté alrededor de las seis, con la cara empapada de agua; en la otra esquina Max se encontraba a merced del diluvio y todo eso a pesar de que habíamos arrastrado las camas hasta ponerlas fuera del alcance de las goteras. Katherine no salió mejor parada que los demás: había tenido también una gotera. Comimos algo y salimos a dar una vuelta con Basrawi, investigando sus dominios; después continuamos nuestro camino una vez más. El tiempo era muy malo; algunos vados estaban llenos de agua y era muy difícil cruzados.

Llegamos por fin a Aleppo, mojados y terriblemente cansados, al en comparación lujoso hotel Baron, donde nos recibió el hijo del dueño, Coco Baron. Tenía la cabeza grande y redonda, la tez amarillenta y unos melancólicos ojos negros.

Me moría de ganas de bañarme. Descubrí que el baño era una mezcla oriental y occidental y conseguí abrir la llave del agua caliente que, como de costumbre, salió con grandes nubes de vapor, dándome un susto de muerte. Intenté cerrarla pero no tuve éxito, y tuve que gritar a Max que viniera a ayudarme. Llegó, templó la temperatura del agua y me dijo que me fuera a mi habitación y que me llamaría cuando tuviera el baño lo suficientemente controlado como para que disfrutara de él. Volví a mi cuarto y esperé; esperé un buen rato y no sucedió nada. Por fin salí resueltamente en bata, con la esponja bajo el brazo. La puerta estaba cerrada. En ese momento apareció Max.

—¿Qué hay de mi baño? —le pregunté.

—¡Oh!, está Katherine Woolley dentro —me respondió.

—¿Katherine? —le dije—. ¿Ha dejado que tome el baño que estaba preparando para mí?

—Pues sí. Me lo pidió —fue su explicación.

Me miró a los ojos con firmeza. Me di cuenta de que me enfrentaba a algo parecido a las leyes de los medos y los persas. Dije:

—Bueno, creo que es injusto; estaba esperando, era mi baño.

—Sí —dijo Max—, lo sé; pero Katherine lo quería.

Regresé a mi habitación y reflexioné sobre las palabras del coronel Dwyer.

Al día siguiente tuve que reflexionar de nuevo sobre lo mismo.

La lámpara de la mesita de noche de Katherine estaba estropeada. No se encontraba bien y se quedó en la cama con un fuerte dolor de cabeza. Esta vez fui yo quien le ofreció cambiar la mía por la suya; entré en su habitación, la coloqué y me marché. Al parecer había pocas lámparas, así que a la noche siguiente me las apañé como pude para leer con la débil luz del techo. Fue al día siguiente cuando comencé a indignarme. Katherine decidió cambiar su habitación por otra que no tuviera tanto ruido de tráfico. A pesar de que en el nuevo cuarto tenía una lámpara en perfectas condiciones, no se molestó en devolverme la mía. Pero Katherine era Katherine, o la tomabas o la dejabas. Decidí que en el futuro protegería mejor mis intereses.

Al día siguiente y aunque apenas tenía fiebre, Katherine dijo que se encontraba mucho peor y que no soportaba a la gente a su alrededor.

—Si se marcharan todos —gemía—. Váyanse y déjenme. No soporto que estéis entrando y saliendo de mi habitación todo el día, preguntándome si quiero algo y molestándome continuamente. Quiero quedarme tranquila, tranquila, sin que nadie me moleste; así seguro que esta noche estaré bien.

La comprendía perfectamente, porque lo mismo me pasa a mí cuando estoy enferma: quiero que la gente se vaya y me deje. Me pasa como a los perros que se arrastran hasta un rincón y esperan que se les deje en paz hasta que ocurra el milagro y se sientan bien de nuevo.

No sé qué hacer —dijo Len, indeciso—. No sé qué hacer.

Bueno —le dije, tratando de consolarle, pues me caía muy bien—, ya sabe lo que es mejor para ella. Quiere que la dejemos sola; yo la dejaría hasta la noche y entonces vería si ha mejorado.

Así quedó la cosa. Max y yo nos fuimos a visitar un castillo del tiempo de las Cruzadas en Kalaat Siman. Len dijo que se quedaría en el hotel, por si Katherine quería alguna cosa.

Partimos alegremente; el tiempo había mejorado y el trayecto fue delicioso. Subimos colinas cubiertas de maleza y anémonas rojas, con rebaños de ovejas y, a medida que la carretera subía, de cabras negras. Por fin llegamos a Kalaat Siman y nos detuvimos a comer. Mientras estábamos sentados mirando el paisaje, Max me contó algunas cosas sobre sí mismo, su vida y la suerte que había tenido al conseguir trabajo con Leonard Woolley nada más salir de la Universidad. Recogimos algunos restos de cerámica y emprendimos el viaje de regreso cuando el sol se ponía.

Cuando llegamos a casa había problemas. Katherine estaba encolerizada porque nos habíamos ido y la habíamos dejado.

—Pero dijo que quería estar sola —exclamé.

—Son cosas que se dicen cuando uno no se encuentra bien. Pensar que Max y usted se han marchado de forma tan cruel. Bueno, quizás usted no tenga tanta culpa porque no lo entiende bien, pero Max, Max que me conoce, que sabe que tal vez necesitaría algo, que se haya marchado de esa manera.

Cerró los ojos y dijo:

—Es mejor que me dejen ahora.

—¿Le traigo alguna cosa o me quedo con usted?

—No, no quiero que me traiga nada. La verdad es que estoy muy dolida por todo y, en cuanto a Len, su conducta ha sido absolutamente vergonzosa.

—¿Qué ha hecho? —pregunté con curiosidad.

—Me ha dejado sin una gota de nada para beber, ni agua, ni limonada, nada, y, yo aquí, abandonada, muerta de sed.

—¿Por qué no llamó al timbre y pidió un poco de agua?

Fue lo peor que pude decir. Katherine me lanzó una mirada desdeñosa:

—Ya veo que no ha entendido nada desde el principio. Pensar que Len es tan cruel… Claro que si se hubiera quedado una mujer aquí habría sido diferente. Ella habría pensado.

Por la mañana apenas nos atrevíamos a acercarnos a ella, pero se comportó en el más puro estilo Katherine. Estaba de un humor magnífico, sonrió, se alegró mucho de vernos, nos agradeció todo lo que habíamos hecho por ella, como perdonándonos, y todo fue estupendo.

Sin duda era una mujer notable. Al pasar los años llegué a comprenderla un poco mejor, pero nunca adiviné cuál sería su conducta. Tendría que haber sido una artista famosa de cualquier tipo (cantante o actriz) y de este modo sus cambios de carácter se aceptarían como algo natural de su temperamento. En realidad casi lo era; había esculpido la cabeza de la reina Shubad que se exhibió con el famoso collar de oro y el tocado puesto.

Hizo también un buen busto de Hamoudi, de su marido Leonard Woolley y uno, maravilloso, de un muchachito. Pero le faltaba seguridad en sí misma, estaba dispuesta siempre a que la ayudaran otras personas y aceptar opiniones ajenas. Leonard, en cambio, dependía totalmente de ella y creo que Katherine le despreciaba un poco por ello; quizá cualquier mujer hubiera hecho lo mismo. A ninguna nos gusta un hombre que se pone de felpudo y Len, que era un autocrático en las excavaciones, se derretía en sus manos como la mantequilla.

Un domingo por la mañana temprano, antes de abandonar Aleppo, Max me llevó a un recorrido a conocer distintas religiones. Fue algo agotador.

Fuimos a los maronitas, a los católicos sirios, a los griegos ortodoxos; a los nestorianos, a los jacobitas y a más que no recuerdo. Algunos eran lo que yo llamo «sacerdotes encebollados», es decir, que llevan unos tocados que parecen cebollas. Los que me parecieron más alarmantes fueron los griegos ortodoxos. Me separaron de Max y me llevaron con otras mujeres a un lado de la iglesia, nos metieron en una especie de establo, pasándonos como un dogal sujeto a la pared. Fue un servicio magnífico y misterioso, la mayor parte del cual se desarrolló en un altar tras un velo o cortina, de donde salían fuertes y variados sonidos que se esparcían por la iglesia, acompañados por nubes de incienso. A intervalos determinados, nos movíamos y hacíamos reverencias. A su debido tiempo, Max me reclamó.

Al repasar mi vida, me da la impresión de que lo más vivenciado, lo que ha permanecido más claro en mi mente, son los lugares. He estado allí. Siento un estremecimiento de placer; un árbol, una colina, una casa blanca escondida en algún sitio, cerca de un canal, la forma de una loma lejana. Algunas veces reflexiono un momento para recordar dónde y cuándo. Entonces la imagen me viene claramente y .

Para las personas en cambio nunca he tenido buena memoria. Quiero mucho a mis amigos, pero la gente con la que apenas he entrado en contacto, aunque me haya agradado, huye de mi memoria casi al momento. Lejos de poder decir que «nunca olvido una cara», sería más sincera si dijera que «nunca recuerdo una cara». Sin embargo los lugares permanecer en mi memoria; a menudo, al volver a algún sitio después de cinco o seis años, recuerdo muy bien qué carretera hay que coger aunque sólo haya hecho ese camino una vez.

No sé por qué tengo esta memoria tan selectiva. Quizá se debe a que soy hipermétrope, lo que hace que el aspecto de las personas lo vea borroso por su proximidad, mientras que aprecio debidamente los paisajes por su lejanía.

Es muy posible que un lugar no me guste sólo porque las colinas no tienen, en mi opinión, la forma apropiada. Es muy, muy importante que las colinas tengan la forma apropiada. Casi todas las de Devonshire son correctas. En cambio las de Sicilia no, así que no me interesan. Las de Córcega son absolutamente deliciosas; las de Gales son también maravillosas. En Suiza las colinas y las montañas están demasiado próximas. Las montañas nevadas me resultan casi siempre increíblemente aburridas; la única emoción que producen a veces se debe a los efectos cambiantes de la luz. Las «vistas» también son aburridas. Se sube un camino hasta la cumbre y ¡ya está! Ante uno se extiende el panorama, pero eso es todo. Más allá no hay nada, ya está visto. Uno dice «soberbio» y ya está. Todo está más abajo. Has sido conquistado.