Una de las cosas más agradables del viajar es volver a casa. Rosalind, Carlo, Punkie y su familia, a todos los vi con más cariño.
Pasamos la Navidad en Cheshire, con Punkie, y luego nos fuimos a Londres, donde se encontraba Rosalind con una de sus amigas, Pam Druce, a cuyos padres había conocido en Canarias. Iríamos a ver unos títeres y luego Pam vendría con nosotros a Devonshire hasta el final de las vacaciones.
Pasamos una tarde muy agradable cuando Pam llegó, hasta que ya a altas horas de la noche, me despertó una voz que decía:
—Señora Christie, ¿le impostaría que me metiera en su cama? Tengo unos sueños muy raros.
—Desde luego que no, Pam —le dije.
Encendí la luz y se echó a mi lado con un suspiro. Me quedé un poco sorprendida, pues Pam no parecía una niña nerviosa. Sin embargo no había duda de que aquello la reconfortaba ya que dormimos de un tirón hasta la mañana siguiente.
Después de descorrer las cortinas y de que me trajeran el té, encendí la luz y miré a Pam. Nunca había visto una cara tan cubierta de manchas. Se dio cuenta de que había algo extraño en mi expresión y dijo:
—¡Me estás mirando!
—Sí, en efecto, te estoy mirando.
—Bueno, no me sorprende mucho —dijo—. ¿Qué estoy haciendo en tu cama?
—Viniste anoche y dijiste que habías tenido algunas pesadillas.
—¿Eso hice? No me acuerdo de nada, por eso no me explicaba qué estaba haciendo aquí. —Hizo una pausa y luego dijo—: Pero hay algo más, ¿verdad?
—Sí —le contesté—, me temo que sí. Creo que has cogido el sarampión, Pam.
Le traje un espejo para que se viera la cara.
—¡Oh! —exclamó—. Estoy muy rara, ¿verdad?
Asentí.
—¿Y qué va a pasar ahora? —preguntó—. ¿No podré ir al teatro esta noche?
—Me temo que no —le dije—. Creo que lo mejor será, antes de nada, llamar a tu madre.
Telefoneé a Beda Druce, que vino inmediatamente, anuló su viaje y se llevó a Pam. Cogí a Rosalind, la metí en el coche y nos fuimos a Devonshire, donde nos quedaríamos diez días hasta ver si había cogido también el sarampión o no. El viaje no fue agradable, pues hacía sólo una semana que me habían vacunado en la pierna y me resultaba doloroso conducir.
Lo que pasó al final de los diez días fue que empecé a tener fuertes dolores de cabeza y síntomas de fiebre.
—Quizás es que te ha contagiado a ti y no a mí —sugirió Rosalind.
—No digas tonterías. Ya tuve el sarampión a los quince años y lo pasé muy mal.
Pero lo cierto es que no me encontraba bien. La gente puede pasar el sarampión dos veces. Además, ¿por qué me iba a encontrar tan mal si no?
Telefoneé a mi hermana, y Punkie, que siempre estaba dispuesta a ayudar a cualquiera, dijo que en cuanto recibiera un telegrama vendría inmediatamente a cuidarnos a mí, a Rosalind, a las dos o lo que hiciera falta. Al día siguiente me sentía mucho peor y Rosalind parecía resfriada, tenía los ojos llorosos y estornudaba.
Punkie llegó, como era habitual en ella, llena de energía y dispuesta a enfrentarse a cualquier desastre. Llamamos al doctor Carver, quien dictaminó que Rosalind tenía el sarampión.
—¿Y qué le pasa a usted? —me dijo—. No tiene muy buen aspecto.
Le dije que me sentía fatal y que posiblemente tenía fiebre. Entonces me hizo unas cuantas preguntas más: «¿Así que la han vacunado? ¿Y usted vino conduciendo hasta aquí? ¿Y la vacunaron en la pierna? ¿Y por qué no en el brazo?»
—Porque la señal que deja la vacuna resulta horrible con un traje de noche.
—Bueno, vacunarse en la pierna no supone ningún peligro, pero lo que no es muy prudente es conducir después más de doscientas millas. Deje que le eche un vistazo. —Me reconoció y dijo—: Pero ¿no se ha dado cuenta de lo hinchada que tiene la pierna?
—Pues, la verdad es que sí, pero pensé que era por la vacuna.
—Es algo bastante más serio. Le tomaré la temperatura. —Lo hizo y exclamó—: Dios mío, ¿sabe cuánta fiebre tiene?
—Bueno, ayer tenía treinta y ocho, pero pensé que quizá me bajaría. Me siento un poco rara.
—¡Rara! Ya lo creo. Ahora tiene más de cuarenta. Échese en la cama mientras arreglo algunas cosas.
Cuando volvió me dijo que me iba a mandar inmediatamente a una clínica particular en una ambulancia. Le dije que lo de la ambulancia me parecía una tontería, ¿por qué no en mi coche, o en un taxi?
—Usted hará lo que se le diga —dijo el doctor Carver, que no parecía muy seguro—. Antes de nada hablaré con la señora Watts.
Punkie entró y me dijo:
—Cuidaré de Rosalind mientras pasa el sarampión. El doctor Carver opina que estás bastante mal. ¿Qué te han hecho? ¿Te habrán envenenado con la vacuna?
Punkie metió en una maleta todo lo que pudiera necesitar y yo me quedé en la cama esperando que llegara la ambulancia, tratando de ordenar mis ideas. Tenía la terrible sensación de que estaba en una pescadería, metida en el hielo con los trozos de pescado pero, al mismo tiempo, me sentía como encerrada en un leño ardiente y humeante. La mezcla de ambas sensaciones era de lo más desagradable. De vez en cuando, con gran esfuerzo, escapaba de esta desagradable pesadilla diciéndome: «Soy Agatha, estoy echada en mi cama, no soy pescado ni estoy en una pescadería y no soy un leño en llamas». Sin embargo, al momento estaba resbalando en una viscosa piel de cordero, rodeada por las cabezas de los peces, una de las cuales resultaba muy desagradable; era, lo recuerdo perfectamente, un enorme rodaballo, con sus ojos saltones y la boca abierta, mirándome de una forma horrible.
Se abrió la puerta y entró una mujer vestida de enfermera que, al parecer, era la auxiliar de la ambulancia, con una silla de ruedas. Protesté enérgicamente porque no tenía intención de ir a ningún sitio en ella; bajaría perfectamente a la ambulancia por mi propio pie. Pero la enfermera cortó mis protestas, diciendo secamente:
—Son órdenes del doctor. Así que, siéntese aquí, querida, y la sujetaremos con estas correas.
No recuerdo nada más espantoso que el trayecto hasta el recibidor. Pesaba bastante más de setenta kilos y el enfermero de la ambulancia era un joven escuálido. Me cogieron entre él y la enfermera y comenzamos a bajar las escaleras. La silla crujía y parecía que iba a saltar en pedazos de un momento a otro; además, el enfermero resbalaba y tenía que agarrarse al pasamanos. Llegó un momento en que la silla comenzó a desintegrarse en mitad de la escalera.
—¡Por favor, enfermera, por favor! —jadeaba el auxiliar—. ¡Creo que la silla se va romper de un momento a otro!
—¡Bájenme de aquí! —grité—. ¡Quiero bajar por mi propio pie!
Al final cedieron. Soltaron las correas, me agarré al pasamanos y bajé las escaleras denodadamente, sintiéndome mucho mejor y más segura, y conteniéndome para no decirles que eran unos tontos.
La ambulancia partió a toda prisa y llegué a la clínica. Una linda y pelirroja aprendiza de enfermera me instaló en la cama. Las sábanas estaban frías, pero no lo suficiente. Se produjeron de nuevo las visiones de hielo y peces y de calderas encendidas.
—¡Ooooh! —exclamó la aprendiza, mirándome la pierna con gran interés—. La última vez que tuvimos una pierna como ésta, hubo que cortarla al tercer día.
Afortunadamente en ese momento yo estaba delirando y apenas si capté lo que había dicho, aunque, de todas formas, no me habría importado en absoluto que me hubieran cortado entonces las piernas, los brazos e incluso la cabeza. En cambio sí me di cuenta de cómo me arreglaba la cama, empaquetándome prácticamente con las sábanas, por lo que pensé que había equivocado su vocación pues no todos los enfermos aguantarían su forma de tratarlos.
Gracias a Dios no tuvieron que cortarme la pierna. Después de tres o cuatro días de fiebre muy alta, incluso con delirios, debido al envenenamiento de la sangre, empecé a mejorar. Estaba convencida y aún lo creo, de que la culpa de todo fue de que habían duplicado el efecto de la vacuna. Los médicos creían que todo se debía a que no me había vacunado desde que era niña y a que había hecho un gran esfuerzo con la pierna, al venir desde Londres en coche.
Al cabo de una semana me había recuperado un poco y quise saber por teléfono cómo iba el sarampión de Rosalind. Igual que el de Pam, había constituido una magnífica demostración de erupción cutánea. Rosalind se lo había pasado muy bien con los cuidados de su tía Punkie y casi todas las noches le decía con su vocecita:
—¡Tía Punkie!, ¿me lavarás con la esponja como hiciste ayer? Me alivia mucho.
Así que, en el momento oportuno, volví a casa, con un gran vendaje que me cubría todo el muslo izquierdo, dispuesta a que pasáramos una alegre convalecencia las dos juntas. Rosalind no fue al colegio hasta unas dos semanas después de empezado el curso, cuando se encontró lo bastante fuerte y animada. Yo esperé otra semana a que mi pierna se curase del todo y luego me marché a Italia, a Roma, donde no me quedé tanto tiempo como había planeado, ya que tenía que coger el barco para Beirut.