II

Mi estancia en Bagdad fue deliciosa; todo el mundo era tan amable, tan agradable, que me avergoncé de la sensación de encerrona que había tenido antes. Alwiyah forma ahora parte de la ciudad, llena de autobuses y otros medios de transporte, pero entonces estaba a unas cuantas millas del centro urbano propiamente dicho. Para llegar allí tenía que llevarte alguien, era un recorrido fascinante.

Un día me llevaron a ver la ciudad del Búfalo, que aún se puede ver desde el tren si se entra en Bagdad por el norte. El recién llegado no veía más que un lugar horrible, un suburbio, un gran recinto cercado lleno de búfalos y excrementos. El hedor era terrorífico y las chozas, hechas con latas de petróleo, le hacían creer a uno que aquello era un ejemplo claro de pobreza y degradación. Sin embargo, la realidad era muy otra; los propietarios de búfalos son gente de dinero, pues, aunque vivan en la miseria, un búfalo costaba 100 libras o más; seguramente hoy mucho más.

Sus dueños se consideran gente afortunada; las mujeres, al chapotear entre el barro, muestran los brazaletes de plata y turquesas que adornan sus tobillos.

Pronto aprendí que en Oriente nada es lo que parece. Hay que cambiar y aprender de nuevo las normas de vida, de comportamiento, de observación. Si en Inglaterra ves a un hombre que gesticula violentamente diciéndote que te vayas, lo normal es que te retires a toda velocidad, en cambio aquí lo que te está diciendo es que te acerques. Por el contrario, si te hace señas para que vayas, te está indicando que te marches. Dos hombres que desde dos extremos del campo se gritaran mutuamente con fiereza, darían la impresión de que se estaban amenazando de muerte; ni pensarlo, son dos hermanos que están pasando el día y que alzan la voz porque son demasiado perezosos para acercarse el uno al otro. Max, mi segundo marido, me dijo una vez que en su primera visita decidió, sorprendido por la manera en que todo el mundo gritaba en los países árabes, que él no les gritaría nunca. Pero cuando aún no llevaba mucho tiempo con los obreros, se dio cuenta de que si hacía una advertencia en un tono normal de voz nadie la oía, no por sordera, sino porque creían que quien hablaba así lo hacía para sí mismo y que un hombre que deseara realmente hacer una advertencia la haría en un tono lo suficientemente alto como para que se le oyera.

La gente de Alwiyah me recibió estupendamente. Jugué al tenis, fui a las carreras, hice visitas turísticas, fui de tiendas; me sentía como si estuviera en Inglaterra. Geográficamente quizás estaba en Bagdad, espiritualmente aún estaba en mi país, Pero como mi idea original había sido alejarme de Inglaterra y ver otros países, decidí que tenía que hacer algo.

Quería visitar Ur, hice algunas averiguaciones y vi con agrado que me animaban a ello. Organicé el viaje yo misma y, como comprobé después, con muchos adornos innecesarios.

—Naturalmente, llevará un criado —dijo la señora C—. Haremos su reserva de tren y telegrafiaremos a Ur, a los señores Woolley, notificándoles su llegada y su interés por conocer algunas cosas. Puede pasar un par de noches en la posada y después Eric la irá a buscar a la vuelta.

Le agradecí que se tomara tantas molestias y le dije que me sentía culpable de que no supieran aún que estaba haciendo ya los preparativos para mi vuelta.

Emprendí el viaje. Recuerdo que contemplé a mi criado con cierta alarma; era un hombre alto, delgado, con aire de haber acompañado mem-sahibs por todo el Próximo Oriente y que sabía mucho más de lo que ellos se imaginaban sobre lo que les convenía o no. Magníficamente vestido, me instaló en un vagón vacío y no muy confortable, me hizo una zalema y se marchó, explicándome que cuando llegáramos a una estación adecuada volvería para conducirme al comedor.

Lo primero que hice cuando me encontré sola fue una solemne tontería: abrí la ventana. No soportaba la falta de oxígeno que había en el compartimiento, necesitaba aire fresco. Pero lo que entró no fue aire fresco, sino aire mucho más caliente, lleno de polvo y veintiséis avispones enormes. Me quedé horrorizada; zumbaban a mi alrededor de forma amenazadora. No sabía si dejar la ventana abierta y esperar a que salieran o cerrarla y quedarme allí con los veintiséis que ya había. La verdad es que el asunto no tenía mucho arreglo, así que me quedé sentada en una esquina, durante una hora y media, hasta que vino mi criado a rescatarme y me llevó al restaurante de la estación.

La comida era grasienta y bastante mala; además no había mucho tiempo para comer; la campana sonó con estruendo, mi fiel criado me reclamó y regresé a mi vagón. Habían cerrado la ventana y expulsado a los avispones; a raíz de entonces tuve más cuidado con lo que hacía. Todo el compartimento era para mí sola —por lo visto era lo corriente— y el tiempo pasaba con lentitud, pues era imposible leer ya que el tren se movía mucho; además no había nada interesante que ver por la ventanilla, salvo el desierto o la maleza. Fue un viaje largo y agotador, interrumpido solamente por las comidas, y en el que dormí muy mal.

La hora de llegada a Ur ha variado a lo largo de los muchos años en que he hecho este viaje, pero siempre ha sido muy incómodo. En esta ocasión era a las cinco de la mañana. Me desperté, bajé del tren, me fui a la posada de la estación y me quedé en la habitación, austera y limpia, hasta que a las ocho me entraron ganas de desayunar. Al poco rato, llegó un coche que venía a llevarme a la excavación, que estaba como a milla y media.

Aunque no lo sabía, me estaban haciendo un gran honor. Ahora, después de haber pasado muchos años en excavaciones, me doy cuenta de lo detestables que son las visitas, que siempre llegan a horas extrañas, quieren que se les enseñe cosas, que se les hable, hacen perder un tiempo valioso y, en general, estorban en todo. En una excavación de éxito, como era la de Ur, todos los minutos eran fundamentales y la gente trabajaba hasta el límite; por eso, una de las cosas más irritantes que podían pasar, era que un montón de mujeres pulularan indecisas por allí. Los Woolley, ahora, lo tienen todo muy bien organizado: han reservado una zona que la gente puede recorrer, donde se les enseña lo que sea necesario y después se marchan. En cambio a mí me recibieron tan amablemente como si fuera un invitado importante y tenía que haberlo apreciado más de lo que lo hice.

Semejante trato se debía enteramente al hecho de que Katherine Woolley, la mujer de Leonard Woolley, acababa de leer uno de mis libros, El asesinato de Rogelio Ackroyd y estaba tan entusiasmada con él que me trataron como a una V.I.P[51]. Preguntaron a otros miembros de la expedición si habían leído el libro y si decían que no recibían una buena reprimenda.

Tanto Leonard Woolley, con sus maneras amables, como el padre Burrows, jesuita y epigrafista, me enseñaron muchas cosas, y la forma en que cada uno describía las cosas suponía para mí un contraste delicioso. Leonard Woolley tenía un carácter muy original, se imaginaba todo: el lugar era para él tan real como si estuviera en el año 1500 antes de Cristo, o algunos cientos de años antes. Dondequiera que se encontrara hacía que las cosas cobraran vida. Mientras hablaba, yo no dudaba en absoluto de que aquella casa de la esquina había sido la de Abraham; era su reconstrucción del pasado, creía en ella y cualquiera que le oyera lo creería también. El sistema del padre Burrows era completamente diferente. Con aire apologético iba describiendo un gran patio, un témenos[52] o una calle comercial y cuando empezaban a interesarte, decía:

—Desde luego, no sabemos si realmente es así. Nadie puede estar seguro. No, probablemente no era así.

Y de la misma manera:

—Sí, sí, eran tiendas, pero no creo que fueran como suponemos nosotros; quizás eran muy distintas.

Tenía una gran pasión por denigrarlo todo. Era una persona muy interesante, inteligente, amistosa y sin embargo reservado; había algo inhumano en él.

Una vez y sin ningún motivo, habló conmigo durante el almuerzo, describiéndome el tipo de cuento policíaco que, en su opinión, escribiría yo bien, instándome a hacerlo. Hasta aquel momento no tenía ni idea de que le gustaran los relatos de detectives. La historia que esbozaba, aunque vaga, proponía un problema interesante, por lo que decidí que algún día le haría caso. Pasaron un montón de años, quizá veinticinco o más, pero un día me volvió la idea y escribí, no un libro, sino un cuento largo basado en la especial combinación de circunstancias que él había ideado. Aunque el padre Burrows hace tiempo que ha muerto, espero que haya comprendido de alguna manera que utilicé su idea con gratitud. Como les pasa a todos los escritores, se convirtió en mi idea y terminó relacionándose muy poco con la suya, aunque fuera su inspiración la que la originara.

Katherine Woolley, que con el tiempo llegaría a ser una de mis mejores amigas, tenía un carácter extraordinario. La gente se dividía siempre entre los que no la soportaban, llegando incluso al aborrecimiento, y los que estaban encantados con ella. Esto se debía, probablemente a que cambiaba de humor con tanta facilidad, que nunca sabías a qué atenerte. La gente comentaba a veces que era imposible, que no había nada que hacer con ella, que la forma en que te trataba era insoportable y luego, de pronto, quedaban fascinados de nuevo. De una cosa estoy segura y es de que si alguien tuviera que elegir una compañera para vivir en una isla desierta o en algún lugar en donde no hubiera nadie más, captaría inmediatamente su interés como nadie lo haría. Nunca hablaba de cosas banales; estimulaba la mente haciendo que se consideraran caminos que antes no se habían tenido en cuenta. Cuando quería, era muy descortés, de una rudeza insolente, pero si se lo proponía resultaba siempre encantadora.

Me enamoré de Ur, de su belleza al atardecer con los zigurats que se elevaban ligeramente ocultos por las sombras y aquel ancho mar de arena con sus colores pálidos, maravillosos, amarillo, melocotón, rosa, azul, malva, cambiando a cada minuto. Me gustaban los trabajadores, el capataz, los muchachitos que llevaban los canastos, los que manejaban el pico. El encanto del pasado se apoderó de mí. Era romántico ver cómo aparecía, lentamente, entre la arena, un puñal con reflejos dorados. El cuidado con que se levantaban del suelo las vasijas y demás objetos me incitaba a ser arqueólogo. «¡Qué pena que mi vida haya sido tan frívola!», pensé, y recordé entonces cómo, siendo muchacha, mi madre intentó persuadirme de que fuera a Luxor y Aswan para que viera el pasado esplendor de Egipto, y cómo lo único que deseaba era reunirme con jóvenes y bailar hasta el amanecer. Bueno, supongo que hay un momento para cada cosa.

Katherine Woolley y su marido me instaron a quedarme un día más para examinar mejor las excavaciones, a lo que acepté encantada. El criado que me había impuesto la señora C era absolutamente innecesario, así que Katherine le hizo volver a Bagdad y decir que no sabía cuándo regresaría. De esta forma volvería sin que se enterara mi primera y amable anfitriona, y me instalaría en el hotel Tigris Palace (éste es su nombre actual, pues ha tenido tantos que he olvidado el primero).

El plan no dio resultado, porque el pobre marido de la señora C iba todos los días a esperar el tren de Ur; gracias a Dios, me hice con él fácilmente. Le agradecí mucho lo amable que había sido su mujer y le dije que sería mucho mejor que me fuera al hotel y que ya había hecho la reserva. Así que me llevó allí. Me instalé, le di nuevamente las gracias y acepté una invitación para jugar al tenis al cabo de tres o cuatro días. De esta forma escapé al fin de la esclavitud de la vida social de la colonia inglesa. Ya no era una mem-sahib, me había convertido en una turista.

El hotel no estaba mal del todo. Primero se pasaba a una zona muy oscura, el gran salón-comedor, cuyas cortinas estaban echadas permanentemente. En el primer piso, alrededor de las habitaciones, había una especie de galería desde la que, por lo que observé, todo el que pasaba por allí podía mirar y ver lo que ocurría en las habitaciones.

Una parte del hotel daba al río Tigris que era un sueño maravilloso, con sus ghufas y otros barcos. A la hora de las comidas se bajaba al sirdab en completa oscuridad, con luces eléctricas muy débiles. Se tomaban varias comidas en una, plato tras plato, todos ellos muy similares entre sí: grandes trozos de carne frita con arroz, patatas pequeñas y duras, tortillas de tomate bastante correosas, pálidas e inmensas coliflores, y así sucesivamente, ad libitum[53].

Los Howes, aquella interesante pareja con la que me había encontrado al empezar el viaje, me habían presentado a una o dos personas, cosa que aprecié porque no era un mero compromiso social, sino que eran gente con la que, en su opinión, valía la pena reunirse; por lo visto, les habían enseñado ya algunas de las partes más interesantes de la ciudad. A pesar de la vida inglesa de Alwiyah, Bagdad era la primera ciudad oriental que había visto y era realmente oriental. Dejando la calle Rashid y vagando por las estrechas callejuelas adyacentes, podías visitar los distintos zocos: el zoco del cobre, donde los herreros se afanaban con los martillos, o el de las especias, donde había infinidad de ellas, todas amontonadas.

Uno de los amigos de los Howes, un anglo-indio llamado Maurice Vickers, que al parecer llevaba una vida bastante solitaria, se convirtió también en buen amigo mío. Me llevó a ver las cúpulas doradas de Kadhimain desde una habitación alta; me condujo por las distintas partes de los zocos —no las que se suelen ver—, a visitar alfarerías y a otros muchos lugares. Paseamos río abajo entre jardines de palmeras. Tal vez, más que lo que me enseñaba, me gustaba lo que me comentaba. Me enseñó a pensar en el tiempo, cosa sobre la que nunca había reflexionado, así, de una forma impersonal.

Para él, el tiempo y las relaciones, temporales tenían una importancia especial.

—Cuando uno piensa en el tiempo y en el infinito, las cosas personales dejan de afectarte como lo hacían. La pena, el sufrimiento, todas las cosas finitas de la vida, aparecen en una perspectiva completamente distinta.

Me preguntó si había leído la obra de Dunne Experimento con el tiempo. No la había leído. Me la prestó, y desde ese momento me percaté de que algo me había sucedido; no es que cambiaran mis sentimientos o mis puntos de vista, pero, de alguna forma, veía las cosas más proporcionadas; me veía a mí misma menos importante, como si sólo fuera una faceta de un todo, en un vasto mundo con cientos de interconexiones. De vez en cuando, deberíamos tomar conciencia de nosotros mismos, observando desde algún otro plano de la existencia nuestro propio existir. Era una forma tosca y superficial de plantearlo, pero a partir de entonces, sentí una gran sensación de bienestar y un conocimiento más auténtico de lo que es la serenidad, cosa que nunca había conseguido antes. Le estoy agradecida a Maurice Vickers por haberme presentado una perspectiva más amplia de la vida. Tenía una gran biblioteca de filosofía y otros temas y, en mi opinión, era un joven notable. Algunas veces me pregunto por qué no nos hemos reunido de nuevo, pero creo que prefiero que no haya sido así. Fuimos como barcos que pasan en la noche. Me dio un regalo que acepté; un regalo que no había tenido nunca, ya que era del intelecto, de la mente y no de los sentimientos.

No tenía mucho tiempo para estar en Bagdad, pues quería volver a casa en seguida para hacer los preparativos de Navidad. Me dijeron que tenía que ir a Basra y sobre todo a Mosul. Maurice Vickers me insistió mucho sobre este último lugar y me dijo que, si tenía tiempo, me llevaría él mismo. Una de las cosas más sorprendentes de Bagdad y del Iraq en general, es que siempre hay alguien dispuesto a acompañarte a todas partes. Salvo viajeros famosos, las mujeres rara vez van solas a ningún sitio. Tan pronto como manifiestas el deseo de viajar, alguien saca un amigo, un primo, un marido o un tío que tiene tiempo para acompañarte.

Me encontré en el hotel con el coronel Dwyer, del regimiento africano de los Rifles del Rey. Era un hombre mayor que había viajado mucho y había pocas cosas que no conociera del Oriente Medio. En la conversación surgió el tema de Kenya y Uganda y mencioné que tenía un hermano que había vivido allí muchos años. Me preguntó su nombre y le dije que era Miller. Me miró, con una expresión en la cara que me era conocida: algo así como cierta incredulidad.

—¿Significa eso que es usted la hermana de Miller? ¿Que su hermano era Billy Miller «el Pirado»?

No conocía el epíteto Billy «el Pirado».

—¿Tan loco como una cafetera? —añadió interrogativamente.

—Sí —le dije, afirmando con energía—. Siempre ha estado como una cafetera.

—¡Y usted es su hermana! ¡Dios bendito! Se las habrá hecho pasar difíciles de vez en cuando.

Le dije que era un juicio muy acertado.

—Una de las personalidades más notables que me he encontrado —me dijo—. Nadie podía presionarle, ya me entiende. Era imposible hacerle cambiar de opinión, terco como una mula, pero tampoco se le dejaba de respetar. Ha sido uno de los hombres más valientes que he conocido.

Lo pensé y dije que sí, que quizá fuera así.

—Aunque difícil de manejar en una guerra —me dijo—. Mandé ese regimiento más tarde, pero a él lo calé desde el principio. Me he encontrado a gente de este tipo a menudo, viajando solos por el mundo. Son excéntricos, testarudos, casi geniales, pero no lo bastante, así que por lo general fracasan. Son los mejores conversadores del mundo, pero sólo cuando les apetece. Otras veces ni te contestan, no hablan.

Todo lo que decía era absolutamente cierto.

—Usted es bastante más joven que él, ¿verdad?

—Sí, me lleva diez años.

—Se marchó al extranjero cuando usted era aún una niña, ¿no es verdad?

—Sí. En realidad nunca le he conocido muy bien, aunque vino a casa estando de permiso.

—¿Qué ha sido de él al final? Lo último que he sabido es que estaba enfermo en el hospital.

Le expliqué las circunstancias de la vida de mi hermano, cómo le habían enviado a morir a casa y cómo había vivido unos cuantos años a pesar de las predicciones de los médicos.

—Naturalmente —dijo—, Billy no moriría hasta que él quisiera. Recuerdo que le metieron en un tren hospital, con un brazo en cabestrillo, malherido. Se le metió en la cabeza que no quería ir al hospital. Cada vez que le ponían en un sitio, se iba a otro; les dio mucho trabajo. Consiguieron que se quedara, pero al tercer día se las arregló para escaparse sin que nadie le viera. Luchó su batalla particular. ¿Lo sabía?

Le dije que tenía una vaga idea.

—Se llevaba mal con su jefe, quien era del tipo convencional, un poco envarado, en absoluto del tipo de Miller, quien en aquel momento era el encargado de las mulas. Billy las manejaba a las mil maravillas. Por lo que sea, decidió de pronto que aquél era el lugar adecuado para dar la batalla a los alemanes y que sus mulas se detendrían allí; no podía haber hecho nada mejor. Su jefe le dijo que le llevaría a los tribunales por amotinarse, que tenía que obedecer órdenes. Billy se limitó a sentarse y dijo que no se movería y sus mulas tampoco. En lo de las mulas tenía razón: no se moverían a menos que Miller lo quisiera. De cualquier forma, decidieron formar una corte marcial cuando, en ese momento, llegó un importante destacamento alemán.

—¿Y se libró una batalla? —pregunté.

—Desde luego, y la ganaron. La batalla más decisiva de toda la campaña. Por supuesto que el viejo coronel Rush no sé cuántos estaba loco de ira. ¡Habían ganado una batalla gracias a un oficial subordinado al que iban a formar una corte marcial! Sólo que, tal como se habían puesto las cosas, no podían juzgarle y así quedó todo. Naturalmente, se hizo todo lo posible para salvar las apariencias, pero siempre se recordará esta batalla como la batalla de Miller. ¿Le agradaba a usted? —me preguntó de nuevo.

Era una pregunta difícil.

—A veces sí —le dije—. No creo que le haya conocido el tiempo suficiente como para sentir lo que se llama cariño de hermano. Algunas veces me desesperaba, otras me enloquecía y otras me fascinaba, me encantaba.

—Gustaba mucho a las mujeres —dijo el coronel Dwye—. Comían en su mano y, por lo general, querían casarse con él; ya me entiende, casarse y regenerarlo, conseguir que sentara la cabeza y tuviera un trabajo estable. He entendido que ya no vive.

—No, murió hace algunos años.

—Es una pena, ¿no es verdad?

—A veces me lo he preguntado —le dije.

¿Cuál es realmente la frontera entre el éxito y el fracaso? A juzgar por las apariencias, la vida de mi hermano Monty había sido un desastre, no había triunfado en nada de lo que había intentado, aunque tal vez sólo desde el punto de vista económico. ¿Y no es cierto que, a pesar del fracaso económico, disfrutó mucho durante la mayor parte de su vida?

—Supongo —me dijo una vez alegremente— que me llevado una vida muy mala. Por todo el mundo hay gente a la que debo dinero. He infringido las leyes de muchos países. He reunido ilegalmente una cantidad nada desdeñable de marfil, que tengo escondida en África. Saben que la tengo, ¡pero no serán capaces de encontrarla! A la pobre mamá y a Madge les he dado muchos disgustos. No creo que los curas aprueben mi conducta, pero te juro, pequeña, que me he divertido. Me lo he pasado fantásticamente. Nada me ha satisfecho si no era lo mejor.

La suerte de Monty se apoyaba en que, hasta llegar a la vieja señora Taylor, en todos los momentos de necesidad siempre había aparecido una mujer que le había ayudado. La señora Taylor y él habían vivido felizmente en Dartmoor. Ella enfermó gravemente de bronquitis; se recuperaba con lentitud y el doctor dijo que no le parecía bien que pasara otro invierno allí, que tenía que irse a algún sitio cálido, al sur de Francia tal vez.

Monty estaba encantado. Se trajo todos los folletos de viaje imaginables. Madge y yo reconocimos que pedirle a la señora Taylor que se quedara en Dartmoor era demasiado, aunque nos aseguró que no le importaba, que lo hacía muy a gusto.

—No dejaría ahora al capitán Miller por nada del mundo.

Así que, con nuestra mejor intención, rechazamos las locas ideas de Monty y en su lugar alquilamos unas habitaciones en una pequeña pensión del sur de Francia para la señora Taylor y para él. Vendí el chalet de granito y fui a despedirlo al «Tren Azul». Se les veía radiantes de felicidad, pero ¡ay!, la señora Taylor cogió en el viaje un resfriado que degeneró en neumonía y murió en el hospital días más tarde.

A Monty le ingresaron también en el hospital de Marsella, debido a la depresión que le produjo la muerte de su ama de llaves. Madge estaba convencida de que había que hacer algo, pero se volvía loca pensando en qué. La enfermera que le cuidaba, comprensiva y atenta, nos daría la solución.

Una semana después recibimos un cable del director del Banco que se había hecho cargo de los asuntos financieros, diciendo que al parecer se había encontrado una solución satisfactoria. Como Madge no podía ir a verle, fui yo. El director se reunió conmigo y me llevó a comer. Estuvo muy amable y comprensivo, aunque extrañamente evasivo, sin que yo supiera por qué. Al cabo de un rato surgió la razón de su desasosiego; estaba nervioso por lo que las hermanas de Monty dirían de la propuesta. Charlotte, la enfermera, quería llevarse a Monty a su apartamento y cuidar de él. El director del Banco temía un estallido de gazmoña disconformidad por nuestra parte, ¡qué poco nos conocía! Habríamos abrazado a Charlotte en señal de gratitud. Madge la conoció y se encariñó con ella. Sabía manejar muy bien a Monty y él también le tenía cariño; le administraba el dinero, al tiempo que escuchaba diplomáticamente los grandiosos planes de Monty para vivir en un gran yate y cosas por el estilo.

Se murió un día, de pronto, de una hemorragia cerebral, en un café que había enfrente, y Charlotte y Madge lloraron juntas en el funeral. Le enterraron en el cementerio militar de Marsella.

Creo que Monty disfrutó hasta el último momento.

Después de esto, el coronel Dwyer y yo nos hicimos más amigos. Algunas veces iba a cenar con él, otras cenaba conmigo en el hotel y nuestra conversación volvía siempre a Kenya, Kilimanjaro, Uganda, el Lago y a las historias acerca de mi hermano.

Con su carácter enérgico de militar, el coronel planeó mi siguiente viaje al extranjero.

—Tengo en mente tres estupendo safaris —me dijo—. Los organizaré cuando pueda irme fuera y la fecha le convenga a usted. Había pensado que nos encontráramos en algún lugar de Egipto. Entonces organizaría una marcha con camellos que recorriera el norte de África. Nos llevaría dos meses, pero sería un viaje fantástico, algo que nunca olvidaría. La llevaría a sitios que ninguno de estos ridículos y falsos guías conocen. Me sé este país palmo a palmo. Luego quedaría el interior.

Y seguía trazando planes para viajes sucesivos, la mayoría de las veces en una carreta de bueyes. De vez en cuando, dudaba de si estaría lo suficientemente preparada como para llevar a cabo estos programas. Quizás ambos sabíamos que nos movíamos en el terreno de las ilusiones. Creo que el coronel Dwyer era un hombre solitario. Empezó como soldado raso e hizo una buena carrera militar; poco a poco se fue apartando de su mujer, que se negaba a abandonar Inglaterra; todo lo que a ella le interesaba —me decía— era vivir en una casita y en una calle bien cuidadas. Sus hijos tampoco le hacían ningún caso. Pensaban que sus ideas de viajar por lugares salvajes eran tontas e irreales.

—Al final le enviaba el dinero que quería para ella y para la educación de los chicos, pero mi vida no estaba allí sino en sitios como Egipto, el norte de África, Iraq, Arabia Saudita y todo eso. Eso es para mí la vida.

Creo que aunque solo, estaba satisfecho. Tenía un sentido del humor muy peculiar; me contó historias terriblemente divertidas sobre distintas intrigas que se habían descubierto. Al mismo tiempo era un hombre muy convencional en muchos aspectos; era honrado, religioso, fiel a las ordenanzas, con ideas muy rígidas sobre lo que estaba bien y lo que estaba mal. Era como un viejo presbiteriano escocés estricto. Era el mes de noviembre y el tiempo empezaba a cambiar. Ya no habría más días luminosos de sol abrasador; incluso, de vez en cuando, llovía. Había hecho las reservas de mi viaje de regreso y dejaba Bagdad con pena, aunque no demasiada, porque ya estaba haciendo planes para volver otra vez. Los Woolley me lanzaron la indirecta de que quizá me visitarían el año próximo y así haría parte del viaje de regreso con ellos; hubo también otras personas que me invitaron y me animaron.

Llegó el día en que subí una vez más al autobús de seis ruedas, aunque esta vez había tenido la precaución de reservar un asiento en la parte delantera, de forma que no me mareara de nuevo. Nos pusimos en marcha y me dio tiempo de conocer alguna de las bromas del desierto. Empezó a llover, como es costumbre en este país, desde las ocho y media de la mañana y al cabo de unas horas todo se convirtió en un cenagal. Cada vez que se daba un paso, el pie se llevaba pegado un enorme pastel de barro que pesaría unas veinte libras. En cuanto al autobús no hacía más que patinar, se desvió bruscamente y al final se quedó bloqueado. Los conductores saltaron, las palas entraron en acción, se bajaron unas tablas que se fijaron bajo las ruedas y se empezó a cavar para sacarlo del bache. Tras unos cuarenta minutos o una hora de trabajo, se hizo el primer intento. El autobús dio unas sacudidas, se levantó y cayó de nuevo. Al final tuvimos que volver, pues la lluvia había arreciado y nuevamente llegamos a Bagdad. Nuestro segundo intento, al día siguiente, fue mejor. Tuvimos que cavar alrededor del autobús una o dos veces pero al final pasamos Ramadi y, en cuanto llegamos al fuerte de Rutbah, encontramos de nuevo el desierto despejado y no hubo más problemas con el terreno.