I

Los trenes han sido, desde siempre, uno de mis objetos favoritos. Es lamentable que hoy en día ya no existan esas máquinas que parecían amigos personales.

Entré en mi compartimento del wagon lit en Calais, concluido ya el viaje a Dover y la fastidiosa travesía por mar; y me instalé confortablemente en el tren de mis sueños. Fue entonces cuando tomé contacto con uno de los primeros peligros del viaje. Viajaba conmigo una mujer de mediana edad, bien vestida, experta viajera, que llevaba un buen lote de maletas y sombrereras —sí, en aquel entonces todavía viajábamos con sombrereras— que empezó a charlar conmigo. Era muy natural, puesto que íbamos en el mismo compartimento, el cual, como todos los de segunda clase, tenía dos literas. En cierto modo era más agradable viajar en segunda que en primera, pues el compartimento era mucho más grande y dejaba espacio para moverse.

—¿Adónde va? —me preguntó mi compañera—. ¿A Italia?

—No —contesté—, más lejos.

—Entonces, ¿adónde va?

Le dije que a Bagdad y en seguida se animó, Por lo visto vivía allí. Qué coincidencia. Si, como suponía, iba a casa de algunos amigos, estaba segura de que los conocía. Le dije que no iba a estar con ningún amigo.

—Pero, entonces, ¿dónde se hospedará? En Bagdad es imposible quedarse en ningún hotel.

Le pregunté por qué no. Después de todo, ¿para qué están los hoteles? Al menos eso es lo que creía, aunque no lo dijera en voz alta.

—¡Oh! Los hoteles son absolutamente imposibles. No puede usted hacer eso. Le diré lo que tiene que hacer: ¡véngase con nosotros!

Me alarmé un poco.

—Sí, sí, no aceptaré una negativa. ¿Cuánto tiempo piensa quedarse allí?

—¡Oh!, seguramente muy poco —le dije.

—Bueno, de todos modos, para empezar véngase con nosotros y después ya la enviaremos con alguna otra persona.

Era muy amable, muy hospitalario, pero me sublevó. Empezaba a entender lo que el comandante Howe había querido decir cuando me aconsejó que no me dejara atrapar en la vida social de la colonia inglesa. Me vi atada de pies y manos. Intenté tímidamente contarle que tenía pensado ver y hacer, pero la señora C —me había dicho ya su nombre, que su marido estaba en Bagdad, y que eran unos de los residentes más antiguos de allí— con gran rapidez, apartó a un lado todas mis ideas.

—Lo encontrará muy diferente cuando llegue, se puede vivir muy bien; hay mucho tenis, mucha actividad. Creo que lo pasará muy bien. La gente siempre dice que Bagdad es terrible, pero no estoy en absoluto de acuerdo con eso. Además, tenemos unos jardines maravillosos, ya sabe.

Asentí amablemente a todo. Me dijo:

—¿Supongo que va usted a Trieste y que allí cogerá el barco a Beirut?

Le dije que no, que haría todo el viaje en el Orient Express. Al oír esto movió la cabeza en señal de desagrado.

—No creo que sea prudente; en fin, no creo que le guste. Bueno, supongo que ya no tiene remedio. De todas formas nos encontraremos, espero. Le daré mi tarjeta, telegrafíenos al salir de Beirut, y tan pronto como llegué a Bagdad mi marido se acercará a recogerla y la llevará directamente a casa.

¿Qué podía decir, excepto darle las gracias y añadir que mis planes no eran muy concretos? La señora C no haría todo el viaje conmigo —gracias a Dios, pensé, pues nunca habría parado de hablar—. Se bajaría en Trieste y cogería el barco para Beirut. No le mencioné mis planes de quedarme en Damasco y Estambul, pues probablemente habría deducido que había cambiado de opinión respecto a mi viaje a Bagdad. Al día siguiente, en Trieste, nos despedimos muy cordialmente y me dispuse a pasarlo bien.

El viaje fue como había esperado. Después de Trieste atravesamos Yugoslavia y los Balcanes, con todo el encanto de ver un mundo completamente distinto: atravesando gargantas, contemplando las carretas de bueyes y los carros típicos, estudiando a la gente que estaba en los andenes de las estaciones, bajando algunas veces en sitios como Nish y Belgrado, para ver cómo cambiaban las grandes máquinas por nuevos monstruos, con signos y letras completamente distintos. Naturalmente conocí a varias personas en route[49], pero me agrada decir que ninguna de ellas intentó cuidarme tanto como lo había hecho la señora C. Pasé el día estupendamente con una misionera americana, un ingeniero holandés y una pareja de damas turcas. Con estas últimas conversé muy poco, ya que apenas podíamos entendernos en francés. Me encontraba en una posición claramente humillante, por tener únicamente un hijo y además niña. La sonriente señora turca había tenido, por lo que pude entender, trece hijos, cinco de los cuales habían muerto, y por lo menos tres o cuatro abortos. El total le parecía excelente, aunque no abandonaba la esperanza de aumentar su magnífico récord de fertilidad. Me atosigó con todo tipo de remedios para que tuviera más familia, por ejemplo tisanas de hojas, infusiones de hierbas, ajos —según supuse— y, finalmente, la dirección de un médico de París que era, «absolutamente maravilloso».

Hasta que no viajamos solos no nos damos cuenta de cuánta amistad y protección nos depara el mundo exterior, aunque no siempre a satisfacción de uno. La dama misionera me recomendó, diversos remedios pata el intestino; tenía gran provisión de hierbas laxantes. El ingeniero holandés se preocupó seriamente por mi alojamiento en Estambul, advirtiéndome de los peligros de dicha ciudad.

—Tenga mucho cuidado —me dijo—. Es usted una señora bien educada, que ha vivido en Inglaterra, supongo que siempre bajo la protección de su marido o de sus parientes. No se crea lo que la gente le diga. No vaya a lugares de diversión, a menos que sepa dónde la llevan.

Me trataba como a una quinceañera inocente. Le di las gracias y le aseguré que sabía cuidar de mí misma.

Para salvarme de los peores peligros, la noche de mi llegada me invitó a cenar.

—El Tokatlian —me dijo— es un hotel muy bueno. Aquí está totalmente a salvo. La recogeré sobre las nueve y la llevaré a un restaurante muy agradable, muy decoroso. Lo llevan unas damas rusas, son rusas blancas, todas de noble cuna, que cocinan muy bien y el ambiente del restaurante es de lo más correcto.

Le dije que sería muy agradable y él me demostró ser tan bueno como sus palabras.

Al día siguiente, cuando terminó con sus asuntos, me fue a buscar, me mostró algunas de las vistas de Estambul y me consiguió un guía.

—No tome el guía de Cook, es muy caro. Le aseguro que éste es muy honrado.

Después de otra noche agradable, con las damas rusas pululando alrededor, y sonriendo aristocráticamente, mi amigo ingeniero con aire protector, me llevó a ver más sitios turísticos de Estambul y al final me envió una vez más al hotel Tokatlian.

—Me pregunto —dijo cuando nos detuvimos en el umbral, mirándome inquisitivamente—, me pregunto si… —y la interrogación se acentuaba a medida que trataba de imaginar cuál sería mi reacción; después suspiró—. No. Creo que será más sensato que no pregunte.

—En efecto, es usted muy sensato —le dije— y muy amable. Suspiró nuevamente.

—Ojalá hubiera sido de otra forma, pero ya veo que así es mejor. Me apretó la mano afectuosamente, se la llevó a los labios y desapareció de mi vida para siempre. Era un hombre agradable, la amabilidad en persona, y le debo haber conocido Constantinopla bajo buenos auspicios.

Al día siguiente recibí la visita, absolutamente convencional, de los representantes de Cook, quienes me condujeron cruzando el Bósforo hasta Haidar Pasha, donde reanudé mi viaje en el Orient Express. Me alegré de tener a un guía conmigo, pues es imposible imaginar un lugar más parecido a un manicomio que la estación de Haidar Pasha. Todo el mundo gritaba, vociferaba, daba golpes, exigiendo la atención del oficial de aduanas.

Entonces tuve ocasión de conocer la técnica empleada por los intérpretes de Cook.

—Deme un billete de una libra ahora —me dijo.

Se lo di e inmediatamente se abalanzó sobre el mostrador de aduanas agitando el billete.

—¡Aquí, aquí! —decía—. ¡Aquí, aquí!

Sus gritos demostraron ser efectivos. Uno de los aduaneros, lleno de galones dorados, se precipitó en nuestra dirección, puso un par de señales de tiza en mi equipaje y me dijo:

—Le deseo un buen viaje.

Luego se marchó a hostigar de nuevo a los que no habían adoptado el sistema Cook.

—Ahora, la instalaré en el tren —me dijo el guía—. ¿Y ahora, cuánto?

Tenía mis dudas, pero como estaba mirando el dinero turco que tenía (en realidad un poco de cambio que me habían dado en el wagon lit), me dijo con cierta firmeza:

—Es mejor que guarde ese dinero, le será útil. Deme otro billete de una libra.

Con ciertos reparos, pero pensando que hay que aprender a base de experiencias, le di otro billete y se marchó entre saludos y bendiciones.

Al pasar de Europa a Asia se aprecia una diferencia sutil es como si el tiempo perdiera su sentido. El tren seguía su camino con calma, bordeando la costa del mar de Mármara y trepando por las montañas; el camino era increíblemente maravilloso. Además, la gente del tren era ahora muy distinta, aunque es difícil describir dónde estribaba la diferencia. Me sentía aislada, pero mucho más interesada en lo que estaba haciendo y adónde me dirigía. Cuando nos deteníamos en las estaciones disfrutaba mirando los múltiples trajes multicolores, los campesinos que atestaban los andenes y las extrañas comidas que subían al tren: carne en brochetas, comida envuelta en hojas, huevos pintados de diversos colores y todo tipo de cosas. A medida que avanzábamos hacia el este, las comidas eran cada vez más incomibles, grasientas y sin sabor.

En la tarde del segundo día hicimos un alto y la gente bajó del tren para ver las puertas de Cilicia. Fue un momento de increíble belleza que nunca olvidaré. Recorrí este camino en muchas ocasiones, yendo y viniendo del Próximo Oriente, y como los horarios de los trenes cambiaban, me detuve en este lugar a distintas horas del día y de la noche: unas veces a primeras horas de la mañana, que son sin duda maravillosas; otras, como esta primera, a las seis de la tarde; y otras, por desgracia, a medianoche. La primera vez tuve suerte; me apeé con los demás y permanecí allí de pie. El sol se ponía lentamente y la belleza era indescriptible. Me encontré tan a gusto que volví llena de agradecimiento y alegría. Regresé al tren, sonaron los silbatos y comenzamos a bajar, bordeando una garganta que luego atravesaríamos, y saliendo finalmente sobre el río. Así, bajamos por Turquía hacia Siria, hasta llegar a Aleppo.

Antes de que llegáramos a Aleppo tuve un ramalazo de mala suerte.

Los mosquitos —pensé— me picaron con saña en la parte superior de los brazos y de la espalda, en el cuello, los tobillos y las rodillas. Debido a mi falta de experiencia en viajes al extranjero, no advertí que lo que me había picado no eran mosquitos, sino chinches, y que en adelante toda mi vida sería especialmente sensible a tales picaduras. Las chinches procedían de los anticuados vagones de madera y se cebaban en los apetitosos viajeros. La temperatura me subió a treinta y ocho grados y se me hincharon los brazos. Por fin, con la ayuda de un amable viajante de comercio francés, rasgué las mangas de la blusa y las de la chaqueta; tenía los brazos tan hinchados que no había otro remedio. Tenía fiebre, me dolía la cabeza y me sentía muy mal. Pensaba para mí: «Qué error he cometido haciendo este viaje». Pero mi amigo francés resultó muy útil; bajó y me compró unas uvas pequeñas y dulces como son las de esta parte del mundo.

—No tendrá ganas de comer —me dijo—. Veo que tiene fiebre. Será mejor que se tome estas uvas.

A pesar de que mi madre y mi abuela me habían enseñado a no comer nada en el extranjero sin antes lavarlo, hice caso omiso de este consejo. Me las tomé cada cuarto de hora y consiguieron que la fiebre me bajara mucho; desde luego no me apetecía comer ninguna otra cosa. Mi amable francés se despidió en Aleppo. Al día siguiente me había bajado bastante la inflamación y me sentía mejor.

Cuando llegué por fin a Damasco, tras un largo y cansado día en un tren que, en mi opinión, iba a paso de tortuga y que se detenía continuamente en sitios que apenas si se distinguían de lo que los rodeaba, pero a los que llamaban estaciones, salí en medio del clamor de unos mozos de estación que se peleaban por quitarme de las manos el equipaje; era la ley del más fuerte. Al fin vi, fuera de la estación, un autobús de agradable apariencia con el rótulo del Orient Palace Hotel. Un hombre grande, con librea, nos rescató a mi equipaje y a mí y a unos cuantos desconcertados viajeros más, nos metió en el coche y nos llevaron al hotel, donde tenía una habitación reservada. Era magnífico, con un vestíbulo de reluciente mármol, pero tan pobre en luz eléctrica que apenas si se veía lo que había alrededor. Después de subir una escalera de mármol y de que me mostraran un apartamento enorme, pulsé un timbre y apareció una camarera de aspecto bastante agradable, a la que le planteé en francés la cuestión del baño.

—Un hombre lo arreglará —dijo. Después aclaró—: Un homme, un type, il va arranger[50].

Movió la cabeza, como reafirmándolo, y desapareció.

Tenía mis dudas sobre qué quería decir «un type», pero por lo visto era el encargado del baño, el más humilde de los humildes, vestido de algodón a rayas, quien finalmente me introdujo, envuelta en mi bata, en una especie de apartamento en el sótano. Allí hizo girar algunas llaves y ruedas y empezó a caer agua hirviendo sobre el suelo de piedra; había tanto vapor que no se veía nada. El hombre inclinó la cabeza, sonrió, hizo un gesto y se marchó; pero antes había cerrado todo, el agua se había ido por los canales del suelo y me dejó sin saber qué tenía que hacer a continuación. No me atrevía a dar otra vez a las ruedecitas y mandos que había por las paredes, pues quizás originaría un fenómeno distinto del deseado como, por ejemplo, una ducha de agua hirviendo sobre mi cabeza. Al final me quité las zapatillas y otras prendas y me deslicé sin hacer ruido, lavándome con el vapor, en lugar de arriesgarme a los peligros del agua real. De pronto me invadió la nostalgia. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que me encontrara en un apartamento familiar, alegremente empapelado, con una sólida bañera de porcelana blanca y dos grifos que indicaran agua caliente y fría y que se abrieran a gusto de uno?

Por lo que recuerdo, pasé tres días en Damasco, durante los cuales realicé las visitas turísticas de rigor, guiada por el inestimable hombre de Cook. En una ocasión efectué una expedición a un castillo de la época de las Cruzadas, en compañía de un ingeniero americano (al parecer el Próximo Oriente es terreno abonado para los ingenieros) y de un anciano sacerdote. Nos reunimos por primera vez cuando nos sentamos en el coche a las ocho y media. El anciano sacerdote había decidido que el ingeniero americano y yo éramos marido y mujer y se dirigía a nosotros en tal forma.

—Espero que no le importe —me dijo el americano.

—En absoluto —repliqué—. Siento mucho que piense que es usted mi marido.

La frase resultaba tan ambigua que nos echamos a reír.

El viejo clérigo nos dedicó una disertación sobre los méritos de la vida conyugal, la necesidad de dar y recibir, y nos deseó felicidad.

Cuando el ingeniero le susurró al oído que no estábamos casados, se afligió tanto que decidimos no dar más explicaciones y dejar las cosas como estaban.

—Pero tienen ustedes que casarse —insistía sacudiendo la cabeza—. No está bien vivir en pecado, ya saben, no está bien.

Fui a ver la maravillosa Baalbek, visité los bazares y la calle que llaman Recta y compré muchos platos de metal típicos, tan atractivos. Cada plato estaba hecho a mano y los diseños eran característicos de la familia que lo hacía; a veces, por ejemplo, el dibujo era un pez; con hilos de plata formando distintos dibujos encima. Resulta fascinante pensar que familias enteras transmitían su diseño de padres a hijos y a nietos, sin que nadie se lo copiara nunca y sin que se diera una producción en masa. Supongo que ahora no quedará ni rastro de los artesanos y de sus familias: en su lugar habrá fábricas. Ya entonces las cajas y mesas de marquetería eran muy estereotipadas y aunque las fabricaban a mano lo hacían de forma convencional.

Compré también una cómoda enorme, taraceada con nácar y plata; parece un mueble de cuento de hadas. El intérprete que me acompañaba lo despreció absolutamente.

—No es un buen trabajo —dijo—. Bastante viejo: cincuenta, sesenta años, quizá más. Pasado de moda, ya sabe usted. Muy pasado de moda. No es nuevo.

—Ya veo que no lo es, la mayoría son viejos, Posiblemente es que ya no los hacen.

—No. Ahora no los hace nadie. Venga y mire esta caja. ¿Ve usted? Muy buena. Y ésta de aquí. Aquí hay una cómoda. ¿Ve usted? Está hecha con muchas maderas. Observe cuántas maderas distintas tiene, ochenta y cinco maderas distintas.

En mi opinión el resultado era horrible. Prefería mi cómoda de nácar, marfil y plata.

Lo único que me preocupaba era cómo la enviaría a Inglaterra, pero por lo visto no entrañaba ninguna dificultad. El empleado de Cook me envió a otra persona, ésta al hotel, de allí a una empresa de transporte y por fin, después de muchos cálculos y preparativos, el resultado fue que nueve o diez meses más tarde aparecía en Devon una cómoda, ya casi olvidada, de nácar y plata.

La historia no acaba ahí. Aunque era un mueble precioso y con gran capacidad, a media noche producía un ruido extraño, como si unos dientes largos mordisquearan algo. Alguien se estaba comiendo mi maravillosa cómoda. Saqué los cajones y los examiné. No vi ninguna marca de dientes o agujeros; sin embargo, noche tras noche, después de la hora mágica de la medianoche, oía el fatídico y monótono «cramp, cramp, cramp».

Por último, cogí uno de los cajones y lo llevé a una casa de Londres que estaba especializada en plagas de madera tropical. Estuvieron de acuerdo inmediatamente en que había algo siniestro en la entraña de la madera. Lo único que se podía hacer era desmontar todas las piezas y volverlas a montar después. Debo decir que esto me saldría muy caro; me costaría, probablemente, el triple de lo que valía la cómoda y el doble de lo que costó enviarla a Inglaterra, pero no aguantaba más aquel duende roedor.

Unas tres semanas más tarde me llamaron por teléfono y una voz muy excitada me dijo:

—Señora, ¿podría pasarse usted por la tienda? Me encantaría que viera lo que hemos encontrado.

Como en aquel momento estaba en Londres, me acerqué en seguida y me mostraron orgullosamente un ser repugnante, entre gusano y babosa. Era grande, blanco, obsceno y evidentemente había disfrutado tanto con su dieta de madera que había engordado hasta un punto increíble. Al cabo de unas cuantas semanas me enviaron el mueble y a partir de entonces reinó el silencio por las noches.

Tras un reconocimiento intensivo de los alrededores que me afirmó en mi decisión de regresar a Damasco y de efectuar más exploraciones por allí, llegó el día de emprender viaje, a través del desierto, hasta Bagdad. En aquella época, el servicio lo realizaba una flota de coches o autobuses de seis ruedas, pertenecientes a la Nairn Line, que dirigían dos hermanos, Gerry y Norman. Eran unos australianos de lo más simpáticos; los conocí la noche anterior a mi excursión; prepararon, de forma algo chapucera, cajas de cartón para la comida y me invitaron a ayudarles.

El autobús arrancó de madrugada. Los conductores eran dos hombres jóvenes y fuertes que, cuando salí tras mi equipaje, estaban metiendo un par de rifles en el coche, echando luego encima un montón de alfombras.

—No podemos decir que los llevamos, aunque no me importaría cruzar el desierto sin ellos —dijo uno.

—He oído que viene con nosotros en este viaje la duque de Alwiyah —dijo el otro.

—¡Dios Todopoderoso! —exclamó el primero—. Me figuro que tendremos problemas. ¿Qué crees tú que querrá esta vez?

—Ponerlo todo patas arriba —le contestó el otro.

En ese momento, llegaba al pie de la escalera del hotel un grupo de gente. Con gran sorpresa y me temo que no con mucho gusto, advertí que la persona que encabezaba el grupo no era otra que la señora C, de la que me había separado en Trieste. Suponía que para entonces ya habría llegado a Bagdad, puesto que yo me había retrasado visitando varios lugares.

—Pensé que estaría en este viaje —me dijo, saludándome encantada—. Todo está arreglado y la llevaré conmigo a Alwiyah. Le habría resultado absolutamente imposible permanecer en ningún hotel de Bagdad.

¿Qué podía decir? Me había cazado. No había llegado a Bagdad ni había visto sus hoteles. Por lo visto eran un hervidero de pulgas, chinches, piojos, serpientes y cucarachas rubias, a las que detesto especialmente. No tuve más remedio que murmurar un gracias. Una vez acomodados me di cuenta de que «la duquesa de Alwiyah» no era otra que mi amiga, la señora C. Rechazó de inmediato el asiento que le habían asignado, porque estaba demasiado cerca de la parte trasera del autobús y se mareaba siempre. Quería el primer asiento detrás del conductor, pero éste lo había reservado una dama árabe semanas antes. La duquesa de Alwiyah se limitó a hacer un gesto con la mano. Al parecer nadie contaba para nada, salvo ella. Daba la impresión de que era la primera europea que ponía los pies en Bagdad y que todo el mundo debía rendirse a sus caprichos. La dama árabe llegó y defendió su asiento, su marido la apoyó y se produjo una espléndida polémica a la que se sumó la protesta de una dama francesa e incluso la breve intervención de un general alemán. Ignoro qué argumentos se esgrimieron pero, como suele pasar en estos casos, al final pagaron las consecuencias cuatro personas humildes a quienes les privaron de sus magníficos asientos y los arrojaron al fondo del coche. El general alemán, la dama francesa, la dama árabe (toda cubierta de velos) y la señora C se quedaron con los honores de la batalla. Yo, como nunca he sido buena luchadora, no tenía ninguna posibilidad, aunque en realidad el número de mi asiento me habría dado derecho a uno de esos lugares tan deseables.

A su debido tiempo, partimos con gran estruendo. Al principio me parecía fascinante atravesar aquel desierto arenoso y amarillento, con las rocas y las dunas ondulantes, pero al final la monotonía del paisaje poco menos que me hipnotizó, así que empecé a leer un libro. Jamás en mi vida me había mareado en un coche, pero al tener seis ruedas producía, sobre todo en la parte de atrás, el mismo efecto de balanceo que un barco. Eso y la lectura hicieron que antes de que supiera qué me pasaba, me sintiera terriblemente mareada. Estaba muy avergonzada pero la señora C, muy amablemente, me dijo que a veces le pasaban a uno cosas inesperadas y que la próxima vez ya cuidaría de que me tocara uno de los primeros asientos.

Nuestro viaje de cuarenta y ocho horas por el desierto resultó fascinante y bastante siniestro. Más que de estar rodeado por un vacío, le daba a uno la sensación de estar encerrado. Una de las primeras cosas de las que me di cuenta fue de que al mediodía era imposible decir si íbamos al norte, al sur, al este o al oeste y también de que a esta hora del día era cuando los enormes autobuses de seis ruedas perdían a veces el camino. Me ocurrió en uno de mis últimos viajes por el desierto. Uno de los conductores —el de más experiencia— se dio cuenta, al cabo de dos o tres horas, de que iba en dirección a Damasco, dando la espalda a Bagdad. Sucedió justo donde las sendas se dividían, por lo que había muchos trazos distintos sobre el suelo. En aquel momento apareció a lo lejos un coche y se oyeron disparos de rifle. El conductor hizo un giro más amplio de lo normal y pensó que había recuperado el camino, cuando en realidad iba en dirección contraria.

Entre Bagdad y Damasco no hay nada más que una gran extensión desértica, ninguna señalización y solamente un lugar donde detenerse: el gran fuerte de Rutbah. Creo que llegamos allí a medianoche; de pronto, una luz titilante surgió en la oscuridad: habíamos llegado. Las enormes puertas del fuerte estaban abiertas, detrás, la guardia del Cuerpo de Camelleros, estaba alerta, apuntando con sus rifles, dispuestos a recibir a bandidos disfrazados de inocentes viajeros. Sus rostros fieros y curtidos resultaban bastante alarmantes. Nos examinaron detenidamente y nos dejaron entrar, cerrando las puertas detrás de nosotros. Había unas cuantas habitaciones con camas de campaña donde descansamos unas tres horas, cinco o seis mujeres en el mismo cuarto. Después continuamos de nuevo.

Al amanecer, alrededor de las cinco o las seis de la mañana, desayunamos en el desierto. En ningún lugar del mundo resulta tan bueno tomar embutidos de lata cocinados en un infiernillo de campo como en el desierto, por la mañana temprano. Con esto y con té negro muy fuerte, se sacia el hambre y la energía perdida vuelve a revivir. Los maravillosos colores que se extendían por el horizonte —rosas pálidos, tonos melocotón, azules— y el aire con su tonalidad intensa, formaban un conjunto magnífico. Estaba hechizada; esto era por lo que tanto había suspirado, lo que me hacía evadirme de todo, el aire puro y tonificante de la mañana, el silencio, incluso la ausencia de pájaros, la arena que corre por tus dedos, el sol naciente y el sabor de los embutidos y del té. ¿Se puede pedir algo más a la vida?

Reanudamos el viaje y llegamos por fin a Felujah, junto al Éufrates, cruzamos el puente delante de la estación aérea de Habbaniyah y de nuevo en marcha hasta que empezamos a ver grupos de palmeras y una carretera elevada. A lo lejos y a la izquierda vimos las cúpulas doradas de Kadhimain, después otro puente sobre el río Tigris y por fin entramos en Bagdad por una calle llena de edificios desvencijados, con una mezquita maravillosa cuyas cúpulas orientales me dieron la impresión de erigirse en medio de todo.

No tuve siquiera la oportunidad de ver un hotel. La señora C y su marido, Eric, me metieron en un confortable coche que me condujo por la calle principal única que es Bagdad, pasamos por la estatua del general Maude y salimos de la ciudad, rodeados a ambos lados de la carretera por grandes grupos de palmeras y rebaños de maravillosos búfalos negros que bebían en charcos de agua, Nunca había visto nada igual.

Llegamos luego a unas casas con los jardines llenos de flores —aunque no tantas como habría luego más adelante—. Y allí estaba, en lo que a veces creí que era la tierra del Mem-Sahib.