Mi plan de vida para el futuro estaba ya más o menos establecido, pero aún me quedaba por tomar una última decisión.
Archie y yo nos habíamos citado. Cuando llegó, tenía un aspecto enfermizo y fatigado. Hablamos primero de vaguedades y de los amigos comunes. Luego le pregunté cómo se sentía, si estaba completamente seguro de que no quería regresar con Rosalind y conmigo. Le repetí de nuevo lo mucho que la niña le quería y lo muy intrigada que se había mostrado ante su ausencia.
Rosalind me había dicho en una ocasión, con la devastadora sinceridad de la infancia:
—Sé que papá me quiere y que le gustaría estar conmigo. Es a ti a quien por lo visto no quiere.
—Eso te demuestra —le dije a Archie—, que te necesita. ¿No puedes arreglarlo para estar con ella?
—No, no —me dijo—. Me temo que no es posible. Hay una sola cosa que realmente quiero. Deseo ser feliz y no podré serlo hasta que me case con Nancy. Ha estado dando una vuelta al mundo durante los últimos diez meses porque su familia pensaba que así se olvidaría de mí, pero no ha sido así. Y eso es lo único que quiero o puedo hacer.
Al final quedamos de acuerdo. Escribí a mis abogados y fui a verlos. El asunto se puso en marcha. Ya no faltaba nada, salvo decidir qué haría yo. Rosalind estaba en el colegio y tenía a Carlo y Punkie para que la visitaran. Quedaba bastante hasta las vacaciones de Navidad y decidí irme en busca del sol. Me iría a las Indias Occidentales y a Jamaica. Me fui a la Agencia Cook y reservé los billetes. Todo estaba dispuesto.
Aquí entró de nuevo en juego el destino. Dos días antes de mi partida, salí a cenar con unos amigos en Londres. No les conocía demasiado bien, pero eran encantadores. Había entre ellos un joven matrimonio, el comandante Howe y su esposa. Me senté al lado del comandante durante la cena y me empezó a contar cosas de Bagdad. Acababan de llegar de allí, pues estaba destinado en el golfo Pérsico. Después de cenar, su mujer vino a mi lado y nos pusimos a charlar. Me dijo que todo el mundo hablaba de Bagdad como una ciudad horrible, pero que sin embargo a ellos les había seducido plenamente. Me comentaron muchas cosas y poco a poco me fui entusiasmando con la idea de visitarla.
—Supongo que el viaje será por barco, ¿no?
—Se puede ir también en tren, en el Orient Express.
—¿El Orient Express?
Toda mi vida había soñado con viajar en ese tren. Cuando había ido a Francia, a España o a Italia, con frecuencia había visto al Orient Express parado en Calais y siempre había anhelado meterme en él. Simplon-Orient Express —Milán, Belgrado, Estambul…
Aquello me convenció definitivamente. El comandante Howe me escribió en un papel los lugares que debía visitar.
—No se despiste usted con todos esos Alwiyah y Men-sahibs. Vaya a Mosul y a Basora y desde luego no se pierda Ur.
—¿Ur? —le dije. Acababa de leer en The Illustrated London News los maravillosos descubrimientos de Leonard Woolley en Ur. Me había sentido siempre muy atraída por la arqueología, aunque era completamente profana en el tema.
Al día siguiente corrí a la oficina de la Cook, cancelé mis pasajes a las Indias Occidentales y los cambié por billetes y reservas en el Simplon-Orient Express hasta Estambul, de Estambul a Damasco y de Damasco a Bagdad, a través del desierto. Estaba terriblemente excitada. Necesitaría cuatro o cinco días para obtener los visados y todo lo demás y después, ¡en marcha!
—¿Pero se va sola? —me dijo Carlo, llena de dudas—. ¿Completamente sola a Oriente Medio? No conoce usted nada de todo aquello.
—Oh, todo irá a las mil maravillas —le contesté—. Al fin y al cabo, alguna vez hay que hacer algo sola, ¿no?
Nunca lo había hecho antes y tampoco ahora estaba plenamente convencida, pero me dije a mí misma: «O ahora o nunca. O me quedo amarrada a todo lo que es seguro y que conozco bien, o me meto en nuevas iniciativas y hago cosas por mí misma».
Y así fue como cinco días más tarde salí hacia Bagdad.
Lo que más me fascinaba era el nombre. No tenía una imagen clara de lo que era Bagdad. Por supuesto, no esperaba encontrarme con la ciudad del califa Harum-al-Raschid; era simplemente un lugar al que nunca había pensado ir y que tenía para mí todo el atractivo de lo desconocido.
Había dado la vuelta al mundo con Archie, había estado en Canarias con Carlo y Rosalind y ahora me iba de viaje completamente sola. Descubriría al fin qué tipo de persona era, y si me había convertido en alguien por completo dependiente de los demás, como temía. Me daría el gustazo de visitar lo que quisiera, cualquier lugar que deseara ver. Podría cambiar mi decisión en cuestión de segundos, como había hecho al escoger Bagdad en vez de las Indias Occidentales, sin pensar en nadie más que en mí misma. Veríamos si me gustaba esta situación. Sabía perfectamente que tenía un carácter en cierto modo perruno: los perros no salen a pasear si no hay alguien que los lleve. Quizá sería siempre así, pero esperaba que no.