En el mes de febrero del siguiente año, Carlo, Rosalind y yo nos fuimos a las islas Canarias. Me costaba mucho trabajo sobreponerme, pero sabía que la única forma de empezar de nuevo estaba en romper radicalmente con todo lo que me había hecho naufragar. No encontraba paz en Inglaterra, después de todo lo que había pasado. Rosalind era la única luz que brillaba en todo ese panorama. Estando sola con ella y con mi amiga CarIo, las heridas cicatrizarían y podría hacer frente al futuro. La vida en Inglaterra me resultaba insoportable.
Supongo que arranca de aquellas fechas mi rechazo a la Prensa y mi disgusto por los periodistas y las multitudes. Era injusto, sin duda, pero natural, dadas las circunstancias. Me sentía como un zorro perseguido y acosado por todas partes por los ladridos de los perros. Siempre he odiado la notoriedad de cualquier tipo y, en esos momentos la tuve en tal alto grado que pensé que no soportaría vivir más.
—Vete a Ashfield me propuso mi hermana.
—No —le contesté—. No podría. Si me quedo allí sola y tranquila, no haré otra cosa que recordar, recordar todos los días felices que he pasado allí y todas las cosas que he hecho.
Lo más importante, cuando has sufrido, es olvidar los tiempos felices. Recordar los momentos tristes no importa, pero cualquier cosa que te evoque un día feliz o un hecho feliz, te romperá el corazón en dos.
Archie vivió en Styles durante algún tiempo, pero trataba de vender la casa, con mi consentimiento por supuesto, ya que la mitad era mía. Yo necesitaba desesperadamente dinero, pues estaba otra vez con graves problemas económicos.
Desde la muerte de mi madre había sido incapaz de escribir una sola palabra. Tenía que entregar un libro este año y, al gastar tanto en Styles me había quedado, prácticamente, sin dinero: el poco capital que tenía lo había gastado en la compra de la casa. No recibía ningún ingreso, salvo lo que consiguiera con mis libros. Resultaba vital escribir otro libro lo antes posible y obtener un anticipo sobre el mi cuñado, hermano de Archie, Campbell Christie, que siempre había sido un gran amigo y que era una persona muy amable y agradable, me ayudó bastante. Sugirió que los últimos doce relatos publicados en The Sketch podían formar un solo libro. Sería un recurso momentáneo. Colaboró conmigo en el trabajo, pues me sentía incapaz de hacerlo sola. Al final se publicó bajo el título de Los cuatro grandes y tuvo bastante éxito. Pensé entonces que, en cuanto me marchara y me calmara, quizá podría, con ayuda de Carlo, escribir un nuevo libro.
La única persona que estaba enteramente de mi parte, y que me apoyó en todo, fue mi otro cuñado, James.
—Lo estás haciendo estupendamente, Agatha —me dijo, con su voz pausada—. Sabes mejor que nadie lo que te conviene y yo haría lo mismo en tu lugar. Márchate; es posible que Archie cambie de opinión y regrese; me gustaría, pero no creo que suceda. No me parece que sea de ese tipo de personas. Cuando decide una cosa es de forma definitiva y desde luego no cuento con que se arrepienta.
Le dije que no, que yo tampoco contaba con ello, pero que era de justicia por Rosalind esperar al menos un año, para que él se diera cuenta realmente de lo que estaba haciendo.
Me educaron, por supuesto, como a todas las mujeres de mi tiempo, para tener horror al divorcio. Incluso hoy conservo cierta sensación de culpa por haber accedido a la insistente petición de Archie. Siempre que miro a mi hija, siento que debía haberme resistido, haberme negado a concedérselo. No quería divorciarme de Archie, odiaba hacerlo. Disolver un matrimonio es una equivocación —de eso estoy segura— y he tenido ocasión de ver suficientes matrimonios rotos y de oír las suficientes historias íntimas, como para estar convencida de que, si tiene poca importancia cuando no hay hijos, sí la tiene y mucha cuando los hay.
Regresé de nuevo a Inglaterra más endurecida, más desconfiada, pero mejor dispuesta a enfrentarme con el mundo. Cogí un pequeño piso en Chelsea con Rosalind y CarIo, y me fui a ver a mi amiga Eileen Morris, cuyo hermano era ahora rector de la escuela, Morris Hill, para buscar una escuela primaria para Rosalind. Pensaba que, como había desarraigado a mi hija de su casa y de sus amigos y como había pocos niños de su edad que conociera en Torquay, lo que más le convenía era un colegio interno; además, a ella también le apetecía. Eileen y yo nos recorrimos unos diez colegios diferentes. Cuando terminamos, me sentía bastante confusa, aunque en algunas de las visitas nos habíamos reído bastante. Nadie tenía menos idea de colegios que yo, que nunca había estado en ninguno; era imposible que guardara ninguna impresión de ellos, puesto que de pequeña no los había conocido. «A lo mejor te has perdido algo bueno —me dije—, nunca se sabe». Lo mejor sería darle una oportunidad a la niña para que comprobara si le gustaba.
Como Rosalind era una persona de perfecto sentido común, se lo consulté. Se entusiasmó con la idea. La gustaba mucho la escuela diurna a la que iba ahora en Londres, pero le parecía estupendo entrar en un colegio interno el otoño siguiente. Me dijo que después le gustaría ir a un colegio muy grande, el más grande de todos. Quedamos de acuerdo en que le buscaría una bonita escuela primaria y que para el futuro intentaríamos que entrara en Cheltenham, el colegio más grande que conocía.
La primera escuela que me gustó estaba en Bexhill. Se llamaba Caledonia y estaba dirigida por una tal señorita Wynne y su socia la señorita Barker. Era bastante convencional, parecía bien dirigida y además me gustó la directora. Era una persona con autoridad y de personalidad acusada. Las normas de la escuela eran rígidas, pero muy lógicas y Eileen había oído decir a través de amigos que la comida era excepcionalmente buena. Me gustó también el aspecto de las niñas internas.
La otra escuela que me gustó era completamente opuesta: Las niñas podían tener, si querían, sus propios ponies y demás animalitos y escogían a voluntad los temas de estudio. Existía al parecer un amplio grado de libertad en todo lo que hacían y, si no deseaban hacer una cosa determinada, no se las obligaba a ello porque, como me dijo la directora, sólo trabajaban en lo que les gustaba. Había bastante formación de tipo artístico y también aquí me agradó la directora. Era una mujer de ideas originales, entusiasta y de trato muy agradable.
Regresé a casa, pensé en los dos colegios y al final decidí que Rosalind viniera conmigo a verlos. Una vez visitados, le dejé que lo pensara durante un par de días.
—Bueno, Rosalind, ¿cuál es el que más te gusta?
Rosalind, por suerte, siempre ha sido una persona muy decidida.
—Caledonia, sin duda —me contestó—. El otro no creo que me agradara; sería como estar en una fiesta. Me parece que no me gustaría ir a la escuela para estar como en una fiesta, ¿verdad?
Así que nos decidimos por Caledonia y fue un gran acierto. La enseñanza era muy buena y las niñas se interesaban realmente por lo que aprendían. Estaba muy bien organizada y a Rosalind siempre le había gustado la organización. Como me decía a veces durante las vacaciones, «no había un solo momento en el que no tuviera nada que hacer». Me parecía perfecto.
En ocasiones, las respuestas que obtenía a ciertas preguntas me parecían bastante extraordinarias.
—¿A qué hora te levantas por la mañana, Rosalind?
—Realmente no lo sé. Suena una campana.
—¿Es que no te interesa saber a qué hora suena la campana?
—¿Y para qué? —me contestó—. Hay que levantarse y eso es todo. Creo que media hora después tenemos el desayuno.
La señorita Wynne ponía a los padres en el sitio justo. Le pregunté un día si Rosalind podía venir el domingo con la ropa de diario en vez de con su vestido de seda, ya que nos íbamos de excursión por el campo.
Me contestó:
—Todas mis pupilas salen los domingos con el vestido de fiesta. No había más que hablar: No obstante, Carlo y yo llevábamos una pequeña maleta con ropa vieja y, al llegar a un lugar conveniente, Rosalind se quitaba el vestido de seda, el sombrero de paja y los zapatos nuevos y se ponía algo más apropiado para correr y deslizarse por las colinas. Nadie nos descubrió nunca.
La señorita Wynne era una mujer de acusada personalidad. Una vez le pregunté qué es lo que haría si el día del deporte llovía.
—¿Llover? —replicó sorprendida—. Que yo recuerdo, nunca ha llovido ese día.
Al parecer, mandaba incluso sobre los elementos o, como dijo una amiguita de mi hija: «Espero, sabe, que Dios esté siempre del lado de la señorita Wynne».
Había escrito la mayor parte de un nuevo libro, El misterio del tren azul, mientras estábamos en las islas Canarias. No había resultado fácil y desde luego Rosalind no había contribuido en absoluto a que lo fuera. Al contrario que su madre, no era una niña que se divirtiera ejercitando su imaginación; siempre necesitaba algo muy concreto. Dadle una bicicleta y se irá a pasear durante media hora. Dadle un rompecabezas difícil cuando esté lloviendo y se pondrá a trabajar en él. Pero en el jardín del hotel de Orotava en Tenerife, no podía hacer otra cosa que pasear entre los parterres de flores o jugar con un aro de cuando en cuando, cosa que tampoco le hacía demasiada gracia, otra vez al contrario que a su madre. Para, ella un aro no era otra cosa que eso, un aro.
—Mira, Rosalind —le dije—. Procura no interrumpimos. Tengo trabajo que hacer, estoy escribiendo otro libro. Carlo y yo vamos a estar ocupadas durante una hora, así que no nos interrumpas.
—Bueno, muy bien me contestó con tristeza y se marchó.
Miré a Carlo con su lápiz preparado, sentada frente a mí, y me puse a pensar, a pensar, a pensar, estrujándome el cerebro. Al final, llena de dudas, empecé a dictar. Al cabo de unos minutos divisé a Rosalind, que estaba al otro lado del sendero, mirándonos.
—¿Qué ocurre, Rosalind? —le pregunté—. ¿Qué quieres?
—Ha pasado ya media hora —me dijo.
—No, todavía no. Han pasado exactamente nueve minutos. Márchate.
—Bueno, muy bien —y se marchó. Reanudé mi vacilante dictado.
Inmediatamente reapareció de nuevo Rosalind.
—Ya te llamaré cuando hayamos terminado. Ahora todavía no.
—Bueno, puedo quedarme aquí, ¿no? Me estaré quieta. No interrumpiré.
—Bueno, está bien, quédate si quieres —le dije poco convencida y volví de nuevo a dictar.
Pero la mirada de Rosalind fija en mí produjo el efecto de una Medusa. Sentí con más fuerza que nunca que todo lo que estaba diciendo eran idioteces (en realidad, la mayoría lo eran). Me interrumpí, vacilé, tartamudeé y me repetí montones de veces. ¡Realmente, no sé cómo acabé ese maldito libro!
Para empezar, no sentía ninguna alegría al escribir, ninguna inspiración. Había desarrollado un argumento convencional, adaptado de uno de mis anteriores relatos. Sabía, y valga la expresión, lo que me traía entre manos, pero no veía la acción con claridad en mi mente y a los personajes les faltaba vida. Me impulsaba desesperadamente el deseo o, mejor dicho, la necesidad de escribir otro libro y ganar algo de dinero.
Ése fue el momento en que me transformé de escritora aficionada en profesional. Asumí todas las cargas de una profesión como la de escritor, en la que tienes que escribir aunque no te guste lo que estás haciendo y aunque no esté demasiado bien escrito. Siempre he odiado El misterio del tren azul, pero conseguí terminarlo y enviárselo a los editores. Se vendió tan bien como el anterior, así que me consolé un poco; de todos modos, debo confesar que nunca me he sentido demasiado orgullosa de él.
Orotava era un lugar encantador con la gran montaña que lo dominaba todo y las maravillosas flores que crecían por todas partes, alrededor del hotel. Había, sin embargo, dos cosas que me molestaban: la bruma que descendía de la montaña al mediodía y que convertía lo que había sido una espléndida mañana en un día completamente gris; a veces incluso llovía, y los baños de mar, para los aficionados a nadar, resultaban terribles. Tenías que tumbarte boca arriba en una playa volcánica en pendiente, enterrar los dedos en la arena y esperar a que las olas te cubrieran. Pero tenías que ir con mucho cuidado para que no te cubrieran demasiado, pues se habían ahogado ya muchas personas. Resultaba imposible meterse en el mar y empezar a nadar; sólo lo hacían los dos o tres nadadores más fuertes de la isla, e incluso uno, de ellos se había ahogado el año anterior. Por eso, al cabo de una semana nos trasladamos a Las Palmas de Gran Canaria.
Las Palmas me parece aún el lugar ideal de descanso en los meses de invierno. Pero creo que hoy día se ha convertido en un gran centro turístico y ha perdido su encanto de entonces. En aquel tiempo era un lugar tranquilo y lleno de paz. Iba muy poca gente, salvo los que se quedaban uno o dos meses y lo preferían a Madeira. Tenía dos playas perfectas; la temperatura también lo era: la media era de unos 25 grados, que para mí es la temperatura ideal del verano. La mayor parte del día soplaba una brisa estupenda y las noches eran lo suficientemente cálidas para sentarse a cenar al aire libre.
Durante esas veladas nocturnas conocimos Carlo y yo a dos amigos estupendos, el doctor Lucas y su hermana la señora Meek. Ella era bastante mayor que su hermano y tenía tres hijos. El doctor Lucas era especialista en tuberculosis y tenía un sanatorio en la costa oriental; había quedado impedido en su juventud —no sé si por tuberculosis o polio— y tenía la espalda ligeramente encorvada y una constitución delicada, pero tenía unas dotes curativas sensacionales, y un éxito extraordinario con sus pacientes.
—Mi socio, ¿saben? —nos dijo una vez—, es mejor médico que yo, tiene más conocimientos, sabe más cosas, pero no puede hacer por sus pacientes lo que yo hago. Cuando me marcho, se derrumban y recaen; en cambio si están conmigo se sienten bien.
Toda su familia le llamaba padre. Carlo y yo hicimos lo mismo en seguida. Mientras estábamos allí, se me irritó mucho la garganta. Vino a verme y me dijo:
—Se siente usted muy desgraciada por algo, ¿verdad? ¿De qué se trata? ¿Problemas con su marido?
Le dije que si y le conté algo de lo que había sucedido. Era un hombre muy alegre y transmitía animación a su alrededor.
—Si usted le quiere, él volverá a su lado —me dijo—. Dele tiempo, dele todo el tiempo que necesite y, cuando regrese, no le haga reproches.
Le dije que no volvería nunca, que no era de ese tipo de personas. No estuvo de acuerdo; sonrió y me dijo:
—La mayoría de nosotros somos así, se lo aseguro. Yo me marché también y luego regresé. De todas formas, sea lo que sea que suceda, acéptelo y siga adelante. Está llena de fortaleza y de coraje y aún tiene mucho bueno que obtener de la vida.
¡Mi querido padre! Le debo tantas cosas. Era un hombre con una enorme compasión por las caídas y desfallecimientos humanos. Cuando murió, cinco o seis años después, sentí que había perdido a uno de mis mejores amigos.
Rosalind tenía un solo miedo: que la doncella española le hablara. Pero ¿por qué no te tiene que hablar? —le dije—. Habla tú también con ella.
—No, no puedo, es española. Dice «señorita» y a continuación una cantidad de cosas que no entiendo en absoluto.
—No seas tan tonta, Rosalind.
—Bueno, está bien, vete a cenar; no me importa que me dejes sola, siempre que me quede en la cama. Si entra la doncella, cerraré los ojos y fingiré que estoy dormida.
Resultan a veces bastante extraños los gustos de los niños. Recuerdo que, de regreso ya, subimos a un bote para llegar al barco; el tiempo era muy malo y un marinero español; grande y espantosamente feo, cogió a Rosalind en sus brazos para saltar del bote a la pasarela. Estaba segura de que chillaría y se enfadaría, pero no ocurrió; al revés, le sonrió con la más dulce de sus sonrisas.
—Era un hombre extranjero y no te importó nada —le dije luego.
—Bueno, ya viste que no me habló. Y además me gustó su cara, era feo, pero atractivo.
Sólo ocurrió un incidente digno de mención cuando salimos de Las Palmas hacia Inglaterra. Llegamos a Puerto de la Cruz para coger el barco de la Union Castle y entonces descubrimos que Osito Azul se había quedado en tierra. El rostro de Rosalind empalideció inmediatamente.
—No me marcharé sin Osito Azul —dijo, llorosa.
Nos acercamos al conductor del autobús que nos había llevado hasta allí y tratamos de convencerle para que fuera a buscarlo al hotel, dándole una generosa propina que no pareció interesarle. Por supuesto que iría a buscar el pequeño osito azul, y además regresaría tan rápido como el viento. Nos aseguró que mientras tanto los marineros no dejarían que el barco se fuera, no sin el juguete favorito de una niña. Yo no estaba de acuerdo con él, estaba segura de que el barco se marcharía: era un barco inglés, en escala desde África del Sur; si hubiera sido español, no hay duda de que hubiera esperado el tiempo necesario, pero éste no. No obstante, todo fue bien. Justo cuando empezaron a sonar las sirenas y se comunicaba a los visitantes que abandonaran el barco, apareció el autobús envuelto en una nube de polvo. El conductor saltó y corrió hacia la pasarela: Osito Azul pasó a brazos de Rosalind en cuestión de segundos y ella lo estrechó contra su corazón, emocionada. Un final feliz para nuestra estancia en Canarias.