¿Qué puedo hacer para apartar
de mis ojos el recuerdo?
escribió Keats. Pero ¿se puede apartar? Si una ha elegido mirar hacia atrás en la larga jornada que constituye su vida, ¿tiene derecho a ignorar los recuerdos que le desagradan? ¿No será más bien una cobardía?
Creo que se puede echar un breve vistazo y decir: «Sí, eso es parte de mi vida, pero es algo completamente acabado. Es una simple hebra en el entretejido de mi existencia. La reconozco, porque forma parte de mí. Pero no hay necesidad de extenderse sobre ello».
Cuando Punkie llegó a Ashfield me sentí feliz. Después llegó Archie.
La forma más aproximada de describir lo que sentí en aquel momento es la de recordar una vieja pesadilla mía: el horror de sentarme ante la mesa del té, mirar a mi amigo más querido y comprender súbitamente que la persona que tenía enfrente era una extraño. Eso, creo, es lo que era Archie cuando llegó.
Sus saludos y efusiones fueron completamente normales, pero me di cuenta de que no era el mismo Archie. No sabía qué le sucedía. Punkie también lo advirtió y me preguntó si estaba enfermo o le pasaba algo. Le contesté que quizá sí. Archie, en cambio, dijo que se encontraba estupendamente. Pero hablaba muy poco con nosotras y procuraba estar casi siempre fuera de la casa. Le pregunté por los billetes para AIassio y me contestó:
Ah, sí, bueno… bueno, todo está arreglado. Ya te contaré más tarde.
Era un extraño. Me estrujé el cerebro para comprender qué le pasaba. Temí por un momento que algo no fuera bien en su trabajo. ¿Se habría apropiado de algún dinero? No, no podía creer eso de Archie. ¿O quizá se habría embarcado en alguna transacción para la que no estaba debidamente autorizado? ¿Algo que no quería decirme? Se lo pregunté:
—¿Qué te sucede, Archie?
—Oh, nada especial.
—Pero tiene que haber algo.
—Bueno, supongo que es mejor que te lo diga. Nosotros, bueno, yo, no he cogido los billetes para Alassio. No me apetece ir al extranjero.
—¿No vamos a salir entonces?
—No, ya te he dicho que no me apetece.
—Ah, quieres quedarte aquí, a jugar con Rosalind, ¿no? Es eso, ¿verdad? Bueno, nos lo pasaremos igual de bien.
—No entiendes nada —dijo, irritado.
Creo que pasaron otras veinticuatro horas antes de que me lo confesara, de modo bastante directo.
—Siento terriblemente —dijo— que esto haya sucedido. ¿Conoces a aquella chica morena, que fue secretaria de Belcher? Estuvo con nosotros un fin de semana, hace un año, con Belcher, y después la hemos visto en Londres un par de veces.
No recuerdo su nombre, pero sabía a quién se refería.
—Sí —le dije.
—Bueno, la he visto de nuevo mientras estaba sólo en Londres. Hemos salido juntos varias veces…
—Bueno —le dije—, ¿y por qué no?
—Oh, sigues sin entender nada —dijo, con impaciencia—. Me he enamorado de ella y quiero que me concedas el divorcio tan pronto como sea posible.
Supongo que con esas palabras una parte de mi vida —de aquella vida feliz, confiada y llena de éxitos—, se terminó. Evidentemente, no fue tan rápido, porque al principio no me lo creía. Pensé que era algo pasajero. Nunca había existido entre nosotros la más mínima sospecha de ese tipo. Habíamos sido felices juntos, nuestra vida en común era armoniosa. Archie jamás había mirado a otras mujeres. Todo se debía, probablemente, a que durante los últimos meses había estado sin su usual y alegre compañera.
Ya te comenté una vez, hace mucho tiempo —me dijo—, que odio estar con personas enfermas o desgraciadas; es algo que lo echa todo a perder en mí.
Sí, pensé, tenía que haberme dado cuenta. Si hubiera sido más inteligente, si le hubiera conocido mejor —si me hubiera preocupado más por conocerle realmente, en vez de contentarme con idealizarlo y considerarlo más o menos perfecto—, quizás entonces lo hubiera evitado todo. Con una segunda oportunidad ¿habría evitado lo que sucedió? Si no me hubiera marchado a Ashfield dejándolo solo en Londres, quizá no se hubiera interesado en esa chica. Lo de menos era la chica concreta; habría sucedido con cualquier otra, porque, de alguna manera, yo no colmaba totalmente su vida. Supongo que se habría enamorado de cualquiera, aunque quizá ni él mismo fuera consciente de ello. ¿O era precisamente esa mujer? ¿Se trataba simplemente del destino, de un enamoramiento repentino? Evidentemente, Archie no se había enamorado de ella en las pocas ocasiones en que la habíamos visto anteriormente. Incluso se había opuesto a que la invitáramos aquel fin de semana, diciendo que le estropearía sus partidos de golf. Y sin embargo, se enamoró de ella, de la misma forma repentina con que se enamoró de mí. Por eso quizás era algo que tenía que suceder.
Los amigos y los familiares no sirven para nada en estas ocasiones. Suelen decir:
—Pero eso es absurdo. Si siempre habéis sido tan felices. Seguro que se le pasará. A muchos maridos les ocurre y luego se les pasa.
Yo pensaba también que al cabo de un tiempo se le pasaría. Pero no ocurrió así. Archie se marchó a Sunningdale. Por entonces había regresado Carlo —los especialistas ingleses habían declarado que su padre no sufría cáncer—, y para mí fue un enorme consuelo tenerla a mi lado. Carlo tenía una visión más clara de las cosas. Me dijo que mi marido no se echaría atrás de su decisión. Cuando Archie empaquetó sus cosas y abandonó la casa, casi me sentí aliviada: por fin había tomado una decisión.
Y sin embargo, regresó al cabo de quince días. Me dijo que quizá se había equivocado. Que tal vez eso no era lo más acertado. Le contesté que estaba segura de que, al menos en lo referente a Rosalind cometía un error. Después de todo, sentía una gran devoción por la niña, ¿o no? Sí, confesó, la quería mucho.
—Y ella también a ti —insistí. Te quiere más que a mí. Bueno, si se siente enferma, es a mí a quien quiere, pero tú eres el padre a quien realmente ama y de quien depende; tenéis ambos el mismo sentido del humor y sois estupendos compañeros de juegos. Trata de sobreponerte a lo demás. Son cosas que pasan.
Pero su regreso fue, me parece, una equivocación, porque le hizo ver la vehemencia de sus sentimientos. Una y otra vez me decía:
—No soporto estar sin lo que quiero y no soporto este estado de infelicidad. No todo el mundo puede ser feliz, alguien tiene que ser desgraciado.
Pero yo le contradecía:
—¿Y por qué tengo que ser yo la desgraciada y no tú?
Estas conversaciones empeoraban más aún las cosas.
Lo que no entendía era su desagradable comportamiento conmigo durante ese período. Raras veces me hablaba o me contestaba cuando le decía algo. Ahora lo entiendo mucho mejor, porque he visto a otros matrimonios y he aprendido más sobre la vida. Se sentía desgraciado porque en el fondo me estimaba mucho y odiaba hacerme daño. Por eso quería convencerse de que así no me lastimaba, de que, a fin de cuentas, eso sería mucho mejor para mí; tendría una vida feliz, viajaría y además tenía mis libros para consolarme. Como le remordía la conciencia, no pudo evitar que su comportamiento fuera algo rudo. Mi madre siempre había dicho que era un hombre cruel. Yo, en cambio, sólo había visto en él sus muchos actos de compasión, su buen carácter, su desinteresada ayuda cuando Monty llegó de Kenia, lo mucho que se preocupaba por la gente. Pero ahora sí era cruel, porque luchaba por su felicidad. Y si con anterioridad había admirado esta crueldad, ahora la sentía en mi propia carne.
Así, después de la enfermedad vino la tristeza, la desesperación y la angustia. No hay por qué detenerse mucho en ello. Le esperé durante un año, pensando que cambiaría. Pero no cambió.
Y así terminó mi primer matrimonio.