IV

El siguiente año es uno de los pocos que odio recordar. Como tantas veces sucede en la vida, cuando una cosa va mal, toda va mal. Al mes de regresar a casa, tras unas cortas vacaciones en Córcega, mi madre sufrió una bronquitis muy seria. Estaba aún en Ashfield. Fui a reunirme con ella y después me reemplazó Punkie. Poco después, mi hermana me envió un telegrama para decirme que trasladaba a mi madre a Abney, donde posiblemente recibiría mejores cuidados. En efecto, mejoró algo, pero ya no volvió a ser la misma. Salía muy poco de su habitación. Supongo que sus pulmones quedaron seriamente afectados y además había cumplido ya setenta y dos años. No creí que la enfermedad fuera tan grave como después resultó —tampoco creo que Punkie lo supiera—, pero una o dos semanas después me telegrafiaron para que fuera inmediatamente; Archie estaba en España en viaje de negocios.

Mientras iba en el tren hacia Manchester, supe, de forma repentina, que mi madre había muerto. Sentí una sensación de frío, que me invadió de pies a cabeza y me hizo estremecer, y pensé: «Mamá ha muerto».

Era verdad. Miré a mi madre que yacía en la cama y pensé en lo cierto que era aquello de que, una vez muerto, lo único que queda es el caparazón. Toda su vehemencia, encanto e impulsiva personalidad estaban en algún lugar muy lejos de allí. En los últimos años me había repetido con frecuencia: «Hay veces en que siento una gran ansiedad por salir de este cuerpo tan gastado, tan viejo, tan inútil. Me gustarla verme liberada de esta prisión». Eso era lo que sentía por ella. Se había liberado de su prisión. Pero nos dejaba a todos la enorme tristeza de su desaparición.

Archie no pudo venir al funeral, porque estaba todavía en España. Ya había vuelto a Styles cuando él regresó, una semana después. Había notado desde siempre que Archie sentía un violento desagrado por todo lo que significara enfermedad, muerte y preocupaciones de cualquier clase. Aunque son cosas que se conocen perfectamente, nunca se tienen en cuenta o se les presta atención hasta que se presenta una emergencia. Recuerdo que Archie entró en la habitación, muy cortado y violento, aparentando una cierta jovialidad.

—¡Hola, aquí estoy de nuevo! Bueno, tienes que sobreponerte, aunque hayas perdido a una de las tres personas que más quieres en el mundo.

Y luego, ante mi silencio, prosiguió:

—Tengo una idea estupenda, a ver qué te parece: la semana próxima me voy de nuevo a España; ¿qué tal si vienes conmigo? Nos divertiremos mucho y estoy segura de que eso te distraerá.

Pero yo no quería distraerme. Quería permanecer con mi tristeza y acostumbrarme a ella. Así que se lo agradecí y le dije que me quedaría en casa. Ahora veo que me equivoqué. Archie y yo teníamos toda una vida por delante. Éramos felices juntos, estábamos muy seguros el uno del otro y ninguno de los dos hubiera pensado siquiera en la posibilidad de separamos. Pero Archie odiaba el sentimiento de tristeza que reinaba en la casa y eso le hacía blanco de otras influencias.

Por otro lado, estaba el problema de arreglar Ashfield. Durante los últimos cuatro o cinco años, se habían acumulado allí toda clase de trastos: las cosas de mi abuela y todas las que mi madre no sabía qué hacer con ellas y que las había encerrado en cualquier parte. No había dinero para reparaciones; el techo se caía y algunas habitaciones estaban llenas de goteras. Al final, mi madre había estado viviendo en sólo dos habitaciones. Alguien tenía que enfrentarse con aquello y esa persona era yo. Mi hermana tenía demasiadas preocupaciones, aunque me prometió que vendría dos o tres semanas en el mes de agosto. Archie pensaba que lo mejor sería alquilar Styles durante el verano, lo que nos representaría una buena suma y nos sacaría de los números rojos. Él viviría en su club de Londres y yo iría Torquay a ocuparme del arreglo de Ashfield. Se reuniría conmigo en agosto y, cuando Punkie llegara, le dejaríamos a Rosalind y nos iríamos al extranjero, a un lugar en el que no habíamos estado nunca, llamado Alassio, en Italia.

Así que dejé a Archie en Londres y me fui a Ashfield.

Supongo que por entonces estaba ligeramente enferma y bastante débil, pero el revolver la casa patas arriba, con todos sus recuerdos y el enorme trabajo que significaba, las noches sin dormir y la tristeza que aún me embargaba, hizo que me sintiera en un estado de nerviosismo tal que casi no sabía lo que hacía. Trabajaba diez o doce horas al día, abriendo habitación por habitación y llevando todo de un lado para otro. Era terrible: las ropas apolilladas, los baúles de la abuelita llenos de vestidos viejos, todos los trastos de los que nadie había querido desprenderse y que ahora había que liquidar. Cada semana teníamos que pagarle al barrendero una cierta cantidad, para que se llevara todo lo que dejaba en la calle. Había cosas de las que era difícil desembarazarse, como la enorme corona de flores de cera del funeral de mi abuelo, que descansaba bajo una enorme cúpula de cristal. No quería seguir toda mi vida con ese enorme trofeo, pero ¿qué hacer con él? No se podía tirar a la basura. Por fin, encontré una solución: la señora Potter, la cocinera de mi madre, siempre lo había admirado. Así que se lo regalé y quedó encantada.

Ashfield era la primera casa en la que mi padre y mi madre habían vivido después de su matrimonio. Entraron unos seis meses antes de que Madge naciera y permanecieron en ella desde entonces, añadiendo continuamente nuevas alacenas para almacenar cosas. Poco a poco, las habitaciones se convirtieron en despensas. La sala de clases, en la que tantos días felices pasé durante mi niñez, era ahora un enorme cuarto lleno de cajas y baúles: todo lo que la abuela no había conseguir subir a su habitación.

Un nuevo golpe del destino fue la pérdida de mi querida Carlo. Su padre y su madrastra habían estado viajando por África, cuando, de repente, se enteró de que aquél estaba muy enfermo, en Kenia y de que el médico había dicho que tenía cáncer. Aunque su padre no lo sabía, su madrastra sí y, según parece, no le daban más que seis meses de vida. Carlo regresaría a Edimburgo tan pronto como volvieran de África y se quedaría allí hasta que llegara el fatal desenlace. Me despedí de ella con lágrimas en los ojos. Carlo no quería en modo alguno abandonarme justo en aquellos momentos de confusión e infelicidad, pero se trataba de algo prioritario e ineludible. No obstante, pensé que con seis semanas más terminaría todo y que probablemente volvería con nosotros.

Trabajé como un demonio de lo ansiosa que estaba por terminar. Había que examinar todos los baúles y cajas con mucho cuidado, pues no quería tirarlo todo así como así. Entre las cosas de la abuela nunca sabías lo que podías encontrar. Cuando, salió de Ealing, había insistido en empaquetar ella misma muchas de sus pertenencias, pues sabía que éramos muy capaces de tirar a la basura sus tesoros más queridos. Iba a romper un montón de cartas, cuando descubrí que un viejo sobre arrugado contenía ¡una docena de billetes de 5 libras! La abuela había sido como una ardilla, escondiendo sus nueces aquí y allá para que escaparan a los rigores de la guerra. En una ocasión, encontré un broche de diamantes envuelto en una media vieja.

Me sentía confundida y aturdida. Nunca tenía hambre y cada vez comía menos. Había momentos en que me sentaba, me cogía la cabeza entre las manos y trataba de recordar qué es lo que tenía que hacer. Si Carlo hubiera estado conmigo, me hubiera ido algún fin de semana ocasional a Londres para estar con Archie, pero así no podía dejar a Rosalind sola en la casa y no tenía ningún otro lugar adónde ir.

Le propuse a Archie que viniera algún fin de semana a Ashfield: me haría un gran bien y aliviaría la situación de soledad en la que me encontraba. Pero me contestaba que sería una solemne tontería hacerlo. El viaje salía bastante caro y, como no podía irse antes del sábado y el domingo por la noche ya tenía que estar de vuelta en Londres, no valía la pena. Sospeché que lo que no quería era perderse la partida de golf de los domingos, aunque deseché ese pensamiento como indigno de Archie y de mí. Archie añadía en su respuesta, en tono alegre, que pronto estaríamos, de nuevo reunidos.

Se apoderó de mí una terrible sensación de soledad. Ni siquiera me di cuenta de que, por primera vez en mi vida, estaba realmente enferma. Había sido siempre una mujer extremadamente fuerte y no tenía ni idea de cómo la infelicidad, las preocupaciones y el exceso de trabajo afectaban a la salud física. No obstante, me preocupé bastante un día en que, al ir a firmar un cheque, se me olvidó el nombre con el que tenía que firmar.

Me sentía exactamente como Alicia en el País de las Maravillas, cuando toca el árbol.

«Por supuesto —me dije— que sé perfectamente cuál es mi nombre. Pero ¿cómo me llamo?» Estaba allí sentada, con la pluma en la mano y con una extraordinaria sensación de frustración ¿Con qué letra empezaba? ¿Me llamaba quizá Blanche Amory? Me sonaba aquel nombre. Entonces recordé que era un personaje secundario de Pendennis, un libro que no había vuelto a leer desde hacía muchos años.

Recibí una nueva advertencia dos o tres días después, Fui a arrancar el coche, que normalmente había que poner en marcha con una manivela de arranque (en realidad, aún no estoy segura en la actualidad de que los coches arranquen sin manivela). Empecé a dar vueltas y vueltas a la manivela y no lo conseguí; entonces, me puse a llorar desconsolada, entré en casa y me tumbé en un sofá, sollozando. Aquello me preocupó bastante. Ponerse a llorar porque el coche no arranca: me estaba volviendo loca.

Muchos años después, alguien que estaba pasando por un período de infelicidad, me dijo:

—Sabes, no entiendo qué es lo que me sucede. Lloro por nada.

El otro día no vinieron los de la lavandería y me puse a llorar. Al día siguiente, el coche no quiso arrancar y…

Algo se revolvió dentro de mí al escucharle y le dije:

—Ándate con mucho cuidado; probablemente estás al principio de una crisis nerviosa. Vete a un médico en seguida.

En aquellos tiempos no sabía nada de eso. Me daba cuenta de que estaba desesperadamente cansada y de que la tristeza por la pérdida de mi madre seguía bien dentro de mí, aunque tratase —quizá con demasiados esfuerzos—, de apartarla de mi mente. Si estuviera conmigo Archie, o Punkie, o alguien, todo se arreglaría.

Tenía a Rosalind, pero evidentemente no iba a decirle nada que la perturbara o a explicarle que me sentía desdichada, preocupada o enferma. Se encontraba muy a gusto allí, disfrutando mucho de Ashfield como siempre, y ayudándome además en mis tareas. Le encantaba bajar cosas por las escaleras y depositarlas en los cubos de basura; a veces se quedaba con algo.

—No creo que nadie quiera esto —decía, guardándoselo—, y puede ser muy divertido tenerlo.

El tiempo pasaba, las cosas se iban arreglando y, por fin, veía el fin de mis fatigas. Llegó el mes de agosto, y el día 5 era el cumpleaños de Rosalind. Punkie llegó dos o tres días antes y Archie el día 3. Rosalind estaba muy contenta ante la perspectiva de estar con la tía Punkie durante las dos semanas en que Archie y yo nos iríamos a Italia.