Habíamos pasado tantas preocupaciones desde que regresamos de nuestra vuelta al mundo, que resultaba maravilloso entrar en ese período de prosperidad. Quizás en aquellos momentos debía haber desconfiado. Las cosas iban demasiado bien. Archie tenía el empleo que más le gustaba, con un jefe que a su vez era su amigo; le encantaba la gente con la que trabajaba; tenía lo que siempre había querido, que era pertenecer a un club de golf de primera categoría y jugar todos los fines de semana.
Mis libros marchaban bastante bien y empecé a considerar la posibilidad de ganar dinero escribiendo.
¿Me daba cuenta ya de que algo fallaba en el apacible transcurso de nuestros días? Creo que no. Y sin embargo notaba una cierta carencia, aunque era incapaz de definirla en términos exactos. La inicial atmósfera de compañerismo entre Archie y yo había desaparecido. Se habían acabado los fines de semana en que nos íbamos en autobús o tren a recorrer y explorar sitios nuevos.
Los sábados y domingos eran ahora los momentos más aburridos para mí. Con frecuencia, quise invitar a algunos amigos a que pasaran con nosotros los días festivos, pero Archie se opuso terminantemente, ya que eso destrozaría sus planes. Si teníamos invitados, tendría que quedarse más tiempo en casa, con lo que quizá perdería su segunda vuelta en el golf. Le propuse que jugara también al tenis en vez de tanto golf, pues teníamos varios amigos con los que había jugado ya en pistas públicas de Londres. La propuesta le horrorizó. El tenis, dijo, le echaría a perder por completo su tino para el golf. Se tomaba tan en serio ese deporte, que era como una religión.
—Mira —me decía—, tráete a una de tus amigas si quieres, pero que no venga una pareja casada, porque entonces tendré que quedarme.
Pero eso no era tan fácil; la mayoría de nuestros amigos estaban casados y no podía invitar a la esposa sin invitar al marido. Tenía algunas amistades en Sunningdale, pero la sociedad de allí se dividía principalmente en dos tipos: los de edad madura, verdaderos apasionados de los jardines, que no hablaban prácticamente de otro tema; o los alegres y deportivos ricos que bebían mucho, tenían continuar fiestas y no eran realmente mi tipo, como tampoco lo eran, en este aspecto, de Archie.
Una pareja que sí vendría con nosotros algunos fines de semana eran Nan Watts y su segundo marido. Nan se había casado durante la guerra con un hombre llamado Hugo Pollock, con el que tuvo una hija, Judy; pero el matrimonio marchó mal y al final se divorció de su marido. Después, se casó de nuevo con un hombre llamado George Kon, quien era también un experto golfista, con lo que eso resolvía nuestro problema. George y Archie jugaban juntos y Nan y yo nos dedicábamos a los chismorreos y jugábamos partidas esporádicas de golf en los links reservados a las damas. Luego, nos reuníamos con los hombres en el chalet social a tomar una copa. Al menos, nos dábamos el gustazo de beber lo que más nos apetecía: un buen vaso de nata pura con algo de leche: lo mismo que tomábamos en la granja de Abney cuando éramos chiquillas.
Me disgusté mucho cuando Site nos abandonó; quería tomarse su profesión en serio y llevaba ya algún tiempo queriendo trabajar en el extranjero. Rosalind, me señaló, iría a la escuela al año siguiente, con lo que la necesitaría menos. Había oído hablar de un buen puesto en la embajada en Bruselas y le gustaría ocuparlo. No le apetecía nada dejarnos, dijo, pero quería progresar, ser una experta ama de llaves, viajar por todo el mundo y conocer algo de la vida. Aunque muy a mi pesar, le di la razón y la animé a que se marchara a Bruselas.
Recordé entonces lo bien que me lo había pasado con Marie y lo bonito que había sido aprender el francés sin derramar lágrimas y pensé que le sería muy útil a Rosalind una institutriz francesa. Punkie me escribió entusiasmada, diciéndome que conocía a la persona idónea, pero que era suiza, no francesa. La había visto ya en alguna ocasión; y unos amigos conocían a su familia en Suiza. Me decía que Marcelle era una chica muy dulce y muy amable y que, probablemente, sería la persona más apropiada para Rosalind; la cuidaría mucho, dado su carácter tímido y nervioso. ¡Qué poco conocía Madge a mi Rosalind!
Así que Marcelle Vignou se presentó. Desde el primer momento tuve mis dudas. Punkie hablaba de una chica amable, encantadora y dulce, pero me causó una impresión distinta. Parecía un tanto aletargada, aunque de buen carácter, perezosa e insípida. Era de esas personas incapaces de manejar a los niños. Rosalind, que era razonablemente educada y de buen comportamiento, se convirtió, casi de inmediato, en lo que sólo puede describirse como poseída por el demonio.
Era increíble. Comprendí entonces lo que la mayoría de los educadores infantiles saben instintivamente: que un niño reacciona igual que un perro o que cualquier otro animal, cuando existe autoridad. Marcelle no tenía ninguna. Lo máximo que hacía era darle unas palmaditas en la cabeza, diciendo: «No, Rosalind, ¡non, non, Rosalind!», sin producir el menor efecto.
Verlas salir juntas a pasear era un espectáculo lamentable. Marcelle, como descubrí al poco tiempo, tenía los pies cubiertos de callos y juanetes. Andaba al ritmo de una tortuga. Cuando me di cuenta, la mandé a un pedicuro, pero no le arregló gran cosa. Rosalind, llena de energía, corría siempre delante de ella, con su aspecto tan británico, barbilla al viento, mientras la pobre Marcelle se arrastraba detrás, gritando: «¡Espérame, attendez-moi!»
—Pero bueno, ¿estamos dando un paseo o no? —le contestaba Rosalind, volviendo la cabeza por encima del hombro.
Marcelle, siguiendo una estúpida costumbre, trataba de hacer las paces con Rosalind comprándole bombones, que era lo peor que podía hacer. Rosalind los aceptaba, agradeciéndoselo educadamente, pero al cabo de dos minutos se comportaba peor que nunca. En casa era como una pequeña fiera. Se quitaba los zapatos y se los tiraba a Marcelle, le hacía muecas y se negaba a comer lo que le ponían.
—¿Qué puedo hacer? —le pregunté a Archie—. Es horrible. La castigo, pero no parece hacerle ningún efecto. Creo que le gusta torturar a la pobre chica.
—Seguro que a la niñera no le importa —me contestó—. Nunca he visto a nadie con un carácter tan apático.
—Quizá las cosas mejoren con el tiempo —le dije.
Pero no mejoraron, sino que empeoraron. Estaba realmente preocupada, porque no queda que mi hija se convirtiera en un demonio rabioso. Después de todo, si Rosalind se había comportado correctamente con dos niñeras y una institutriz, algo de culpa habría en la otra parte para que ahora se comportara tan mal.
—¿No te da lástima Marcelle, que viene a un país extraño como éste, en el que nadie habla su idioma? —le pregunté a Rosalind.
—Lo ha hecho porque ha querido —me respondió—. No hubiera venido si no lo hubiera deseado. Habla inglés bastante bien. Lo que pasa es que es tan, tan estúpida…
Nada, por supuesto, era más cierto.
Rosalind aprendía algo de francés, pero no mucho. A veces, los días de lluvia, les proponía que jugaran a cartas, pero mi hija me aseguraba que resultaba imposible enseñar a MarceIle a jugar.
—Ni siquiera retiene que un as vale cuatro y un rey tres —me decía con desprecio.
Le dije a Punkie que MarceIle era un fracaso.
—Oh, querida, y yo que pensaba que le gustaría mucho a la niña…
—Pues no le gusta nada. Al revés. Está siempre buscando formas de atormentar a la pobre chica, le tira cosas a la cara y la maltrata.
—¿Rosalind le tira cosas?
—Si, y cada vez se comporta peor.
Por fin, decidí que aquello no podía seguir así. ¿Qué necesidad teníamos de arruinar nuestras vidas? Hablé con MarceIle, le dije que las cosas no iban bien y que quizás estaría mejor en otro puesto; que la recomendada y tratada de buscarle un nuevo empleo, salvo que quisiera regresar a Suiza. Sin inmutarse, me dijo que había disfrutado bastante en Inglaterra, pero que preferiría regresar a Berna. Se despidió, le entregué el salario de un mes adicional y me decidí a buscar a alguien diferente.
Lo que más me convenía era una combinación de secretaria e institutriz. Rosalind, con cinco años, iría todas las mañanas a un pequeño colegio cercano, y mientras tanto yo dispondría de una secretaria taquimecanógrafa durante algunas horas. A lo mejor era capaz de dictarle mis obras literarias. Parecía una buena idea. Puse un anuncio en el periódico pidiendo alguien que se ocupara de una niña de cinco años que pronto iría a la escuela, y que supiera taquimecanografía, añadiendo «preferiblemente escocesa». Había comprobado, ahora que había visto a muchos otros niños con sus cuidadores, que los escoceses tenían una mano especial para los pequeños. Los franceses carecían de autoridad y se dejaban desbordar por sus tareas; los alemanes eran buenos y metódicos, pero no tenía ningún interés en que Rosalind aprendiera alemán. Los irlandeses eran alegres, pero causaban problemas dentro de casa; entre los ingleses los había de todas clases. Así que tenía una cierta querencia por los escoceses.
Clasifiqué las diversas respuestas a mi anuncio, y en su momento me presenté en Londres, en un pequeño hotel cercano a Lancaster Gate, para entrevistar a una tal Charlotte Fisher. Me gustó la señorita Fisher en cuanto la vi. Era alta, de cabello castaño, unos veintitrés años, creo; tenía experiencia con niños, parecía extremadamente capacitada y su aspecto general era bastante agradable. Su padre era uno de los capellanes del rey en Edimburgo y párroco de Santa Columba en dicha ciudad. Sabía taquigrafía y mecanografía, aunque últimamente no había practicado mucho. Le gustaba la idea de trabajar como secretaria, además de cuidar a una niña.
—Hay otra cosa aún —le dije, vacilante—. ¿Cree usted, esto… cree usted que puede, quiero decir, se lleva usted bien con señoras mayores?
La señorita Fisher me lanzó una mirada algo extrañada. De pronto me di cuenta de que estábamos en una habitación en la que habría unas veinte damas de edad avanzada, cosiendo, haciendo punto o leyendo revistas ilustradas. Todos sus ojos se volvieron lentamente hacia mí, cuando formulé la pregunta. La nueva niñera se mordió el labio para no reírse. No me había dado cuenta de la situación; sólo me había preocupado de cómo plantearle la pregunta. Mi madre era ahora una persona muy difícil de tratar; a la mayoría de la gente, a medida que se hacen viejos, les ocurre lo mismo, pero a mi madre, que toda la vida había sido muy independiente y que se cansaba y aburría con facilidad de la gente, se le acentuaba mucho más. Jessie Swannell, por ejemplo, había sido incapaz de aguantarla.
—Creo que sí —me contestó Charlotte Fisher en tono desapasionado—. Nunca he tenido dificultades.
Le expliqué que mi madre era muy mayor, ligeramente excéntrica, inclinada a pensar que siempre sabía más que los demás y bastante difícil de tratar. Como Charlotte no se alarmó en absoluto, convinimos que trabajaría conmigo tan pronto como dejase su actual empleó, que era, según creo, cuidar de los hijos de un millonario que vivía en Park Lane. Tenía una hermana un poco mayor que ella y me preguntó que si podría invitarla de vez en cuando. Le dije que no habría ningún problema.
Así es como Charlotte Fisher se convirtió en mi secretaria; Mary Fisher, su hermana, nos ayudaba siempre que era necesario, y continuaron conmigo como amiga, secretaria, institutriz y chica para todo durante muchos años. Charlotte es todavía una de mis mejores amigas.
La llegada de CharIotte, Carlo como Rosalind empezó a llamarla al cabo de un mes, fue como un milagro. No había traspasado aún el umbral de Scotswood, cuando mi hija se transformó misteriosamente en la buena chica de los tiempos de Site. ¡Como si la hubieran exorcizado con agua bendita! Ya no le tiraba los zapatos a nadie, contestaba con toda educación y, por lo visto, se lo pasaba muy bien en compañía de Carlo. El demonio rabioso había desaparecido.
—Aunque le diré —me comentó CharIotte más tarde—, que parecía un animal salvaje cuando llegué; nadie se había ocupado de cortarle el flequillo en mucho tiempo: le caía encima de los ojos y miraba a través de los cabellos.
Así se reanudó el período de felicidad en nuestras vidas. Tan pronto como Rosalind empezó a ir al colegio, me preparé para dictar una novela. Me ponía tan nerviosa la idea, que lo iba posponiendo día tras día. Por fin, llegó el momento: Charlotte se sentó enfrente de mí con su bloc de notas y un lápiz. Clavé la mirada, desconsoladamente, en la repisa de la chimenea y articulé unas cuantas frases destartaladas. Sonaban fatal. A cada palabra, dudaba y me paraba. Todo lo que le dictaba resultaba artificial. Persistimos durante una hora. Bastante más tarde, Carlo me dijo que también ella temía el momento en que empezáramos con el trabajo literario. Aunque había seguido un curso de taquimecanografía nunca había practicado mucho, y en los últimos días se había dedicado a refrescar sus conocimientos, tomando directamente los sermones de la iglesia. Le daba terror que le dictara con mucha rapidez, pero la verdad es que cualquiera hubiera escrito correctamente mis palabras, incluso sin ayuda de la taquigrafía.
Después de ese desastroso comienzo, las cosas fueron mejorando; de todos modos, para mi labor creativa me sentía más a gusto escribiendo las cosas a mano o pasándolas a máquina. Resulta curioso cómo el escuchar tu propia voz te cohíbe e incapacita para expresarte como es debido. Sólo hace cinco o seis años que, cuando me rompí una muñeca y no pude utilizar la mano derecha, empecé a usar un dictáfono y me acostumbré al sonido de mi voz. El inconveniente de los magnetófonos, sin embargo, es que te estimulan a ser demasiado parlanchín.
No hay duda alguna de que el esfuerzo que implica escribir a máquina o a mano hace que uno se contenga en las descripciones e indique lo justo y necesario. Creo que este tipo de economía es especialmente necesaria en las narraciones policíacas. Molesta ver la misma cosa repetida tres o cuatro veces. Pero cuando se habla por el dictáfono, con frecuencia se cae en la tentación de decir lo mismo una y otra vez, con palabras ligeramente diferentes. Después se puede borrar, claro, pero resulta irritante y destruye el suave fluir que se obtiene de la otra forma. El ser humano es perezoso por naturaleza, de forma que no escribirá más de lo que sea necesario para expresar lo que quiere decir.
Es evidente que existe una longitud adecuada para todo. Para mí, la extensión apropiada de una narración policíaca es de 50.000 palabras. Ya sé que los editores lo consideran demasiado corto. Quizá los lectores se sientan ligeramente estafados al pagar por tan pocas palabras; a lo mejor es preferible llegar a las 60.000 ó 70.000; pero si escribes un libro de mayor extensión, posiblemente te arrepentirás. Para una narración corta de suspense, 20.000 palabras me parecen la extensión adecuada. Por desgracia, cada vez hay menos mercado para este tipo de narraciones y los autores suelen estar mal remunerados. Es preferible continuar la historia y convertirla en una novela completa. La técnica de la narración corta no creo que sea en absoluto apropiada para un relato policíaco. Quizá sí para una historia de suspense, pero no para una policíaca. Los relatos de Mr. Fortune, de H.C. Bailey, eran bastante buenos en esta línea, porque eran más largos que los que solían aparecer en las revistas.
Por aquel tiempo, Hughes Massie me había ligado a un nuevo editor, William Collins, con quien permanezco aún mientras escribo estas páginas.
Mi primer libro para ellos, El asesinato de Rogelio Ackroyd, fue, con gran diferencia, el de más éxito hasta entonces; de hecho todavía se recuerda y se cita. Le apliqué una buena fórmula, que en parte se la debo a mi cuñado James, quien unos años antes había comentado, con cierto mal humor:
—Hoy día, en las novelas policíacas, casi todo el mundo parece el criminal, hasta el propio detective. Pero lo que a mí me gustaría ver es a un Watson convirtiéndose en el auténtico asesino. La idea me pareció muy original y la rumié durante bastante tiempo. Sucedió también que Lord Louis Mountbatten, como entonces se llamaba, me sugirió una idea parecida; me propuso una narración escrita en primera persona por alguien que después resultaría el criminal. Me llegó su carta cuando estaba bastante enferma, y aún no sé si le contesté o no.
Pensé que era una idea magnífica y la estudié durante mucho tiempo. Tenía enormes dificultades, por supuesto. Era muy difícil que Hastings asesinase a alguien sin que resultara una especie de engaño. A pesar de todo mucha gente opina que El asesinato de Rogelio Ackroyd es un engaño; pero si lo leyeran cuidadosamente, verían que están equivocados. Los pequeños lapsos de tiempo que hay en el libro quedan astutamente ocultos en frases ambiguas, y el doctor Sheppard, al anotarlos, sintió un gran placer en no escribir nada más que la verdad, aunque no toda la verdad.
Dejando aparte El asesinato de Rogelio Ackroyd, todo marchaba sobre ruedas. Rosalind fue por primera vez al colegio, en el que disfrutaba enormemente, rodeada de agradables amigos. Teníamos un piso y un jardín hermosos; yo seguía con mi adorado Morris de morro achatado; tenía a Carlo Fisher y una verdadera tranquilidad y paz doméstica. Archie pensaba, hablaba, soñaba, dormía y vivía para el golf; su digestión mejoró, con lo que sufría menos de dispepsia nerviosa. Todo era lo mejor en el mejor de los mundos posibles, como decía el doctor Pangloss[48].
Algo, sin embargo, faltaba en nuestras vidas: un perro. El querido Joey había muerto mientras nos encontrábamos en el extranjero, por lo que decidimos comprar un cachorro de terrier de pelo blanco, al que llamamos Peter. Peter, por supuesto, se convirtió en el rey de la casa. Dormía en la cama de Carlo y se comía toda clase de zapatillas y las pelotas para perros que se anunciaban como indestructibles.
La ausencia de problemas económicos resultaba muy agradable, después de todo lo que habíamos sufrido en el pasado y quizá se nos subió a la cabeza un poquito. Pensábamos en cosas con las que nunca habíamos soñado. Archie me dejó un día electrizada al decirme repentinamente que le gustaría tener un coche verdaderamente rápido. Creo que se había animado con el Bentley que tenían los Strachans.
—Pero si ya tenemos coche —le dije, sorprendida.
—Ah, pero me refiero a algo verdaderamente especial.
—Podríamos tener un nuevo hijo —le señalé. Llevaba ya algún tiempo pensando en esa posibilidad con gran placer.
Archie descartó la idea.
—No quiero ninguno más —dijo—. Rosalind me satisface por completo; es suficiente.
Archie estaba loco con Rosalind. Disfrutaba jugando con ella, y hasta le dejaba que le limpiara los palos de golf. Se comprendían mutuamente, creo, mejor que Rosalind y yo. Tenían el mismo sentido del humor y entendían en seguida los puntos de vista del contrario. A Archie le gustaba su firmeza y su desconfiada actitud mental: nunca daba nada por sentado. Se había preocupado por anticipado ante la llegada de Rosalind, temiendo, como decía, que a partir de entonces nadie le hiciera caso.
—Por eso esperaba que fuera una niña —decía—. Un niño hubiera sido mucho peor. A una hija la soporto perfectamente; con un hijo hubiera sido muchísimo más duro.
Y ahora, ante mi sugerencia, replicó:
—Si ahora tuviéramos un hijo, todo se estropearía. Y, de todas formas —añadió—, tenemos mucho tiempo por delante.
Reconocí que teníamos mucho tiempo y, más bien de mala gana, cedí a su deseo de comprar un Delage de segunda mano que ya había visto y casi reservado. El Delage nos proporcionó muchas alegrías. Me encantaba conducirlo y a Archie también, aunque había tanto golf en su vida que tenía poco tiempo para dedicar al coche.
—Sunningdale es un lugar perfecto para vivir —me dijo un día—. Tiene todo lo que deseaba. Está a la distancia justa de Londres y ahora van a inaugurar el campo de golf de Wentworth y a urbanizar allí unos terrenos. Posiblemente nos compraremos una verdadera casa.
Era una idea excitante. Aunque en Scotswood estábamos cómodos, tenía algunas desventajas. La administración de la casa no era excesivamente cuidadosa. Las conexiones eléctricas siempre nos causaban problemas; la anunciada agua caliente constante, no era ni constante ni caliente; el lugar carecía de unas medidas de conservación adecuadas. Nos encantaba la idea de poseer una casa verdaderamente nuestra.
Estudiamos al principio la posibilidad de comprar una casa nueva, construida en la heredad de Wentworth, que acababa de adquirirla un constructor. Harían allí dos campos de golf —probablemente un tercero más tarde—, y en el resto de la finca construirían casas de todas clases y tipos. Archie y yo dedicábamos casi todas las tardes del verano a recorrer Wentworth en busca de un emplazamiento que nos gustase. Al final, nos decidimos por tres lugares. Fuimos a ver al constructor encargado de los terrenos. Queríamos una superficie de unos siete mil metros cuadrados de terreno. Preferíamos los terrenos de la zona de pinares y bosques, para no tener que trabajar demasiado en el jardín. El constructor parecía muy amable y atento: Le explicamos que queríamos una casa más bien pequeña; no me acuerdo qué es lo que pensábamos que nos costaría supongo que alrededor de 2.000 libras. Nos enseñó los planos de una casita completamente detestable, llena de adornos modernos feísimos y por la que pedía la colosal suma de 5.300 libras. Nos quedamos completamente abatidos. Al parecer, no había posibilidades de que construyeran algo más barato: ése era el límite mínimo. Renunciamos con tristeza. Decidimos, no obstante, que yo adquiriera una obligación de 100 libras sobre el club de Wentworth, que me daría derecho a jugar al golf los sábados y domingos, como una especie de punta de lanza para el futuro. Después de todo, como habría dos campos de golf, podría jugar al menos en uno de ellos sin sentirme como una jugadora de cuarta o quinta categoría.
Sucedió, sin embargo, que mis ambiciones golfísticas recibieron un repentino espaldarazo: gané un campeonato. No me había sucedido hasta entonces y nunca más volvió a suceder. Tenía un hándicap oficial de 35 (el límite), pero ni siquiera con eso era probable que ganara alguna vez. Sin embargo, me enfrenté en las finales a una tal señora Burberry —una mujer muy agradable, algo mayor que yo—, quien tenía también un hándicap de 35 y era tan nerviosa e insegura como yo.
Nos saludamos muy felices, encantadas de haber llegado hasta la final. En el primer agujero quedamos empatadas. Pero a partir de ahí, mi oponente, ante su propia sorpresa y mi depresión, me ganó no sólo en el siguiente agujero, sino en el siguiente y en el otro, y así sucesivamente hasta que en el número nueve me llevaba ocho golpes de ventaja. Todas mis leves esperanzas de hacer un buen papel me abandonaron y, estando tan alejada de mi contrincante, me sentí completamente tranquila y feliz. Seguiría ahora el recorrido sin mayores preocupaciones, hasta que llegara el momento, no muy lejano, en que la señora Burberry ganara el partido. Pero en ese momento, mi oponente empezó a desmoronarse. La ansiedad se apoderó de ella. Perdió agujero tras agujero, y yo, sin poner atención, gané uno tras otro. Lo increíble había sucedido. Me llevé el trofeo de plata por un golpe de ventaja en el último recorrido. Creo que aún lo conservo en algún lugar.
Al cabo de un par de años, y tras haber observado innumerables casas —lo que siempre ha sido uno de mis pasatiempos favoritos—, redujimos nuestras posibilidades de elección a dos. Una estaba bastante lejos, no era demasiado grande, y tenía un hermoso jardín. La otra estaba cerca de la estación; era una especie de suite del Hotel Savoy para millonarios, trasladada al campo y decorada sin reparar en gastos. Las paredes estaban forradas de madera, había cuartos de baño por todas partes y tenía todo los lujos imaginables. Había pasado por varias manos en los últimos años y se decía que traía mala suerte: todo el que había vivido allí había tenido problemas de algún tipo. El primer propietario se arruinó; el segundo perdió a su mujer. No sé lo que les pasó a los terceros; me parece que el matrimonio se separó. De todas formas la casa era bastante barata, pues llevaba bastante tiempo en oferta. Tenía un jardín muy agradable, largo y estrecho, que comprendía primero una zona de césped, después un riachuelo con muchas plantas acuáticas y, a continuación, un jardín salvaje con azaleas y rododendros que terminaba en un pequeño huerto muy cuidado. Lo que resultaba bastante dudoso era si podríamos mantener una casa tan lujosa. Aunque obteníamos unos ingresos considerables —los míos más irregulares, los de Archie bien seguros—, nuestro capital era, por desgracia, muy escaso. No obstante, conseguimos una hipoteca y, sin dudarlo, nos trasladamos a vivir allí.
Añadimos los elementos decorativos que nos parecieron necesarios, alfombras, cortinas, etc., y nos embarcamos en un tren de vida que, sin duda, estaba por encima de nuestros medios, aunque sobre el papel los cálculos parecían correctos. Teníamos dos automóviles, el Delage y mi querido Morris de morro achatado, y también más criados: un matrimonio y una doncella. Del matrimonio, la esposa había sido cocinera en alguna casa ducal y se suponía, aunque nunca se confirmó formalmente, que su marido había sido el mayordomo en dicha casa. Descubrimos en seguida que no tenía ninguna capacidad como tal; en cambio, su mujer cocinaba estupendamente. Al final, supimos que sólo había sido mozo de equipajes. Era un hombre muy perezoso. Se pasaba la mayor parte del día tumbado en su cama y casi todo lo que hacía era sentarse a la mesa a esperar la comida. Los intervalos en que no estaba tumbado se iba a la taberna cercana. Dudamos entre desembarazamos de él o no. Al final pensamos que la cocina tenía mayor importancia y nos resignamos a conservarlo con nosotros.
Seguimos, pues, adelante con nuestros sueños de grandeza y sucedió lo que era de esperar. Al cabo de un año empezamos a tener preocupaciones económicas. Nuestra cuenta bancaria se disolvía, al parecer, a una velocidad extraordinaria. Nos dijimos, no obstante, que haciendo algunas economías todo iría perfectamente.
A sugerencia de Archie, bautizamos la casa con el nombre de Styles, pues el primer libro que me abrió camino en la literatura fue El misterioso caso de Styles. Colgamos también el cuadro que había servido de portada en dicha novela y que me había regalado The Bodley Head.
Styles resultó lo que había sido en el pasado para sus anteriores propietarios. Era una casa con gafe. Creo que ya lo presentí la primera vez que entré en ella. Desde el principio me pareció que la decoración era demasiado llamativa y poco natural para estar en el campo. Cuando cambiáramos todo y lo decoráramos al estilo campesino, sin aquellos paneles, pinturas y ornamentos, entonces, me dije, resultaría distinto.