Visitábamos constantemente el piso, para vigilar lo que hacían los decoradores y pintores, que siempre era mucho menos de lo que habían prometido. Cada vez que íbamos nos encontrábamos con algo mal hecho. Uno de los principales problemas eran los papeles pintados. No es fácil equivocarse, sólo hay que colocarlos uno al lado del otro; pues aun así lo hacían mal. Sin embargo, al final, todo estuvo dispuesto a tiempo. Teníamos un cuarto de estar grande, con cortinas de cretona lila hechas por mí. Las del comedor, en cambio, eran bastante caras, porque nos habíamos enamorado de ellas y de sus tulipanes sobre un fondo blanco. Las de la habitación de Rosalind y Site eran de margaritas y ranúnculos. En el piso de arriba, Archie tenía un vestidor que además servía de cuarto de invitados de emergencia; las cortinas eran de colores muy violentos —amapolas escarlata y liebrecillos azules—; para nuestro dormitorio escogí unas con campánulas; no fue una elección realmente acertada, pues la habitación estaba orientada hacia el norte y pocas veces entraba el sol. El único momento en que estaban verdaderamente bonitas era cuando una se quedaba en la cama a media mañana y veía la luz pasar al través o durante la noche, con el azul ligeramente más pálido. La verdad es que eran como las campánulas en la naturaleza. En cuanto las traes a casa, se vuelven grises y decaídas y se niegan a mantener erguida la cabeza. Es una flor que no quiere que la capturen y sólo está alegre mientras permanece en los bosques. Me consolé a mí misma escribiéndoles una balada:
Balada del mes de mayo
El Rey salió a pasear una hermosa mañana del mes de mayo.
El Rey se tumbó para descansar y se durmió, dijeron.
Y cuando se despertó, todo estaba tranquilo,
(Era la hora de la magia).
y la Campánula, la salvaje Campánula, bailaba en el bosque.
El Rey dio un banquete a todas las flores (salvo una),
Con ojos hambrientos las observaba, buscando a una sola.
Allí estaba la Rosa, toda de satén,
El Lirio con su capucha verde,
Pero la Campánula, la salvaje Campánula, sólo baila en el bosque.
El Rey frunció el ceño con odio, la mano empuñando la espada.
Mandó a sus hombres que la apresaran y la trajeran ante su Señor.
Con cuerdas de seda la ataron,
Ante el Rey fue presentada,
Campánula, salvaje Campánula, que bailas en el bosque.
El Rey se levantó para recibir a la doncella con la que juró casarse.
El Rey cogió su corona dorada y se la puso en la cabeza.
y entonces empalideció y se estremeció,
Los cortesanos miraron con miedo,
A la Campánula, la gris Campánula, tan pálida y fantasmal allí.
Oh, Rey, vuestra corona es pesada, hará que mi cabeza se incline.
Los muros de vuestro palacio me encerrarán, a mí que soy tan libre como el aire.
El viento, ése es mi amante,
y el sol también lo es,
y Campánula, la salvaje Campánula, nunca será vuestra Reina.
El Rey guardó luto durante un año, y nadie pudo aliviar su dolor.
El Rey se fue a pasear por un sendero de enamorados.
Dejó a un lado su corona dorada,
Allí donde la Campánula, la salvaje Campánula, baila siempre en libertad.
El hombre del traje color castaño se vendió muy bien. The Bodley Head me urgió de nuevo para que firmara con ellos otro espléndido contrato. Me negué. El siguiente libro que les envié fue uno elaborado a partir de una narración breve que había escrito bastantes años atrás. Era una historia de la que estaba bastante orgullosa: hacía referencia a diversos sucesos sobrenaturales. La amplié un poco más, incluí unos cuantos personajes nuevos y se la envié. No la aceptaron. Lo sabía. En el contrato no había ninguna cláusula que especificase que todos los libros debían ser novelas policíacas o de suspense. Se refería simplemente a «la siguiente novela». Ésta era una novela y a ellos correspondía aceptarla o rechazarla. La rechazaron, así que ya sólo me que daba un libro más para acabar mi contrato. Y después, la libertad. La libertad y el asesoramiento de Hughes Massie, un asesoramiento de primera clase sobre lo que debía hacer y, aún más importante, sobre lo que no debía hacer.
El siguiente libro me salió completamente festivo, un poco en el estilo de El misterioso señor Brown. Me resultó muy fácil de redactar; estaba lleno de pasajes alegres y reflejaba la alegría que sentía en ese período concreto de mi vida, en el que todo marchaba sobre ruedas. Mi estancia en Sunningdale, la alegría de ver cómo crecía Rosalind día a día, haciéndose más divertida e interesante. Nunca he entendido a esas personas que quieren que sus hijos sean siempre unos bebés y lamentan cada año que pasa y los hace mayores. Había días en los que incluso me impacientaba: quería saber cómo sería Rosalind al cabo de un año y otro y otro. No hay nada más emocionante en este mundo, creo; que tener un hijo que es tuyo y que, a la vez, es un extraño. Tú eres la puerta a través de la que entra en el mundo y lo tienes a tu cargo durante un cierto período, pero después te abandonará y florecerá por su cuenta, en libertad, y entonces sólo podrás observar cómo es su vida. Es como una extraña planta que has traído a casa, la has plantado, y que te resulta muy difícil esperar a ver en qué se convertirá.
Rosalind se sintió feliz en Sunningdale. Estaba encantada con su hermosa bicicleta con la que recorría ardorosamente todo el jardín, cayéndose de vez en cuando pero sin quejarse nunca. Site y yo le advertíamos con frecuencia que no atravesara la puerta del jardín, pero creo que ninguna de las dos se lo había prohibido de forma terminante. De cualquier modo, una mañana temprano, mientras estábamos ocupadas en el piso, cruzó la verja. Corrió a toda velocidad colinas abajo hacia la carretera principal y, por suerte, se cayó justo antes de llegar. Con la caída se le rompieron dos dientes delanteros. Como temía que aquello perjudicara la salida de los nuevos dientes, la llevé al dentista; Rosalind no se quejó, se sentó en el sillón con los labios firmemente cerrados y se negó a abrir la boca ante nadie. Cualquier cosa que yo dijera, o Site, o el dentista, la recibía en el más completo silencio y con la boca herméticamente cerrada. La saqué de allí y me puse furiosa con ella. Recibió todos los reproches en silencio, y, después de varias parrafadas de Site y mías, anunció al cabo de dos días que estaba dispuesta a ir al dentista.
—¿Te portarás bien, de verdad, o harás lo mismo que la otra vez?
—No, esta vez abriré la boca.
—Me imagino que estarías asustada, ¿no?
—Bueno, es que nunca puedes estar segura —dijo— de lo que van a hacer contigo.
Le di la razón, pero al, mismo tiempo le aseguré que todas las personas que conocíamos en Inglaterra, iban al dentista, abrían la boca y se dejaban hacer cosas en la dentadura, que siempre redundaban en su propio provecho. Rosalind se comportó estupendamente esta vez. Le quitaron los dientes rotos y me comentaron que quizá tendría que llevar una placa más adelante, aunque probablemente no haría falta.
Los dentistas entonces no eran tan inflexibles como durante mi infancia. Recuerdo que el nuestro se llamaba Hearn, y era un hombre bajito, de enorme dinamismo y con una personalidad que inmediatamente se imponía sobre sus pacientes. Le llevaron a mi hermana a la tierna edad de tres años. Madge, hundida en el sillón, se puso a llorar inmediatamente.
—Vamos a ver —le dijo el dentista—. Eso no puedo consentirlo. Nunca consiento que mis pacientes lloren.
—¿No? —dijo Madge, tan sorprendida que se calló al momento.
—No —le contestó—, es malo llorar y no lo permito.
Ya no tuvo más problemas con Madge.
Todos estábamos encantados con Scotswood, que era como se llamaba la casa de Sunningdale. Era muy emocionante estar, otra vez en el campo. Archie era feliz, pues se encontraba muy cerca del campo de golf de Sunningdale. A Site también le gustaba porque se ahorraba los largos paseos hasta el parque, y Rosalind disfrutaba sobre todo con su hermosa bicicleta. Todo el mundo era feliz. Y eso a pesar de que, cuando llegamos con el camión de mudanzas, nada estaba listo. Los electricistas andaban aún de un lado para otro y resultaba muy difícil instalar los muebles. Teníamos continuos problemas con las cañerías, las luces y las cerraduras; estaba todo patas arriba.
En The Evening News había aparecido ya Anna la aventurera[47], y yo me había comprado mi Morris Cowley, un coche estupendo, mucho más seguro y mejor fabricado que los actuales. Lo que tenía que hacer era aprender a conducirlo.
Sin embargo, casi inmediatamente, se produjo una huelga general y, sin haber recibido más de tres lecciones de Archie, me anunció que tendría que conducirlo.
—Pero si no puedo. ¡No sé todavía!
—Oh, claro que sabes. Estás progresando muy de prisa.
Archie era un buen profesor y en aquellos tiempos no había necesidad de aprobar ningún examen. No existía aún el permiso de conducir. Desde el momento en que uno se ponía al volante de un automóvil, se convertía en responsable de lo que hiciera con él.
—No creo que sea capaz de conducirlo hacia atrás —le dije dubitativa—. Nunca va hacia donde yo quiero.
—No tendrás que dar marcha atrás —me dijo Archie para tranquilizarme—. Puedes dirigirlo perfectamente y eso es lo único importante. Si vas a una velocidad razonable, todo irá bien. Ya sabes cómo manejar el freno.
—Sí, eso es lo primero que me enseñaste.
—Claro que sí. Y no veo que haya ningún problema.
—Pero ¿y el tráfico? —dije desmayadamente.
—Bueno, del tráfico no te preocupes en absoluto, al menos al principio.
Archie había oído decir que había trenes eléctricos que salían de la estación de Hounslow, por lo que mi tarea sería la de ir hasta Hounslow con el coche, conduciéndolo Archie; allí Archie le daría la vuelta para colocado en la dirección de regreso a casa, y entonces lo conduciría yo mientras él se dirigía a Londres.
La primera vez que lo hice fue una auténtica pesadilla. Estaba temblando de miedo, pero me defendí más o menos bien. Se me caló el motor un par de veces, por frenar más fuerte de lo debido, y conduje con un cuidado extremado, lo que no creo que fuese malo. Claro que el tráfico en las carreteras no se parecía en nada al de nuestros días y no exigía una especial pericia. Con tal de dirigir el coche razonablemente bien, sin tener que aparcarlo o darle la vuelta o girar demasiado, todo iba bien. El peor momento fue cuando tuve que girar hacia Scotswood y meter el coche en un garaje extremadamente estrecho, junto al de nuestros vecinos de abajo, una joven pareja apellidada Rawncliff.
La esposa informó a su marido:
—He visto a la del primer piso conduciendo esta mañana. Me parece que es la primera vez que lo hace. Entró en el garaje asustada y blanca como el papel. Pensé que tiraría el muro del garaje, pero aparcó bastante bien.
No creo que hubiera nadie en el mundo, salvo Archie, que me diera confianza bajo tales condiciones. Siempre le parecía muy normal que fuera capaz de hacer cosas sobre las que yo misma tenía serias dudas.
—Claro que puedes hacerlo —me decía—. ¿Por qué no? Si siempre estás pensando que eres incapaz, entonces nunca las harás.
Poco a poco, adquirí más confianza y, al cabo de cuatro días, me atreví a entrar en Londres y desafiar los peligros del tráfico. El coche me proporcionaba una enorme alegría. Es difícil imaginar hoy día lo mucho que cambiaba la vida de la persona que, en aquellos tiempos, tenía un automóvil. La posibilidad de ir a cualquier sitio que te apeteciera, a lugares a los que no podrías llegar con otro medio de transporte, es algo que te ampliaba enormemente el horizonte vital. Uno de los placeres mayores fue el de ir hasta Ashfield y recoger a mi madre para dar vueltas por ahí. Disfrutamos las dos enormemente. Fuimos a todas partes: a Dartmoor, a casa de unos amigos a los que nunca visitaba por las dificultades del transporte. El simple hecho de ir en coche nos encantaba. Pocas cosas me han proporcionado tanto placer, tanta alegría, como mi querido Morris Cowley de morro achatado.
Aunque de gran ayuda en las cosas cotidianas; Archie no me era de ninguna utilidad con mis libros. De vez en cuando, sentía la necesidad de describirle alguna idea que se me había ocurrido o el argumento de una nueva novela, pero, después de hacerlo, me sonaba, incluso a mí misma, extraordinariamente banal, fútil y muchos otros adjetivos que no particularizaré. Archie me escuchaba con esa amable benevolencia que adoptaba cuando decidía prestar atención a lo que le decían. Al final, le preguntaba con timidez:
—¿Qué te ha parecido? ¿Crees que estará bien?
—Bueno, sí, no está mal —contestaba, sin el menor entusiasmo—. Pero no tiene mucho contenido, ¿no? Quizá le falta emoción, ¿no crees?
—Entonces, ¿no te parece suficientemente buena?
—Creo que puedes hacerlo mucho mejor.
Aquel argumento quedaba entonces archivado, muerto para siempre, según creía yo. Pero en realidad sucedía que, cinco o seis años más tarde, volvía a resucitarlo, o, más exactamente, resucitaba él solo y esa vez, sin sujetarlo a crítica alguna, antes de ponerlo en marcha, florecía satisfactoriamente y se convertía en uno de mis mejores libros. El problema es que resulta difícil para un autor describir con palabras un argumento literario en el curso de una conversación. Con un lápiz en la mano o sentada ante la máquina de escribir, la cosa sale ya formada, tal como debe salir; pero lo que resulta imposible es describir de viva voz lo que estás pensando; al menos, yo no puedo hacerlo. Al final, aprendí a no decir nada sobre un libro, antes de redactarlo. Las críticas, cuando ya está hecho, a veces son útiles; puedes discutir un punto o dejarte convencer, pero al menos ya sabes cómo le ha sentado a un lector. Tu propia descripción de lo que vas a narrar, en cambio, suena tan banal que, cuando te dicen que no vale nada, inmediatamente le das la razón a tu interlocutor.
Nunca he aceptado los cientos de peticiones que me han llegado solicitando que leyera el manuscrito de alguien. Una de las razones, por supuesto, es que, si empiezas una vez, siempre estarás haciendo lo mismo; pero la verdad es que no creo que un autor sea una persona competente para criticar. Su crítica siempre se verá influida por lo que él mismo hubiera escrito en tal o cual forma, lo que no quiere decir que eso sea lo más apropiado para otro autor distinto. Cada uno tiene su forma peculiar de expresarse.
Además, es posible que desanimes a una persona que no lo merece. Recuerdo que un amigo nuestro le presentó una de mis primeras narraciones a una renombrada escritora. Su informe fue adverso; dijo que el autor no llegaría nunca a ser un escritor. Lo que realmente quería decir, aunque no lo sabía porque era una autora y no un crítico, es que la persona que había escrito la narración estaba aún inmadura y sin experiencia, que todavía no estaba en disposición de crear algo que mereciera la pena. Un crítico o un editor hubiera sido más perceptivo, porque su profesión es precisamente descubrir los gérmenes de lo que quizá llegue a ser. Por eso no me gusta hacer críticas; creo que es muy fácil perjudicar a alguien.
La única cosa que quizás adelantaría en el terreno de la crítica es que el futuro escritor no haya tenido en cuenta el mercado al que se dirige. Por ejemplo, una novela de 30.000 palabras, en la actualidad es muy difícil de publicar. El autor posiblemente diga que su libro tiene que ser así de largo. Bueno, no estaría mal si fuera un verdadero genio, pero lo más probable es que no sea más que un simple artesano. SI está haciendo algo bien y además disfruta con ello, querrá que tenga la aceptación debida. Y en tal caso, deberá darle las dimensiones y la apariencia que se requieran. Si uno es carpintero, de nada le servirá hacer una silla cuyo respaldo tenga dos metros de alto. Nadie se sentaría en ella, por mucho que insista en que así está más bonita. Si uno quiere escribir un libro, que examine primero la extensión de los demás y que escriba acomodándose a esa extensión. Si quiere escribir un relato corto para un determinado tipo de revista, que lo haga de la longitud y del estilo de narración que se publique en dicha revista. Si lo que se pretende es escribir para uno mismo, entonces es muy distinto: se puede hacer de la extensión y forma deseadas; pero en ese caso, probablemente habrá que conformarse con haberla escrito. Es inútil creerse que uno es un genio de nacimiento; algunos lo son, pero muy pocos. No, uno es un artesano, un artesano de una actividad honesta. Debe aprender la destreza técnica y aplicar sobre ella sus ideas creativas; pero hay que someterse a la disciplina de la forma.
Por aquel entonces, precisamente, empecé a vislumbrar la posibilidad de ser una escritora profesional. Pero aún no estaba segura. Tenía todavía la idea de que escribir libros era simplemente la sucesión natural al bordado de cojines.
Antes de que nos fuéramos de Londres para vivir en el campo, había tomado algunas lecciones de escultura. Era una gran admiradora de ese arte, mucho más que de la pintura, y aspiraba a ser una escultora. Pronto me desilusioné: comprendí que ése no era mi destino, porque no tenía ojo para captar las formas. No sabía dibujar, así que tampoco podría esculpir. Había pensado que la escultura sería diferente, que el sentir y manejar la arcilla bastarían para crear la forma. Pero me di cuenta de que realmente no veía las cosas. Era como no tener oído para la música.
Compuse unas canciones, más que nada por vanidad, poniendo música a unos versos míos. Repasé de nuevo el vals que había compuesto y comprendí que en mi vida había escuchado nada tan banal. De todos modos, algunas canciones no era tan malas; uno de los versos de la serie de Pierrot y Arlequín me gustaba bastante. Deseaba saber armonía y algo de composición; no obstante, comprendí que la actividad más adecuada para expresarme era escribir.
Compuse una sombría obra de teatro, cuyo tema principal era el incesto. Todos los promotores teatrales la rechazaron con firmeza. «Un tema desagradable», decían. Resulta curioso que, en nuestros días, ése sería precisamente el tipo de obra que atraería a los empresarios.
Escribí también una otra de teatro histórica sobre Akenatón. Me gustaba muchísimo. John Gielgud, más tarde, tuvo la amabilidad de criticármela. Me dijo que tenía puntos interesantes, pero que su montaje resultaba demasiado caro y que no tenía la suficiente dosis de humor. No había relacionado el humor con Akenatón, pero vi que estaba equivocada. Egipto tenía tantas posibilidades humorísticas como cualquier otro tema; hasta la tragedia tiene su punto de humor también.