Mientras buscábamos nuestra casa de campo, llegaron malas noticias de África sobre mi hermano Monty. No había tenido mucho que ver con nuestras vidas desde que, un poco antes de la guerra, se presentó con un plan para montar un servicio de barcos de carga en el lago Victoria. Le envió a Madge una serie de cartas de gente de la región entusiasmadas con el proyecto. Si ella pusiera simplemente un poco de capital. Mi hermana estaba convencida de que algo habría en lo que Monty pudiera triunfar. Todo lo que se relacionara con barcos era su especialidad. Así que le pagó el pasaje para que viniera a Inglaterra. El plan era construir un pequeño barco en Essex. En efecto, existían grandes perspectivas para los cargueros. En aquella época, no había ninguno en el lago Victoria. La parte más débil del plan era, no obstante, que Monty sería el capitán del barco y, por tal razón, nadie confiaba en que los servicios se realizaran con puntualidad y fiabilidad.
—La idea es espléndida. Se puede ganar mucho dinero. El problema es Monty: ¿y si un día no tiene ganas de levantarse por la mañana? ¿O si no le gusta el aspecto de alguna persona? Es un hombre de conducta imprevisible.
Pero mi hermana, que era de naturaleza optimista, estuvo de acuerdo en invertir la mayor parte de su capital en la construcción del barco.
—James me da una buena asignación; utilizo una parte para el mantenimiento de Ashfield, así que no echaré de menos mi renta.
Mi cuñado estaba lívido. Monty y él no congeniaban en absoluto. Estaba seguro de que Madge perdería todo su dinero.
Se puso en marcha la construcción del barco. Mi hermana fue a Essex en varias ocasiones. Todo marchaba, al parecer, estupendamente.
Lo único que le preocupaba a Madge era que Monty, siempre que se presentaba en Londres, se alojaba en algún lujoso hotel de Jermyn Street y adoptaba un tren de vida a lo grande; se compraba pijamas de seda de la mejor calidad, un par de uniformes de capitán especialmente cortados para él, y regalaba a su hermana un brazalete de zafiros, un sofisticado bolso de noche u otros obsequios preciosos y muy caros.
—Pero, Monty, el dinero es para el barco, no para hacerme regalos.
—Pues yo quiero regalarte cosas. Nunca te compras nada para ti.
—Y, ¿qué es eso que está en la ventana?
—¿Eso? Es un árbol enano japonés.
—Pero son muy caros, ¿no?
—Me costó 75 libras. Siempre he querido tener uno. Mira qué forma tiene. Encantadora, ¿verdad?
—Oh, Monty, ojalá no lo hubieses comprado.
—Tu problema es que, viviendo con el viejo James, se te ha olvidado disfrutar de la vida.
La siguiente vez que le visitó, el árbol había desaparecido.
—¿Lo has devuelto a la tienda? —preguntó Madge, esperanzada.
—¿Devolverlo a la tienda? —contestó Monty, horrorizado—. Claro que no. Se lo he regalado a la recepcionista del hotel. Le gustaba muchísimo y como estaba muy preocupada con su madre…
Madge se quedó sin habla.
—Te invito a comer —dijo Monty.
—Muy bien, pero nada de restaurantes lujosos. Vamos al Lyons.
—De acuerdo.
Salieron a la calle. Monty le dijo al portero que le buscara un taxi. Éste llamó a uno que pasaba, subieron. Monty le dio media corona y, a continuación, le dijo al taxista que los llevara al restaurante Berkeley, uno de los más lujosos de Londres. Madge no pudo reprimir las lágrimas.
—La verdad es —me dijo Monty más tarde—, que James es un hombre tan miserable que la pobre Madge ha perdido todo su espíritu vital. No piensa más que en ahorrar.
—¿Y tú no has empezado aún a pensarlo? ¿Y si el dinero se acaba antes de que el barco esté terminado?
Monty se encogió de hombros, cínicamente.
—No tiene importancia. El viejo James nos echará una mano. Monty se alojó en casa de Madge cinco difíciles días, durante los que no paró de beber whisky. Mi hermana salía, secretamente a la calle, le compraba varias botellas más y se las llevaba a su habitación, lo que divertía mucho a Monty.
Se sintió atraído por Nan Watts y la invitaba continuamente a restaurantes lujosos y veladas teatrales.
—Este barco nunca llegará a Uganda —se decía a veces Madge, desesperada.
La culpa de que no llegara la tuvo mi hermano. Le gustaba muchísimo el Batenga, que fue como lo bautizó. Pero quería tener algo más que un barco de carga. Ordenó que le pusieran accesorios de caoba y marfil, un camarote con paneles de madera de teca para él, y que se fabricaran especialmente unos juegos de té de porcelana con el nombre Batenga. Todo ello retrasó la entrega del barco.
Y entonces estalló la guerra. Era imposible que llegara a África. En vez de eso, se lo vendieron al Gobierno a bajo precio y Monty se alistó de nuevo, esta vez en el Regimiento de Fusileros del Rey.
Así terminó la historia del Batenga.
Conservo aún dos tazas de café con el nombre del barco.
Pero las noticias que llegaban ahora eran de un médico. A Monty, como ya sabíamos, le habían herido en la guerra en un brazo. Según parece, durante su tratamiento en el hospital, la herida se le infectó. La infección había persistido y se había agravado una vez ya Iicenciado. A pesar de todo, continuó su vida de cazador, pero al final le tuvieron que llevar a un hospital francés, regido por unas monjas, gravemente enfermo.
Al principio no quiso comunicarse con sus familiares, pero ahora, que tenía la muerte cerca —lo más que le daban eran seis meses de vida—, había expresado el deseo de volver a casa. Era posible también que el benigno clima de Inglaterra le prolongara un poquitín más la vida.
Se tomaron las disposiciones necesarias en seguida, para que Monty regresara por mar desde Mombassa. Mi madre empezó a hacer los preparativos en Ashfield. Se sentía transportada de alegría: cuidaría devotamente a su queridísimo hijo. Se imaginaba unas relaciones materno filiales en mi opinión totalmente irreales. Mi madre y Monty nunca se habían llevado bien. En muchos aspectos eran muy parecidos. Ambos amaban la independencia; y Monty era una de las personas más difíciles que he conocido para vivir con él.
—Esta vez será diferente, —dijo mi madre—. Te olvidas de lo enfermo que está.
Pensé que enfermo resultaría tan difícil o más que lleno de salud. La naturaleza de las personas no cambia, No obstante, esperaba que todo fuera bien.
Mi madre tuvo algunas dificultades para convencer a sus dos viejas doncellas de que el criado africano de Monty no causada problemas.
—No creo, señora, no creo que podamos convivir bajo el mismo, techo con un hombre negro. No es a eso a lo que estamos acostumbradas mi hermana y yo.
Mi madre, no se arredró y las convenció para que se quedasen. La trampa que les tendió fue que cabía la posibilidad de que le convirtieran del islamismo al cristianismo. Eran muy religiosas.
—Le leeremos la Biblia —decían, con los ojos, brillantes. Prepararon para Monty una parte independiente de la casa, con tres habitaciones y un nuevo cuarto de baño.
Archie se brindó muy amablemente a recoger a Monty en el barco amarrado al muelle de Tilbury. Le había reservado también un pequeño apartamento en Bayswater, para cuándo fuera a Londres con su criado.
Cuando salía, le dije:
—No dejes que Monty te convenza para que lo lleves al Ritz.
—¿Qué dices?
—He dicho «no dejes que te convenza para que lo lleves al Ritz». Me ocuparé de que el piso esté preparado y la propietaria avisada de su llegada.
—Estupendo, todo irá bien entonces.
—Eso espero. Pero temo que preferirá ir al Ritz.
—No te preocupes. Antes de mediodía estará todo arreglado. Transcurrió todo el día. A las 6.30 se presentó Archie. Parecía completamente agotado.
—Todo está bien. Monty ya está instalado. Ha costado un poco sacarlo del barco. No tenía nada embalado, decía que no había prisa, que teníamos mucho tiempo. Ya no quedaba nadie, pero eso, por lo visto, no le preocupaba. Su criado, Shebani, es un chico estupendo. Consiguió al final que saliéramos del barco.
Archie hizo una pausa y se aclaró la garganta.
—En realidad, no, lo he llevado al piso de Bayswater. Estaba absolutamente decidido a instalarse en un hotel de Jermyn Street. Dijo que así causaría menos molestias a todos.
—Así que se ha metido en un hotel.
—Bueno… sí. Me dio unas razones tan convincentes…
—Sí, eso se le da muy bien —le informé.
Llevamos a Monty a ver a un especialista en enfermedades tropicales que le habían recomendado. Le dio a mi madre toda clase de instrucciones. Había una posibilidad de curación parcial: necesitaba aire libre, continuos baños calientes y una vida tranquila. El problema más grave sería que, como le habían considerado un hombre casi moribundo, le habían llenado de drogas hasta tal extremo de que ahora le resultaría muy difícil cortar el hábito.
Al cabo de unos días instalamos a Monty y a Shebani en el piso de Powell Square, en Bayswater, donde se quedaron bastante contentos, aunque el criado se creó algunos problemas con los tenderos del barrio, pues entraba en las tiendas y se llevaba de buenas a primeras cualquier cosa, diciendo: «Es para mi amo», y salía de la tienda sin pagar. En Bayswater no apreciaban el sistema de compras a crédito utilizado en Kenia.
Después, finalizado el tratamiento médico en Londres, Monty y Shebani se trasladaron a Ashfield, donde, se pondría a prueba aquello de que madre e hijo «terminarían sus días en paz». La que casi se muere fue mi madre. Monty tenía su propio sistema de vida africano. Pedía las comidas cuando tenía apetito, aunque fueran las cuatro de la madrugada: ésa era una de sus horas favoritas. Tocaba los timbres, llamaba a los criados y pedía filetes con patatas.
—No entiendo qué quieres decir, mamá, cuando hablas de «tener consideración con los criados». Les pagas para qué te cocinen, ¿o no?
—Sí, pero no a mitad de la noche.
—Una hora antes del amanecer. En África me levantaba siempre a esa hora. Es la mejor forma de empezar el día.
Shebani fue quien realmente consiguió que las cosas funcionaran más o menos bien. Las viejas doncellas le adoraban. Le leían la Biblia y él escuchaba con el mayor interés. Les contaba historias de la vida en Uganda y de las proezas de su amo en la caza de elefantes.
Incluso insistió ante Monty para que fuera gentil con su madre.
—Es su madre, bwana. Debe hablarle con reverencia.
Al cabo de un año, Shebani regresó a África para reunirse con su mujer y su familia y las cosas se pusieron difíciles. Los sirvientes masculinos no tuvieron ningún éxito, bien con Monty, bien con mi madre. Madge y yo fuimos a Ashfield alternativamente, para dulcificar las cosas.
La salud de Monty mejoraba, con lo que resultaba más difícil de manejar. Se aburría mucho y, para pasar el tiempo, disparaba desde la ventana con un revólver. Los comerciantes y algunos de los visitantes de mi madre se quejaron. Pero Monty no se arrepentía.
—Una vieja solterona pasaba por el camino, balanceando sus pasaderas. No pude resistirlo: le disparé un par de veces a derecha e izquierda. ¡Dios mío, qué forma de correr!
Una vez disparó alrededor de Madge cuando paseaba por el jardín, dejándola completamente aterrorizada.
—¡Y no entiendo por qué! —dijo Monty—. No la hubiera tocado un pelo. ¿O es que se cree que no sé apuntar?
Alguien denunció los hechos y recibimos una visita de la policía. Monty les enseñó su licencia de armas y les contó, muy razonable, su vida como cazador en Kenia y su deseo de seguir adiestrando la puntería. Seguro de que alguna mujer idiota había creído que disparaban contra ella. No era cierto, es que había visto un conejo por allí. Como era Monty, los convenció. La policía aceptó su explicación. Como una cosa natural para un hombre que había llevado esa vida en África.
—La verdad es, niña, que no aguanto seguir aquí encerrado. Esta existencia tan regulada. Si al menos tuviera una pequeña casita de campo en Dartmoor; eso sí me gustaría. Aire y espacio, sitio para respirar.
—¿Eso es lo que de verdad te gustaría?
—Desde luego. Nuestra, pobre madre me vuelve loco. Todas esas comidas a una hora fija. Todo limpio y en su momento exacto. No estoy acostumbrado.
Le encontré un pequeño bungalow de granito en Dartmoor. Encontramos también, casi de milagro, el ama de llaves adecuada para que se ocupara de él. Era una mujer de unos sesenta y cinco años y, cuando la vimos por primera vez, nos pareció absolutamente inapropiada. Tenía el pelo rubio teñido y lleno de rizos y llevaba bastante maquillaje. Vestía de seda blanca. Era viuda de un médico que había sido morfinómano. Había vivido la mayor parte de su vida en Francia y tenía trece hijos.
Fue como una respuesta a una oración. Era capaz de manejar a Monty como nadie lo había conseguido hasta entonces. Se levantaba y le cocinaba sus chuletas a medianoche, si se lo pedía. Pero Monty, al cabo de un tiempo, me dijo que se dejaba llevar por la señora Taylor pues, aunque lo hacía todo de buena gana, había que tener en cuenta que ya no era joven.
Sin que nadie se lo pidiera, la señora Taylor se puso a cavar el pequeño jardín y pronto produjo guisantes, patatas nuevas y judías francesas. Escuchaba con atención cuando Monty tenía ganas de hablar y no le prestaba ninguna cuando permanecía silencioso. Era maravilloso.
Mi madre recobró la salud. Madge no se preocupó más. Monty disfrutaba con las visitas de la familia y se comportaba siempre impecablemente en tales ocasiones, orgulloso de las deliciosas comidas que preparaba su ama de llaves.
Resultaron muy baratas las 800 libras que Madge y yo pagamos por el bungalow.