IV

Al fin terminé El misterio de la Mansión Mill, pese a las dificultades que me presentaba el continuo obbligato de Cu-cú detrás de la puerta. ¡Pobre Cu-cú! Poco después fue a consultar a un médico y tuvo que ingresar en un hospital, donde la operaron de un cáncer de mama. Era bastante más vieja de lo que nos había dicho y no había ninguna posibilidad de que regresara con nosotros. Se fue a vivir, me parece, con una hermana suya.

Había decidido que la próxima niñera no la elegiría en la oficina de la señora Boucher, ni en ningún otro sitio parecido. Lo que necesitaba era algo más que una niñera, alguien que también me ayudara o mí, y así lo hice constar en el anuncio que puse en el periódico.

Desde el momento en que Site entró en la familia, nuestra suerte cambió hacia mejor en todos los sentidos. Me entrevisté con ella en Devonshire. Era una chica robusta, de amplio busto y caderas, rostro encendido y cabello oscuro. Tenía una profunda voz de contralto, con un acento particularmente refinado y educado, de forma que cada vez que hablaba recordaba a una actriz de teatro. Llevaba ya algunos años trabajando como chica para todo y parecía muy competente en cuanto al mundo infantil. Estaba llena de buena voluntad, de buen carácter y de entusiasmo. Me pidió un salario bastante bajo, y no tenía inconveniente en hacer cualquier cosa e ir a cualquier parte, tal como había puesto yo en el anuncio. De esta forma, Site se vino con nosotros a Londres y se convirtió en un gran alivio para mí.

Evidentemente, no se llamaba Site. Su nombre era señorita White, pero Rosalind sólo pronunciaba «Site» y así se quedó. Mi hija la quería mucho y a Site también le gustaba la pequeña. Le encantaban los niños, pero sabía mantener su dignidad y, en cierto sentido, imponía una estricta disciplina. No le permitía ninguna desobediencia a la niña.

Rosalind se quedó sin su papel de vigilante y directora de Cu-cú. Ahora sospecho que esas actividades las trasladó a mí; se hizo cargo de mis descuidos con el mismo carácter benéfico, buscándome lo que había perdido, señalándome que había olvidado franquear una carta y cosas así. Cuando cumplió cinco años, me daba perfecta cuenta ya de que era mucho más eficiente que yo. Pero, por otro lado, no tenía ninguna imaginación. Si jugábamos a algo en lo que tomaban parte dos personajes, por ejemplo, un hombre que sacaba a su perro a pasear (tengo que decir que yo era siempre el perro y ella el hombre), llegaba un momento en que había que ponerle la correa al perro.

—No tenemos correa —decía Rosalind—. Hay que cambiar esta parte del juego.

—Pero, puedes simular que llevas una —le sugería.

—¿Cómo si no tengo ninguna en la mano?

—Bueno, coge el cinturón de mi vestido y haz como si fuera una correa.

—Pero es que no lo es; es el cinturón de un vestido.

Para Rosalind, las cosas teman que ser reales. Al contrario que a mí, no le gustaban los cuentos de hadas cuando era pequeña.

—Todo esto no es real —me decía, protestando—. Son personas que no existen, cosas que nunca suceden. Cuéntame mejor lo de Osito Rojo en la excursión.

Lo curioso del caso es que, cuando tenía catorce años, adoraba este tipo de cuentos y los leía uno tras otro.

Site se adaptó magníficamente a nuestro hogar. A pesar de su aspecto lleno de dignidad y competencia, en cuestiones de cocina era tan ignorante como yo. Se había limitado siempre a ayudar a otros y ahora, teníamos que ayudamos mutuamente. Aunque cada una de nosotras sabía hacer bien algunos platos —yo hacía soufflés de queso, salsa bearnesa y algunos otros, y Site hacía tartaletas de mermelada y adobaba arenques—, ninguna de las dos estábamos preparadas para hacer lo que podríamos llamar «una comida equilibrada». Cada vez que preparábamos, por ejemplo, una sopa de verduras, lo pasábamos muy mal, porque no sabíamos el tiempo de cocción de las coles de Bruselas, las zanahorias y las patatas. Las coles quedaban reducidas a una especie de puré, mientras que las zanahorias seguían duras. No obstante, con el tiempo, fuimos aprendiendo.

Nos dividíamos las tareas. Una mañana yo me ocupaba de Rosalind y la sacaba al parque en su carrito anticuado —aunque ahora utilizábamos con más frecuencia la sillita de ruedas—, mientras Site preparaba la comida y arreglaba las camas. A la mañana siguiente me quedaba en casa a hacer las tares domésticas y Site se iba al parque con la niña. En general, me cansaba más ocuparme de mi hija que de la casa. El camino hasta el parque era largo y, una vez allí, no podías sentarte y olvidarte de todo. Tenías que hablar con Rosalind y jugar con ella o, si estaba con otro niño, vigilar que no le quitaran su barquito o que la empujaran al suelo. Durante las tareas domésticas, en cambio, relajaba la mente con gran facilidad. Robert Graves me dijo una vez que lavar los platos era una de las mejores ayudas para el pensamiento creativo. Creo que tenía mucha razón. Los trabajos caseros son bastante monótonos, aunque exigen mucha actividad de tipo físico, por lo que resulta muy fácil dejar volar la mente hacia el espacio y elaborar con libertad pensamientos e invenciones. En la cocina no ocurre lo mismo, por supuesto. Cocinar exige todas tus facultades creativas y una atención absoluta.

Después de Cu-cú, Site me supuso un gran alivio. Se pasaba horas enteras con Rosalinda, sin que yo oyera lo más mínimo. Se quedaban en el cuarto de jugar, bajaban al jardín delante de casa o se iban de compras.

Me sorprendió mucho cuando, a los seis meses de estar con nosotros, descubrí la verdadera edad de Site. Por su aspecto aparentaba entre veinticuatro y veintinueve años; pensé que era la edad adecuada y no se me ocurrió precisar más. Me quedé de piedra cuando supe que en el momento de entrar con nosotros tenía diecisiete y que ahora acababa de cumplir los dieciocho. Parecía Increíble: tal era el aire de madurez que aparentaba. Estaba de asistenta desde los trece, le gustaba su trabajo de una forma natural, y era muy eficiente. El aire de experiencia le venía de que, realmente, era una chica experimentada; igual que sucede con la hermana mayor de una familia numerosa, que se ha ocupado siempre de sus hermanos y hermanas más pequeños.

A pesar de lo joven que era no me hubiera importado dejarla sola y marcharme durante un largo período, dejando a Rosalind a su cargo. Era una chica llena de sentido común. En caso necesario buscaría al médico adecuado, la llevaría a un hospital, descubriría lo que la molestara y afrontaría adecuadamente cualquier emergencia. Estaba siempre muy pendiente de su trabajo. Era, en términos pasados de moda, una chica con vocación.

Me sentí muy aliviada cuando terminé El misterio de la Mansión Mill. Me había costado escribir y me pareció bastante regular cuando lo terminé. Pero ahí estaba, terminado, con el viejo Eustace Pedler y todos los demás personajes. The Bodley Head se quejó y rezongó un poquito al recibirlo. No era, me señalaron, una verdadera novela policíaca como Asesinato en el campo de golf. Pero, con toda amabilidad, la aceptaron.

A partir de entonces, noté en ellos un ligero cambio de actitud. Aunque me había comportado como una ignorante y una tonta la primera vez que presenté un libro para publicarlo, había aprendido bastante desde entonces. No era tan estúpida como quizá pareciera a mucha gente. Había descubierto muchas cosas sobre el mundo de los escritores y las editoriales. Conocía la existencia de la Sociedad de Autores y había leído su revista. Comprendí que debía ser muy cautelosa al hacer los contratos con los editores y, especialmente, con ciertos editores. Conocía ya cómo se aprovechaban de los autores. Y puesto que estaba al tanto de todo eso, hice mis propios planes.

Poco antes de llevarles El misterio de la Mansión Mill, The Bodley Head me hizo ciertas propuestas, entre ellas romper el viejo contrato y hacer otro nuevo, también para cinco libros. Las condiciones serían mucho más favorables. Les di las gracias educadamente, les dije que lo pensaría y después me negué, sin dar les una razón concreta. Consideraba que no me habían tratado de modo justo. Se habían aprovechado de mi falta de conocimientos y de mi ansiedad por publicar el primer libro. No me había opuesto en su momento porque fui una idiota. El que no lucha para que le remuneren su trabajo como es debido, es un idiota. Pero, por otro lado, ¿hubiera rechazado, si hubiera tenido entonces estos conocimientos, la posibilidad de que me publicaran El misterioso caso de Styles? Creo que no. Seguro que hubiera aceptado las condiciones que me ofrecían; lo único que quizás hubiera hecho sería negarme a firmar un contrato por tan largo plazo y para tantos libros. Si has confiado alguna vez en alguien que luego te defrauda, ya no lo haces más. Es simplemente sentido común. Deseaba terminar mi contrato, pues estaba segura de encontrar un nuevo editor. Pensé también en hacerme con los servicios de un agente literario.

Por aquel entonces me llegó una solicitud del impuesto sobre la renta. Querían saber detalles sobre mis ingresos literarios. Me quedé asombrada. Nunca había considerado mis ganancias como un ingreso. Todos los ingresos que tenía, pensaba, se reducían a los 100 libras anuales sobre las 2.000 invertidas en el empréstito de guerra. Sí, me dijeron, eso lo conocían, pero a lo que se referían eran a las ganancias por los libros publicados. Les expliqué que tales ganancias no eran regulares: simplemente, había escrito tres libros lo mismo que, antes había hecho narraciones cortas o poemas. No era una autora; no dedicaría mi vida a la literatura. Les dije, empleando una frase que había oído en algún lugar, que ese tipo de cosas es lo que se llaman «beneficios casuales». Pero me contestaron que ahora era ya una autora establecida y conocida, aunque no hubiera ganado aún casi nada con mis publicaciones. Querían detalles de mis ingresos. Desgraciadamente no podía dárselos, nunca había anotado las cuentas de mis derechos de autor (si es que en alguna ocasión me las habían enviado, cosa que no recordaba). A veces recibía un pequeño cheque, que por lo general cobraba inmediatamente y gastaba a continuación. No obstante les di todos los detalles que me fue posible. Los funcionarios de la oficina de impuestos se divirtieron bastante con mis cuentas, pero me sugirieron que en adelante anotara todos mis ingresos. Entonces decidí tener un agente literario.

Como sabía muy poco al respecto, pensé que lo mejor era utilizar la antigua recomendación de Eden Philpotts: Hughes Massie. Fui pues, a verle. Ya no estaba Hughes Massie —creo que había fallecido—, pero me recibió un hombre joven ligeramente tartamudo, que se llamaba Edmund Cork. No resultó tan siniestro cómo lo era Hughes Massie, y hablé con él tranquilamente. Se horrorizó ante mi ignorancia y me dijo que guiaría mis pasos en el futuro. Me comunicó el importe exacto de su comisión, me habló de los posibles derechos de publicación por entregas, de la publicación en América, de los derechos por representación teatral y de toda clase de cosas improbables (al menos, así me lo parecían). Fue una disertación bastante impresionante. Me puse en sus manos, sin ninguna reserva y salí de su despacho con un suspiro de alivio. Me sentía como si me hubiera quitado un gran peso de encima.

Así fue cómo empezó una amistad que duró más de cuarenta años. Entonces sucedió una cosa casi increíble. The Evening News me ofreció 500 libras por los derechos de publicación por entregas de El misterio de la Mansión Mill, que ya no se llamaba así, sino El hombre del traje color castaño, porque el otro título se parecía demasiado al del Asesinato en el campo de golf. The Evening News propuso a su vez un nuevo cambio. Se llamaría Anna la aventurera, el título más tonto que había oído nunca, pensé; pero me callé porque, después de todo, estaban dispuestos a pagarme 500 libras y, aunque tenía determinadas reservas, a nadie creo que le moleste demasiado el título utilizado en un serial de periódico. Mi suerte era realmente increíble. Me costaba creerlo; a Archie y a Punkie también. Mi madre, por supuesto, lo creía sin ningún problema: cualquier hija suya estaba capacitada de sobra para ganar 500 libras por un serial en The Evening News, con la mayor facilidad; no había por qué sorprenderse.

Parece que en la vida las cosas buenas y las malas vienen siempre juntas. Había tenido mi golpe de suerte con The Evening News y ahora le tocaba a Archie tenerlo. Recibió una carta de un amigo australiano, Clive Baillieu, quien hacía tiempo le había propuesto unirse a su empresa. Archie le visitó y le ofrecieron el empleo por el que había suspirado durante tantos años. Dejó inmediatamente el que tenía y se fue con Clive Baillieu. A partir de entonces se sintió absoluta y enteramente feliz. Por fin, encontraba empresas sólidas e interesantes, se acababan las prácticas dudosas y entraba adecuadamente en el mundo de las finanzas. Estábamos en el séptimo cielo.

Acto seguido, empecé a presionar en favor del proyecto que tanto anhelaba y sobre el que hasta entonces Archie se había mostrado indiferente. Buscaríamos una casa de campo desde la que Archie fuera todos los días a la City, con un jardín para que Rosalind jugara a sus anchas, sin tener que ir hasta el parque o limitarse a una pequeña franja de césped entre dos edificios. Mi mayor deseo era vivir en el campo. Si encontrábamos una casa lo suficientemente barata, nos trasladaríamos.

El inmediato acuerdo de Archie a mi plan se debió más que nada, creo, a que el golf le ocupaba más atención cada día. Recientemente le habían admitido en el Club de Golf de Sunningdale, con lo que había desaparecido nuestros fines de semana dedicados a excursiones y paseos. No pensaba en otra cosa que en el golf. Jugaba con varios amigos en Sunningdale y ya trataba con cierto desprecio los recorridos pequeños. No le divertía nada jugar con una simple aficionada como yo, con lo que, poco a poco, sin darme mucha cuenta, me iba convirtiendo en esa figura tan conocida y frecuente, la viuda de golf.

—No me importa nada vivir en el campo —dijo Archie—, al revés, creo que me gustará, y desde luego será muy bueno para Rosalind. A Site le encanta y ya sé que a ti también. Entonces, creo que sólo existe un lugar apropiado: Sunningdale.

—Sunningdale —le dije, con cierta desilusión, pues no era precisamente la idea que yo tenía del campo—. Pero será un lugar muy caro, ¿no? Allí sólo vive gente muy rica.

—Oh, ya encontraremos algo que nos convenga —dijo Archie, lleno de optimismo.

Uno o dos días después, me preguntó qué pensaba hacer con las 500 libras de The Evening News.

—Es mucho dinero —le dije—. Supongo —tengo que admitir que hablaba titubeando, sin ninguna convicción—, supongo que debemos ahorrar por si vienen tiempos malos.

—Oh, no hay que preocuparse demasiado por eso. Con los Baillieu tengo muy buenas perspectivas y tú parece que te defiendes bien con tus libros.

—Sí —contesté—. Bueno, si quieres las gastamos o, al menos, una parte.

Me imaginé vagamente un nuevo vestido de noche, quizás unos zapatos dorados en vez de los negros, una bicicleta para Rosalind.

La voz de Archie interrumpió mis fantasías.

—¿Por qué no te compras un coche?

—¿Comprarme un coche?

Le miré completamente asombrada. La última cosa que se me hubiera ocurrido era un automóvil. Ninguna de nuestras amistades lo tenía. Pensaba aún que los coches eran cosa de ricos. Te pasaban por el lado a cuarenta, sesenta, ochenta o noventa kilómetros por hora, llevando gente con los sombreros atados con velos de gasa, corriendo a toda velocidad hacia lugares inimaginables.

—¿Un coche? —repetí, con una voz que parecía de ultratumba.

—¿Por qué no?

Eso, ¿por qué no? Era posible. Yo, Agatha, podía tener un coche, un coche mío. Debo confesar, aquí y ahora, que de las dos cosas que más me han emocionado en mi vida, la primera fue mi coche: mi Morris Cowley gris, de morro en forma de botella.

La segunda fue cenar con la reina en el Palacio de Buckingham, unos cuarenta años más tarde.

Ambos acontecimientos tienen en sí un cierto halo de cuento de hadas. Jamás había imaginado que me sucedieran a mí: tener un automóvil de mi propiedad y cenar con la reina de Inglaterra.

Dice la canción popular

Gatito, gatito, ¿dónde has estado?

He estado en Londres visitando a la reina.

Gatito, gatito, ¿y qué has hecho allí?

He asustado a un ratón debajo de su sillón.

¡Era casi tan estupendo como si hubiera nacido siendo Lady Agatha! No asusté, desde luego, a ningún ratón bajo el sillón de la reina Isabel II, pero disfruté mucho aquella noche. Tan pequeña y delgada, con su sencillo vestido de terciopelo rojo con una sola y hermosa joya, y su amabilidad y facilidad de conversación. Recuerdo que nos contó que, una vez, en media de una velada, cuando estaban en un pequeño salón, cayó una terrible polvareda de hollín por la chimenea que les obligó a salir corriendo hacia otra habitación. Resulta confortante saber que los desastres domésticos suceden hasta en los círculos más elevados.