III

La llegada al hogar podía haber sido muy alegre, pero la realidad pronto mostró su desagradable rostro. No teníamos nada de dinero. El empleo de Archie era cosa del pasado y ahora había otro joven en su puesto. Teníamos aún, por supuesto, los ahorrillos de mi abuelo, así que podíamos contar con 100 libras al año, pero Archie odiaba la idea de tocar nada de ese capital. Tenía que encontrar algún trabajo inmediatamente, antes de que el alquiler, el salario de Cu-cú y las facturas semanales de alimentación empezaran allegar. Encontrar un trabajo no era fácil; en realidad, era más difícil aún que después de la guerra. Mis recuerdos de aquella crisis son ahora, gracias a Dios, bastante borrosos. Sé que fue una época infeliz porque Archie era infeliz, y Archie era una de esas personas que no se acostumbran nunca a la desgracia. Y lo sabía.

Recuerdo que una vez me advirtió, en los primeros días de nuestro matrimonio:

—No sirvo para nada, recuerda, si las cosas se ponen feas. No me gusta nada la enfermedad, ni la gente enferma, no soporto que la gente sea desgraciada o infeliz.

Habíamos corrido el riesgo con los ojos bien abiertos, felices de aprovechar nuestra oportunidad. Todo lo que podíamos hacer ahora era aceptar que la diversión se había acabado y que había que pagarla en preocupaciones, frustraciones, etc. Me sentía, además, bastante desplazada, pues me daba cuenta de que era de muy poca ayuda para Archie. «Vamos a enfrentarnos juntos con todo esto», me decía a mí misma. Tenía que aceptar, desde el primer momento, que Archie estuviera todos los días en un fuerte estado de irritación o si no, completamente silencioso y sumido en la melancolía. Si trataba de estar alegre, me decía que no me hacía cargo de la gravedad de la situación; y si me ponía triste, entonces me decía que no servía de nada poner la cara larga y que ya sabíamos a lo que nos exponíamos cuando decidimos hacer el viaje. De hecho, nada de lo que hacía parecía correcto.

Finalmente, Archie dijo con firmeza:

—Mira, lo que realmente quiero que hagas, la única cosa que me ayudaría, es que te marcharas inmediatamente.

—¿Que me marche inmediatamente? ¿Y adónde?

—No lo sé. Vete con Punkie, estará encantada de tenerte a ti y a Rosalind. O vete a casa de tu madre.

—Pero, Archie, quiero estar contigo; quiero compartir esto contigo, ¿es que no podemos? ¿No podemos compartir la situación juntos? ¿Es que no puedo hacer nada?

Hoy supongo que hubiera dicho: «Buscaré un empleo», pero en 1923 no resultaba fácil decirlo. Durante la guerra, había numerosas oportunidades para las mujeres en los cuerpos de auxiliares, de voluntarias, empleos en las fábricas de munición, o en los hospitales. Pero eran temporales. No había empleos para las mujeres en las oficinas o en los ministerios. Las tiendas estaban llenas de hombres. De todas formas, planté los pies en tierra y me negué a marcharme. Al menos cocinaría y limpiaría la casa. No teníamos ya ninguna criada. Me mantuve tranquila y permanecí un poco alejada de Archie, pues era la única actitud que le calmaba.

Archie se recorrió las oficinas de la City, visitando a todas las personas que podían ofrecerle alguna posibilidad de empleo. Al final consiguió uno. No le gustaba demasiado; tenía ciertos resquemores sobre la firma que le había contratado: tenían fama, me dijo, de estafadores. Normalmente no traspasaban los límites de la ley, pero uno nunca sabe lo que podía pasar.

—Lo importante es —dijo Archie, tener mucho cuidado para que no me dejen a mí sólo con las manos en la masa.

Se trataba, de todas formas, de un empleo que le haría traer dinero a casa, y con ello mejoró bastante de humor. Incluso encontraba interesantes algunas de sus actividades en la City.

Traté de tranquilizarme para escribir de nuevo, pues sabía que era la única forma de que yo aportara también algún dinero. No pensaba aún en dedicarme en escribir en plan profesional. Los cuentos publicados en The Sketch me habían animado: era dinero de verdad que me llegaba directamente a mí. Esos cuentos, sin embargo, ya estaban adquiridos; pagados y el dinero completamente gastado. Tenía que escribir otro libro.

Belcher me había urgido, antes de nuestro viaje, cuando cenamos con él en su casa, la Mansión Mill en Dorney, a que escribiera una novela policíaca sobre el lugar.

El misterio de la Mansión Mill[46] —me dijo—. Un título magnífico, ¿no te parece?

Le dije que sí, que El misterio de la Mansión Mill, o Asesinato en la Mansión Mill estarían muy bien, y que estudiaría el asunto. Cuando ya estábamos de viaje, con frecuencia hacía referencias al libro.

—Piensa, no obstante —me dijo—, que si lo escribes, tengo que salir en el libro.

—Pues no sé cómo te meteré —le contesté—. No puedo hacer nada con personajes reales. Tengo que imaginarlos.

—Tonterías —dijo Belcher—, no me importa si no se me parece demasiado, pero siempre he soñado con aparecer en una novela policíaca.

De cuando en cuando, me preguntaba:

—¿Has empezado ya ese libro? ¿Me has metido?

Un día que estaba harta ya de sus preguntas, le dije:

—Sí. Tú eres la víctima.

—¿Qué? ¿Quieres decir que soy el tipo al que asesinan?

—Sí —le contesté, con un cierto regusto de placer.

—No quiero ser la víctima —dijo Belcher—. Lo que quiero es ser el asesino.

—¿Por qué quieres ser el asesino?

—Porque el asesino siempre es el personaje más interesante del libro. Así que tienes que hacer que yo sea el asesino, Agatha, ¿lo entiendes?

—Sí, comprendo que tú quieras ser el asesino —le contesté, eligiendo cuidadosamente mis palabras.

Finalmente, y en un momento de debilidad, se lo prometí.

Tenía esbozado ya el argumento del libro cuando estábamos en África del Sur. Decidí que fuera, otra vez, más una historia de suspense que una novela policíaca, incluyendo una gran parte de escenarios en África del Sur. Mientras estábamos allí se produjo una especie de crisis revolucionaria y anoté una serie de hechos que luego quizá me fueran útiles. Mi heroína sería una mujer joven, alegre y aventurera, una huérfana que se había lanzado en busca de aventuras. Al redactar a modo de ensayo uno o dos capítulos, descubrí lo enormemente difícil que me resultaría dar vida a Belcher. No podía escribir objetivamente sobre él sin que me saliera un completo imbécil. Tuve entonces una idea repentina. El libro estaría escrito en primera persona, de forma alternativa por Ann, la heroína, y por el villano, Belcher.

—No creo que le guste mucho eso de ser el villano —le dije un día a Archie, con ciertas dudas.

—Dale un título de nobleza —me propuso Archie—. Creo que eso le gustará.

De esta forma le bauticé como Sir Eustace Pedler, y descubrí que si le hacía redactar sus propios capítulos, el personaje cobraba vida. No era exactamente Belcher, por supuesto, pero utilizaba varias de sus frases típicas y contaba alguna de sus historias. Era también un maestro en las fanfarronadas, debajo de las que se descubría fácilmente una personalidad interesante y sin ningún escrúpulo. Pronto me olvidé de Belcher y Sir Eustace Pedler cobró plena autonomía. Fue, me parece, la única vez en que traté de incluir a un personaje real al que conocía bien en uno de mis libros, y no tuve éxito. El que cobró vida en el libro no fue Belcher sino alguien llamado Sir Eustace Pedler. De repente, descubrí que el libro me resultaba bastante divertido de escribir. Sólo me quedaba esperar que The Bodley Head lo aprobara.

Mi principal problema entonces era Cu-cú. Cu-cú, por supuesto, como era costumbre en las niñeras de aquella época, no hacía ninguna labor casera, de cocina o de limpieza. Era la niñera de mi hija: limpiaba el cuarto de la niña y la lavaba a ella, pero eso era todo. La verdad es que no esperaba nada más y me las arreglé bastante bien. Archie sólo regresaba a casa por la noche y la comida de Rosalind y Cu-cú a mediodía era bastante sencilla de hacer. Eso me dejaba: tiempo por las mañanas y las tardes para emplear dos o tres horas en el libro. En esas horas Rosalind y Cu-cú salían a pasear al parque o a hacer algunas compras. Quedaban, no obstante, todos esos días lluviosos en los que permanecían en casa, y aunque yo había insistido en que «Mamá está trabajando», no resultaba tan fácil desembarazarse de Cu-cú. Se colocaba cerca de la puerta de la habitación en la que me ponía a redactar y empezaba con sus interminables soliloquios, ostensiblemente dirigidos a Rosalind.

—Ahora, querida, no debemos hacer nada de ruido, ¿verdad?, porque mamá está trabajando. No debemos molestarla mientras trabaja, ¿verdad? Pero me gustaría preguntarle si tengo que mandar este vestidito tuyo a la lavandería. Me parece, ¿sabes?, que no podré lavarlo bien yo. Bueno, se lo preguntaremos a la hora del té, ¿verdad, querida? No podemos ir ahora y preguntárselo, ¿no? Oh, no, no le gustaría nada, ¿verdad que no? Quiero preguntarle también qué hacemos con el carrito. Sabes que ayer perdió otra tuerca. ¿Y si llamáramos con cuidado a su puerta? ¿Qué piensas tú, querida?

Normalmente, Rosalind le respondía con algo que no tenía nada que ver con lo que le estaba diciendo, confirmando mi creencia de que nunca escuchaba a Cu-cú.

—Osito Azul va a recibir ahora su comida —diría Rosalind en respuesta al largo monólogo de Cu-cú.

Rosalind tenía varias muñecas, una casa de muñecas y otros juguetes diversos, pero los que realmente le gustaban eran los animales. Tenía un animalito de seda llamado Osito Azul y otro llamado Osito Rojo, a los que se unió más tarde un osito de peluche malva llamado Oso Eduardo. De los tres, Rosalind amaba apasionada y profundamente a Osito Azul. Era un animalito flexible, hecho con seda azul guateada, con unos ojos negros y una cara graciosamente achatada. Le acompañaba a todas partes, y tenía que contarle historias sobre él todas las noches. Las historias se referían tanto a Osito Azul como a Osito Rojo. Cada noche tenían una nueva aventura. Osito Azul era bueno, y Osito Rojo era muy, pero que muy malo. Osito Rojo hacía algunas travesuras formidables, como la de poner cola en el asiento de la profesora, de manera que cuando se sentó ya no pudo levantarse. Un día metió una rana en el bolso de la profesora, quien se puso a gritar completamente histérica. Estos cuentos tenían una enorme aceptación, y con frecuencia me vea obligada a repetirlos. Osito Azul era de una virtud acrisolada y casi nauseabunda. Era el primero de la clase y nunca hacía ninguna travesura. Todos los días, cuando los chicos se iban a la escuela, Osito Rojo prometía a su madre que sería bueno ese día. A su vuelta, su madre le preguntaba:

—Osito Azul, ¿has sido un buen chico?

—Sí, mamá, muy bueno.

—Así me gusta, querido. Y tú, Osito Rojo, ¿has sido bueno?

—No, mamá, he sido muy travieso.

Una vez, Osito Rojo tuvo una pelea con otros chicos malos, y llegó a casa con un ojo morado. Le pusieron un trozo de carne fresca y a la cama; pero Osito Rojo añadió una nueva travesura a las que había hecho durante el día: se comió el filete que le habían colocado en el ojo.

Rosalind era la niña más encantadora del mundo para escuchar historias. Gesticulaba, se reía, y se daba cuenta del más pequeño detalle.

—Sí, querida —decía Cu-cú, ignorando la respuesta de mi hija y continuando su perorata—. Quizá se lo podamos preguntar a mamá antes de irnos, si no le molesta, porque me gustaría saber qué vamos a hacer con el carrito.

En ese momento, enfurecida, me levantaría de la mesa, sin poder coordinar todas mis ideas sobre Ann corriendo peligros mortales en las selvas de Rhodesia, y abriría la puerta de mi habitación súbitamente.

—¿Qué pasa? ¿Qué es lo que quiere?

—Oh, lo siento mucho, señora. De verdad que lo siento. No quería molestarla.

—Bueno, pues ya me, ha molestado. ¿De qué se trata?

—Oh, pero no he llamado a la puerta, ni nada de eso.

—No ha parado usted de hablar al lado de mi puerta —le contestaría—. Oía perfectamente todo lo que decía. ¿Qué le pasa al carrito?

—Bueno, me parece que realmente habría que comprar uno nuevo. Sabe, me da vergüenza ir al parque y ver todos los hermosos carritos que tienen las otras niñas. Desde luego, creo que la señorita Rosalind se merece uno tan bueno o mejor que el de las demás.

La niñera y yo teníamos una batalla permanente a causa del carrito de Rosalind. En su momento lo compramos ya de segunda mano. Era bastante bueno, sólido y perfectamente confortable, pero no precisamente elegante. Había también modas en los carritos de niños, como comprobé luego, y cada uno o dos años los fabricantes sacaban una nueva «línea» y le daban una nueva apariencia, lo mismo que ocurre hoy día con los automóviles. Jessie Swannell nunca se había quejado, pero Jessie Swannell venía de Nigeria y es muy probable que allá no prestaran tanta atención a las modas de los carritos infantiles.

Me daba cuenta ahora de que Cu-cú formaba parte de la hermandad de niñeras que se reunían en Kensington Gardens con sus pequeños y que se sentaban agrupadas para comparar los méritos de sus respectivas situaciones y la hermosura e inteligencia de cada uno de sus niños. El bebé tenía que estar bien vestido, a la última moda del momento, o la niñera se avergonzaría. Por ahí no había problema. La ropa interior y los vestidos que le había traído de Canadá eran el dernier cri en ropa infantil. Los pollos, gallinas y ramos de flores que resaltaban sobre su fondo oscuro, eran la admiración y envidia de todas las niñeras. Pero en lo referente a la elegancia del carrito, la pobre Cu-cú estaba, lamentablemente, muy por debajo del nivel apropiado y nunca desperdiciaba ocasión de recordármelo, cuando nos cruzábamos con alguno más actualizado. A pesar de todo, me mantuve inflexible. Nuestra situación económica era bastante mala y no estaba dispuesta a gastarme una fuerte suma de dinero sólo para halagar la vanidad de la niñera.

—Me parece que ni siquiera es seguro —decía Cu-cú, haciendo un último intento—. Siempre se le están cayendo tuercas.

—Eso es de tanto andar por las calles —le respondía—. Y porque usted no las atornilla antes de salir. En cualquier caso, no estoy dispuesta a comprar uno nuevo.

Y me volvía al cuarto para trabajar, cerrando la puerta violentamente.

—Querida, querida —decía Cu-cú—, mamá parece disgustada, ¿verdad? Bueno, por lo visto no conseguiremos un nuevo y hermoso carrito, ¿no?

—Osito Azul quiere una comida —decía Rosalind—. Ven aquí, Nannie.