La vida es realmente como un barco, esto es, como el interior de un barco. Tiene compartimentos estancos. Sales de uno, cierras, echas el cerrojo a las puertas y te encuentras en otro. Mi vida, desde el día que zarpamos de Southampton hasta el que regresamos a Inglaterra, fue uno de esos compartimentos. Desde entonces, siempre he sentido lo mismo sobre los viajes. Sales de una vida y te metes en otra. Eres tú misma, pero a la vez diferente. La vida corriente está presa en el entramado de cientos de telarañas y filamentos que te encierran en la vida doméstica de todos los días: cartas que escribir y facturas por pagar, quehaceres pendientes, amigos que visitar, fotografías por revelar, vestidos que coser, niñeras y criados que aplacar, comerciantes de quienes quejarse. La vida viajera, en cambio, tiene la esencia de un sueño. Es algo que está fuera de lo normal, pero en lo que estás metida. Está poblado de personajes a los que nunca has visto antes, y que con toda probabilidad no verás más. Te produce una cierta nostalgia y soledad, y anhelos de ver a alguna persona querida: Rosalind, mi madre, Madge. Pero eres como un vikingo o como los marinos de la época isabelina, que se han metido en el mundo de las aventuras y para quienes el hogar no es el hogar hasta su regreso.
Fue emocionante partir hacia lugares lejanos y ahora era maravilloso regresar. Rosalind nos trató sin duda como nos merecíamos, igual que a unos extraños a los que le acababan de presentar. Después de mirarnos fríamente, preguntó: «¿Dónde está la tía Punkie?» Mi hermana a su vez se vengó, instruyéndome detalladamente sobre lo que Rosalind comía, cómo se vestía, cómo la debíamos tratar, etc.
Pasadas las alegrías del reencuentro, empezaron los problemas. Jessie Swannell se había despedido, incapaz de congeniar con mi madre. La habían reemplazado por una niñera bastante mayor, a quien llamábamos entre nosotros Cu-cú. Creo que recibió ese nombre cuando, nada más producirse el cambio, tras la salida de Jessie Swannell, la nueva niñera trató de congraciarse con Rosalind abriendo y cerrando la puerta de su cuarto, al que asomaba la cabeza diciendo: «¡Cu-cú, cu-cú!» Eso le hizo gracia a la niña, que repetía la expresión cada vez que la nueva niñera aparecía. Y le cogió un gran cariño, aunque Cu-cú resultaba bastante tonta e incompetente. Era toda amor y afecto, pero lo perdía todo, lo rompía todo y hacía unas observaciones tan idiotas que hasta costaba creerlas. Rosalind disfrutaba con eso. Se hizo cargo de Cu-cú y se ocupó de sus asuntos.
—Querida, querida —escuché una vez desde el cuarto de la niña—, ¿dónde habré metido el cepillo de la reina de la casa? ¿Dónde puede estar? ¿En la cesta de la ropa?
—Yo te lo buscaré —surgió la voz de Rosalind—. Aquí está, en tu cama.
—Pero bueno, ¿cómo lo habré dejado ahí?
Rosalind le buscaba las cosas a Cu-cú, se las ordenaba, e incluso le daba instrucciones desde el carrito cuando estaban en la calle:
—No cruces ahora, es un mal momento, viene un autobús… Vas por un camino equivocado, Nannie… ¿No habías dicho que íbamos a la tienda de lana? Pues por aquí no se va a la tienda de lanas…
Y Cu-cú siempre contestaba:
—Pero bueno, ¿en qué estaría pensando para hacer eso?
Archie y yo éramos los únicos que teníamos problemas para soportar a Cu-cú. No podía estarse callada. La única solución era hacer oídos sordos y tratar de no escucharla, pero había veces en que no aguantábamos más y teníamos que hacerla callar. Una vez que íbamos en taxi a Paddington, Cu-cú no paraba de hacerle observaciones a Rosalind.
—Mira, querida. Mira por la ventana. ¿Ves ese edificio tan grande? Son los almacenes Selfridges. Un sitio estupendo. Puedes comprar ahí todo lo que quieras.
—Eso es Harrods, no Selfridges —corregía yo, con frialdad.
—¡Claro, claro! Eso siempre ha sido Harrods, ¿verdad? Pues sí que es divertido, porque Harrods lo conocemos muy bien, —¿verdad, querida?
—Ya sabía que era Harrods —replicaba Rosalind.
Es muy posible que la ineptitud y total ineficacia de Cu-cú fuera la causa de que Rosalind resultara una chica muy capacitada. Tenía que serlo. Alguien tenía que ocuparse de que su cuarto guardara al menos una apariencia de orden.