Belcher estaba encantado de regresar a Nueva Zelanda. Tenía muchos amigos allí y disfrutaba como un colegial. Cuando Archie y yo zarpamos para Honolulú, nos dio su bendición y deseó que nos lo pasáramos muy bien. Era un alivio desembarazarse de aquel compañero malhumorado y dominante. Hicimos un viaje bastante lento, parándonos en Fidji y en otras islas, hasta llegar finalmente a Honolulú. Era un lugar bastante más sofisticado de lo que esperaba, lleno de hoteles, carreteras y automóviles. Llegamos por la mañana temprano, nos dirigimos a nuestra habitación del hotel e, inmediatamente, al ver por la ventana a la gente haciendo surf en la playa, bajamos, alquilamos unas tablas y nos zambullimos en el mar. Fuimos demasiado ingenuos. Era un mal día para hacer surf, uno de ésos en los que sólo los expertos se atreven a hacerlo, pero nosotros, que ya habíamos practicado en África del Sur, creíamos saberlo todo. En Honolulú era todo muy diferente. La tabla, por ejemplo, era una gran plancha de madera, demasiado pesada para hacerla girar. Te tumbabas encima y, poco a poco, remabas hacia el arrecife, que estaba, al menos eso me parecía, a una milla de distancia. Entonces, cuando por fin habías llegado, tenías que ponerte en posición y esperar a que viniera la ola apropiada para deslizarte sobre ella hasta la playa. No es tan fácil como parece. Primero, hay que reconocer cual es la ola apropiada, y segundo, más importante aún, hay que saber cuál es la ola mala, porque si te coge, te hunde inmediatamente hasta el fondo.

Yo no era tan buena nadadora como Archie, así que me costó bastante más llegar hasta el arrecife. Lo había perdido de vista, pero suponía que estaría ya deslizándose hacia la playa sin mayores problemas. Así que preparé mi tabla y esperé a que llegara la ola. Llegó, y era la mala. Antes de que pudiera reaccionar, la tabla y yo íbamos cada uno por un lado. La ola había estallado y me había sumergido inmediatamente. Cuando salí otra vez a la superficie, después de haberme tragado medio mar, vi que la tabla estaba lejísimos, flotando en dirección a la playa. Me puse a nadar, con grandes dificultades, en su busca. La recuperó un joven americano, que me saludó con las siguientes palabras: «Mira, hermana, si fuera tú, no haría surf hoy. Lo pasarás bastante mal. Lo mejor que puedes hacer es coger la tabla e irte a la playa a descansar». Así lo hice.

Al poco tiempo, Archie se unió a mí. Le había ocurrido lo mismo, pero como era buen nadador, había recuperado la tabla fácilmente. Lo intentó un par de veces más y, al fin, consiguió deslizarse más o menos bien. Por entonces estábamos completamente magullados, llenos de rasguños y exhaustos. Devolvimos las tablas, atravesamos la playa, subimos a nuestras habitaciones y caímos rendidos sobre la cama. Dormimos unas cuatro horas y al despertarnos estábamos tan rendidos como antes. Le dije a Archie:

—Creí que el surf proporcionaba un gran placer. —Después, suspirando, agregué—: Ojalá estuviera otra vez en Muizenberg.

La segunda vez que me metí en el agua, sucedió una catástrofe. Mi bonito traje de baño de seda que me cubría de los hombros a los muslos, se desgarró con la fuerza de las olas. Casi desnuda, me dirigí apresuradamente a coger el albornoz. Después fui a la tienda del hotel donde escogí un magnífico y reducido traje de baño de lana verde esmeralda, que, en mi opinión, me sentaba a las mil maravillas. Archie pensaba lo mismo.

Pasamos cuatro días fastuosos en el hotel, pero después tuvimos que buscar otro más barato. Al final, alquilamos un pequeño chalet al otro lado de la carretera. Costaba la mitad aproximadamente. Todo el tiempo lo pasábamos en la playa haciendo surf, y poco a poco me hice una experta, al menos desde el punto de vista europeo. Teníamos los pies destrozados por el coral del arrecife, hasta que nos compramos unas ligeras botas de cuero que se ataban a las pantorrillas.

No disfrutamos mucho los cuatro o cinco primeros días de surf —era demasiado doloroso—, pero de cuando en cuando surgían momentos de profunda alegría. Pronto aprendimos a utilizar el camino más fácil. Al menos yo, pues Archie lo hacía todo por su propio es fuerzo. La mayoría de la gente tenía a un niño hawaiano a su lado que llevaba la tabla hasta el arrecife, y luego allí la sostenía y te avisaba cuando llegaba la ola adecuada. Cuando te decía «ahora», te lanzabas sobre la tabla y entonces se producía el milagro. Era maravilloso. No creo que haya nada comparable: deslizarse sobre las aguas a una velocidad que te parece de doscientas millas por hora, manteniéndote en equilibrio inestable sobre la ola, hasta llegar suavemente a la playa y encallar en la arena. Es uno de los placeres físicos más perfectos que haya experimentado nunca.

Al cabo de diez días mostraba ya cierta osadía. Al empezar la carrera, trataba de primero de colocarme cautelosamente sobre las rodillas y después intentaba ponerme en pie. Las seis primeras veces fracasé, pero sin consecuencias dolorosas: simplemente, pierdes el equilibrio y te caes. Claro que, como pierdas la tabla, tienes que ponerte a nadar para recuperarla, pero con un poco de suerte, el niño hawaiano te ha seguido y se encarga de recogerla. Entonces empiezas otra vez. Aún recuerdo la maravillosa sensación que sentí cuando, por primera vez, llegué hasta la playa a lomos de una ola.

Fuimos también unos pardillos en otra cuestión, lo que nos acarreó desagradables consecuencias. Habíamos subestimado completamente la fuerza de los rayos del sol. Como estábamos mojados y frescos en el agua, no nos dimos cuenta del efecto que produciría en nuestra piel. Normalmente, la gente va a hacer surf a primeras horas de la mañana o últimas de la tarde, pero nosotros nos quedábamos en la playa a mediodía, confiados y alegres. Los resultados se notaron en seguida. Dolores terribles con la espalda y los hombros hirviendo toda la noche, y finalmente la piel que se caía a grandes tiras, dejando al descubierto zonas rojas casi en carne viva. Me daba vergüenza bajar a cenar con un vestido de noche. Tenía que cubrirme los hombros con un chal muy ligero. Al bajar a la playa, Archie se ponía la chaqueta del pijama y yo una camisa blanca para proteger los hombros y brazos. Nos quedábamos sentados al sol así, y sólo nos lo quitábamos cuando entrábamos en el agua. Pero el daño ya estaba hecho y mis hombros tardaron bastante en recuperarse. Resulta humillante pasarte una mano por la espalda y sacar una enorme tira de piel muerta.

Nuestro pequeño chalet estaba rodeado de bananos; los plátanos, como antes las piñas, fueron una ligera desilusión para mí. Había imaginado que se podrían comer directamente del árbol, con sólo extender la mano. Pero no sucedía así. Son una gran fuente de riqueza y siempre los cortan cuando están completamente verdes. A pesar de todo, y aunque no me los podía comer de los árboles, disfrutaba de una enorme variedad de ellos. Recuerdo a mi niñera, cuando yo tenía tres años, que me explicaba las distintas variedades existentes en la India; unos grandes y verdes que no se podían comer, y otros amarillos y pequeños que eran deliciosos. Honolulú ofrecía al menos diez clases distintas. Los había rojos, grandes, pequeños, llamados mantecados, que eran blancos y pastosos por dentro, para cocinar, y muchos otros. Los plátanos manzanas eran otra variedad, creo. Se podía escoger muy bien lo que se comería.

Los propios hawaianos me desilusionaron también. Los imaginaba como criaturas de una exquisita belleza. Para empezar, no me gustó el penetrante olor a aceite de coco que todas las chicas tenían, y la mayoría no eran nada hermosas. Las copiosas comidas de carne estofada tampoco tenían nada que ver con lo que una había imaginado. Había pensado siempre que los polinesios se alimentaban sobre todo de frutas; su pasión por la carne estofada me sorprendió mucho.

Nuestras vacaciones se estaban terminando, y nos fuimos haciendo a la idea de que había que empezar de nuevo con las actividades de la Misión. Nos preocupaba también nuestra situación económica. Honolulú resultaba un lugar carísimo. Cualquier cosa costaba tres veces más de lo que habías calculado. El alquiler de la tabla de surf, el niño hawaiano; todo costaba dinero, Hasta ahora nos habíamos arreglado bastante bien, pero empezaba a apoderarse de nosotros una cierta ansiedad ante el futuro. Teníamos aún que llegar a Canadá y las mil libras de Archie desaparecían a toda velocidad. Nuestros pasajes de barco estaban ya pagados, así que por ese lado no teníamos nada que temer. Yo llegaría hasta Canadá y de allí hasta Inglaterra. Pero faltaban los gastos de estancia durante la gira por Canadá. ¿Cómo me las arreglaría? No obstante, procuramos olvidar las preocupaciones y continuamos haciendo surf desesperadamente hasta que pudiéramos. Demasiado desesperadamente, como luego veríamos.

Hacía ya algún tiempo que notaba un dolor en el cuello y hombro, y me despertaba todas las mañanas a las cinco con un dolor casi insoportable en el brazo y hombro derechos. Tenía una neuritis, aunque todavía no lo sabía. Si lo hubiera sabido, no habría utilizado más ese brazo y habría abandonado el surf, pero nunca pensé que fuera eso. Sólo nos quedaban tres días y no desperdiciaría un solo momento. Seguía practicando el surf incansablemente. Por la noche ya no podía dormir, a causa del dolor. Pero pensaba con gran optimismo que desaparecería cuando dejáramos Honolulú. Estaba completamente equivocada. Sufriría una fuerte neuritis, casi insoportable, durante todo el mes siguiente.

Belcher no estuvo nada amable cuando nos reunimos de nuevo. Parecía echarnos en cara las vacaciones. Ya era hora de que trabajáramos algo, dijo.

—Todo ese tiempo haciendo el vago, sin dar golpe. ¡Qué barbaridad! Resulta extraordinaria la forma en que se ha organizado esto, pagando a la gente por no hacer nada.

Belcher parecía ignorar que él también se había estado divirtiendo en Nueva Zelanda con sus amigos, a quienes lamentaba dejar.

Como tenía dolores continuos, fui a ver a un médico. No me ayudó mucho. Me dio una especie de pomada de feroces efectos, para que me la aplicara en el codo cuando el dolor fuera muy fuerte. Probablemente tenía algo de guindilla o pimentón, pues casi me hizo un agujero en la piel y no me solucionó nada. Estaba completamente desesperada. El dolor constante deprime mucho. Empezaba a primeras horas de la mañana; entonces me levantaba y paseaba un poco, para distraerme y hacerla más soportable. Desaparecía durante una hora o dos, y luego regresaba con redoblada fuerza.

Con el dolor me olvidé momentáneamente de nuestras preocupaciones económicas. Estábamos ya bastante mal. A Archie no le quedaba casi nada de sus mil libras y aún nos faltaban tres semanas. Decidimos que lo único viable era que yo no fuera con ellos a Labrador y Nueva Escocia, y que me marchaba a Nueva York en cuanto nos quedásemos sin dinero. Viviría allí con las tías Cassie o May, mientras Archie y Belcher inspeccionaban la industria del zorro plateado.

Las cosas no resultaban nada fáciles. Podía permitirme la estancia en los hoteles, pero lo que resultaba muy caro eran las comidas. Así que ideamos un plan: mi comida sería el desayuno. El desayuno costaba un dólar, en aquellos tiempos, cuatro chelines en moneda inglesa. Así que bajaba al restaurante a desayunar y me comía todo lo que estaba en el menú; pomelos, papayas, pasteles de harina, tortas con jarabe de arce, huecos con bacón. Salía como una boa constrictor después de zamparse una ternera entera, pero así aguantaba sin comer hasta la noche.

Durante nuestra gira habíamos recibido diversos regalos, como una hermosa alfombra azul llena de animales para Rosalind, que pensaba poner en su cuarto, algunas estatuillas, otra alfombra, y bastantes cosas más. Entre ellas había un enorme frasco de extracto de carne de Nueva Zelanda. Lo llevábamos con nosotros durante el viaje; fue mi salvación, pues de él dependería por las noches. Me hubiera encantado que «El Deshidratador» nos hubiera regalado, como recuerdo, una buena reserva de zanahorias, carne y patatas deshidratadas.

Cuando Belcher y Archie se iban a sus cenas de las Cámaras de Comercio u otras recepciones oficiales, me retiraba a mi habitación, pretextando no sentirme bien, y pedía una gran jarra de agua hirviendo para curar mi indigestión. Cuando llegaba la jarra, añadía dentro el extracto de carne y así me alimentaba hasta la mañana siguiente. Me duró unos diez días. A veces, por supuesto, me invitaban también a mí a las recepciones oficiales. Ésos eran mis días de suerte. En Winnipeg fui especialmente afortunada, pues la hija de uno de los dignatarios locales me llamó y me invitó a comer a un hotel muy caro. Fue una comida gloriosa. Acepté todos los platos que me ofrecieron. Mi anfitriona comió con bastante moderación. No tengo ni idea de lo que pensaría de mí.

Creo que fue en Winnipeg donde Archie y Belcher hicieron un recorrido por los silos de grano. No se nos ocurrió que una persona con sinusitis no debería acercarse a un silo. Cuando Archie volvió esa tarde, presentaba un estado lastimoso. Me alarmé mucho. Al día siguiente consiguió hacer el viaje hasta Toronto, pero una vez allí se derrumbó y tuvo que interrumpir sus actividades.

Belcher, por supuesto, estaba absolutamente furioso. No mostró comprensión alguna. Archie lo había abandonado, dijo. Era joven y fuerte, no tenía sentido que se derrumbase así. Claro, claro, se daba cuenta de que tenía mucha fiebre, pero si era tan delicado, que no hubiera hecho el viaje. Belcher tenía que enfrentarse completamente sólo a todos los compromisos. Bates no servía para nada, como era fácil comprobar. Sólo sabía empaquetar las ropas e incluso eso lo hacía mal. No era capaz de plegar los pantalones adecuadamente, el pobre imbécil.

Llamé a un médico, recomendado por el hotel, quien le diagnosticó una congestión pulmonar; debía permanecer inmóvil y alejado de toda actividad al menos durante una semana. Furioso, Belcher se marchó y allí me quedé yo casi sin dinero, sola en un hotel enorme e impersonal, con un enfermo que empezaba a delirar. Su temperatura era superior a 40 grados. Por si fuera poco, tuvo un acceso de urticaria. Estaba cubierto desde la cabeza hasta los pies y sufría enormemente con la irritación y la fiebre.

Fueron unos días terribles y me alegra haber olvidado la desesperación y soledad que me invadían. La comida del hotel no era apropiada para un enfermo, así que tuve que salir a buscar la dieta idónea: agua de cebada y gachas de cereal, que no le desagradaron. Pobre Archie, nunca había visto un hombre tan enloquecido con aquella terrible urticaria. Le mojaba de arriba abajo, seis o siete veces al día, con una solución de bicarbonato de sosa y agua, que le producía un cierto alivio. Al tercer día el médico propuso que llamáramos a otros colegas para que lo examinaran. Dos hombres, con aspecto de búhos, se colocaron a ambos lados de la cama con expresión seria, sacudiendo la cabeza y diciendo que era un caso grave. Bueno, todos hemos sufrido estas experiencias. Al poco tiempo, Archie se levantó una mañana casi sin fiebre, la urticaria estaba desapareciendo y era evidente que empezaba a recuperarse. Yo me sentía muy débil, sobre todo por la ansiedad que me había producido su estado.

A los cuatro o cinco días, Archie se había curado aunque seguía débil y nos reunimos de nuevo con el detestable Belcher. No recuerdo hacia dónde nos dirigimos entonces, posiblemente a Ottawa, que me encantó. Era otoño y las hojas de arce estaban preciosas. Nos alojamos en la mansión privada de un almirante de edad madura, un hombre encantador que tenía un perro pastor alsaciano precioso. Me llevaba a pasear con frecuencia en un pequeño carrito a través de los bosques de arces.

Desde Ottawa nos dirigimos a las Montañas Rocosas, al lago Louise y Banff. El lago Louise fue durante mucho tiempo mi respuesta a todo el que me preguntaba por el paraje más hermoso que había visto en mi vida: un lago extenso, largo y de un azul profundo, cercado de pequeñas montañas de hermosísima conformación, en cuyo fondo aparecían las enormes cumbres nevadas de las Montañas Rocosas. En Banff tuve mucha suerte. No se me había curado aún la neuritis, así que resolví probar las aguas calientes sulfurosas que mucha gente me aseguró que me irían bien. Todas las mañanas me sumergía en ellas. Era una especie de piscina y, atravesándola de un lado a otro, podía ponerme debajo de una de las fuentes de donde manaba el agua con un fuerte olor a sulfuro. Dejaba que se me deslizara sobre el hombro y brazo derechos. Con enorme alegría, comprobé que al cabo de cuatro días la neuritis había desaparecido por completo. Verme libre de dolores una vez más fue para mí un placer increíble.

Así llegamos, Archie y yo, a Montreal. Allí se separaban nuestros caminos: Archie se dirigiría con Belcher a inspeccionar los criaderos de zorros y yo cogería un tren hacia el sur, hacia Nueva York. No me quedaba prácticamente nada de dinero.

En Nueva York me recibió mi tía Cassie. Se portó maravillosamente conmigo. Me alojé en el apartamento que tenía en el Riverside Drive. Era ya bastante mayor, creo que rondaría los ochenta años. Me llevó a ver a su cuñada, la señora Pierpont Morgan, y me presentó a algunos de los jóvenes miembros de la familia Morgan. Me llevó también a restaurantes magníficos, donde probé los más deliciosos manjares. Me habló mucho de mi padre y de sus primeros tiempos en Nueva York. Fueron unos días estupendos. Hacia el final de mi estancia, la tía Cassie me preguntó qué es lo que más me apetecería hacer como despedida. Le dije que deseaba comer en una de esas cafeterías de auto-servicio. En Inglaterra eran desconocidas, pero había leído que en Nueva York tenían bastante éxito y tenía ganas de conocerlas. A mi tía le pareció un deseo de lo más extravagante. No comprendía que alguien deseara meterse en una cafetería, pero como estaba llena de buena voluntad hacia mí, me acompañó. Era la primera vez, me dijo, que entraba en una. Cogí mi bandeja y empecé a escoger platos del aparador; me pareció una experiencia muy divertida.

Y llegó el día en que Archie y Belcher reaparecieron en Nueva York. Estaba encantada de que llegaran, pues a pesar de toda amabilidad de tía Cassie me sentía ya como un pájaro encerrado en una jaula de oro.

Tía Cassie nunca me permitió andar sola por ningún lado. Aquello me resultaba chocante, después de toda mi libertad en Londres, y me sentía bastante incómoda.

—Pero ¿por qué no, tía Cassie?

—Oh, nunca se sabe lo que le puede pasar a una chica joven y guapa como tú, que no conoce Nueva York.

Le aseguré que no habría ningún problema, pero insistió en que saliera sólo con el coche y el chófer, o en su compañía. Estuve a punto de escaparme alguna vez, tres o cuatro horas, pero sabía que la molestaría y no lo hice. Empecé pues a pensar en mi pronta vuelta a Londres, donde saldría libremente a pasear cuando quisiera.

Archie y Belcher pasaron una noche en Nueva York, y al día siguiente embarcamos en el Berengaria de regreso a Inglaterra. No me gustaba demasiado estar de nuevo en el mar, pero esta vez me mareé mucho menos. El mal tiempo se produjo en un momento particularmente importuno; estábamos participando en un torneo de bridge y Belcher había insistido en que fuera su compañera; yo no quería, pues aunque era un buen jugador, le gustaba tan poco perder que resultaba muy desagradable ser su compañero. No obstante, y como pronto nos veríamos libres de él, accedí a su petición. Inesperadamente, llegamos hasta la final que se celebró el día en que el viento empezó a refrescar y el barco a cabecear. No me atrevía a retirarme y sólo deseaba no causar un estropicio con mi mareo en medio de la partida. Ya se habían repartido las cartas de lo que iba a ser la última mano, cuando Belcher, con un terrible gesto de enfado, echó las suyas sobre la mesa.

—No vale la pena jugar esta mano —dijo—, realmente no vale la pena.

Supongo que se comportó así porque había cogido muy mal juego, y tendría que hacer «el muerto» en esa mano. Yo, en cambio, tenía casi todos los ases y reyes de la baraja. Jugué muy mal, pero por suerte las cartas jugaban solas. No podía perder. Medio mareada, puse una carta equivocada en la mesa, me olvidé de cómo había ido la subasta, hice todas las tonterías posibles, pero tenía un juego demasiado bueno. Ganamos el torneo. Me retiré a mi camarote completamente mareada y allí me quedé hasta que atracamos en Inglaterra.

Tengo que añadir, como posdata a las aventuras de todo ese año, que no mantuvimos nuestra promesa de retirar el saludo a Belcher. Estoy segura de que cualquiera que lea esto lo comprenderá; Todo el enfurecimiento que se apodera de uno en vivo, se evapora con el tiempo y el alejamiento de las circunstancias del enfado. Para nuestra gran sorpresa, comprobamos que en realidad nos gustaba Belcher, que disfrutábamos de su compañía. En muchas ocasiones cenamos con él y él con nosotros. Recordamos juntos y en perfecta amistad los diversos sucesos de nuestra gira, haciéndole sólo pequeños reproches de vez en cuando.

—Te portaste realmente muy mal en aquella ocasión, ¿sabes?

—Supongo que sí, supongo que sí —respondía Belcher—, pero soy así, ya lo sabéis. De todas formas, hubo momentos muy difíciles en el viaje; y no es que me complicarais mucho las cosas, salvo aquella vez en que Archie fue tan idiota como para caer enfermo. Me encontraba absolutamente perdido durante los quince días en que no estuvo conmigo. ¿Has conseguido curarte esa nariz y esa sinusitis? No es nada bueno andar por la vida con una sinusitis como ésa. Yo no podría.

Belcher había regresado de la gira comprometido en matrimonio. Una chica muy guapa, hija de uno de los funcionarios australianos, había trabajado con él como secretaria. Belcher tenía al menos cincuenta años y ella no tendría más de dieciocho o diecinueve. Nos lo anunció de forma repentina.

—Tengo una noticia para vosotros. ¡Voy a casarme con Gladys! y se casó con Gladys. Ella llegó en barco poco después de nuestro regreso. Pese a todas las apariencias, fue un matrimonio feliz, al menos durante algunos años. Gladys tenía muy buen carácter, le gustaba vivir en Inglaterra y manejaba al tempestuoso Belcher singularmente bien. Creo que fue al cabo de ocho o diez años cuando supimos que estaba en marcha el divorcio.

—Ha encontrado otro muchacho más guapo —nos anunció Belcher—. Realmente, no puedo culparla. Es muy joven y yo soy más bien un viejo cascarrabias. Seguimos siendo buenos amigos y le asignaré algún dinerito. Es una buena chica.

Una de las primeras veces que cenamos con Belcher después de su regreso, le hice una observación:

—¿Sabes que me debes dos libras, dieciocho chelines y cinco peniques por comprarte calcetines blancos?

—Vamos, querida —replicó—. ¿Es verdad eso? ¿Y esperas recuperarlo?

—No —le contesté.

—Exacto —dijo él—, no lo recuperarás.

Y nos reímos los dos.