I

Dar la vuelta al mundo ha sido una de las cosas más emocionantes que me han sucedido. Tan es así que ni siquiera creía que fuera cierto. Me repetía continuamente: «Voy a dar la vuelta al mundo». El punto álgido del viaje era, por supuesto, las vacaciones en Honolulú. Ir a una isla de los Mares del Sur sobrepasaba todo lo imaginable. Ahora resulta difícil comprender esa sensación. Los cruceros y los viajes al extranjero son; hoy día, algo rutinario. Se organizan a precios increíblemente baratos y casi todo el mundo puede realizarlos.

Cuando Archie y yo fuimos a pasar unos días a los Pirineos, hicimos el viaje en segunda clase, sentados toda la noche (la tercera clase en ferrocarriles extranjeros era, más o menos, como un pasaje de cubierta en un barco. Incluso en Inglaterra las damas que viajaban solas nunca hubieran ido en tercera. Según la abuelita, lo menos que te podías encontrar si lo hacías eran piojos, chinches y hombres borrachos. Hasta las doncellas de las señoras viajaban siempre en segunda). Nos recorrimos gran parte de los Pirineos, alojándonos siempre en hoteles baratos. A la vuelta, dudábamos mucho que al año siguiente pudiéramos permitirnos algo semejante.

En cambio, ahora, teníamos a la vista un verdadero viaje de lujo. Belcher, naturalmente, había dispuesto las cosas con la máxima suntuosidad. Nada, salvo lo mejor, era suficientemente bueno para la Misión de la Exposición del Imperio Británico. Éramos lo que hoy día se llama V.I.P.S. («personas muy importantes»).

Bates, el secretario de Belcher, era un joven serio y crédulo. Excelente secretario, eso sí, pero parecía un villano de melodrama, con su cabello negro, ojos brillantes y un aspecto bastante siniestro.

—Es como un verdadero malhechor, ¿verdad? —dijo Belcher—. Parece que te va a cortar el pescuezo en cualquier momento. Y, sin embargo, es la persona más respetable con la que te hayas cruzado nunca.

Antes de llegar a Ciudad del Cabo nos preguntábamos cómo era posible que Bates aguantara a Belcher. Se le veía constantemente intimidado, trabajaba a cualquier hora del día o de la noche; tenía que revelar las fotografías, tomar dictados, escribir y reescribir las cartas que Belcher modificaba continuamente. Tendría un buen sueldo, estoy segura, pues ninguna otra cosa le hubiera compensado, sobre todo no gustándole viajar. Se ponía muy nervioso en el extranjero y tenía un temor obsesivo por las serpientes, que, según él, nos encontraríamos en grandes cantidades en cualquier país al que fuéramos. Seguro que esperaban especialmente para atacarle.

Aunque zarpamos todos con el ánimo jubiloso y el mayor de los entusiasmos, la diversión se me terminó casi inmediatamente. Hacía un tiempo terrible. A bordo del Kildonan Castle todo parecía perfecto, hasta que el mar empezó a hacer de las suyas. El golfo de Vizcaya estaba peor que nunca. Permanecía encerrada en mi camarote con unos mareos atroces. Durante cuatro días estuve postrada, incapaz de asimilar ningún alimento. Al final, Archie llamó al médico para que me echara un vistazo. No creo que el doctor se hubiera tomado nunca en serio los mareos. Me dio algo que «me calmaría por dentro», pero que no m arregló nada. Continué gimiendo y creyendo morir, y creo que mi aspecto era verdaderamente el de una muerta, pues una mujer de un camarote vecino que había echado una ojeada dentro del mío le preguntó a la azafata, con gran interés, si era verdad que ya me había muerto.

Una noche hablé seriamente con Archie:

—Cuando lleguemos a Madeira —le dije—, si todavía vivo abandonaré este barco.

—Oh, espero que pronto te sentirás mejor.

—No, nunca me sentiré mejor. Tengo que salir de aquí y pisar tierra firme.

—Pero después tendrás que volver a Inglaterra —me señaló— si es que te bajas en Madeira.

No iré a Inglaterra —le dije—. Me quedaré allí. Ya conseguiré algún trabajo.

—¿Qué trabajo? Preguntó Archie, con aire de incredulidad.

Ciertamente, en aquel tiempo el trabajo para las mujeres era muy escaso. Todas eran hijas o esposas que mantener o viudas que vivían de lo que sus maridos habían dejado o de lo que sus parientes les proporcionaban. Acompañaban a señoras ancianas o se convertían en niñeras y nodrizas. Pero yo tenía una respuesta a tal objeción.

—Seré camarera —le dije. Creo que me gustaría serlo.

Siempre se necesitaban camareras, sobre todo de buena estatura. Una camarera alta no tendría dificultades para encontrar empleo —lean si no el delicioso libro de Margery Sharp, Cluny Brown—, y yo estaba segura de que reunía las condiciones necesarias. Sabía cuáles eran los vasos de vino que había que poner en la mesa. Abriría y cerraría la puerta principal. Limpiaría los servicios de plata —en casa siempre lo hacíamos nosotros— y atendería la mesa razonablemente bien.

—Sí —dije, con desmayo— puedo ser una buena camarera.

—Bueno, ya veremos —dijo Archie— cuando lleguemos a Madeira.

Sin embargo, cuando atracamos en el puerto me encontraba tan débil que ni siquiera podía levantarme de la cama. En realidad, pensaba que la única solución factible era quedarme en el barco y esperar mi muerte al cabo de uno o dos días. Pero a las cinco o seis horas de estar en el puerto, me sentí repentinamente muchísimo mejor. La mañana siguiente fue brillante y soleada y el mar estaba en calma. Me preguntaba por qué había hecho tanta tragedia de un simple mareo, ahora que me encontraba ya perfectamente.

En ningún otro caso existe una separación tan grande como entre una persona que está mareada y otra que no lo está. El que se encuentra bien nunca llega a comprender el estado del otro y al contrario. Jamás me acostumbré al balanceo del barco. Todo el mundo me había asegurado que, pasados los primeros días, me encontraría perfectamente. No era verdad. Cada vez que el mar estaba fuerte, me encontraba mal, sobre todo cuando el barco cabeceaba; Por suerte, la mayor parte de la travesía se efectuó con buen tiempo y mis mareos desaparecieron.

Mis recuerdos de Ciudad del Cabo son más claros que los de otros lugares; supongo que se debe a que fue el primer puerto de verdad al que llegamos y todo era nuevo y extraño. Los cafres, el monte Mesa con su extraña forma achatada, la salida del sol; los melocotones, los baños de mar, todo era maravilloso. Nos alojamos en uno de los mejores hoteles y Belcher se quejó desde el primer momento. Estaba furioso con la fruta que nos servían para desayunar, que con frecuencia estaba verde.

¿Cómo le llaman ustedes a eso? —vociferaba Belcher—, ¿melocotones? Pues tírelos al suelo y rebotarán como una pelota, sin el menor daño.

Siguiendo al pie de la letra lo que decía, Belcher tiró cinco melocotones al suelo.

—¿Ven? —dijo—. No se han reventado. Si estuvieran maduros no hubiera ocurrido lo mismo.

Entonces intuí que viajar con Belcher no sería tan agradable como nos había parecido en el transcurso de la cena en la que todo quedó decidido.

Éste no es un libro de viajes, sino un bucear en los recuerdos que permanecen vivos en mi cabeza; momentos que se me han quedado grabados, lugares e incidencias que me han maravillado. África del Sur significa mucho para mí. En Ciudad del Cabo el grupo se dividió. Archie, la señora Hyam y Sylvia se dirigieron a Port Elizabeth, para reunirse después con nosotros en Rhodesia. Belcher, el señor Hyam y yo nos fuimos hacia las minas de diamantes de Kimberley a través de Bechuanalandia, para encontrarnos con los otros en Salisbury. Mi memoria me trae recuerdos de días calurosos y polvorientos en el tren, camino de Karroo, continuamente sedienta y bebiendo sin parar limonadas heladas. Me acuerdo también de una larga línea recta de ferrocarril en Bechuanalandia. Veo vagamente a Belcher intimidando a Bates y discutiendo con Hyam. Recuerdo con emoción los Matopos, con sus enormes cantos rodados apilados, como si un gigante los hubiera colocado allí.

En Salisbury pasamos unos días muy agradables, rodeados de ingleses encantadores. De allí nos fuimos Archie y yo en una rápida excursión a las cataratas Victoria. Me alegro de no haber vuelto, así mi primer recuerdo permanece inalterable. Arboles enormes, una suave lluvia en polvo, arcos iris llenos de colorido y nuestros paseos por la selva, rodeados de una llovizna que, de cuando en cuando, se despejaba, dejándonos ver en toda su gloria las enormes cataratas. Sí, las considero como una de mis siete maravillas del mundo.

Fuimos a Livingstone y vimos los cocodrilos y los hipopótamos nadando en el río. De ese viaje volví con algunos animales de madera tallada que vendían los niños negros en las estaciones, a tres o seis peniques cada uno. Eran deliciosos. Todavía conservo algunos: elefantes, jirafas, hipopótamos, cebras, muy sencillos y bastos, pero con mucha gracia y encanto.

Fuimos después a Johannesburgo, ciudad de la que no guardo ningún recuerdo; a Pretoria, de la que recuerdo la piedra dorada de los Union Buildings; después a Durban, que me desilusionó, porque teníamos que bañarnos en una zona cercada, fuera del mar abierto. Lo que más disfruté, en la provincia de El Cabo, fueron los baños de mar. Siempre que teníamos algún tiempo libre o, más bien, cuando Archie podía, cogíamos el tren y nos íbamos a Muizenberg, agarrábamos las tablas de surf y nos lanzábamos sobre las olas. Las tablas de surf en África del Sur estaban hechas de madera muy ligera y fina, fáciles de manejar, y en seguida se aprendía la técnica de deslizarse sobre las olas. A veces te hacías daño, si te caías de narices sobre la arena, pero en general era un deporte muy divertido. Nos quedábamos a comer en la playa, entre las dunas. Recuerdo las hermosas flores, especialmente en la mansión o palacio del obispo, donde creo que asistimos a una recepción. Había un jardín todo rojo y otro jardín azul con grandes flores azules. Este último era encantador, con su fondo de dentelarias.

La cuestión económica en África del Sur nos resultó bastante bien, lo que nos animó bastante. Éramos invitados del gobierno en la mayoría de los hoteles y los viajes en ferrocarril nos resultaban gratis, así que sólo nos gastamos el importe de la excursión a las cataratas Victoria.

De África del Sur zarpamos hacia Australia. Fue un viaje largo y más bien gris. Para mí era un misterio porque, según explicaba el capitán, el camino más corto hacia Australia era descender hacia el polo y luego subir otra vez. Nos hizo unos gráficos con los que al final me convenció; aunque es un hecho que la Tierra es redonda y tiene unos polos achatados, resulta difícil tenerlo presente y apreciarlo en la vida real. No tuvimos mucho sol, pero fue un viaje tranquilo y bastante agradable.

Siempre me ha resultado extraño que nunca te describan los países de forma que puedas reconocerlos cuando llegas a ellos. Mi idea de Australia incluía canguros en grandes cantidades y enormes zonas de desierto desolado. Lo que más me asombró, cuando llegamos a Melbourne, fue el extraordinario aspecto de los árboles y la singularidad que proporcionan al paisaje los havas de caucho australianos. La primera cosa que observo al llegar a un sitio son los árboles y la forma de las colinas. Estaba acostumbrada a los de Inglaterra, con sus troncos oscuros y ramas ligeras llenas de follaje; en Australia era al contrario y me produjeron un efecto asombroso. Los troncos eran de un blanco plateado, y las hojas muy oscuras; daba la impresión de que estabas mirando el negativo de una fotografía. No coincidía en absoluto con la idea que tenía del paisaje. La otra cosa asombrosa eran los guacamayos: azules, rojos y verdes, volando por los aires con enorme escándalo. Sus colores eran maravillosos, eran como joyas voladoras.

Estuvimos en Melbourne un corto período y desde allí hicimos varias excursiones. Recuerdo especialmente una de ellas, por los gigantescos helechos que encontramos. No me esperaba encontrar este tipo de jungla tropical en Australia. Era maravilloso y muy emocionante. La comida, en cambio, era pésima. Salvo en el hotel de Melbourne, donde se cocinaba bien, la carne y los pavos que tomábamos estaban siempre durísimos. Además, los servicios sanitarios resultaban ligeramente embarazosos para una persona educada al estilo victoriano. El de las mujeres consistía en un cuarto en el que había dos tazas aisladas en medio del suelo, listas para su uso inmediato. Resultaba bastante difícil y no había ninguna intimidad.

En dos ocasiones, cometí un error de protocolo a la hora de sentarnos a la mesa, una vez en Australia y otra en Nueva Zelanda. Por lo general, en los distintos lugares que visitábamos, salía a recibirnos el alcalde o la Cámara de Comercio; pues bien, la primera vez que sucedió fui, con toda mi inocencia, a sentarme al lado del alcalde. Inmediatamente, una vieja dama de agrio aspecto me advirtió: «Creo, señora Christie, que preferirá usted sentarse al lado de su marido». Llena de vergüenza, corrí al lado de Archie. La disposición apropiada en tales banquetes era que cada esposa se sentara junto a su marido. Lo olvidé de nuevo en Nueva Zelanda, pero a partir de entonces no me volvió a suceder.

Pasamos unos días en Nueva Gales del Sur, en una finca denominada, creo, Yanga, en la que había un gran lago con cisnes negros. El lugar era muy hermoso. Allí, mientras Belcher y Archie se pasaban el día hablando del Imperio Británico, de la emigración, de la importancia del comercio entre los países que formaban dicho Imperio y todas esas cosas, yo me dedicaba a disfrutar de los naranjos. Tenía una magnífica mecedora, el sol era delicioso y creo que me comí veintitrés naranjas, escogiéndolas cuidadosamente de entre los árboles que me rodeaban. Las naranjas maduras, arrancadas directamente del árbol, son lo más delicioso que pueda imaginarse. Descubrí bastantes cosas respecto a las frutas. Las piñas, por ejemplo. Siempre había pensado que colgaban graciosamente de un árbol, pero me quedé completamente asombrada al descubrir que un enorme campo, que a mí me parecía lleno de coles, era en realidad una huerta de piñas. Fue una auténtica desilusión. Era una forma demasiado prosaica de crecer para una fruta tan suculenta.

Aunque buena parte del viaje la realizábamos en tren, también viajábamos mucho en coche. Resultaba aterrador viajar a través de aquellas enormes superficies de pastos completamente llanos, sin nada que interrumpiera el horizonte, salvo algún molino aislado. Era muy fácil perderse en aquellos lugares: el sol estaba tan alto que no había forma de saber dónde estaba el norte, el sur, el este y el oeste. No había mojones para orientarse. Nunca había imaginado un desierto de verdes prados; pero estoy segura de que en cualquier país desértico hay más accidentes del terreno y mojones que en las enormes superficies de hierba de Australia.

Llegamos a Sydney, donde pasamos unos días muy alegres, pero, después de haber oído que Sydney y Río de Janeiro tenían las bahías más hermosas del mundo, me decepcionó. Quizás esperaba demasiado. Menos mal que nunca he estado en Río, así puedo conservar una imagen fantástica de esa ciudad legendaria.

Fue allí donde, por primera vez, entramos en contacto con la familia Bell. Siempre que pienso en Australia, me acuerdo de los Bell. Una mujer joven, un poco mayor que yo, se me acercó una noche en el hotel de Sydney, se presentó a sí misma como una Bell y me dijo que, a finales de la semana siguiente, estábamos invitados a su granja en Queensland. Como Archie y Belcher tenían que hacer una serie de recorridos bastante aburridos por varias ciudades, quedamos en que la acompañaría a la granja; en Couchin Couchin, y en que esperaríamos allí su llegada.

Recuerdo que el viaje fue larguísimo —bastantes horas—, y que estaba muerta de cansancio. Al final fuimos en coche y por fin llegamos a Couchin Couchin, cerca de Boona, en Queensland. Estaba todavía medio dormida, cuando repentinamente entré en un ambiente de exuberante vitalidad. Las habitaciones, todas iluminadas, estaban llenas de hermosas chicas sentadas, que te presentaban bebidas —chocolate, café, cualquier cosa—, hablando todas a la vez y riendo continuamente. Tenía la sensación de que veía, no doble, sino cuádruple a la vez. Me pareció que la familia Bell se componía, al menos, de veintiséis personas. Al día siguiente reduje los miembros a cuatro chicas y cuatro chicos. Las chicas se parecían todas ligeramente, salvo una, que era morena; las demás eran rubias, bastante altas y de rostros alargados, todas de graciosos movimientos, magníficas caballistas y con una enorme vivacidad.

Fue una semana sensacional. La energía de aquellas muchachas era tal, que me costaba bastante seguir su ritmo; los cuatro hermanos me dejaron también una magnífica impresión: Víctor, muy alegre y muy galante; Bert, espléndido jinete y de gran personalidad; Frick, tranquilo y muy amante de la música. Creo que mi preferido era Frick. Años más tarde, su hijo Guilford vendría con Max y conmigo en nuestras expediciones arqueológicas a Irak y Siria, y aún le considero casi como a un hijo.

La figura dominante era la madre, la señora Bell, viuda desde hacía bastantes años. Se parecía algo a la reina Victoria: de baja estatura, cabellos grises, tranquila pero de maneras autoritarias, dirigía la casa con un poder absolutamente autocrático, y se la trataba siempre como si perteneciera a la realeza.

Entre los diversos criados, mozos agrícolas, ayudantes, etc., la mayoría mestizos, había uno o dos aborígenes de pura raza.

Aileen Bell, la más joven de las hermanas Bell, me dijo casi nada más llegar:

—Tienes que ver a Susan. Le pregunté quién era Susan.

—Oh, uno de los negros. —Siempre se referían ellos como los negros—. Uno de los negros, pero uno verdadero, de pura raza, y hace maravillosas imitaciones.

Así que se nos presentó una vieja y arrugada aborigen, llena de dignidad y autoridad. Entre los suyos era una reina, como la señora Bell lo era en su círculo. Hizo diversas imitaciones de las chicas y de algunos de los hermanos y también de los caballos y de los niños; su mímica era completamente natural y se veía que disfrutaba mucho haciendo su exhibición.

—Y ahora, Susan —dijo Aileen—, imita a mi madre yendo a echar un vistazo a las gallinas.

Pero Susan negó con la cabeza.

—Nunca quiere imitar a mi madre. Dice que no sería respetuoso y que sería incapaz de hacer una cosa así.

Aileen tenía varios canguros domesticados y algunos wallabies, así como bastantes perros, y naturalmente caballos. Toda la familia Bell insistió en que montara alguno, pero no me creía con fuerzas, pues sólo muy rara vez lo había hecho en alguna cacería en Devon cuando era niña. Además, siempre me había disgustado montar caballos ajenos, por si acaso los desgraciaba. No insistieron más y recorrimos todos los lugares en coche. Es una experiencia emocionante verse rodeada de ganado por todos lados y observar los diversos aspectos de la vida en una granja. La familia Bell poseía muchos territorios en Queensland y, si hubiéramos tenido tiempo, Aileen me dijo que me hubiera llevado a ver la granja del Norte, que era mucho más salvaje y primitiva. Las cuatro hermanas estaban siempre de parloteo. Adoraban a sus hermanos y los idealizaban de una forma harto peculiar para mí. Iban siempre de un lado para otro: a otras granjas, a ver a sus amigos, a Sydney a ver las carreras de caballos; y flirteaban con varios jóvenes de los alrededores.

Por entonces llegaron Archie y Belcher bastante fatigados de sus esfuerzos comerciales. Pasamos un fin de semana muy alegre y despreocupado, divirtiéndonos con cosas poco frecuentes, como una excursión en un tren diminuto, cuya locomotora conduje durante algunas millas. Fuimos a una reunión de los parlamentarios del Partido Laborista australiano, donde se celebró un banquete en el que la bebida corrió generosamente; a la vuelta pasamos momentos muy peligrosos en el pequeño tren, pues lo condujimos a velocidades casi suicidas.

Nos despedimos de nuestros amigos con tristeza, o de la mayor parte de ellos, pues unos cuantos nos acompañaron hasta Sydney. Durante el viaje nos recreamos viendo las montañas Azules, que producían un efecto en el paisaje como nunca había visto antes. En la distancia, parecían realmente azules, de un azul cobalto, no ese gris azulado que suelen tener los montes en la lejanía. Daba la sensación de que las había colocado allí un pintor de exagerada paleta.

Australia nos agotó bastante a todos. Casi todos los días los habíamos dedicado a conferencias, cenas, comidas, recepciones, largos viajes entre distintos lugares. Por aquel entonces ya me conocía de memoria las conferencias de Belcher. Era bastante bueno hablando; se expresaba con tal espontaneidad y entusiasmo que parecía improvisar en cada momento. Archie constituía un magnífico contraste frente a la personalidad de Belcher, con su aire de prudencia y sagacidad financiera. En los inicios de la gira, creo que en África del Sur, los periódicos locales se refirieron a Archie como el gobernador del Banco de Inglaterra. Ningún mentís a tal cargo apareció posteriormente, así que, en lo que a la prensa respecta, se le siguió considerando como tal.

Desde Australia nos dirigimos a Tasmania, zarpando de Launceston hacia Hobart. Hobart es un lugar increíblemente hermoso, con su profundo mar azul, su encantador puerto y sus flores, árboles y arbustos. Decidí que algún día regresaría para vivir allí.

Desde Hobatt nos dirigimos a Nueva Zelanda. Recuerdo perfectamente esa parte del viaje, pues caímos en manos de un individuo al que dimos el nombre de «El Deshidratador». En aquellos tiempos, la idea de deshidratar los alimentos estaba en su apogeo. Este hombre no podía ver ningún producto alimenticio sin pensar en seguida en la forma de deshidratarlo. Cada vez que nos sentábamos a la mesa, nos llegaban de la suya bandejas repletas de alimentos deshidratados para que los probásemos; ninguno, sin excepción, sabía a nada.

—Si pretenden que me coma algún alimento deshidratado más —dijo Belcher—, me volveré loco.

Pero como «El Deshidratador» era rico y poderoso, y quizá sería de gran provecho para la Exposición, Belcher reprimió sus sentimientos y continuó soportando las patatas y zanahorias deshidratadas.

Por aquel entonces habían desaparecido ya los iniciales atractivos de viajar juntos. Belcher ya no era el amigo afectuoso que parecía en los primeros momentos. Era un hombre grosero, desconsiderado, dominante e intimidador y muy avaro en pequeñeces. Por ejemplo, siempre me enviaba a comprarle calcetines de algodón y otros artículos de ropa interior, pero, ni por casualidad, me devolvió alguna vez el importe de la compra.

Si había algo que le ponía de mal humor, resultaba tan imposible de tratar que no había más remedio que corresponderle con un odio virulento. Se comportaba igual que un niño mal educado y perverso. Pero cuando recuperaba su ánimo, te desarmaba con un encanto y una afabilidad que te hacía olvidar la rabia anterior y te reconciliabas de nuevo con él. Sabíamos siempre cuándo iba a ponerse de mal humor, pues empezaba a sudar lentamente y se le ponía la cara roja como la cresta de un pavo. Entonces, a los pocos minutos explotaba e insultaba al primero que encontrase. Cuando estaba de buen humor nos contaba divertidas historias, de las que poseía una gran colección.

Pienso aún que Nueva Zelanda es el país más hermoso que he visto nunca. Su paisaje es extraordinario. Llegamos a Wellington en un día perfecto, algo que, según me informaron los nativos, ocurría pocas veces. Fuimos a Nelson y después a la Isla Sur a través de la garganta Buller y la Kawaru. Por todos lados la belleza, de la campiña era asombrosa. Me prometí entonces que algún día regresaría en la primavera —en su primavera, no en la nuestra—, para ver las rata en flor: todo dorado y rojo. Nunca lo he hecho; se encuentra demasiado lejos. Ahora, con el auge de la aviación comercial, es un viaje de sólo dos o tres días, pero mi época viajera se ha terminado ya.