V

Modificado el último capítulo de El misterioso caso de Styles, se lo entregué a John Lane y, tras efectuar algunas ligeras modificaciones más, poco a poco mi excitación pasó a un segundo plano y la vida prosiguió su curso como en cualquier otra joven pareja que se siente feliz, enamorados el uno del otro, con ciertas dificultades económicas, pero sin dejarse dominar por tal circunstancia. Los fines de semana salíamos normalmente al campo y nos dedicábamos a pasear.

El único problema serio que nos afectó en aquella época fue la pérdida de mi querida Lucy. Llevaba una temporada con aspecto preocupado, hasta que un día se me acercó con aire de tristeza y me dijo de sopetón:

Siento muchísimo decepcionarla, señorita Agatha, quiero decir, señora, y no sé qué pensaría de mí la señora Rowe, pero… bueno, ya está, me voy a casar.

—¿Te vas a casar, Lucy? ¿Con quién?

—Con uno que conocí antes de la guerra. Siempre le he gustado.

Mi madre me dio más detalles. Cuando se lo conté, exclamó:

—No será otra vez aquel Jack, ¿verdad?

Parece que a mamá no le gustaba nada «aquel Jack». Había cortejado a Lucy durante algún tiempo; como a su familia no le agradaba mucho, se alegraron cuando la pareja rompió sus relaciones. No obstante, ahora habían salido juntos otra vez. Lucy había permanecido fiel a Jack y así quedaron las cosas: la pareja se casaría y nosotros teníamos que buscar otra doncella.

En aquellos momentos resultaba aún más difícil que antes. No había forma de encontrar doncellas por ningún lado. Pero, al final, no recuerdo si a través de una agencia o por una amistad, tropecé con una chica llamada Rose. Parecía estupenda. Tenía muy buenas referencias, una carita redonda y sonrosada, una hermosa sonrisa y muy buena disposición para todo. El único problema es que no quería bajo ningún concepto entrar en una casa donde hubiera un bebé y una niñera. Pero me pareció que la convencería. Había estado sirviendo en casa de un piloto de aviación, y cuando supo que mi marido también lo había sido, su postura se dulcificó. Me dijo que esperaba que el señor conociera al jefe de escuadrilla G. Corrí a casa y le dije a Archie:

—¿Conociste a un jefe de escuadrilla llamado G.?

—No, que recuerde —me contestó.

—Bueno, pues da lo mismo —le dije—. Di que estuviste con él, que fuisteis compañeros o cualquier cosa parecida: tenemos que quedarnos con Rose. Es estupenda, de verdad. Si supieras las chicas horribles que he visto…

Así que al poco tiempo vino Rose a casa, para ver si le interesaba.

Le presenté a Archie, que dijo algunas cosas amables sobre el jefe de escuadrilla G., y la convencimos para que aceptara el puesto.

—Pero a mí no me gustan las niñeras —nos dijo, en tono de advertencia—. Los niños no me importan, pero las niñeras siempre traen problemas.

—Oh, estoy segura —le dije—, de que la niñera Swannell no le causará ninguno.

No estaba tan segura, pero pensaba que al final todo se arreglaría.

La única persona a la que incordiaría Jessie Swannell sería a mí, y eso no me preocupaba. Como esperaba, las dos se llevaron bastante bien. Jessie le contó su vida en Nigeria y lo bien que lo había pasado teniendo a tantos negros bajo sus órdenes, y Rose le contó lo mucho que había sufrido en sus diversas colocaciones.

—Muerta de hambre, me tenían a veces —me contó un día Rose—. Muerta de hambre. ¿Sabe lo que me daban para desayunar?

Le dije que no.

—Arenques ahumados —exclamó, con tristeza—. Nada más que té y un arenque, y una tostada, mantequilla y mermelada. Bueno, me puse tan delgada que casi no tenía fuerzas.

Con nosotros no adelgazaba en absoluto, sino que engordaba a ojos vistas. No obstante, cada vez que teníamos arenques para desayunar, me aseguraba de que tomara al menos dos o tres, y de que le sirvieran los huevos con jamón en cantidades generosas. Creo que se encontraba feliz con nosotros y que quería mucho a Rosalind.

Poco después del nacimiento de la niña, se murió mi abuela. Se había mantenido muy bien hasta el final, pero de repente tuvo un fuerte ataque de bronquitis y su corazón no lo resistió. Tenía noventa y dos años, disfrutaba aún de la vida y no estaba demasiado sorda, aunque sí muy ciega. Sus rentas, como las de mi madre, se habían reducido por la quiebra de Chaflin en Nueva York, pero, gracias al asesoramiento del señor Bailey, no lo había perdido todo. Pasaron entonces a mi madre. No era mucho dinero para aquel tiempo, pues algunas de las acciones se habían depreciado con la guerra, pero le daban unas 300 ó 400 libras al año, lo que, junto con lo que ya recibía del señor Chaflin, le permitía vivir pasablemente. Claro que la vida se había puesto mucho más cara después de la guerra, pero, así y todo, pudo conservar Ashfield. A mí me disgustaba mucho no contribuir al mantenimiento de Ashfield como hacía mi hermana. Pero en nuestro caso era realmente imposible: necesitábamos cada penique para vivir.

Un día, mientras comentaba en tono preocupado las dificultades para mantener Ashfield, Archie me dijo muy sensatamente:

—¿Sabes?, sería mucho mejor para tu madre que lo vendiera, y se marchara a algún otro sitio.

—¡Vender Ashfield! —le repliqué, horrorizada.

—No veo de qué te asustas. Pocas veces vamos allí.

—No soportaría venderlo, lo quiero mucho. Para mí lo significa todo.

—Entonces, ¿por qué no tratas de hacer algo por él? —me respondió.

—¿Qué quieres decir con hacer algo por él?

—Bueno, escribe otro libro.

Le miré con cierta sorpresa.

No creo que me resultara muy difícil, pero no veo en qué beneficiaría a Ashfield. ¿O sí?

—A lo mejor te daba mucho dinero —contestó.

Me parecía poco probable. El misterioso caso de Styles había vendido cerca de 2.000 ejemplares, lo que no estaba mal en aquellos tiempos para una novela policíaca de un autor desconocido. Me había proporcionado la mezquina suma de 25 libras, y no por derechos de autor, sino por mi parte en los derechos de publicación por entregas, que se habían vendido inesperadamente a The Weekly Times por 50 libras. John Lane me dijo que me daría mucha fama y que era muy bueno para cualquier autor novel que The Weekly Times le publicara una novela. Quizá fuera verdad, pero recibir sólo 25 libras como ingresos totales por escribir un libro, no me hacía suponer que fuese a ganar mucho dinero en la carrera literaria.

—Si un libro ha sido lo bastante bueno para que lo aceptaran —razonó Archie— y si el editor ha ganado algún dinero con él, supongo que querrá que le lleves otro. Cada vez ganarás un poco más.

Estuve de acuerdo con Archie. Era admirable la solidez de sus razonamientos financieros. Así que reflexioné sobre el asunto. Suponiendo que lo hiciera, ¿de qué trataría esta vez?

La respuesta me vino un día que estaba tomando el té en un local público; Dos personas hablaban en una mesa vecina, refiriéndose a una tal Jane Fish. El nombre me pareció estupendo para una novela. Me marché de allí y lo grabé en mi memoria. Pensé que sería un buen comienzo para una novela; un nombre oído en un salón de té, un nombre poco corriente, para que todo el que lo oyera lo recordara. Jane Fish, o quizá Jane Finn sería aún mejor. Me decidí por el último y empecé a escribir inmediatamente. Primero lo titulé La alegre aventura, después Los jóvenes aventureros, y finalmente se convirtió en El misterioso señor Brown.

Archie había acertado plenamente al buscarse un trabajo antes de despedirse de la aviación. La gente joven estaba desesperada. Se habían salido del Ejército y no encontraban ningún empleo. Muchos jóvenes llamaban a nuestra puerta, vendiendo medias o cualquier aparato doméstico. Resultaba patético. Sentía tanta piedad por ellos que a veces compraba un par de medias horribles, simplemente para levantarles el ánimo. Habían sido magníficos militares y ahora se veían reducidos a eso. Algunos incluso escribían poemas que luego trataban de vender.

Pensé utilizar a una pareja en esas circunstancias, una chica que hubiera estado en los servicios auxiliares y un joven que hubiera estado en el Ejército. Ambos buscarían empleo, desesperados, y entonces se conocerían; ¿o quizá se conocerían ya de antes? ¿Y después, qué? Después, pensé, se verían implicados, sí, en un caso de espionaje; sería una novela de espionaje, de suspense, no policíaca. Me gustó la idea; así variaría de tema después de El misterioso caso de Styles. Me puse a escribir, de una forma un tanto esquemática. Era bastante divertido y mucho más fácil que una novela policíaca, como siempre lo han sido las de suspense.

Cuando terminé, lo que me llevó un cierto tiempo, me fui a ver a John Lane, a quien no le gustó demasiado. No era del mismo estilo que el primer libro y no se vendería tan bien. En realidad, no sabían si publicarlo o no. Pero al final decidieron que sí. Y esta vez no tuve que hacer tantos cambios en el manuscrito.

Por lo que recuerdo ahora, se vendió bastante bien. Me dio más dinero en derechos de autor, lo que ya era algo, y se vendió también por entregas a The Weekly Times, con lo que gané 50 libras. Era alentador, aunque no lo suficiente como para que pensara en convertirme en una profesional de la literatura.

Mi tercer libro fue Asesinato en el campo de golf. Lo escribí poco después de un célebre proceso en Francia. Ahora no recuerdo el nombre de ninguno de los implicados. Era una historia de unos enmascarados que habían irrumpido en una casa, asesinado al propietario y atado y amordazado a la esposa; la suegra también había muerto, aunque sólo en apariencia, pues se había atragantado con la dentadura postiza. De todas formas, la historia de la esposa resultaba falsa y parecía que era ella quien había asesinado a su marido y que nunca la habían atado y amordazado o que lo había hecho su cómplice. Me pareció un magnífico argumento para desarrollar mi propia historia, y que empezaría contando la vida de la esposa, después de haber sido declarada inocente del asesinato. Esta vez el ambiente de mi novela se desarrollaba en Francia.

Hércules Poirot había cosechado un buen éxito en El misterioso caso de Styles, así que me propusieron que siguiera con él. Una de las personas a quien le había gustado Poirot era Bruce Ingram director en aquel tiempo de The Sketch. Se puso en contacto conmigo y me propuso que escribiera una serie de relatos de Poirot para The Skech. Aquello me llenó de excitación. Por lo visto, empezaba a tener éxito. Salir en The Sketch, ¡qué maravilla! Bruce Ingram tenía también un dibujo imaginario de mi héroe que no se alejaba demasiado de como me lo había imaginado yo, aunque resultaba un poco más distinguido y aristocrático. Me dijo que le escribiera una serie de doce relatos. Realicé ocho en poco tiempo; al principio se pensó que sería suficiente, pero después decidieron ampliarlos hasta doce y tuve que escribir los otros cuatro con demasiada precipitación.

No me daba cuenta entonces de que no sólo me había vinculado ya a los relatos policíacos, sino también a dos personajes: Hércules Poirot y su Watson, el capitán Hastings. Me gustaba mucho este último. Era un personaje estereotipado, pero junto con Poirot patentizaba muy bien mi idea de un equipo detectivesco. Escribía aún siguiendo el éxito de Sherlock Holmes: un detective excéntrico, un ayudante servil y un inspector de ScotIand Yard parecido a Lestrade, el inspector Japp, a los que añadí un «sabueso», el inspector Giraud de la policía francesa. Giraud despreciaba a Poirot por viejo y passé.

Ahora veo la terrible equivocación que cometí al describir un Hércules Poirot tan viejo: debí abandonarlo después de los tres o cuatro primeros libros, y empezar de nuevo con alguien mucho más joven.

Asesinato en el campo de golf se alejaba ya bastante de las novelas de Sherlock Holmes, y estaba influida, creo, por El misterio del cuarto amarillo. Tenía ese estilo imaginativo y de altos vuelos característico de dicha novela. Cuando uno empieza a escribir, se deja influenciar mucho por el último autor que haya leído y le haya gustado.

Creo que Asesinato en el campo de golf fue, en cierto modo, un buen ejemplo de lo que he dicho, aunque tuviera ciertas connotaciones melodramáticas. En esta ocasión incluí un lío amoroso para Hastings. La verdad es que empezaba a cansarme de este personaje. Creo que incluso pensé en casarlo. Quizá me resultara imposible deshacerme de Poirot, pero no de Hastings.

A la editorial The Bodley Head le gustó mucho el libro, pero tuve una pequeña pelea con ellos en relación con la portada que habían diseñado. Aparte de que los colores eran horribles, estaba mal dibujada y representaba, según creo, a un hombre en pijama en un campo de golf que se moría de un ataque de epilepsia. Como en el relato el hombre asesinado estaba completamente vestido y era apuñalado con una daga, me opuse a ella. La portada de un libro puede no tener nada que ver con el argumento, pero si hace referencia al mismo, lo mínimo exigible es que no lo falsee. Estaba realmente furiosa y conseguí que, para el futuro, se me permitiera ver la portada con antelación y dar mi aprobación. Había tenido ya una pequeña diferencia con The Bodley Head, con ocasión de El misterioso caso de Styles, sobre la correcta ortografía de la palabra cacao. Por alguna misteriosa razón, la ortografía oficial de la casa para dicha palabra era coco, lo que, como hubiera dicho Euclides, resultaba absurdo. Tuve un violento enfrentamiento con la señorita Howe, la fiera que se encargaba de las cuestiones ortográficas de la editorial. La palabra cacao, me dijo, siempre se había escrito en sus publicaciones como coco: ésa era la correcta ortografía y la norma de la casa. Le traje botes de cacao e incluso diccionarios; no le produjeron la menor impresión. Se escribía coco y de ahí no la saqué. Sólo muchos años después, cuando hablaba con Allen Lane, sobrino de John Lane y creador de la colección Penguin Books, me dieron la razón.

—¿Sabe usted —le dije— que discutí mucho con la señorita Howe, sobre cómo se escribía cacao?

—Me lo imagino —contestó, haciendo una mueca de desagrado—, hemos tenido graves problemas con ella, sobre todo, a medida que se hacía vieja. Era muy terca en algunas cosas. Discutía con todos los autores y nunca se dejaba convencer.

Recibí muchas cartas, diciéndome más o menos: «No comprendo, Agatha, por qué escribe usted la palabra cacao como coco. Es evidente que no tiene ni idea de ortografía». El comentario era totalmente injusto. Posiblemente mi ortografía no fuera perfecta, Incluso hoy día no puedo jactarme de eso, pero en aquel caso la culpa no era mía. Lo que me pasaba es que tenía un carácter débil, era mi primer libro y suponía que ellos tendrían más conocimientos que yo.

El misterioso caso de Styles tuvo algunas buenas críticas, pero la que más me agradó apareció en The Pharmaceutical Journal: ensalzaba «esta novela policíaca por tratar las sustancias venenosas con pleno conocimiento de causa y no con los disparates a que tan acostumbrados estamos en este género. Agatha Christie —proseguía— conoce bien su trabajo».

Muchas veces quise firmar con un seudónimo —Martin West o Mostyn Grey—, pero John Lane insistió en que conservara mi propio nombre Agatha Christie. Le gustaba especialmente Agatha.

—Es un nombre poco frecuente —me decía—, que se graba en la memoria de la gente.

Así que me olvidé del nombre de Martín West y utilicé a partir de entonces el mío. Pensaba que un nombre femenino predispondría a la gente en contra de mis obras, especialmente en las novelas policíacas, y que Martin West sería más directo y viril. Sin embargo, y como ya he dicho, cuando publicas tu primer libro te sometes a todo lo que te proponen, y en este caso pienso que John Lane tenía razón.

En aquel tiempo había escrito tres libros, era feliz en mi matrimonio y mi mayor deseo era vivir en el campo. Las Addison Mansions estaban lejos del parque. Llevar el carrito de Rosalind arriba y abajo no era ninguna broma, tanto para Jessie Swannell como para mí. Teníamos además una permanente amenaza sobre nosotros: estaba previsto derribar las casas. Pertenecían a Lyons, que pensaba edificar nuevos bloques allí. Por eso los alquileres se prorrogaban trimestralmente. En cualquier momento podían avisar que el edificio Iba a ser derribado. Lo cierto es que, treinta años después, nuestro bloque de Addison Mansions seguía aún en pie; ahora ya ha desaparecido, en su lugar está Cadby Hall.

A veces Archie y yo cogíamos el tren los fines de semana y nos íbamos a East Croydon, a jugar al golf. Yo nunca había sido una buena golfista y Archie había jugado muy poco, pero acabó aficionándose. Al cabo de algún tiempo, todos los fines de semana parecía que teníamos que ir a East Croydon. No es que me importara mucho, pero echaba de menos los largos paseos y el placer de explorar lugares nuevos. Al final, este pasatiempo causaría graves diferencias o entre nosotros.

Tanto Archie como Patrick Spence —un amigo nuestro que también trabajaba en Goldstein—, se mostraban bastante pesimistas respecto a sus empleos: las perspectivas de promoción profesional no se materializaban. Recibieron algunas ofertas de cargos directivos, pero siempre en empresas en peligro, algunas al borde de la quiebra.

—Creo que esa gente —dijo una vez Spence— son una pandilla de verdaderos estafadores. Todo muy legal, ya sabes, pero a mí no me gusta un pelo, ¿y a ti?

Archie contestó que su trabajo no le parecía muy honorable y que quería cambiar de empleo. Le gustaba la actividad empresarial de la City y tenía aptitudes para ello, pero a medida que pasaba el tiempo, confiaba menos en la firma para la que trabajaba.

Entonces sucedió algo imprevisto.

Archie tenía un amigo que había sido profesor en Clifton, un tal mayor Belcher. Era un hombre de mucho carácter, con una capacidad asombrosa para fanfarronear. Gracias a eso, según nos contaba, había conseguido que le nombraran «interventor de patatas» durante la guerra. Nunca averiguamos qué parte de verdad y qué parte de mentira tenían las historias de Belcher, pero desde luego ésta de las patatas era bastante buena, Tendría unos cuarenta y tantos años cuando estalló la guerra y, aunque le ofrecieron un trabajo en la Oficina de Guerra bastante cómodo, no se preocupó mucho de él. Una noche, mientras cenaba con un personaje muy importante, la conversación derivó hacia las patatas, que constituyeron en verdad un grave problema durante la guerra; recuerdo que desaparecieron casi inmediatamente y que nunca había en el hospital. No puedo asegurar que tal escasez se debiera enteramente a la labor interventora de Belcher, pero no me sorprendería nada.

—Aquel viejo y pomposo idiota con el que hablaba —contaba Belcher—, me decía que la situación de la patata sería grave, realmente, muy grave. Le dije que era necesario tomar medidas, que había demasiada gente ocupándose del tema. Había que nombrar a una sola persona que se ocupara de todo el asunto, alguien que se hiciera cargo del control absoluto. Se mostró de acuerdo conmigo; entonces le advertí que a esa persona había que pagarla muy bien, pues a un hombre realmente bueno que estuviera entre los mejores, no se le podía ofrecer un sueldo ridículo. Le propuse una cifra de varios miles de libras. Le pareció demasiado, pero le respondí que era la única forma de conseguir un tipo realmente valioso. Incluso le insinué que, si me ofrecían el cargo a mí, posiblemente no lo aceptaría, ni aun con ese sueldo.

Tal insinuación era la clave de toda la operación. A los pocos días, Belcher, según sus propias palabras, tuvo que aceptar el puesto y todos esos miles de libras, para controlar el problema de las patatas.

—¿Pero qué sabía usted de patatas? —le pregunté.

—Ni una palabra —me contestó—. Pero no lo dejé traslucir. Uno puede hacer cualquier cosa, sólo necesita tener a su lado un segundo de a bordo que conozca algo del asunto, leer algo sobre el tema, documentarse, ¡y ya está!

Belcher tenía una capacidad asombrosa para impresionar a la gente. Estaba plenamente convencido de sus grandes facultades como organizador, y a veces pasaba mucho tiempo hasta que alguien se diera cuenta de los enormes estragos que causaba su labor. La verdad es que no he conocido un hombre con menos capacidad de organización. Su idea, como la de muchos políticos, era la de que primero o había que desordenar toda la industria, o la actividad que fuera y, cuando estuviera en un absoluto caos, reorganizarla, como hubiera dicho Omar Khayyam, «con el mejor deseo en el corazón». El problema era que, cuando se trataba de reorganizar, Belcher era un desastre. Pero la gente raras veces lo descubría antes de que fuera demasiado tarde.

En un determinado momento de su carrera, apareció en Nueva Zelanda, donde impresionó de tal forma a las autoridades de una escuela con sus planes de reorganización, que se apresuraron a ofrecerle el puesto de director. Un año después, más o menos, le ofrecieron una enorme suma de dinero para que abandonase su puesto, no por ningún comportamiento deshonroso, sino exclusivamente por la enorme confusión que había introducido, el odio que había despertado en los demás y su determinación de establecer lo que denominaba «una administración de miras avanzadas, moderna y progresiva». Como dije, Belcher era todo un carácter. Había momentos en que lo odiabas y otros en los que era imposible no apreciarle.

Vino una noche a cenar con nosotros, abandonado ya el cargo de las patatas, y nos explicó su próximo proyecto.

—¿Habéis oído hablar de esa Exposición del Imperio que se celebrará dentro de dieciocho meses? Bueno, la cuestión es que quieren organizarla lo mejor posible. Hay que visitar los dominios, alertarlos, ponerlos en pie de guerra y colaborar en todo el asunto. Voy a salir en una misión la Misión del Imperio Británico alrededor del mundo, que se iniciará en enero.

Pasó después a detallarnos sus planes.

—Lo que necesito —dijo—, es alguien que venga conmigo en calidad de asesor financiero. ¿Qué tal tú, Archie? Siempre has tenido la cabeza sobre los hombros. En Clifton fuiste jefe de la escuela, tienes experiencia en los negocios. Eres justo el hombre que necesito.

—No puedo abandonar mi empleo —dijo Archie.

—¿Por qué no? Se lo explicas adecuadamente a tu jefe, le pones de relieve que volverás con más experiencia y todo eso. Seguro que te reserva el puesto a tu regreso.

Archie le dijo que dudaba mucho de que hicieran algo semejante.

—Bueno, medítalo, muchacho. Me gustaría que vinieras conmigo.

Agatha también puede venir, por supuesto. Le gusta viajar, ¿no?

—Sí —contesté, con un monosílabo demasiado modesto.

—Éste será el itinerario. Iremos primero a África del Sur. Nosotros tres y un secretario; por supuesto. Vendrán también los Hyam. No sé si conocéis a Hyam: es el rey de las patatas en East Anglia. Un hombre muy sensato y un gran amigo mío. Vendrá con su mujer y su hija, pero se quedarán en África del Sur. Hyam no seguirá adelante, pues allí le esperan numerosos negocios. Iremos después hacia Australia y de ahí a Nueva Zelanda. En Nueva Zelanda me tomaré unos días de descanso; tengo muchos amigos y me encanta el país. Tendremos, quizás, un mes de vacaciones. Vosotros podréis iros a Hawaií, a Honolulú, si os apetece.

—Honolulú —dije, suspirando. Era como esas fantasías que se tienen en sueños.

—Después iremos a Canadá y de allí regresaremos a casa. Será un viaje de unos nueve a diez meses. ¿Qué os parece?

Al final comprendimos que Belcher hablaba totalmente en serio.

Examinamos el asunto con todo cuidado. Archie, por supuesto, iba a gastos pagados, y además recibiría una gratificación de 1.000 libras. Si me unía al grupo prácticamente todos mis gastos de viaje estarían cubiertos, pues acompañaba a Archie en calidad de esposa, y todos los países me ofrecían transporte gratis en los barcos y en los ferrocarriles.

Nos pusimos a calcular frenéticamente. En conjunto parecía factible. Las 1.000 libras de Archie cubrirían mis gastos en los hoteles y nuestro mes de vacaciones en Honolulú. La cosa quedaba muy justa, pero era posible.

Archie y yo habíamos estado dos veces en el extranjero, durante un corto período de vacaciones: una vez en el sur de Francia, en los Pirineos, y otra en Suiza. A ambos nos gustaba mucho viajar; yo había tenido ya una cierta experiencia con aquel viaje de cuando tenía siete años; En cualquier caso, deseaba fervientemente recorrer el mundo, cosa que en aquellos momentos me parecía muy poco probable. Estábamos metidos en el mundo de los negocios y un hombre de negocios, por lo que sé, nunca tiene más de quince días de vacaciones y con quince días no puedes llegar muy lejos. Anhelaba conocer China, y Japón, y la India, y Hawaií, y muchos otros sitios, pero no dejaba de ser, y probablemente lo seguiría siendo siempre, una pura ilusión.

—El problema es —dijo Archie—, si el viejo «Cara Amarilla» verá con buenos ojos nuestro plan.

Le dije, llena de esperanza, que seguramente él era una persona muy valiosa para el señor Goldstein. Pero Archie opinaba que era muy fácil reemplazarle por alguien tan bueno como él: había cientos de personas de todas clases buscando trabajo.

El viejo «Cara Amarilla» no siguió el juego. Le dijo que quizá le emplearía de nuevo a su regreso —no lo aseguraba—, pero que, evidentemente, no podía reservarle el puesto. Era mucho pedir por parte de Archie. Se arriesgaba a quedarse en paro a su regreso. Así que nos pusimos a discutirlo.

—Es un riesgo —dijo Archie—, un riesgo terrible.

—Sí, es un riesgo. Sé que probablemente volveremos sin un penique encima y con unas rentas de 100 libras al año entre los dos, nada más; además, será difícil encontrar empleo, incluso más que ahora. Pero, bueno… el que no se arriesga no cruza la mar, ¿no crees?

—Eres tú quien tiene que decidir —dijo Archie—. ¿Qué haremos con Teddy? —ése era el nombre que entonces le dábamos a Rosalind.

—Punkie (mi hermana Madge) se quedará con ella. O mi madre. Cualquiera de las dos estaría encantada. Además la niñera se queda. Sí, sí, por ese lado todo irá bien. Es la mejor oportunidad que tendremos nunca —le dije, ilusionada.

Reflexionamos largo rato.

—Claro que puedes irte solo —le dije, tratando de ser generosa.

Nos miramos intensamente.

—No —exclamó—. Si lo hago, no disfrutaría nada del viaje. No, vienes conmigo o nos quedamos; pero eres tú quien tiene que decidir, pues, en realidad, eres quien más arriesga de los dos.

Lo pensamos de nuevo detenidamente, y yo adopté el punto de vista de Archie.

—Creo que tienes razón —le dije—. Es nuestra oportunidad. Si no lo hacemos, después nos lo reprocharemos siempre. Si no corremos el riesgo cuando se presenta la oportunidad, la vida no vale la pena.

Nunca habíamos sido prudentes. Insistimos en casarnos a pesar de la oposición encontrada, y ahora estábamos decididos a ver el mundo y a correr el riesgo de lo que nos esperaba a la vuelta.

Con la casa no tuvimos dificultades. Alquilaríamos bien el piso de Addison Mansions y con ello pagaríamos a Jessie. Mi madre y mi hermana estarían encantadas de tener a Rosalind y a la niñera. La única oposición que encontramos se produjo en el último momento cuando supimos que Monty llegaba de permiso desde África. Mi hermana se puso furiosa de que yo no estuviera en Inglaterra durante su visita.

—Tu único hermano, que regresa herido de la guerra después de tantos años fuera, y tú te vas a dar la vuelta al mundo. Creo que es vergonzoso. Deberías dar preferencia a tu hermano.

—Pues yo no lo creo así —le repliqué—. Archie está en primer lugar. Se va de viaje y me voy con él. Las esposas deben ir con sus maridos.

—Monty es tu único hermano y ésta es la única oportunidad que tienes de verle, quizá durante muchos años.

Al final casi me saca de mis casillas, pero mi madre se puso totalmente a mi favor.

—El deber de una esposa es estar con su marido —dijo—. El marido debe estar en primer lugar, incluso por delante de los hijos, y un hermano queda mucho más atrás. Recuerda una cosa: si no estás con tu marido, si lo dejas demasiado tiempo solo, lo perderás. Y eso es especialmente cierto para un hombre como Archie.

—Estoy segura de que no es así —le dije, indignada—. Archie es la persona más leal del mundo.

—Nunca puedes asegurar eso de ningún hombre —dijo mi madre, hablando con un genuino espíritu victoriano—. Una esposa debe estar con su marido, y si no es así, entonces él piensa que tiene derecho a olvidarse de ella.