Archie vino a casa con su segundo permiso. Hacía casi dos años que no le veía. Esta vez fuimos muy felices juntos. Teníamos una semana entera, y nos marchamos a New Forest. Era el otoño y las hojas de los arboles tenían unos colores preciosos. Archie estaba ahora menos nervioso y a los dos nos importaba menos el futuro. Paseábamos por el bosque con un compañerismo desconocido hasta entonces. En una ocasión, me confesó que había un lugar al que siempre había deseado ir: a la senda en la que había un cartel que decía: «A la Tierra de Nadie». Así que cogimos ese sendero y anduvimos un buen trecho por él, hasta desembocar en un huerto, lleno de manzanos. Había allí una mujer y le preguntamos si nos vendería unas cuantas manzanas.
—No necesitan comprármelas —contestó la mujer—. Son ustedes bien venidos al huerto. Veo que su hombre está en las fuerzas aéreas como un hijo mío que murió en la guerra. Sí, vayan ustedes y cojan todas las manzanas que les apetezcan, para comérselas o para llevárselas.
Recorrimos felices todo el huerto comiendo manzanas y regresamos luego a través del bosque, hasta que nos sentamos en un árbol caído. Llovía suavemente, pero nos sentíamos muy felices. No le hablé del hospital ni de mi trabajo y Archie tampoco me contó muchas cosas de Francia, pero dejó entrever que quizás antes de lo que pensábamos estaríamos juntos de nuevo.
Le hablé de mi libro y lo leyó. Le gustó mucho y dijo que le parecía bastante bueno. Me comentó que tenía un amigo en las fuerzas aéreas que era uno de los directores de la Editorial Methuen, y me propuso que, si me lo devolvían otra vez, me enviaría una carta de su amigo, para que la adjuntara con el manuscrito y las enviara a Methuen.
Ése fue el siguiente puerto de arribada para El misterioso caso de Styles. En Methuen, supongo que por deferencia hacia su director, me enviaron una carta mucho más amable. Se quedaron el libro durante algún tiempo, creo que unos seis meses, pero, aun diciendo que era muy interesante y que tenía bastante calidad, al final me indicaron que no se ajustaba a su particular línea de producción. Supongo que, en realidad, les parecía horrible.
No recuerdo adónde lo envié la siguiente vez, pero me lo devolvieron de nuevo. Entonces empecé a perder ya mis esperanzas. La editorial Bodley Head —John Lane— había publicado recientemente una o dos novelas policíacas. Lo que suponía un giro en su línea habitual; decidí probar suerte con ellos. Les envié el manuscrito, y me olvidé completamente del asunto.
Después sucedió algo repentino y completamente inesperado. Archie se presentó en casa, camino de su nuevo destino en el Ministerio del Aire, en Londres. La guerra había durado tanto —casi cuatro años—, y estaba tan acostumbrada a trabajar en el hospital y a vivir en casa, que fue una verdadera conmoción para mí pensar que en adelante llevaría otro tipo de vida.
Me marché a Londres. Conseguimos habitación en un hotel y nos pusimos a buscar algún piso amueblado en el que instalarnos. En nuestra ignorancia, pensamos en soluciones lujosas, pero pronto tuvimos que poner los pies en el suelo. Estábamos todavía en tiempo de guerra.
Por fin, encontramos dos pisos. Uno estaba en West Hampstead y la dueña se llamaba Miss Tunks; se me ha quedado grabado el nombre. Se mostró muy desconfiada con nosotros, preguntándose si seríamos lo suficientemente cuidadosos: los jóvenes son tan descuidados… Le tenía un gran apego a todas sus cosas. Era un piso pequeño, pero muy bonito: tres guineas y media por semana. El otro estaba en St. Johns Wood, Northwick Terrace, justo detrás de Maida Vale (ahora derribado). Tenía sólo dos habitaciones, contra las tres del otro, en un segundo piso, con muebles un poco viejos pero agradables y con un jardín al exterior. Era una de esas enormes casas antiguas con habitaciones espaciosas. Además, costaba dos guineas y media por semana, frente las tres y media del otro. Escogimos éste. Me fui a casa y recogí todas mis cosas. La abuela lloró, mi madre estuvo a punto también, pero se contuvo. Me dijo:
—Ahora te vas con tu marido, querida, a empezar tu vida de casada. Espero que todo vaya bien.
—Y si las camas son de madera, vigila que no haya termitas —me dijo la abuela.
Así que regresé a Londres al lado de Archie y nos trasladamos al número 5 de Northwick Terrace. El baño y la cocina eran microscópicos y yo tenía intención de meterme mucho en ésta última. Para empezar, sin embargo, tendríamos al soldado ordenanza y ayudante de Archie, Bartlett, que era una especie de mayordomo Jeeves, absolutamente perfecto. En sus buenos tiempos había estado al servicio de duques y marqueses. La guerra lo había llevado junto a Archie y se mostraba muy afecto el «Coronel»: como él lo llamaba; me contaba largas historias sobre su valentía, su importancia, su inteligencia y la huella que había dejado. El trabajo de Bartlett era sencillamente perfecto. El piso tenía muchos defectos, sobre todo en las camas, totalmente deformadas y llenas de protuberancias. No entiendo cómo llegaron a tal estado de abandono. Pero nos sentíamos felices allí, y yo planeaba seguir unos cursos de taquigrafía y de teneduría de libros para ocupar mi tiempo. Así fue como me despedí de AshfieId e inicié mi nueva vida, mi vida de casada.
Una de las grandes alegrías del número 5 de Northwick Terrace era la señora Woods. De hecho, fue ella en parte la que nos hizo decidirnos por este piso en vez de por el de West Hampstead. Era la reina del sótano: una mujer gorda, festiva, muy afable. Tenía una hija muy elegante que trabajaba en una tienda de lujo, y un marido invisible. Era la encargada general del inmueble y, si le apetecía «echaba una mano» a los ocupantes de los pisos. A nosotros quiso «echarnos una mano», y su energía era inagotable. Me enseñó una serie de detalles sobre cómo hacer las compras, que ni siquiera se me habían pasado por la cabeza.
El pescadero la ha engañado otra vez, querida —me decía—. Este pescado no está fresco. Tiene usted que tocarlo y mirarle los ojos, tocarle los ojos.
Observé el pescado, llena de dudas. Para mí, tocarlo antes de llevármelo me parecía incorrecto.
—Hay que mirar también la cola. Ver si está flexible o si está rígida. Y estas naranjas. Ya sé que para usted las naranjas son siempre un azar, a pesar de su precio, pero hay que darse cuenta de que estas naranjas las han metido en agua hirviendo para que parezcan más frescas. No sacará nada de zumo y acertó; estaban completamente secas.
Cuando de verdad nos emocionamos la señora Woods y yo fue cuando Archie nos trajo sus primeras raciones. Vino con una enorme pieza de carne, la más grande que había visto desde que empezó la guerra. No era un trozo determinado, bien cortado, no parecía ni lomo, ni solomillo, ni chuletas. Parecía más bien que algún carnicero de las fuerzas aéreas lo hubiera cortado al peso. De todas formas, era lo más hermoso que había visto en mucho tiempo. Estaba encima de la mesa y las dos dábamos vueltas a su alrededor, admiradas. Desde luego, en mi pequeño horno no cabía. La señora Woods se ofreció amablemente a cocinármelo.
—Y como hay tanta cantidad —le dije—, coja usted un buen trozo.
—Oh, es muy amable por su parte. Estoy segura de que disfrutaremos de una magnífica ración de carne. Con los ultramarinos, sabe, es mucho más fácil. Tengo un primo, Bob, en la tienda de ultramarinos, Puedo conseguir todo el azúcar y mantequilla que desee, y también margarina. En cosas como ésas, siempre se atiende primero a la familia.
Éste fue uno de mis primeros contactos con una regla clásica que se mantiene a través de toda una vida: lo más importante es a quién conoces. Desde el descarado nepotismo de Oriente, al ligeramente más disimulado de las democracias occidentales, todo al final acaba en eso. Aunque, desde luego, no es una receta que garantiza el éxito total. Fulano de tal, por ejemplo, consigue un empleo bien pagado porque su tío conoce a uno de los directores de la empresa. Y Fulano de tal entra en la empresa. Pero si no sirve para el trabajo, cumplidos ya los compromisos de amistad o parentesco, a Fulano se le despide con amabilidad, posiblemente para que su puesto lo herede otro primo o amigo del director; al final cada uno encuentra el puesto que se merece.
En el caso de la carne y de otros lujos en tiempo de guerra; los ricos tenían algunas ventajas, pero creo que, en general, tenía muchísimas más la clase trabajadora, porque casi todo el mundo tenía un primo o un amigo o el marido de una amiga o cualquier otro conocido que trabajaba en una lechería, en una tienda de comestibles o en sitios así. Los carniceros no se prestaban a eso, al menos por lo que yo vi, pero los tenderos sí que eran una magnífica fuente de suministros. Ninguna de las personas que traté vivía exclusivamente de sus raciones. Siempre sacaban una libra adicional de mantequilla o un frasco más de mermelada, sin pensar en modo alguno que estaban comportándose deshonestamente. Todo era un asunto de familia. Naturalmente, Bob daba siempre prioridad a su familia y a la familia de su familia. Así, la señora Woods recibía una ración más de esto y de lo otro.
Nuestro primer asado de carne constituyó todo un acontecimiento. No creo que fuera una pieza particularmente buena o tierna, pero yo era joven, tenía la dentadura bien sana, y me resultó la cosa más deliciosa que había comido en mucho tiempo. Archie, por supuesto, se sorprendió mucho ante mis elogios.
—Este asado no es nada del otro mundo —dijo.
—¿Ah, no? —repliqué—. Pues para mí es lo mejor que he comido en los últimos tres años.
Lo que podríamos llamar «cocina seria» nos lo hacía la señora Woods. Yo preparaba comidas ligeras y las cenas. Como la mayoría de chicas, había asistido a clases de cocina; pero nunca son realmente útiles cuando tienes que ponerte a cocinar en serio. Lo que cuenta de verdad es la práctica de todos los días. Había hecho, de jovencita, pastelitos de jamón, pasteles de carne y cosas parecidas, pero eso no podíamos comerlo ahora. En la mayoría de los barrios londinenses había «cocinas nacionales», que me eran de gran utilidad. Ibas allí y te daban las cosas ya preparadas en un recipiente. Estaban bastante bien cocinadas y aunque los ingredientes no eran muy sabrosos, rellenaban los huecos. Estaban también los «cubitos de sopa nacional», con los que empezábamos nuestras comidas. Archie la llamaba «sopa de arena y grava», recordando aquel cuento ruso de Stephen Leacock en el que se dice: «Yog cogió arena y piedras y las batió para hacer un pastel». Los cubitos eran algo parecido. A veces hacía alguna de mis especialidades, como un soufflé muy elaborado. Al principio no me di cuenta de que Archie sufría mucho con una dispepsia de origen nervioso. Algunas noches llegaba a casa y era incapaz de comer nada, lo que me desanimaba mucho si había preparado algo de lo que me sintiera orgullosa.
Cada uno tiene sus manías sobre lo que debe tomar cuando se siente mal, y las de Archie, en mi opinión, eran extraordinarias. Después de estar tumbado en la cama, quejándose durante un buen rato, se incorporaba y me decía súbitamente:
—Creo que me vendría bien una melaza de caramelo. ¿Me harías algo parecido?
Y yo se lo preparaba lo mejor que podía.
Empecé unos cursos de taquigrafía y teneduría de libros, para entretenerme, Como todo el mundo sabe hoy día, gracias sobre todo a esos interminables artículos de los periódicos dominicales, las recién casadas normalmente se encuentran muy solas. Lo que me extraña es que siempre les pilla de sorpresa. Los maridos trabajan, están todo el día fuera, y una mujer, cuando se casa, por lo general se traslada a un ambiente totalmente nuevo. Tiene que empezar una nueva vida, hacer nuevos contactos y amigos, encontrar nuevas ocupaciones. Antes de la guerra tenía algunos amigos en Londres, pero ahora todos andaban diseminados. Nan Watts (ahora Nan Pollock) vivía en Londres, pero no tenía muchas ganas de volver a verla. Parece una tontería, y realmente es una tontería, pero es inevitable que las diferencias económicas separen a la gente. No es una cuestión de esnobismo o de posición social, sino de que se pueda o no seguir el tren de vida que llevan los amigos. Si unos tienen mucho dinero y otros poco, las cosas resultan bastante embarazosas.
Me encontraba un poco sola. Me había separado del hospital y de mis amistades, del ambiente de mi casa y de todo el acontecer diario normal, pero comprendía que no tenía más remedio. La compañía no es algo que se necesite siempre: crece con uno y, en ocasiones, resulta sumamente destructora. Disfrutaba aprendiendo taquigrafía y contabilidad. Me humillaba ver lo de prisa que progresaban las jovencitas a mi alrededor en taquigrafía; en cambio, en contabilidad, cada una estudiaba por su propia cuenta y era divertido.
Un día, en la escuela comercial donde daba mis clases, el profesor interrumpió la lección, salió del aula y luego regresó diciendo: «Hemos terminado por hoy. ¡Se ha acabado la guerra!»
Parecía increíble. No había habido ninguna señal de que fuera a suceder, nada que le hiciera creer a uno que acabaría la guerra en seis meses o un año. El frente de Francia parecía inmutable. Se ganaban unos cuantos metros de territorio y luego se volvían a perder.
Salí a la calle como atontada. Entonces presencié una de las escenas más curiosas que haya visto nunca; la tengo grabada en mi memoria y aún me produce siempre una cierta sensación de terror. Por todas partes había mujeres bailando en las calles. Las inglesas no son propensas a bailar en público; eso más bien corresponde a las francesas. Pero ahí estaban todas, riendo, gritando, arrastrando los pies, saltando, en una especie de salvaje orgía de placer, de placer casi brutal. Daba miedo. Me imaginaba que si aparecieran por allí unos alemanes, las mujeres los hubieran despedazado en cuestión de segundos. Supongo que sólo algunas estarían borrachas, pero todas lo parecían. Se tambaleaban, hacían eses, gritaban. Llegué a casa y me encontré con Archie, que había salido ya del Ministerio del Aire.
—Bueno, ya está dijo, con el tono tranquilo y falta de emoción de siempre.
—¿Creías que sucedería tan pronto? —le pregunté.
—Oh, bueno, había rumores por todas partes, pero se nos ordenó no decir nada. Y ahora —dijo—, tenemos que decidir qué haremos en adelante.
—¿Qué quieres decir?, ¿en adelante?
—Creo que lo mejor será dejar las fuerzas aéreas.
—¿Hablas en serio? —estaba atónita.
—Allí no tengo ningún futuro. Compréndelo. No hay ningún futuro. Años y años sin ascensos.
—¿Y qué vas a hacer?
—Me gustaría meterme en algún negocio en la City. Es algo que me atrae hace tiempo. Existen dos o tres oportunidades en perspectiva.
He tenido siempre una enorme admiración por el sentido práctico de Archie. Lo aceptaba todo sin sorprenderse y, con toda tranquilidad, ponía en marcha su cerebro, bastante poderoso por cierto, para resolver el siguiente problema.
En esos momentos, con armisticio o sin él, la vida seguía como antes. Archie iba todos los días al Ministerio del Aire. El maravilloso Bartlett, en cambio, consiguió muy rápidamente la desmovilización. Supongo que los duques y los condes habían echado ya sus redes para recuperar sus servicios. En su lugar vino una extraña criatura llamada Verrall. Supongo que lo hacía lo mejor que podía, pero era muy poco eficiente, no tenía ninguna experiencia, y se amontonaba la porquería en cantidades ingentes en la plata, los cubiertos, los suelos, los platos y demás. Me sentí muy aliviada cuando también lo desmovilizaron.
Archie obtuvo un permiso y nos marchamos a Torquay. Mientras estábamos allí, me sentí aquejada por lo que al principio pensé que era un terrible ataque intestinal, con un malestar general. Sin embargo, se trataba de algo totalmente distinto. Era la primera señal de que iba a tener un hijo.
Estaba muy excitada. Mis ideas sobre cómo venían los hijos se reducían a que el proceso era más o menos automático. Después de cada uno de los permisos de Archie, me sentía completamente desilusionada al comprobar que no aparecían signos de embarazo. Esta vez ni siquiera lo esperaba. Fui a consultar a un médico; nuestro viejo doctor Powell se había retirado, por lo que tuvo que elegir uno nuevo. No quería acudir a ninguno de los médicos con los que había trabajado en el hospital: sabía demasiado sobre ellos y sus métodos. Así que elegí a uno, de carácter alegre, que tenía un apellido más bien siniestro, Stabb[45].
Su mujer era muy bonita; mi hermano Monty había estado muy enamorado de ella desde los nueve años.
—A mi conejito le he puesto el nombre de Gertrude Huntly —decía Monty por aquella época—, porque creo que es la chica más hermosa que he visto nunca.
Y Gertrude Huntly, después señora Stabb, se mostraba muy impresionada, agradeciéndole el honor que le dispensaba.
El doctor Stabb me dijo que parecía una chica muy sana y que todo iría bien. Y eso fue todo. No hubo más visitas, ni más tonterías. Confieso que me alegro de que en aquellos tiempos no existieran esas clínicas premamá de ahora, a las que se acude cada mes. Personalmente, creo que estábamos mucho mejor sin ellas. El doctor Stabb me dijo que volviera a él o a cualquier médico de Londres, un par de meses antes del parto, sólo para comprobar si todo se desarrollaba con normalidad. Me dijo que quizá me marearía por las mañanas, pero que a los tres meses desaparecerían las molestias. En eso, siento decirlo, se equivocó. Mis mareos matinales nunca desaparecieron. Y no sólo me sentía mal por las mañanas, Me mareaba cuatro o cinco veces todos los días, lo que hacía que mi vida en Londres resultara bastante molesta. Tener que bajar precipitadamente de un autobús cuando acabas de subirte y encontrarte terriblemente mareada en medio de la calle, es algo bastante humillante para una mujer joven. Pero había que acostumbrarse. Por suerte, nadie en aquella época pensaba en administrarte cosas como la talidomida. Simplemente, se aceptaba como normal el hecho de que algunas mujeres se mareaban más que otras al quedar embarazadas.
La señora Woods, tan sabia como siempre en todo lo referente a la vida y a la muerte, me dijo:
—Querida, le aseguro que va a tener usted una niña. Los mareos siempre son de niñas. Con los niños una siempre se desmaya. Es mejor marearse.
Por supuesto que a mí no me parecía mejor marearme. Pensaba que resultaría más cómodo perder el sentido. Archie, a quien nunca le habían gustado las enfermedades y que con frecuencia desaparecía cuando alguien enfermaba, diciendo: «Me parece que todo irá mejor si no molesto», se comportó en esta ocasión con una inesperada amabilidad. Ideó toda clase de cosas para alegrarme. Una vez compró una langosta; que en aquellos tiempos era un lujo carísimo, y me la puso en la cama para darme una sorpresa. Recuerdo aún cuando me desperté y vi la langosta con su enorme cabeza y sus antenas, depositada en mi cama. Me reí como nunca. Hicimos una comida espléndida. Poco después lo vomité todo, pero de cualquier forma nadie me quitó el placer de haberla comido. Fue muy gentil también al prepararme los alimentos Benger que, según la señora Woods, era el tipo de comida que mejor «guardaría». Recuerdo la cara dolida de Archie cuando, después de prepararme algo de Benger, dejé que se enfriara porque no podía comerlo caliente. Me lo tomé y le dije que lo había hecho maravillosamente, sin grumos ni nada; pero media hora más tarde, ya estaba otra vez vomitando.
—Bueno, vamos a ver —decía Archie, en tono de disgusto—. ¿Para qué sirve que te haga estas cosas, si nunca serás capaz de guardarlas en tu estómago?
En mi ignorancia, pensaba que tanto vomitar sería malo para el futuro hijo, que se moriría de hambre. Pero no fue ése el caso. Aunque continué con los mareos hasta el día del parto, tuve una robusta niña de tres kilos y medio, y yo misma, aunque aparentemente no retenía ningún alimento, más bien engordé que adelgacé. Fue como un viaje en barco de nueve meses, al que nunca te aclimatas. Cuando nació Rosalind, me encontré con el médico y la enfermera inclinados sobre mí; el doctor decía:
—Ha tenido usted una niña y todo ha ido perfectamente. No debe preocuparse.
Y la enfermera, con más efusión:
—¡Oh, qué hermosa niña ha tenido!
A lo que respondí con un importante anuncio:
—Ya no me siento mareada. ¡Qué maravilla!
Durante el mes precedente, Archie y yo discutimos bastante sobre el nombre que le pondríamos y sobre el sexo que queríamos. Archie estaba plenamente decidido por una niña.
—No quiero tener un niño —dijo—, porque sé que me pondré celoso. Me pondré celoso al ver cuánto le cuidas.
—Pero si es una chica, tendré que cuidarla igual.
—No, no será lo mismo.
Después discutimos el nombre. Archie quería Enid. Yo quería Martha. Entonces él cambió a Elaine, y yo probé el de Harriet. Hasta que nació no llegamos a un acuerdo con el de Rosalind.
Ya sé que todas las madres se deshacen en elogios de sus hijos recién nacidos, pero debo decir que, aunque personalmente considero que todos los recién nacidos son bastante feos, Rosalind era un bebé muy hermoso. Nació con mucho pelo oscuro, y parecía un piel roja; no tenía ese aspecto rosado y calvo que es tan deprimente en los bebés, y desde los primeros momentos pareció una niña muy alegre y decidida.
Tuve conmigo a una enfermera magnífica, que se opuso terminantemente a que permaneciera en mi casa de Londres. Rosalind nació, por tanto, en Ashfield. En aquellos tiempos, las madres no iban a los sanatorios. Todo el parto, incluidas asistencias y servicios, costó quince libras, cifra que me parece ahora extremadamente razonable. Conservé a la enfermera, por consejo de mi madre, durante otras dos semanas, para que me pusiera al corriente de los cuidados que había que dispensar a Rosalind, y también para poder ir a Londres y buscar un nuevo piso.
La noche en que supimos que iba a nacer Rosalind, pasamos momentos muy curiosos. Mi madre y la enfermera Pemberton parecían dos mujeres preparando las fiestas de la Navidad: felices, ocupadas, importantes, corriendo de arriba abajo con sábanas limpias, poniendo todas las cosas en orden. Archie y yo nos mostrábamos un poco tímidos y bastante nerviosos, como dos niños que no están seguros de que los quieren. Estábamos asustados y trastornados. Archie, según me dijo después, estaba convencido de que si me moría, sería por su culpa. Yo también pensé que quizá moriría y aquello me apesadumbraba mucho, pues me esperaban tantas cosas buenas en adelante… Pero lo que más me asustada era Io desconocido del parto, aunque al mismo tiempo me llenaba de excitación. La primera vez que haces una cosa siempre es excitante.
Ahora teníamos que hacer planes para el futuro. Dejé a Rosalind en Ashfield a cargo de la enfermera Pemberton, y me fui a Londres a buscar: a) un nuevo piso en el que vivir; b) una nodriza para Rosalind, y c) una doncella para que se ocupara de la casa. Esto último no era realmente un problema, pues un mes antes de que naciera la niña se presentó mi querida Lucy de Devonshire. Acababa de salir del Cuerpo Auxiliar Femenino, llena de exuberancia, de afecto, de vida y de fuerza.
—He oído las noticias —dijo Lucy—. Me han dicho que va a tener usted un niño y estoy dispuesta: en cuanto me necesite, me pondré a su servicio.
Después de consultarlo con mi madre, decidí que a Lucy había que ofrecerle un salario muy alto, superior al de una cocinera o ama de llaves. Treinta y seis libras al año —una enorme suma para aquellos tiempos—, pero Lucy se las merecía y yo estaba encantada de tenerla conmigo.
En aquellas fechas, casi un año después del armisticio, encontrar un lugar para vivir era la cosa más difícil del mundo. Cientos de jóvenes parejas rastreaban todo Londres en busca de un alojamiento conveniente a un precio razonable. Incluso se pedían traspasos. Era algo realmente problemático. Decidimos coger, en principio, un piso amueblado, hasta encontrar algo que realmente nos satisfaciera. Los planes de Archie se iban cumpliendo. Poco después de obtener su desmovilización, consiguió empleo en una firma de la City. He olvidado el nombre de su jefe. Le llamaremos, por comodidad, señor Goldstein. Era un hombre grande y amarillento. Cuando le pregunté a Archie sobre él, lo primero que me dijo fue:
—Bueno, está muy amarillo. Gordo también, pero sobre todo, amarillo.
Por aquel entonces, las firmas de la City se mostraban bien dispuestas a ofrecer empleo a los jóvenes oficiales desmovilizados. El sueldo de Archie sería de 500 libras anuales. Yo tenía otras 100 que seguía recibiendo del testamento de mi abuelo y Archie tenía su gratificación militar, y ahorros suficientes que le producían otras 100 más al año. No era demasiado dinero, incluso en aquella época. En realidad, era bastante poco, pues los alquileres habían subido mucho, y también el precio de los alimentos. Los huevos costaban ocho peniques cada uno, lo que no era ninguna broma para una joven pareja. Pero nosotros nunca pensamos ser ricos, así que no nos quejábamos.
Recordándolo ahora, me parece extraordinario que tuviéramos una nodriza y además una criada, pero entonces era algo esencial, y hubiera sido la última cosa a la que renunciáramos. La extravagancia de tener un coche, por ejemplo, nunca pasó por nuestra mente. Sólo los ricos los tenían. En ocasiones, durante los últimos días de mi embarazo, mientras esperaba en las colas de los autobuses, zarandeada de un lado a otro por mis pesados movimientos —los hombres no eran especialmente galantes en aquella época—, solía pensar, al ver pasar los automóviles a mi lado, lo maravilloso que sería tener uno algún día.
Recuerdo a un amigo de Archie, diciendo con amargura: «No debían dejar que nadie tuviera un automóvil, a no ser que su actividad fuera muy importante». Nunca he pensado así. Siempre es excitante, creo, ver a alguien que ha tenido suerte, que es rico, que está rodeado de lujos. ¿No aprietan los chavales sus rostros contra las ventanas para espiar las fiestas, para ver a la gente que lleva diademas de diamantes? Alguien tiene que ganar en las apuestas de caballos. Si los premios fueran sólo de 30 libras, no tendría interés. Ni las carreras de caballos ni, hoy día, las quinielas del fútbol. Ésos son los sueños de la gente. Por eso, siempre habrá grandes multitudes que se agolpan en las calles para ver llegar a las estrellas de cine en los estrenos. Para los que miran, son los héroes y heroínas que suscitan envidia y fascinación. ¿Quién es el que desea un mundo oscuro, en el que nadie es rico o importante, o hermoso o lleno de talento? Hubo un tiempo en que la gente se quedaba de pie horas y horas para ver a los reyes y a las reinas; hoy día parece que la gente se inclina más por las estrellas del mundo pop, pero el fundamento sigue siendo el mismo.
Como dije antes, tendríamos una nodriza y una criada porque era una extravagancia necesaria, pero jamás soñamos con tener un coche. Si íbamos al teatro, cogíamos las localidades más baratas. Tendría algún vestido de noche, pero probablemente sería negro, para que no se viera el polvo, y cuando salíamos las noches lluviosas, llevaba siempre zapatos negros para disimular mejor el barro. Nunca cogíamos un taxi. Siempre existirán modas en la forma de gastar el dinero, como para todo. No quiero decir que la nuestra fuera mejor o peor. Teníamos menos lujos, comidas más modestas y vestidos más sencillos. Por otro lado, había mucho más tiempo libre para pensar, para leer y para dedicarse a pasatiempos y aficiones. Creo que me alegro de haber sido joven en aquella época. Había un grado considerable de libertad y muchas menos prisas y preocupaciones.
Encontramos un piso con bastante suerte en poco tiempo. Era un piso bajo de las Addison Mansions, que eran dos grandes bloques de edificios situados detrás del Olympia. Era grande, con cuatro dormitorios y dos salas de estar. Lo alquilamos amueblado por dos guineas a la semana. La mujer que nos lo alquiló era una rubia teñida de unos cuarenta y cinco años, de enorme busto. Era una mujer muy cordial que insistía en contarme continuamente las enfermedades internas de su hija. El piso estaba lleno de muebles horribles y tenía algunos de los cuadros más sentimentales que he visto nunca. Anoté mentalmente que lo primero que haríamos Archie y yo sería retirado todo y guardado cuidadosamente hasta que se lo devolviéramos a su dueño. Estaba abarrotado de porcelanas y cristalerías y esas cosas, incluido un fragilísimo juego de té que me atemorizaba, pues pensaba que se rompería con sólo mirarlo. Con ayuda de Lucy, lo guardamos todo en uno de los trasteros, tan pronto como nos instalamos.
Entonces me fui a visitar la oficina de la señora Boucher, que era la cita ineludible —y creo que aún lo es— para quienes buscan una nodriza. Dicha señora me hizo poner los pies en la tierra en seguida. Rezongó ante el salario que estaba dispuesta a pagar, me preguntó sobre las condiciones y el personal que tenía a mi servicio y después me envió a una pequeña habitación en la que se entrevistaba a las futuras, empleadas. La primera que entró fue una mujer grande y con aspecto competente. Con sólo verla ya me llené de alarma, pero a ella no le ocurrió lo mismo.
—¿Bien, señora? ¿Cuántos niños serán? Le expliqué que sólo era un bebé.
Y supongo que tendrá un mes, ¿no? No me hago cargo de ninguno que tenga más de un mes. Me encargo de criar a los bebés lo antes posible, siempre.
Le dije que sí, que no tenía más de un mes.
—¿Y qué personal tiene a un servicio, señora?
Le contesté, humildemente, que todo mi personal se reducía a una sola doncella. Hizo una mueca de disgusto.
—Me temo, señora, que eso no me resultará conveniente. ¿Sabe?, me he acostumbrado a que me cuiden y vigilen todo a mi alrededor y quiero un lugar agradable y con todas las comodidades.
Le dije que lo que le ofrecía no era lo que estaba buscando y me desembaracé de ella con un cierto alivio. Vi a otras tres más, pero ninguna me agradó.
Volví al día siguiente para tener nuevas, entrevistas. Y esta vez tuve más suerte. Encontré a Jessie Swannell, treinta y cinco años, inteligente, cariñosa, que había estado de niñera con una familia en Nigeria. Le expliqué, una por una, las poco atractivas condiciones del empleo que le ofrecía. Sólo una criatura, tendría que ocuparse de todas las tareas relacionadas con el bebé, y el salario reducido.
—Bueno —dijo—; no suena demasiado mal. Estoy acostumbrada al trabajo duro y eso no me preocupa. Es una niña ¿verdad? Me gustan mucho las niñas.
Así es que quedamos de acuerdo. Permaneció con nosotros durante dos años, y llegué a apreciarla mucho, aunque tenía algunos inconvenientes. Era de esas mujeres a quienes, por naturaleza, no le gustan los padres del niño al que están cuidando. Con Rosalind se comportaba maravillosamente y se hubiera dejado matar por ella, creo. En cambio a mí me consideraba como a una intrusa; siempre hacía todo lo que le ordenaba, a regañadientes, eso sí, aunque no estuviera de acuerdo. Por otro lado, si se producía alguna dificultad, siempre estaba dispuesta a ayudar inmediatamente con toda amabilidad y alegría. Sí, respeto mucho a Jessie Swannell y espero que haya tenido una vida agradable y que se hayan cumplido sus deseos.
Así que, arreglados ya todos los detalles, nos trasladamos a Addison Mansions con Rosalind, Jessie Swannell y Lucy. Pero ahí no había terminado mi búsqueda. Tenía que encontrar ahora un piso vacío que fuera ya nuestro hogar permanente. Y eso no era nada fácil; más bien, endemoniadamente difícil. En cuanto oía hablar de alguna oportunidad, me ponía en seguida en marcha: llamadas por teléfono, cartas, visitas; parecía que nunca encontraríamos lo que buscábamos. Unas veces los pisos estaban sucios, destartalados, en tan malas condiciones que parecía imposible que nadie viviera en ellos. Otras veces, la mayoría, había ya alguien que se nos había adelantado en la búsqueda. Nos recorrimos todo Londres: Hampstead, Chiswick, Pimlico, Kensington, St. Johns Wood. Me pasaba el día metida en el autobús. Visitamos a todos los agentes inmobiliarios y pronto empezamos a angustiamos. Sólo nos quedaban dos meses de estancia en el piso amueblado. En cuanto regresara la rubia teñida con su hija casada y sus nietos, seguramente tendríamos, que dejar el piso a toda velocidad. Necesitábamos encontrar algo.
Al final tuvimos suerte. Conseguimos, más o menos, un piso cerca del parque Battersea. El alquiler era razonable y la propietaria, la señora Llewellyn, pensaba marcharse en el plazo de un mes, pero estaba dispuesta a hacerlo un poco antes. Se trasladaba a un piso distinto en otra zona de Londres. Todo parecía arreglado, pero «habíamos vendido la piel del oso antes de matarlo». Nos esperaban graves problemas. Sólo quince días antes de la fecha del traslado, la señora Llewellyn nos dijo que no podía marcharse aún, porque los que vivían en el nuevo piso no podían a su vez trasladarse al suyo. Era una reacción en cadena.
Fue un golpe terrible. Cada dos días la llamábamos pidiéndole noticias. Y las noticias eran cada vez peores. Al parecer, los que vivían en el otro piso tenían muchas dificultades para trasladarse al nuevo, así que ella tampoco podía abandonar el suyo. Al final resultó que no estaría todo arreglado antes de tres o cuatro meses, e incluso esa fecha era dudosa. El tiempo pasaba y ahora ya estábamos desesperados. Febrilmente, empezamos otra vez a examinar las páginas de anuncios, a llamar a los agentes inmobiliarios y demás. Llamó entonces un agente que nos ofrecía, no un piso, sino una casa. Una pequeña casita en Scarsdale Villas. Pero era en venta, no en alquiler. Fuimos a verla. Era una casita encantadora. Comprarla significaba vender casi todo nuestro pequeño capital: un riesgo terrible. No obstante, pensamos que algo había que arriesgar, así que quedamos de acuerdo en la operación, firmamos un contrato lleno de puntos suspensivos y regresamos a casa para decidir qué valores venderíamos.
Dos días más tarde, mientras desayunábamos, me puse a mirar el periódico y, como siempre, en lo primero que me fijé fue en la página de anuncios, una costumbre ya tan acentuada en aquellos días que no podía reprimirla. De repente, tropecé con el siguiente anuncio: «Piso vacío por alquilar, 96 Addison Mansions, 90 libras anuales». Se me escapó un grito, tiré la taza de café, se lo leí a Archie y le dije que no teníamos tiempo que perder.
Salí disparada del comedor, atravesé el pequeño patio de césped entre los dos bloques y subí la escalera del edificio de enfrente, de cuatro en cuatro, como una loca. Eran las ocho y cuarto de la mañana. Toqué el timbre del número 96. Apareció una mujer joven, con cara de asombro, vestida con una bata.
—Vengo por lo del piso —le dije entrecortadamente, a causa de los jadeos producidos por la frenética cartera.
—¿Este piso? ¿Tan pronto? Si puse el anuncio ayer… No esperaba a nadie en tan poco tiempo.
—¿Puedo verlo?
—Bueno… bueno, es un poco pronto.
—Creo que nos vendrá bien —dije. Creo que me lo voy a quedar.
—Bueno, mírelo un poco, si quiere. No está demasiado limpio —dijo, dejándome entrar.
Entré sin hacer caso de sus dudas, echando un rápido vistazo al piso; no quería arriesgarme a perderlo.
—¿90 libras al año? —le pregunté.
—Sí. Pero le advierto que el alquiler se hace trimestralmente. Medité por un momento ese dato, pero no me eché para atrás. Quería un sitio para vivir e inmediatamente.
—¿Y cuándo se puede tomar posesión?
—Bueno, en cualquier momento: en una o dos semanas. Han destinado a mi marido al extranjero, repentinamente. Y queremos un traspaso por el linóleo y los accesorios.
No presté mucha atención al linóleo y demás detalles, pues, ¿qué importaba eso? Cuatro dormitorios, dos salas de estar, un bonito panorama verde delante; cuatro tramos de escalera para subir y bajar, es cierto, pero había luz y aire por todas partes. Necesitaba algunos arreglos, pero los haríamos nosotros mismos. Era un piso maravilloso, un regalo de los dioses.
—Me lo quedo —dije. Estoy decidida.
—Ah, ¿está usted segura? Ni siquiera me ha dicho su nombre.
Le di mi nombre, le expliqué que vivía en un piso amueblado enfrente y, todo quedó arreglado. Llamamos a los agentes desde su piso, para anunciar la conclusión de la operación. Ya se me habían escapado varios pisos antes y esta vez no quería que sucediera lo mismo. Al bajar otra vez la escalera, me encontré con tres parejas que suban, y todas, lo vi de reojo, se dirigían al número 96. Esta vez habíamos ganado nosotros.
Volví a casa y se lo conté triunfante a Archie.
—Estupendo —dijo.
En ese momento, sonó el teléfono. Era la señora Llewellyn.
—Me parece —dijo—, que podrán ustedes ocupar el piso casi seguro dentro de un mes.
—Ah —le contesté—. Muy bien, comprendo —y colgué el receptor.
—¡Dios mío! —exclamó Archie—. ¿Sabes lo que hemos hecho? ¡Ahora tenemos dos pisos y hemos comprado una casa!
Era un problema bastante gordo. Iba a llamara la señora Lleellyn para decirle que ya no queríamos su piso, cuando se me ocurrió una idea mejor.
—Vamos a deshacernos de la casita de Scarsdale Villas —le propuse a Archie—, pero nos quedaremos con el piso de Battersea y pediremos un traspaso por él. Así pagaremos el traspaso de éste.
A Archie le pareció muy bien la idea, y para mí era una magnífica operación financiera, pues no podíamos pagar el traspaso de 100 libras de nuestro bolsillo. Entonces nos fuimos a ver a los agentes a los que habíamos comprado la casita de Scarsdale Villas. Fueron muy amables con nosotros. Nos dijeron que les resultaría muy fácil vendérsela a cualquier otra persona y que, de hecho, ya tenían a varios posibles interesados. Así que nos deshicimos de ese compromiso, pagando sólo una pequeña comisión a los agentes.
Ya teníamos piso, y en dos semanas nos trasladaríamos a él. Jessie Swannell era como una roca. No le preocupa en absoluto subir y bajar cuatro tramos de escalera con la niña en brazos; era mucho más de lo que hubiera esperado de una niñera de la señora Boucher.
—Ah, bueno —me dijo—, estoy acostumbrada a arrastrar cosas. Quiero decir, que puedo hacerlo con uno o dos negros al lado. Eso es lo mejor de Nigeria: está lleno de negros.
Nos gustaba mucho nuestro piso y nos dedicamos apasionadamente a la tarea de decorarlo. Gastamos una buena parte de la gratificación de Archie en muebles: buenos muebles modernos de la casa Heal para la habitación de Rosalind, buenas camas también de Heal para nuestro dormitorio, y gran cantidad de cosas procedentes de Ashfield que estaba demasiado abarrotada de mesas, sillas y armarios, porcelanas y ropa blanca. Fuimos también a algunas almonedas, donde compramos por cuatro cuartos arcones viejos y roperos pasados de moda.
Antes de metemos en el piso escogimos los papeles pintados y el tipo de pintura a emplear. Una parte del trabajo la hicimos nosotros mismos; pero en otra nos tuvo que ayudar un pintor y decorador. Las dos salas de estar, un salón grande y un comedor más pequeño, daban al patio, pero estaban orientadas hacia el norte. Personalmente, prefiero que los salones estén al final de un largo pasillo, en la parte posterior. No eran demasiado grandes, pero sí soleadas y alegres, así que decidimos que nuestra sala de estar y el cuarto de Rosalind estuvieran en las dos habitaciones posteriores. El cuarto de baño estaba enfrente, y al lado había una pequeña habitación para el servicio. Nuestro dormitorio lo pusimos en la habitación mayor y el otro cuarto grande sería el comedor, que se utilizaría en caso de necesidad como habitación de invitados. Archie escogió la decoración del cuarto de baño: papel pintado blanco y escarlata brillante. Nuestro decorador fue muy amable conmigo. Me enseñó a cortar y doblar el papel pintado en la forma adecuada para luego encolarlo.
—Golpéelo con fuerza, ¿ve? No se estropea. Si se rasga, vuelva a encolarlo. Primero hay que cortarlo todo, medirlo y numerar los trozos por detrás. Así va bien. Golpee ahora. Un cepillo para el cabello es lo que mejor va para quitar las burbujas.
Al final, me defendía bastante bien con el empapelado. Los techos se los dejamos al pintor; no me sentía preparada para semejante tarea.
La habitación de Rosalind la pintamos de amarillo pálido y también ahí aprendí algo de decoración. Una cosa que no me advirtió el pintor era que si no se quitaba en seguida la pintura que caía en el suelo, se endurecía y después sólo salía con un cincel. Pero esas cosas únicamente se aprenden con la experiencia. La cuna de Rosalind la forramos con una tela bastante cara de la casa Heal con motivos de animales. En la sala de estar decidimos pintar las paredes de un rosa pálido brillante, y empapelar el techo de negro con motivos vegetales. Eso me haría sentir que estaba en el campo. Y también que la habitación pareciese más baja; me gustan los techos bajos. En una habitación pequeña quizá daría resultado un ligero aire rústico. El decorador se encargaría de empapelar el techo; pero se mostró inesperadamente contrario a hacerlo.
—Vamos a ver, señora, me parece que se ha equivocado usted. El techo es lo que debe ser rosa pálido y las paredes empapeladas de negro.
—No, no es eso —le contesté—. Quiero el papel negro en el techo y la pintura rosa en las paredes.
—Pero ésa no es forma de hacer las habitaciones. ¿Ve? Así va de claro a oscuro hacia arriba. Y ésa no es la forma correcta. Debe ser de oscuro a claro.
—Pero yo prefiero que vaya de claro a oscuro —le repliqué.
—Bueno, lo único que puedo decirle, señora, es que ésa no es la forma correcta y que nadie lo hace así.
Le dije que yo sí lo haría así.
—Se le vendrá el techo encima, ya lo verá. Parecerá que se va a caer. Hará que la habitación parezca muy baja.
—Es que quiero que parezca baja.
Entonces se dio por vencido, encogiéndose de hombros. Cuando acabó su tarea, le pregunté si no le gustaba.
—Bueno —dijo—, resulta un poco extraño. No, no, puedo decir que me guste, pero…, tiene un aspecto un poco raro, pero resulta bastante bonito si uno se sienta en una silla y mira hacia arriba.
—Ésa es mi idea —le dije.
—Pero si yo fuera usted, hubiera puesto en el techo un papel azul brillante con estrellas.
—A mí no me gusta pensar que estoy fuera por la noche —le dije—. Prefiero pensar que estoy en un huerto de cerezos en flor, o bajo unas matas de brezo.
El pintor movió la cabeza con tristeza.
La mayoría de las cortinas las encargamos especialmente para nosotros. Las colchas de las camas decidí hacerlas yo. Mi hermana Madge, ahora rebautizada Punkie, como la llamaba su hijo, me aseguró, en su habitual tono optimista, que era muy fácil confeccionarlas.
—Sólo tienes que prenderlas y cortarlas por el lado de dentro —me dijo—. Después, las coses y las vuelves del derecho. Es muy sencillo: cualquiera lo haría.
Hice la prueba. El trabajo no quedó muy profesional y ni siquiera hice ningún remate de cordoncillo, pero tenían un aspecto brillante y bonito. A todos nuestros amigos les encantó el piso y nosotros nunca fuimos tan felices como cuando nos instalamos en él. A Lucy le pareció maravilloso y disfrutaba trabajando. Jessie Swannell no dejaba de rezongar, pero nos ayudó mucho en todas las tareas. Me había acostumbrado ya a que Jessie nos odiara, mejor dicho, me odiara a mí (no creo que le disgustara tanto Archie).
—Después de todo —como le expliqué un día—, un bebé tiene que tener padres, si no usted no tendría a quién cuidar.
—Ah, bueno —me contestó Jessie con una sonrisa rencorosa—. Supongo que encontraría alguno por ahí.
Archie había empezado a trabajar en su empleo de la City. Me dijo que le gustaba y parecía bastante animado con su trabajo. Se alegraba infinito de haber abandonado la aviación pues, como repetía continuamente, allí no tenía absolutamente ningún futuro. Estaba decidido a ganar mucho dinero. Pasar apuros en esos momentos no nos preocupaba. De cuando en cuando, nos íbamos al Palais de Danse de Hammersmith, pero en general no nos permitíamos casi ninguna diversión, pues realmente no teníamos dinero suficiente. Éramos una pareja muy corriente y muy feliz. La vida nos ofrecía magníficas perspectivas. No teníamos piano, lo que era una lástima, pero me desquitaba como una loca en cuanto llegábamos a Ashfield.
Me había casado con el hombre que amaba, teníamos una hija, un lugar donde vivir y, por lo que veía, no había razón alguna para que no siguiéramos siendo felices durante mucho tiempo.
Un día recibí una carta. La abrí descuidadamente y me puse a leerla sin prestarle mucha atención al principio. Era de la editorial de John Lane, The Bodley Head, y me pedían que les telefoneara a su oficina en relación con el manuscrito que les había enviado, titulado El misterioso caso de Styles.
A decir verdad me había olvidado completamente del libro. Llevaba ya casi dos años en The Bodley Head, pero con todos los jaleos del final de la guerra, la vuelta de Archie y nuestra vida en común, todo eso de escribir y de los manuscritos se me había borrado completamente de la cabeza.
Me dirigí a la editorial llena de esperanzas. Debía gustarles el manuscrito o si no no me hubieran hecho venir. Entré en el despacho de John Lane, que se levantó para saludarme. Era un hombre bajito de barba blanca con un aspecto más bien isabelino. Estaba rodeado de cuadros incluso en las sillas, apoyados en las mesas, que parecían de los viejos maestros, con una gruesa capa de barniz y amarilleados por el tiempo. Después pensé que él mismo estaría muy bien dentro de alguno, con una gola alrededor del cuello. Sus modales eran suaves y llenos de bondad, pero tenía unos ojos azules muy brillantes y vivos, lo que debía haberme advertido, quizá, de que era el tipo de hombre capaz de triunfar en una negociación difícil por muy dura que ésta fuera. Me saludó y me hizo una seña para que me sentara. Eche un vistazo a mi alrededor, y resultaba prácticamente imposible: todas las sillas tenían un cuadro encima. Se dio cuenta y sonrió.
—Perdóneme, parece que no hay mucho sitio libre, ¿verdad? Apartó un cuadro más bien mugriento de una silla en la que me senté.
Entonces me habló del manuscrito. Varios de los que lo habían leído me dijo, concebían ciertas esperanzas, quizás harían algo con él. Pero había que realizar cambios considerables. El último capítulo, por ejemplo: lo había escrito como una escena corta y quedaba muy mal, era ridículo. ¿Podría desarrollarlo de otra forma? Quizás encontraría a alguien que me asesorara en los aspectos legales, aunque era bastante difícil; tal vez era mejor cambiarlo y darle otra forma. Le dije inmediatamente que sí, que lo cambiaría, que pensaría en una puesta en escena diferente. Señaló después algunos otros puntos; ninguno de ellos importante, aparte del capítulo final.
Entró luego en el aspecto puramente comercial de la edición. Me habló del enorme riesgo que significaba para un editor publicar una novela de un escritor nuevo y desconocido, y del poco dinero que probablemente obtendría con tal edición. Finalmente, sacó del cajón de su despacho un contrato, proponiéndome que lo firmara. No tenía ninguna intención de estudiar el contrato, ni siquiera de pensar en él. Iba a publicar mi libro. Después de perder todas las esperanzas, ahora no estaba en condiciones de rechazar nada. Hubiera firmado cualquier cosa. En este contrato concreto se estipulaba que yo no recibiría ningún derecho de autor hasta que se hubieran vendido los primeros 2.000 ejemplares, y a partir de dicha cifra recibiría una pequeña cantidad por ejemplar vendido. La mitad de los derechos de publicación por entregas o de representación teatral irían a parar al editor. Nada de eso significaba gran cosa para mí: lo único importante era que el libro se publicaría.
Ni siquiera me di cuenta de que en el contrato existía una cláusula que me obligaba a entregarle mis cinco novelas siguientes, con sólo un ligero aumento en mis derechos de autor. Para mí todo aquello representaba un éxito inesperado. Firmé el contrato con entusiasmo y me marché, llevándome el manuscrito para corregir las anomalías del último capítulo, cosa que hice sin mayores dificultades.
Y así fue como se inició mi carrera de escritora, sin que en esos momentos tuviera la más mínima sospecha de que iba a ser tan larga. A pesar de la cláusula sobre las cinco novelas siguientes, para mí el libro había sido un experimento único y aislado. Se me había ocurrido escribir una novela policíaca; la había escrito, la habían aceptado, y la iban a publicar. Ahí, por lo que a mí respecta, terminaba todo el asunto. Evidentemente, en esos momentos no pensaba escribir nada más, y creo que si me lo hubieran preguntado, hubiera contestado, sin ninguna seguridad, que quizá, de cuando en cuando, escribiría alguna cosilla. Era una simple aficionada, no tenía nada de profesional; era una simple diversión.
Regresé a casa llena de alegría y le conté a Archie lo que había sucedido. Esa noche nos fuimos al Palais de Dance de Hammersmith para celebrarlo.
Había con nosotros una tercera persona, aunque no me diera cuenta. Hércules Poirot, mi invención belga, colgaba de mi cuello firmemente agarrado como un viejo lobo de mar.