Estuve algún tiempo dándole vueltas a la idea. Poco a poco se perfilaban los detalles. Tenía ya el retrato del asesino. Su aspecto sería más bien siniestro, con una barba negra (en aquella época me parecía un detalle muy siniestro). Recientemente, se habían establecido cerca de nuestra casa unos conocidos; el marido tenía barba negra, su esposa era mayor que él y además era muy rica. Sí, pensé, eso podría ser la base del relato. Lo estudié con cierto detenimiento. No estaba mal, pero no me resultaba enteramente satisfactorio. El hombre en cuestión, estaba segura, sería incapaz de asesinar a nadie. Aparté mis pensamientos de ellos y decidí, de una vez por todas, que no conviene basarse en personajes reales, sino que hay que crearlos. Alguien a quien ves en un tren o en un tranvía es un buen punto de partida, porque a partir de ahí puedes crear un personaje a la medida de tus deseos.
Como era de esperar, al día siguiente, yendo en el tranvía, vi exactamente lo que deseaba: un hombre de barba negra, sentado al lado de una dama de edad avanzada que charlaba por los codos. El personaje femenino no me satisfizo del todo, pero el masculino me vendría de perlas. Poco más allá, estaba sentada una mujer voluminosa y cordial, que hablaba en voz alta sobre los bulbos de primavera. Me gustó también su aspecto. ¿La incorporaría a la historia? Me los llevé a los tres conmigo al bajar del tranvía para trabajar con ellos, y descendí por Barton Road hablando sola, llena de excitación.
Pronto tuve ya un boceto de algunos de mis personajes. Estaba esa mujer llena de cordialidad, de la que incluso sabía su nombre: Evelyn. Sería un pariente pobre, o una jardinera, o una acompañante; ¿quizás un ama de llaves? De cualquier forma, entraría en la historia. Después estaba el hombre de la barba negra, de quien todavía no sabía mucho, salvo el detalle de la barba, que no era gran cosa realmente; ¿o sí? Sí, quizá sí; porque le trataría desde el exterior, de forma que sólo se viera lo que él quería mostrar, y no lo que realmente era: ahí residiría una de las claves del enigma. A la esposa de edad avanzada la asesinaron más por su dinero que por su carácter, así que tenía poca importancia. Empecé entonces a añadir nuevos personajes con rapidez. ¿Un hijo? ¿Una hija? ¿Quizás un sobrino? Hay que tener muchos sospechosos. La familia iba creciendo a buen ritmo.
Dejé entonces aparte a la familia, y volví mi atención hacia el detective. ¿Quién sería el detective? Repasé todos los que había conocido y admirado en los libros. Estaba Sherlock Holmes, el primero y el único; nunca sería capaz de emular sus aventuras. Arsenio Lupin: ¿qué era, un criminal o un detective? De todas formas, no era mi tipo. Estaba también aquel joven periodista Rouletabille de El misterio del cuarto amarillo: ése era el tipo de persona que me hubiera gustado inventar, alguien poco habitual. ¿A quién podía utilizar? ¿Un estudiante? Bastante difícil. ¿Un científico? ¿Y qué sabía yo de científicos? Entonces me acordé de nuestros refugiados belgas. Teníamos una verdadera colonia de refugiados belgas instalados en la parroquia de Tor. Todo el mundo se comportó con amabilidad y simpatía cuando llegaron. La gente les dio muebles de sus casas para que pudieran vivir con comodidad, hicieron todo lo posible para que se sintieran a gusto. Después se produjo la reacción usual en estos casos: cuando los refugiados no se mostraron lo suficientemente agradecidos por todo lo que se había hecho en su favor, empezaron las quejas por esto y aquello. El hecho de que su situación fuera precaria y que estuvieran viviendo en un país extraño, no se valoró en su justa medida. Muchos eran campesinos desconfiados, y lo último que deseaban era que los invitaran a tomar el té o que la gente se inmiscuyera en sus cosas; querían que los dejaran solos, bastarse a sí mismo, ahorrar dinero, cultivar su jardín y cuidarlo todo a su manera.
¿Por qué no hacer que mi detective fuera belga? Pensé. Había toda clase de refugiados. ¿Qué tal un oficial de la policía refugiado? Pero un oficial jubilado, no uno demasiado joven. Aquí sí que cometí una gran equivocación. El resultado es que mi detective de ficción debería ahora rondar los cien años Así que me decidí por un detective belga. Poco a poco fui moldeando su personalidad. Sería un inspector, para que tuviera ciertos conocimientos sobre el crimen. Debía ser meticuloso, muy ordenado, me dije a mí misma, mientras amontonaba las cosas más insospechadas en mi dormitorio. Un hombrecito ordenado, clasificando siempre sus cosas, emparejándolas, gustándole más los objetos cuadrados que redondos. Además, sería muy cerebral, con la cabeza llena de pequeñas células grises. Ésa era una buena frase: debía recordarla. Sí, tendría muchas pequeñas células grises. Necesitaba un nombre ampuloso, uno de esos nombres que Sherlock Holmes y su familia tenían. ¿Cómo se llamaba el hermano de Sherlock? Mycroft Holmes.
¿Qué tal si llamaba a mi hombrecito Hércules? Sería un hombre pequeño con un gran nombre: Hércules. Su apellido ya resultaba más difícil. No recuerdo cómo obtuve el de Poirot, si se me ocurrió simplemente o lo vi en algún periódico o escrito en algún sitio: de todas formas, el apellido surgió. Pegaba bien con Hércules: Hércules Poirot. Estupendo.
Ahora tenía que bautizar a los otros personajes, pero eso era menos importante. Alfred Inglethorpe: no estaba mal, iría bien con la barba negra. Añadí algunos personajes más. Un marido y su atractiva esposa, alejados el uno del otro. Luego pensé en las ramificaciones, las pistas falsas. Como todos los escritores jóvenes, trataba de meter demasiadas peripecias dentro de un libro. Tenía ya demasiadas pistas falsas para complicar la historia; no sólo me resultaría más difícil resolver el asunto, sino que el libro resultaría plúmbeo.
En mis ratos libres, me pasaban por la cabeza continuamente ideas para el relato policíaco. Ya estaba el principio decidido y el final dispuesto, pero entre uno y otro había lagunas difíciles de llenar. Había metido a Poirot en la trama de modo natural y lógico, pero me faltaban razones para meter a los otros personajes. Todo estaba aún muy embrollado.
En casa estaba siempre medio ausente. Mi madre se preguntaba a menudo por qué no contestaba a sus preguntas, o no lo hacía en la forma adecuada. Más de una vez me equivoqué al arreglarle la labor de ganchillo a la abuela, se me olvidó hacer lo que me habían encargado y mandé las cartas a direcciones equivocadas. Por fin llegó el día en que me sentí preparada para empezar a escribir. Le conté a mi madre mis proyectos y me dijo, con su habitual fe de que sus hijas eran capaces de hacer cualquier cosa:
—¡Ah! ¿Una novela policíaca? Estupendo. Debes empezar en seguida.
No era fácil tener tiempo libre, pero me las arreglé. Conservaba aún la vieja máquina de escribir que había pertenecido a Madge, y comencé a utilizada, una vez escrito un primer borrador a mano. Pasaba a limpio cada capítulo, según los terminaba. En aquella época escribía a mano un poco mejor y mi caligrafía resultaba legible. Me excitaba la nueva tarea; incluso disfrutaba haciéndola. Pero me cansaba mucho y también me enfadaba. Creo que a todos los autores nos pasa igual. Además, a medida que me adentraba en la parte media del libro, las complicaciones se apoderaban de mí, en vez de ser yo quien las dominara. Fue entonces cuando mi madre me hizo una buena sugerencia.
—¿Cuánto has hecho ya? —me preguntó.
—Oh, creo que más o menos la mitad.
—Bueno, pues si quieres de verdad acabarlo hazlo cuando cojas las vacaciones.
—Pensaba hacerlo así.
—Sí, pero lo que creo es que debes marcharte de casa y terminarlo sin que nadie te moleste.
Le di vueltas a la idea. Quince días sin nadie que te moleste. ¡Qué maravilla!
—¿A dónde te gustaría ir? —me preguntó mi madre—. ¿A Dartmoor?
—Sí —le dije, fascinada—. Dartmoor es el sitio ideal.
Así que me fui a Dartmoor. Reservé una habitación en el Hotel MoorIand de Hay Tor. Era un hotel grande y lóbrego, lleno de habitaciones. Poca gente se alojaba allí. Me parece que ni siquiera hablé con ninguno de los huéspedes: me hubiera distraído. Normalmente, trabajaba toda la mañana, hasta que me dolían las manos. Después me iba a comer, y leía un rato. A continuación, daba una vuelta por el páramo, durante un par de horas. Creo que en esos días aprendí a amar el campo. Me gustaban los peñascos y el brezo, y todas esas tierras salvajes, alejadas de los caminos. La gente que iba a Dartmoor, que por supuesto no era mucha durante la guerra, se reunía siempre alrededor de Hay Tor; pero yo me apartaba de allí y me marchaba al campo. Mientras paseaba, hablaba conmigo misma, interpretando el siguiente capítulo que iba a escribir: hablando por John dirigiéndose a Mary, y Mary a John, o Evelyn con el dueño de la casa, y así sucesivamente. Era una especie de juego que me apasionaba. Después, regresaba al hotel, cenaba, me metía en la cama y dormía como un tronco durante doce horas. Al día siguiente me levantaba y me ponía a escribir apasionadamente durante toda la mañana.
Terminé la segunda mitad del libro en esos quince días de vacaciones. Claro que con eso no había terminado. Tenía que revisar luego bastante, sobre todo la complicadísima parte central. Al final lo terminé y me sentí razonablemente satisfecha con mi obra. Quiero decir que, más o menos, había hecho lo que me había propuesto. Podía haber sido mejor, me daba cuenta, pero no sabía cómo reformarlo, así que lo dejé tal como estaba. Corregí algunos capítulos que me parecieron demasiado ampulosos, especialmente los referidos a Mary y su esposo John, separados por algún motivo idiota, pero a los que reuní otra vez al final del libro, para darle un cierto interés amoroso a la trama. Siempre he considerado que el tema amoroso es una pesada carga en una novela policíaca. El amor, en mi opinión, debe dejarse para las novelas románticas. Forzar un intriga amorosa en lo que debe ser un proceso científico, es apartarse del camino recto. Pero en aquella época, las novelas policíacas tenían siempre algún romance y por eso lo puse. Lo hice lo mejor que pude, pero John y Mary resultaron bastante pobres. Alguien me mecanografió en limpio la novela y, decidiendo que ya no podía hacer nada más por ella, se la mandé a un editor —Hodder and Stoughton—, quien me la devolvió. Era un rechazo tajante sin hacer siquiera una observación. No me sorprendió, pues no tenía ninguna esperanza de éxito; no obstante, probé suerte de nuevo y la envíe a otro editor.