—Creo que eso está muy mal, querida Agatha —dijo uno de los viejos amigos de mi madre—. Ir a trabajar al hospital un domingo. El domingo es el día de descanso. Debes librar los domingos.
—¿Quién vendaría a los enfermos, los lavaría, vaciaría los orinales, tendría las camas hechas y prepararía el té, si nadie trabajara los domingos? —le pregunté—. Después de todo, no pueden estar veinticuatro horas seguidas sin todas esas cosas, ¿no?
—Bueno, querida, nunca lo había pensado. Pero seguro que se puede llegar a algún arreglo.
Tres días antes de Navidad, Archie recibió repentinamente un permiso. Me fui con mi madre a Londres para estar con él. Yo ya tenía la idea, creo, de que debíamos casarnos. Mucha gente lo hacía entonces.
Me parece —le dije a mi madre— que no debemos ser prudentes ni pensar en el futuro; se muere cantidad de gente todos los días.
Mi madre estuvo de acuerdo.
—No —dijo—. Creo lo mismo que tú. No podemos pensar en los riesgos y cosas así.
Nunca nos lo dijimos, pero las probabilidades de que Archie muriera eran muy elevadas. Las bajas eran cada vez más numerosas. Muchos de mis amigos eran soldados y los habían movilizado al mismo tiempo. Todos los días, al leer el periódico, aparecía algún conocido en la lista de bajas.
Habían pasado sólo tres meses desde que Archie y yo nos habíamos visto, pero habían transcurrido, a mi parecer, en una dimensión distinta del tiempo. En tan corto período, había vivido un tipo de experiencias totalmente nuevas: la muerte de mis amigos, la incertidumbre, la alteración del ambiente vital. A Archie le había ocurrido lo mismo, aunque en campos distintos. Se había visto inmerso entre la muerte, la derrota, la retirada, el miedo. Habíamos vivido ambos un largo trecho por nosotros mismos. El resultado fue que casi nos parecimos dos extraños.
Fue como conocernos de nuevo el uno al otro. Las diferencias entre los dos aparecieron en seguida. Su decidida despreocupación y ligereza —casi jovialidad— me molestó. Entonces era demasiado joven para comprender que, para él, era la mejor forma de enfrentarse con su nueva vida. Yo, en cambio, me había vuelto mucho más seria y emotiva, abandonando la ligereza de jovencita feliz. Era como si quisiéramos alcanzarnos el uno al otro y descubriéramos, casi con desaliento, que habíamos olvidado cómo hacerlo.
Archie estaba completamente decidido en cuanto a una cosa, que dejó clara desde el primer momento: el matrimonio, descartado.
—Es lo peor que podríamos hacer —dijo—. Todos mis amigos piensan igual. Correr para alcanzar las cosas, y después, ¿qué ocurre? Te matan y detrás de ti queda una joven viuda, quizá con un hijo en camino; es egoísta y erróneo.
No estuve de acuerdo con él. Discutí apasionadamente, defendiendo el punto de vista contrario. Pero una de las características de Archie era su seguridad. Estaba seguro siempre de lo que debía hacer y de lo que haría. No es que nunca cambiara de opinión: lo hacía, repentinamente, muy de prisa en ocasiones. En realidad, cambiaba a veces de modo inmediato, viendo blanco lo que antes veía negro y viceversa. Pero cuando se comportaba así, mantenía la misma seguridad. Acepté su decisión y nos dedicamos a disfrutar de esos días preciosos que teníamos para estar juntos.
El plan era que, después de un par de días en Londres, me iría con él a Clifton, para pasar las Navidades en casa de su madre y su padrastro. Parecía lo más apropiado. Pero antes de salir hacia Clifton, tuvimos una disputa en toda regla. Una disputa ridícula, pero bastante acalorada.
El día de nuestra partida, Archie llegó al hotel con un regalo para mí. Era un espléndido neceser con todos los accesorios precisos dentro; algo que cualquier millonaria hubiera llevado con plena confianza al Ritz. Si me hubiera comprado un anillo, o un brazalete, por muy caro que fuese, no me habría enfadado, lo habría aceptado con mucho gusto y orgullo, pero por alguna razón, me rebelé violentamente contra el neceser. Pensé que era una extravagancia absurda, un trasto que nunca utilizaría. ¿De qué me serviría en el hospital un deslumbrante neceser, digno de unas vacaciones en el extranjero en tiempos de paz? Le dije que no lo quería y que lo devolviera. Archie se enfadó; yo también. Le hice sacarlo de allí. Una hora más tarde regresó e hicimos las paces. Nos preguntamos qué diablos nos había sucedido. Cómo podíamos haber sido tan idiotas. Archie admitió que era un regalo un poco estúpido. Yo confesé que me había comportado como una ingrata. A consecuencia de la pelea y la subsiguiente reconciliación, nos sentimos un poco más unidos.
Mi madre regresó a Devon, y Archie y yo nos fuimos a Clifton. Mi futura suegra seguía igual de encantadora, dentro de un estilo irlandés quizás exagerado. Su otro hijo, Campbell, me había dicho una vez: «Mi madre es una mujer muy peligrosa». No lo comprendí entonces, pero creo que ahora sí sé lo que quería decir. Era ese afecto efusivo, que con igual rapidez se convertía en lo contrario. En un determinado momento, todo era amor para su futura nuera; al momento siguiente, nada era demasiado malo para ella.
El viaje hasta Bristol fue muy fatigoso; los trenes estaban aún en una situación caótica y siempre llegaban con horas de retraso. Al fin, llegamos y recibimos una acogida de lo más calurosa. Me fui a la cama totalmente exhausta por las emociones del día y del viaje, luchando contra mi natural timidez y buscando la forma más apropiada de hablar y actuar ante mis futuros suegros.
Pasó aproximadamente una hora y media; quizás una hora. Me había metido en la cama, pero no estaba dormida aún, cuando alguien llamó a la puerta. Me levanté y abrí: era Archie. Entró en la habitación, cerró la puerta y dijo bruscamente:
—He cambiado de opinión. Tenemos que casarnos. Inmediatamente. Nos casaremos mañana.
—Pero tú decías…
—¡Bah! Olvídate de lo que he dicho. Tenías razón, estaba equivocado. Por supuesto que es la única cosa lógica que podemos hacer. Tendremos dos días para estar juntos antes de que me marche otra vez.
Me senté en la cama, me temblaban las piernas.
—Pero, pero estabas tan seguro…
—¿Y eso qué importa? He cambiado de opinión.
—Sí, pero… —quería decir tantas cosas, que no me salían. Siempre que quiero hablar con claridad, tartamudeo—. Todo va a ser tan difícil… —dije, con voz débil.
He tenido siempre la capacidad de ver lo que Archie no veía: las mil y una desventajas de un acto futuro. Archie sólo veía lo esencial. Al principio, le había parecido una locura que nos casáramos en plena guerra; ahora, un día después, estaba igualmente seguro de que era lo mejor que podíamos hacer. Las dificultades para realizarlo, los sentimientos de despecho de todas nuestras amistades y familiares, no le importaban en absoluto. Discutimos. Discutimos tanto como veinticuatro horas antes, pero esta vez con los papeles cambiados. No hace falta decirlo, Archie ganó de nuevo.
Pero no podremos casarnos tan de prisa —le dije, con incertidumbre—. Es tan difícil…
—¡Oh, claro que podremos! —contestó muy animado—. Sacaremos una licencia especial o algo parecido del arzobispo de Canterbury.
—¿Pero eso no resultará muy caro?
Sí, supongo que sí. Pero ya nos arreglaremos. De todas formas, tenemos que hacerlo. No hay tiempo para otra cosa. Mañana es Nochebuena. Así que, ¿estamos de acuerdo?
Le dije débilmente que sí. Salió de la habitación y me quedé casi toda la noche despierta y preocupada. ¿Qué diría mi madre? ¿Qué diría Madge? ¿Qué diría la madre de Archie? ¿Por qué Archie no quiso que nos casáramos en Londres, donde todo hubiera sido más fácil y sencillo? Bueno, ya estaba hecho. Al final me dormí, agotada.
La mayoría de las cosas que había previsto durante la noche, se hicieron realidad a la mañana siguiente. Antes que nada, le revelamos nuestros planes a Peg. Rompió a llorar histéricamente y se retiró a su dormitorio.
—Que mi propio hijo me haga esto, —murmuraba, mientras subía la escalera.
—Archie —le dijo—, es mejor que lo dejemos. Tu madre se ha llevado un disgusto terrible.
—¿Qué me importa si mi madre se disgusta o no? —contestó—. Llevamos dos años comprometidos; debía suponerlo, ¿no?
—Pero parece que ahora le sienta muy mal.
—Apurarme así, de esta forma… —sollozaba Peg, tumbada en su habitación a oscuras, con un pañuelo mojado en colonia sobre su frente.
Archie y yo nos miramos como dos perros llenos de culpabilidad.
El padrastro de Archie acudió en nuestra ayuda. Nos sacó del cuarto de Peg y nos dijo:
—Creo que tenéis razón. No os preocupéis por Peg. Le molesta que la sobresalten. A ti te tiene mucho cariño, Agatha, y estará tan a gusto como siempre cuando pase algún tiempo. Pero no esperéis que se sienta complacida hoy mismo. Ahora, marcharos y seguid adelante con vuestros planes. Me temo que no os queda mucho tiempo. Y recordad, estoy seguro, completamente seguro, de que estáis haciendo lo más apropiado.
Aunque había comenzado el día con bastantes aprensiones y temores, al cabo de dos horas estaba llena de ánimo combativo, Las dificultades que se interponían ante nuestra boda eran considerables y, cuanto más imposible parecía que nos casáramos ese día, más decididos estábamos a que se celebrara la ceremonia.
Archie consultó primero a un antiguo preceptor religioso suyo. Nos dijo que podía obtenerse una licencia especial ante el Colegio de Doctores por 25 libras. Ni Archie ni yo teníamos esa suma, pero no le dimos importancia: alguien nos las prestaría. Lo que presentaba más dificultades es que había que sacarla personalmente. Y el día de Navidad resultaba imposible. La licencia especial quedaba descartada. Fuimos a continuación a una oficina de registro civil. Allí fracasamos también. No se podía hacer nada antes, de catorce días. El tiempo pasaba. Finalmente, un amable registrador a quien no conocíamos al volver de su refrigerio de media mañana, nos dio la solución.
—Querido joven —le dijo a Archie—, vive usted aquí, ¿no? Quiero decir, ¿su madre y su padrastro residen aquí?
—Sí —dijo Archie.
—Así que tiene aquí una maleta, sus ropas y algunos de sus efectos, ¿no?
—Sí.
—Entonces no necesita el plazo de quince días. Puede usted adquirir una licencia ordinaria y casarse en su parroquia esta misma tarde.
La licencia costaba ocho libras. Conseguimos reunirlas. A partir de ahí, empezó una carrera de locos.
Corrimos a cazar al vicario de la iglesia. No estaba. Lo encontramos en casa de un amigo. Sorprendido, no tuvo inconveniente en oficiar la ceremonia. Corrimos entonces a casa de Peg para tomar un tentempié.
—No me digáis nada —dijo, sollozando—. No me digáis nada.
Y cerró la puerta de su cuarto.
No había tiempo que perder. Corrimos otra vez hacia la iglesia; Emmanuel, creo que se llamaba. Allí nos dimos cuenta de que necesitábamos un segundo testigo. Justo cuando salíamos a cazar al primer extraño que se nos cruzase en el camino, tuve la enorme suerte de encontrarme con una chica a la que conocía. Había estado con ella en Clifton dos años atrás. Yvonne Bush, aunque completamente asombrada, estaba dispuesta a ser una dama de honor improvisada y el testigo necesario. Corrimos de vuelta a la iglesia. El organista estaba allí ensayando, y se ofreció a tocar una marcha nupcial.
A punto de iniciarse la ceremonia, pensé un momento qué novia se habría preocupado menos por su aspecto. Ni vestido blanco, ni velo, ni un solo detalle elegante. Llevaba un abrigo corriente, una falda y un pequeño sombrero de terciopelo púrpura, y ni siquiera me había lavado las manos o la cara. Archie y yo nos reímos.
Terminada la ceremonia, había que salvar el siguiente obstáculo. Como Peg seguía apesadumbrada, decidimos irnos a Torquay, meternos en el Grand Hotel y pasar el día de Navidad con mi madre. Pero primero, por supuesto, la llamaría para anunciarle lo que había ocurrido. Era muy difícil comunicar por teléfono, y el resultado no fue demasiado satisfactorio. Sólo mi hermana estaba en casa y acogió la noticia con bastante disgusto.
—¡Sobresaltar de esta forma a nuestra madre! ¡Ya sabes lo débil que está su corazón! ¡No tienes sentimientos!
Cogimos el tren, que estaba abarrotado, y por fin, llegamos a Torquay a medianoche, tras haber reservado por teléfono una habitación. Tenía aún cierto sentimiento de culpabilidad; ¡habíamos causado tantas molestias e inconvenientes! Todos los seres más queridos se habían disgustado con nosotros. No creo que a Archie le importara. Ni siquiera creo que se le pasara algún momento por la cabeza; y si fuera así, no lo hubiera sentido lo más mínimo. «Es una lástima que a todo el mundo le moleste y todo eso —hubiera dicho— pero ¿porqué se ponen así?» Habíamos hecho lo más apropiado: de eso estaba seguro Archie. Sólo una cosa sí le ponía nervioso. Había llegado el momento. Nos disponíamos a bajar del tren cuando, súbitamente, como si fuera un conspirador, sacó de no sé dónde un nuevo bulto.
—Espero —me dijo, muy alterado—, espero que no te enfades por esto.
—¡Archie! ¡Pero si es el neceser que me regalaste!
—Sí. No lo devolví. No te importa, ¿verdad?
—Claro que no. Me parece estupendo.
Así estaban las cosas. Íbamos de viaje con el neceser y, ¡precisamente en nuestro viaje de bodas! Le quité un gran peso de encima con mi reacción. Creo que esperaba una buena reprimenda.
Si nuestro día de bodas había sido una larga lucha contra los imponderables, lleno de momentos críticos, el de Navidad en cambio fue benigno y pacífico. Todo el mundo había superado ya la conmoción. Madge se mostraba cariñosa, olvidando sus censuras; mi madre se había recuperado del susto y se sentía totalmente feliz con nuestra felicidad. Peg, suponía yo, también se habría recuperado (Archie me aseguró que sí). Así que disfrutamos todos mucho.
Al día siguiente me fui con Archie a Londres, para despedirme de él antes de que se fuera de nuevo a Francia. No le volvería a ver hasta pasados otros seis meses de guerra.
Volví otra vez al hospital, donde las noticias sobre mi nuevo estado me habían precedido.
—¡Enferrrmera! —era el chico escocés, arrastrando las erres con énfasis y golpeando el suelo con su bastón—. ¡Enferrrmera, venga usted aquí inmediatamente! —Fui hasta su cama—. ¿Qué es lo que he oído? ¿Es verdad que se ha casado usted?
—Sí —le contesté—. Es verdad.
—¿Habéis oído? —se dirigía a toda la hilera de camas—. La enfermera Miller se ha casado. ¿Cómo se llama ahora?
—Christie.
—Ah, un buen apellido escocés, Christie. Enfermera Christie; ¿oye usted eso, hermana? Ahora es la enfermera Christie.
Sí, he oído —dijo la hermana Anderson—. Y le deseo toda clase de felicidades añadió, en tono de cumplido—. Hemos hecho muchos comentarios sobre usted.
Ha hecho usted muy bien, enfermera —dijo otro paciente—. Se ha casado con un oficial, ¿no? Ha hecho muy bien. Y desde luego no me extraña. Es usted una chica muy guapa…
Pasaron los meses. La guerra se estancó en un punto muerto lleno de espantos. La mitad de nuestros pacientes tenían mal de trincheras. Era un invierno de frío intenso, y me salieron unos sabañones terribles en las manos y en los pies. El continuo limpiar de los hules no hacía ningún bien a mis manos. A medida que pasaba el tiempo, recibía más responsabilidades y me gustaba más el trabajo. Acaba uno acostumbrándose a esa rutina de médicos y enfermeras. Se saben cuáles son los cirujanos que hay que respetar más, y cuáles son los médicos a los que secretamente desprecian las hermanas. No quedaban más cabezas que despiojar ni más ropas de campaña: se habían montado hospitales en los frentes de Francia. Pero seguíamos todavía casi al límite de capacidad del hospital. Nuestro pequeño escocés, que había estado entre nosotros por una fractura de pierna, se marchó al fin, convaleciente. Durante el viaje de regreso se cayó al descender del vagón y se rompió de nuevo la pierna, pero estaba tan ansioso de llegar a su ciudad natal escocesa, que no mencionó la caída ni la nueva fractura. Sufrió unos dolores terribles, pero al fin llegó a su destino, donde tuvieron que entablillarle de nuevo la pierna.
Aunque ahora todo está envuelto en una especie de neblina, recuerdo aún algunas situaciones aisladas grabadas en mi memoria. Recuerdo a una joven enfermera aprendiza que estaba de auxiliar en el quirófano; la habían dejado sola para que limpiara la mesa de operaciones y tuve que ayudarla a retirar una pierna amputada para echarla al horno. Después limpiamos toda la sangre que habla por allí. Creo que era demasiado joven e inexperta para qué le encargaran semejante tarea a ella sola.
Recuerdo a un sargento de expresión muy seria, a quien le escribía sus cartas de amor. No sabía leer ni escribir. Me decía toscamente lo que quería poner.
—Eso quedará muy bien, enfermera —asentía, cuando le leía lo que había escrito—. Póngalo por triplicado, por favor.
—¿Por triplicado? —le preguntaba.
—Sí —contestaba—. Una para Nellie, otra para Jessie y otra para Margaret.
—¿No sería mejor variarlas un poco? —pregunté una vez. El sargento meditó unos momentos.
—No —dijo, finalmente—, no creo. Les he contado a todas lo esencial.
Así, todas las cartas empezaban igual: «Espero que al recibo de la presentes te encuentres como yo, pero con más salud». Y terminaban diciendo: «Tuyo hasta que en el infierno haga frío».
—¿No se encontrarán unas con otras? —le pregunté, con curiosidad.
—No, no creo —contestó—. Viven en pueblos diferentes, como usted sabe, y no se conocen entre sí.
Le dije que si pensaba casarse con alguna de las tres.
—Puede que sí —contestó—, y puede que no. A Nellie da gusto mirarla, es muy guapa. Pero Jessie es más seria y me adora. Para ella, yo soy todo lo que hay en el mundo.
—¿Y Margaret?
—¿Margaret? Bueno, con Margaret —dijo— te ríes mucho, es una chica muy alegre. No sé, ya veremos qué hago.
Muchas veces me preguntaba si al final se casaría con alguna, o si encontró una cuarta, que combinase el atractivo de Nellie, la adoración de Jessie y el buen humor de Margaret.
Las cosas en casa seguían más o menos igual. Lucy había venido en sustitución de Jane, y siempre hablaba de ella con reverencia, llamándola «señora Rowe».
—Espero ocupar dignamente el lugar de la señora Rowe; es una gran responsabilidad para mí —decía con frecuencia.
Sería la cocinera de Archie y mía después de la guerra.
Un día se acercó a mi madre, con expresión muy nerviosa, y le dijo:
—Espero que no le moleste, señora, pero creo que debo marcharme y alistarme en el Cuerpo Auxiliar Femenino de las Fuerzas Aéreas. Espero que no pensará mal de mí.
Bueno, Lucy —dijo mi madre—, tienes razón. Eres joven y fuerte y eso es lo que necesitan.
Así que Lucy se marchó, llorando al final, esperando que su ausencia no nos causara problemas y diciendo que qué pensaría de ella la señora Rowe. Se marchó también la doncella, la hermosa Emma. Se fue para casarse. Las sustituimos por dos sirvientas bastante mayores, a quienes les resultaban increíbles las dificultades de la guerra y se rebelaban profundamente contra ellas.
—Lo siento, señora —decía la vieja Mary, temblando de rabia, después de estar unos días con nosotros—, pero la comida que tenemos es muy mala ya hemos tomado pescado dos veces esta semana, y también despojos. Yo he tenido siempre una buena comida al menos, una vez al día.
Mi madre le explicó que la comida estaba racionada, y que no había más remedio que tomar pescado y lo que pomposamente se llamaba «menudillos comestibles» al menos dos o tres veces a la semana.
Mary sacudió la cabeza y dijo:
—Eso no está bien, no nos están tratando bien.
Dijo también que nunca le habían obligado a tomar margarina antes. Mi madre entonces probó el truco que mucha gente empleaba durante la guerra, el de meter la margarina en el papel de la mantequilla, y la mantequilla en el de la margarina.
—Si ahora probáis estas dos —dijo mi madre—, no creo que seáis capaces de distinguir cuál es cuál.
Las dos ancianas sonrieron burlonas y las probaron. No tenían dudas:
—Está claro, señora, no hay duda alguna.
—¿De verdad creéis que hay tanta diferencia?
—Sí, claro que sí. No soporto el sabor de la margarina, ninguna de nosotras lo soporta, Nos mareamos enseguida —dijo, entregándole a mi madre el supuesto paquete de margarina.
—¿Os gusta más la otra?
—Sí, señora, es muy buena mantequilla. No nos ha costado nada distinguida.
—Bueno, pues os diré —dijo mi madre—, que ésta es la margarina, y aquélla la mantequilla.
Al principio no se lo creyeron. Después, cuando se convencieron, no les hizo ninguna gracia.
Mi abuela vivía ahora con nosotros. Acostumbraba a armar un gran escándalo cada vez que yo regresaba sola, por la noche, del hospital.
—Volver a casa sola es tan peligroso, querida… Puede ocurrir cualquier cosa. Busca otra solución.
—No veo ninguna, abuela. Y además, nunca me ha pasado nada y hace muchos meses que lo hago.
—Pues no está bien. Te puede abordar alguien por el camino.
La tranquilicé lo mejor que pude. Trabajaba desde las dos de la tarde hasta las diez, y normalmente no salía del hospital hasta pasadas las diez y media, cuando ya era noche cerrada. Tardaba unos tres cuartos de hora en llegar a casa, andando, tengo que admitirlo, por calles bastante solitarias. Pero nunca tuve ningún problema. Una vez me tropecé con un sargento completamente borracho, que sólo quería ser galante conmigo.
—Está haciendo usted una labor magnífica —me dijo, tambaleándose al andar—. Una labor magnífica en el hospital, enfermera. Voy a acompañada hasta su casa. Y lo haré porque no quiero que le pase nada.
Le dije que no era necesario, pero que era muy gentil por su parte. Cuando llegamos, se cuadró para despedirse, del modo más respetuoso.
No recuerdo exactamente cuándo vino mi abuela a vivir a casa.
Supongo que sería poco después de estallar la guerra. Se había quedado casi ciega por las cataratas y, por supuesto, era demasiado vieja para que la operaran, Tenía un gran sentido común, así que, aunque le causaba un disgusto terrible abandonar su casa de Ealing y sus amigos, comprendió que no podría vivir sola allí, desamparada, pues probablemente ningún criado se quedaría con ella. Así que hicimos la gran mudanza. Mi hermana vino a ayudar a mi madre, yo llegué desde Devon y en seguida nos pusimos a trabajar. Creo que en aquellos momentos no me di perfecta cuenta de lo mucho que sufriría la abuela, pero ahora sí tengo una clara imagen suya, sentada en medio de sus posesiones y de todo lo que más estimaba, completamente desamparada, mientras a su alrededor danzaban tres vándalos apilando cosas, dándoles la vuelta y decidiendo qué hacer con ellas. De vez en cuando, soltaba unos gritos llenos de tristeza:
—¡Oh, no! No tiréis ese vestido; mi hermoso vestido de Madame Poncereau.
No era fácil explicarle que el terciopelo se había apolillado y que la seda se había deshecho. Había cajones y armarios llenos de trastos comidos por la polilla, totalmente inútiles. Ante su disgusto, guardamos muchas cosas que debíamos haber tirado. Estaba todo lleno de papeles, revistas, libros, sedas y terciopelos comprados en subastas, restos; tantas y tantas cosas útiles si se hubieran usado, pero que habían permanecido cerradas encajones y armarios. La pobre abuela, sentada en su gran silla, nos dejaba hacer con un gesto de impotencia.
Después de las ropas, entramos en la alacena. Mermeladas enmohecidas, pasteles fermentados, paquetes de mantequilla y de azúcar que se habían caído de las repisas, roídos por las ratas; el resultado de una vida ahorrativa y previsora, cosas compradas, almacenadas y guardadas para el futuro, y ahora, ahí estaban: ¡simplemente basura! Eso es lo que de verdad la hería: que ahora fueran desperdicios. Había también algunos licores caseros que estaban en buen estado, por la buena calidad del alcohol. Treinta y seis garrafones de aguardiente y de licor de cerezas y de ciruelas fueron en el camión de mudanzas. Al llegar a su destino, sólo quedaban treinta y uno.
¡Y pensar —exclamó la abuela—, que esos hombres dijeron que eran abstemios!
Quizá los de las mudanzas se estaban vengando: mi abuela les había mostrado muy poca simpatía durante el traslado. Cuando propusieron quitar los cajones del enorme armario de caoba, la abuela les dijo, sarcástica:
—¿Quitar los cajones? ¿Por qué? ¿Por el peso? Son ustedes tres hombres fuertes, ¿o no? Cuando lo subieron por la escalera, estaba completamente lleno. No quitaron nada entonces. ¡Vaya idea! ¡Los hombres no valen nada hoy día!
Se quejaron de que no podían manejarlo.
—Enclenques —les dijo la abuela, rindiéndose al final—. Absolutamente débiles. No hay un hombre hoy día que valga lo que gana.
Había cajas por todos lados, con comestibles guardados por si venían malos tiempos. Lo único que le preocupó a la abuela cuando llegamos a Ashfield era encontrar buenos escondrijos para las cajas. Dos docenas de latas de sardinas se quedaron encima de un escritorio Chippendale, completamente olvidadas, de forma que cuando mi madre, después de la guerra, quiso vender algunos muebles, el hombre que había venido a valorarlos le dijo con cierto tono de disculpa:
—Me parece que hay una gran cantidad de sardinas sobre los muebles.
—¿Es cierto eso? —dijo mi madre—. Ah, sí, puede ser.
Ni mi madre lo explicó, ni el hombre preguntó el porqué. Quitaron las latas y en paz.
—Supongo —dijo mi madre—, que conviene ver qué hay encima de los otros muebles.
Cosas como sardinas y sacos de harina surgían de los lugares más imprevistos, bastantes años después. Una cesta de ropa fuera de uso apareció llena de harina, ligeramente gorgojosa. No obstante, los ratones se la habían comido en buenas condiciones. Jarras de miel, botellas de ciruelas, y algunas, aunque no muchas, latas de conservas, aparecían por todos lados, y eso que a la abuela no le gustaban, pues sospechaba que a veces producían envenenamientos. Para ella, las conservas debían guardarse en jarras y botellas.
Lo cierto es que cuando yo era niña las latas estaban muy mal vistas. A todas las chicas, cuando iban a un baile, se les aconsejaba:
—Ve con cuidado y no se te ocurra tomar langosta para la cena. Nunca se sabe, pero pueden ser langostas en lata.
El cangrejo en lata, por ejemplo; era un artículo tan terrible que ni siquiera hacía falta advertir en su contra. Con qué aprensión y alarma se comportarían esas gentes hoy que los principales alimentos se venden congelados y en lata.
A pesar del cariño y de los cuidados que le prodigaba, no comprendía entonces en absoluto los sufrimientos de mi pobre abuela. Aunque no era muy egoísta, en realidad, siempre pensaba más en mis cosas. Ahora veo que probablemente fue terrible tener que desarraigarse, ya con bastante más de ochenta años, de una casa y un entorno en el que había vivido durante treinta o cuarenta años, y al que llegó poco después de quedarse viuda. No tanto por dejar la casa, pues aunque eso ya era bastante doloroso, trajo consigo sus muebles personales, la gran cama de cuatro columnas y los dos grandes sillones en los que gustaba sentarse, sino por perder a todos sus amigos. Muchos habían muerto, pero aún le quedaban bastantes: vecinos que la visitaban con frecuencia, gente con la que hablar de los viejos tiempos, o comentar las noticias de los periódicos: los horrores de los infanticidios, violaciones, vicios secretos y demás cosas que animan la vida de los ancianos. Es cierto que le leíamos los periódicos todos los días, pero, en realidad, no nos interesaba en absoluto el horrible destino de una criada, el niño abandonado en su cochecito o la joven asaltada en el tren. Sin embargo, los asuntos mundiales, la política, el bienestar moral, la enseñanza, los temas del día, no tenían ningún interés para la abuela. No porque fuera una mujer estúpida o que se recreara con los desastres, sino porque necesitaba algo que contradijera la monotonía cotidiana; algún drama, algún suceso terrible, algo que, aunque ella estuviera bien protegida, pudiera suceder quizá no muy lejos.
La pobre ya no vivía nada apasionante salvo los desastres que le contábamos de los periódicos. Ya no contaba con ningún amigo que le trajera tristes noticias sobre el coronel tal o cual y su mal comportamiento con su esposa, o sobre la interesante enfermedad que sufría un primo y que ningún médico era capaz de curar. Comprendo lo triste, solitaria y aburrida que sería aquella vida para ella. Ojalá me hubiera comportado de otra manera.
Se levantaba lentamente por la mañana, después de desayunar en la cama. Sobre las once, bajaba y buscaba esperanzada alguien que le leyera los periódicos del día. Como nunca bajaba a una hora fija, no siempre era posible. Tenía mucha paciencia y se sentaba en su silla a esperar. Durante un año o dos hizo aún ganchillo, pues no necesitaba buena vista; pero a medida que la iba perdiendo, utilizaba materiales cada vez más gruesos, y aún así a veces se le soltaba el punto y no se daba cuenta. En ocasiones, la encontrábamos balanceándose lentamente en su merecedora, sin hacer nada, porque había perdido el punto y no era capaz de encontrarlo. Yo acostumbraba a corregirle la labor, para que empezara de nuevo donde lo había dejado; pero eso no le ayudaba a superar la triste sensación de que ya no servía para nada.
Pocas veces la convencíamos para que diera un pequeño paseo por la terraza. El aire libre le parecía muy perjudicial. Se quedaba sentada en el comedor todo el día, porque en su propia casa siempre había hecho lo mismo. Venía con nosotros a tomar el té, pero luego volvía al comedor. A veces, cuando teníamos gente joven a cenar, aparecía repentinamente tambaleándose en la escalera. En esos días no quería irse pronto a la cama, como de costumbre; quería quedarse con nosotros, escuchar todo lo que se hablaba, participar de nuestra alegría y nuestras risas. Supongo que a mí no me apetecía que bajara. Aunque no estaba sorda del todo, había que repetirle siempre las cosas y su presencia nos incomodaba un poco. Al menos me consuela el hecho de que nunca le aconsejamos que se subiera. Era triste, pero inevitable. Lo peor de todo, como en tantas personas mayores, era la pérdida de su propia independencia. Creo que ese sentirse desplazado es lo que hace que muchas personas mayores se imaginen que quieren envenenarles o robarles sus pertenencias. No creo realmente que sea un debilitamiento de las facultades mentales: es que necesitan algo apasionante una especie de estimulante; la vida sería mucho más interesante si alguien tratara de envenenamos. Poco a poco, la abuela iba cediendo a estas fantasías. Le aseguró a mi madre que los criados «están poniendo cosas en mi comida».
—¡Quieren desembarazarse de mí!
—Pero, querida, ¿por qué iban a hacerla? Si te quieren mucho.
—¡Ah!, eso es lo que tú crees, Clara. Pero, ven un poco más cerca: están siempre detrás de las puertas escuchando, de eso estoy segura. Mi huevo de ayer, el huevo revuelto, tenía un sabor muy peculiar, metálico. ¡Lo sé! —afirmó con la cabeza—. A la vieja señora Wyatt, ya sabes, la envenenaron el mayordomo y su mujer.
—Sí, querida, pero eso fue porque les había dejado mucho dinero. Tú no les has dejado a los criados nada.
—No hay peligro —respondió—. De todas formas, Clara, en adelante quiero para desayunar un huevo pasado por agua y nada más. Así no podrán meter nada dentro.
A partir de entonces, la abuela tuvo todas las mañanas su huevo pasado por agua.
El siguiente problema fue la desaparición de sus joyas. Un día me mandó llamar.
—¿Agatha? ¿Eres tú? Entra, y cierra la puerta, querida.
Me acerqué a su cama.
—Sí, abuelita, ¿qué te ocurre? —estaba sentada en la cama, llorando, con un pañuelo en los ojos.
—Han desaparecido —dijo—. Han desaparecido todas: mis esmeraldas, mis dos anillos, mis hermosos pendientes, ¡todo ha desaparecido! ¡Oh, querida!
—Vamos a ver, abuelita. Estoy segura de que no han desaparecido. Busquemos. ¿Dónde estaban guardadas?
—En ese cajón, el primero de la izquierda, envueltas en un par de mitones. Siempre las he guardado ahí.
—Bueno, vamos a ver.
Me acerqué al tocador y miré en el cajón que me decía. Había un par de mitones, enrollados como bolas, pero sin nada dentro. Miré entonces en el siguiente cajón. Había también un par de mitones, pero esta vez llenos. Los llevé hasta la cama, para convencerla de que allí estaban todas sus joyas: los pendientes, el broche de esmeraldas y sus dos anillos.
—Estaban en el segundo cajón y no en el primero —le expliqué.
—Será que los han devuelto.
—No creo que haya ocurrido nada —le repliqué.
—Bueno, a partir de ahora, Agatha querida, ve con mucho cuidado. No te dejes el bolso por ahí tirado. Y ahora, acércate de puntillas a la puerta, quieres, y mira si nos han estado escuchando.
La obedecí y le aseguré que no había nadie escuchando.
«¡Qué terrible es —pensé— ser viejo!» Era algo, por supuesto, que también me sucedería a mí, pero que no parecía real. En mi interior tenía una fuerte convicción: «No seré vieja. No moriré». Sabes que eso es imposible, pero al mismo tiempo estás convencida de que tú no serás así. Bueno, pues ahora ya soy vieja. No he empezado aún a sospechar que me roban las joyas, o que alguien está tratando de envenenarme, pero debo prepararme por si en cualquier momento me sucede. Quizá si tomo medidas preventivas, me daré cuenta con antelación de que estoy empezando a mostrar señales de senilidad.
Un día la abuela creyó oír a un gato, en algún lugar cerca de las escaleras. Si de verdad hubiera sido un gato, lo más lógico hubiera sido avisar a una de las doncellas, o decírselo a mi madre o a mí. Pero quiso investigar por su cuenta, con el resultado que era de prever: se cayó por las escaleras y se rompió un brazo. El médico se mostró poco optimista cuando la vio. Confiaba, dijo, en que se soldara de nuevo, pero a su edad, con más de ochenta años… Gracias a Dios, la abuelita salió triunfante de la prueba: utilizó otra vez el brazo casi con normalidad, aunque no podía elevarlo por encima de su cabeza. Sin duda alguna, era una vieja dama llena de fortaleza. Las historias que siempre me contaba sobre su delicada salud cuando era joven, hasta el punto de que más de una vez entre sus quince y sus treinta y cinco años los médicos habían dudado de su curación, eran, estoy segura, completamente falsas. Más bien se debían a la costumbre victoriana de hacerse la interesante fingiendo las más variadas enfermedades.
Entre cuidar a la abuela y las muchas horas de trabajo en el hospital, tenía muy poco tiempo libre en aquella época.
Al llegar el verano, Archie consiguió tres días de permiso y nos reunimos en Londres. No disfrutamos demasiado. El pobre estaba nervioso, irritable y plenamente consciente de las condiciones de la guerra, capaz de destrozar el sistema nervioso de cualquiera. Empezaban a producirse enormes pérdidas humanas, aunque las acciones bélicas en sí aún no habían llegado a Inglaterra. Pero lo que no sabíamos era que, lejos de acabarse en las Navidades, la guerra duraría por lo menos cuatro años más. Así, cuando Lord Derby hizo un nuevo llamamiento a filas, nadie comprendía por qué se fijaba una duración de tres años; a todos nos resultaba ridículo tan largo plazo.
Archie nunca hablaba del tema ni de su participación en las batallas; su única idea durante el permiso era la de olvidarse completamente de todo. Nos procurábamos buenas comidas siempre que podíamos; hay que decir que el sistema de racionamiento era mucho más justo durante la primera guerra que durante la segunda. En la de 1914, si querías carne, tenías que mostrar tus cupones de racionamiento, tanto si comías en casa como en el restaurante. En la segunda, en cambio, si tenías dinero, podías comer carne todos los días, pues en los restaurantes no se exigían cupones.
Los tres días pasaron rápidamente y llenos de inquietud. Ambos queríamos hacer planes para el futuro, pero sabíamos que era mejor no hacerlos. La única noticia agradable la recibí poco después del permiso, cuando supe que Archie había dejado de volar a causa de su sinusitis. Había quedado al mando de una base. Había sido siempre un excelente administrador y organizador. Le mencionaron en varias ocasiones en la orden del día, y finalmente recibió la Orden de San Miguel y San Jorge y la de Servicios Distinguidos. Pero de lo que estuvo siempre más orgulloso fue de las menciones en el orden del día del general French, justo al principio de la guerra. Eso, decía, era algo que verdaderamente valía la pena. Recibió también una condecoración rusa, la Orden de San Estanislao, tan hermosa, que hasta a mí me hubiera gustado lucirla en el vestido durante las fiestas.
Ese mismo año cogí una gripe mala, que me produjo una congestión pulmonar y me impidió ir al hospital durante un mes. Cuando volví, se habla abierto un nuevo departamento, el dispensario, y me propusieron trabajar allí; sería mi segundo hogar durante los siguientes dos años.
El nuevo departamento estaba a cargo de la señora Ellis, esposa del doctor Ellis, que había ayudado a su marido durante muchos años, y de mi amiga Eileen Morris. Les echaba una mano y al mismo tiempo me preparaba para el examen de la Escuela de Farmacia; si lo sacaba haría preparados para los médicos o para los químicos.
Parecía una labor interesante y el horario era mucho mejor: el dispensario se cerraba a las seis de la tarde, y yo trabajaría alternativamente por las mañanas o por las tardes, con lo que tendría más tiempo para las labores en casa.
No obstante, disfruté bastante menos que en la enfermería. Tenía verdadera vocación de enfermera y hubiera sido feliz con esa profesión. El dispensario resultó interesante durante algún tiempo, pero después de convirtió en una labor monótona: no creo que lo hubiera soportado como profesión permanente. Pero, por otro lado, resultaba divertido trabajar con mis amigas. Tenía un gran cariño y un respeto enorme por la señora Ellis. Era una de las mujeres más tranquilas y pacíficas que he conocido nunca, con una voz suave y casi adormecedora y un inesperado sentido del humor que surgía en cualquier momento. Era también una magnífica profesora, pues comprendía mis dificultades y me hacía sentirme cómoda a su lado. Eileen era mi instructora de química y se comportó de modo muy inteligente conmigo en los primeros momentos. Empezó enseñándome la teoría, antes que la práctica. Entrar repentinamente en la tabla periódica, en los pesos atómicos y en las ramificaciones de los derivados de los alquitranes minerales, me hubiera, producido un absoluto aturdimiento. Así, comprendí poco a poco las cuestiones básicas y los hechos más simples y progresé con cierta rapidez, eso sí, después de haber hecho estallar nuestra máquina de café Cona al realizar el test de Marsh sobre el arsénico.
No éramos profesionales, pero quizá por eso prestábamos más atención a todo. Nuestra labor, por, supuesto, resultaba irregular en calidad. Cada vez que llegaba una nueva expedición de pacientes, nos teníamos que poner a trabajar como locas. Todos los días había que llenar, rellenar y devolver recipientes y recipientes de lociones, medicinas y ungüentos. Después de trabajar en un hospital con diferentes doctores, uno se da cuenta de que la medicina, como todo en este mundo, depende en gran parte de la moda; de la moda y de la personal idiosincrasia de cada médico.
—¿Qué hay que hacer esta mañana?
—Bueno, cinco especiales para el doctor Whittick, cuatro para el doctor James y dos para el doctor Vyner.
El profano ignorante, como supongo que debería calificarme a mí misma, cree que el médico estudia su caso individualmente, medita cuáles son las medicinas más apropiadas, y escribe entonces la receta. Pronto descubrí que el tónico prescrito por el doctor Whittick, el del doctor James, y el del doctor Vyner, eran absolutamente distintos, no en función del paciente, sino del gusto particular del propio médico. Reflexionando un poco, parece bastante razonable, aunque sitúa al paciente en una posición más secundaria. Los químicos y farmacéuticos adoptan una postura más bien orgullosa en relación con los médicos y tienen sus propias opiniones respecto de ellos. Uno puede pensar que la prescripción del doctor James es buena y la del doctor Whittick una porquería; no obstante, hay que preparar las dos. Con lo que sí que experimentan los médicos es con los ungüentos, debido sobre todo a que las afecciones de la piel son todavía un enigma tanto para los profanos como para la profesión médica. Una aplicación a base de calamina cura a la señora C. estupendamente; la señora D, en cambio; con el mismo tipo de afección, no responde en modo alguno a la calamina, que le produce una mayor irritación; pero una preparación de alquitranes minerales, que sólo consiguió agravar el estado de la señora C, tiene un éxito inesperado con la señora D; así el médico no tiene más remedio que probar hasta que encuentra el preparado adecuado. En Londres, los enfermos de la piel tienen también sus hospitales favoritos:
—¿Has probado el Middlesex? Yo sí, y la porquería que me dieron no me fue nada bien. En cambio aquí, en el U.C.H. ya estoy casi curado.
Pero el amigo replica:
—Pues yo creo que el Middlesex es bastante bueno. Mi hermana se trató en el U.C.H., y no le fue nada bien; en cambio en el Middlesex, a los dos días estaba fresca como una rosa.
Le guardo aún una cierta animosidad a cierto especialista de la piel, un experimentador persistente y lleno de optimismo, perteneciente a la escuela de «los que todo lo prueban, al menos una vez», al que se le ocurrió aplicar una mixtura de aceite de hígado de bacalao sobre la piel de un bebé de pocos meses. La madre y demás miembros de la familia debieron pasarlo muy mal, cada vez que se acercaban al bebé. Además, no se consiguió ninguna mejora, de forma que el tratamiento se suspendió al cabo de diez días: Aquella preparación me convirtió en una especie de paria cuando llegaba a casa pues al manejar grandes cantidades de aceite de hígado de bacalao volvía con un apestoso hedor a pescado podrido.
Me trataron también como a un paria, cuando; en 1916 se puso de moda la Pasta Bip, que se aplicaba a todas las heridas. Consistía en una mezcla de bismuto y yodopsina convertida en pasta por medio de parafina líquida. El olor de la yodopsina me acompañaba en el dispensario, en el tranvía, en casa, en la comida y en la cama. Tenía una naturaleza penetrante y surgía de los dedos de las muñecas de los brazos y por encima de los codos, y no había forma de que desapareciera por mucho que una se lavara. Para evitar disgustos familiares, comía a menudo en la despensa. Hacia el final de la guerra, la Pasta Bip cayó en desgracia, siendo sustituida por otras preparaciones inocuas, hasta que finalmente la reemplazaron unos enormes garrafones de loción hipoclorosa. Esta loción, derivada del cloruro de cal ordinario, con sosa y otros ingredientes, producía un olor penetrante a cloro que impregnaba toda la ropa. Muchos de los desinfectantes para vertederos y demás, que se utilizan hoy día, tienen la misma base. Sólo olerlos me marea.
Una vez, me puse furiosa con un criado muy obstinado que teníamos entonces:
—¿Qué es lo que ha puesto en el desagüe de la despensa? ¡Huele fatal!
Me enseñó orgulloso un frasco.
—Desinfectante de primera clase, señora —me dijo.
—Esto no es un hospital —le grité—. La próxima vez me va a poner usted ácido fénico. Enjuague el desagüe con una buena cantidad de agua caliente, echando sosa de vez en cuando. ¡Y tire este maldito cloruro de cal!
Le solté una conferencia sobre la naturaleza de los desinfectantes y sobre el hecho de que cualquier cosa que sea dañina para un germen, normalmente perjudica también al tejido humano, así que lo que había que hacer era limpiar mejor y no emplear desinfectantes.
—Los gérmenes son fuertes —le señalé—. Un desinfectante débil no los desanimará si son decididos. Florecen incluso en soluciones de ácido fénico de uno por sesenta.
Pero no le convencí y siguió empleando ese líquido nauseabundo cada vez que sabía que yo no estaba en casa.
Como parte de mi preparación para el examen, debía practicar en una farmacia fuera del hospital. Uno de los principales farmacéuticos de Torquay tuvo la gentileza de decirme que fuera a su establecimiento algunos domingos, y que me daría clases prácticas. Me presenté humilde y asustada, ansiosa de aprender.
La primera vez que visitas el laboratorio de un farmacéutico es como una revelación. En nuestro trabajo en el hospital, como auténticas aficionadas, medíamos todo con la máxima exactitud. Cuando el médico prescribía veinte granos de carbonato de bismuto para una dosis, el paciente recibía exactamente veinte granos, Como no éramos profesionales, creo que lo hacíamos bien, pero imagino que cualquier farmacéutico que haya hecho sus cinco años de estudio y obtenido su título, conoce su oficio igual que un buen cocinero conoce el suyo. Reparte las porciones de sus diversos frascos con la mayor confianza, sin preocuparse de medirlas o pesarlas. Los venenos y drogas peligrosas sí lo mide, por supuesto, pero los materiales inofensivos los maneja a base de aproximaciones. La coloración o condimento se realiza de forma parecida, lo que a veces da como resultado que los pacientes se quejen de que su medicina tiene un color distinto al de la última vez. «Siempre es de un color rosa oscuro y no rosa pálido como el de ahora», o «Esto no sabe como es debido; mi mixtura de menta nunca ha tenido este sabor desagradable, dulce y nauseabundo». Es evidente que se le había añadido agua de cloroformo y no agua de menta.
La mayoría, de los pacientes de la sección externa del hospital de la Facultad universitaria, donde trabajé en 1948, eran bastante meticulosos en cuanto al sabor y color exactos de sus preparaciones. Recuerdo a una vieja mujer irlandesa que se asomó a la ventana del dispensario, me puso media corona en la palma de la mano, y murmuró:
Hágamelo el doble de fuerte, querida, ¿quiere? Mucha menta, doble cantidad.
Le devolví la media corona, diciéndole con orgullo que no aceptábamos esas cosas, y que tendría la medicina tal y como el médico lo había ordenado. No obstante, añadí una dosis más de agua de menta, ya que le gustaba tanto y, lógicamente, no le haría ningún daño.
Como es natural, cuando se es un principiante en este tipo de trabajo, se tiene, con frecuencia, un terror nervioso a cometer equivocaciones. La inclusión de un veneno en una medicina siempre se comprueba por otro farmacéutico, pero a pesar de eso a veces se dan momentos de alarma. Recuerdo una tarde que estaba haciendo ungüentos; había puesto un poco de ácido fénico puro en la tapa de un tarro, y después, cuidadosamente, con un cuentagotas, lo había añadido a la mezcla que preparaba sobre una placa. Lo metí todo en un frasco, lo etiqueté y continué con mis otras tareas. Serían las tres de la madrugada, creo, cuando me desperté sobresaltada, preguntándome a mí misma: «¿Qué hice con la tapa del tarro en la que puse el ácido fénico?» Por más que pensaba, no recordaba si la había lavado o no. ¿Quizá la había puesto en otro tarro de ungüento, sin advertir que aún quedaba veneno? Cuanto más lo pensaba, más convencida estaba de que era precisamente eso lo que había hecho. Seguro que lo habría puesto con los demás frascos en el aparador, el chico de los recados lo recogería en su cesta, y uno de los ungüentos para los pacientes tendría una capa de ácido fénico concentrado en la parte superior. No pude soportar la terrible preocupación. Me levanté, me vestí, me dirigí al hospital, entré —por suerte— no tenía que atravesar el pabellón, pues la escalera hacia el dispensario estaba por fuera—, examiné los ungüentos que había preparado, abrí los tarros y me puse a olerlos con precaución. No sé aún si lo imaginé o no, pero en uno de ellos me pareció detectar un débil olor a ácido fénico que no debería tener. Quité la capa superior de la mezcla, para asegurarme de que no habría problemas. Cerré el frasco y regresé a casa.
En general, no es corriente que los novatos cometan errores en las farmacias. Están nerviosos y siempre piden consejo. Los peores casos de envenenamiento por error los producen los farmacéuticos experimentados. Están tan familiarizados con lo que hacen, tan seguros, que no lo piensan dos veces y llega el día en que, preocupados con algún problema ajeno a su labor, se equivocan. Eso le ocurrió al nieto de un amigo mío. El niño estaba enfermo, vino el médico y escribió una receta que llevaron al farmacéutico para que la preparara. Se le administró al pequeño la dosis prescrita. Por la tarde, la abuela le observó y no le gustó su aspecto, preguntándose si la medicina administrada no tendría algo que ver. Tras una segunda dosis, la abuela se preocupó más aún y se dijo que algo no marchaba bien. Mandó llamar al médico, quien reconoció al enfermo, examinó la medicina, y se puso en acción inmediatamente. Los niños toleran muy mal el opio y sus compuestos. El farmacéutico se había equivocado: había puesto una dosis excesiva. El pobre hombre se llevó un terrible disgusto. Llevaba catorce años trabajando en lo mismo y era uno de los farmacéuticos más cuidadosos y más fiables. Eso muestra que le puede suceder a cualquiera.
Durante mi adiestramiento farmacéutico de las tardes de los domingos, me encontré con un problema. Los que iban a examinarse, tenían que manejar tanto el sistema ordinario de medidas como el sistema métrico decimal. Mi farmacéutico me adiestraba en este último, aunque ni a los médicos ni a los farmacéuticos les gusta utilizarlo. Uno de los doctores del hospital nunca supo qué significaba la expresión «contiene 0,1», y siempre preguntaba: «Esta solución, ¿es al uno por ciento, o al uno por mil?» El gran peligro del sistema métrico es que, si uno se equivoca, se equivoca diez veces.
Cierto día, estaba aprendiendo a hacer supositorios, pues aunque no se utilizaban mucho en el hospital, debía saberlo para el examen. Era bastante delicado, sobre todo por el punto de fusión de la manteca de cacao, que constituye la base de dichos medicamentos. Si pones demasiado calor, luego no se endurecen, y si no hay suficiente, saldrán de los moldes con una forma inadecuada. El farmacéutico, señor P. me hizo una demostración personal, mostrándome cómo emplear exactamente la manteca de cacao y añadiendo después un medicamento calculado por el sistema decimal. Me enseñó a sacar en el momento preciso los supositorios y, después, me indicó cómo meterlos en una caja, poniendo luego una etiqueta en la que, dándose mucha importancia, escribió el nombre del medicamento, con una solución del uno por cien; después se marchó a hacer otras cosas. Me quedé preocupada, porque estaba convencida de que lo que había metido en los supositorios iba al diez por ciento, poniendo una dosis del uno por diez en cada uno, no de uno por cien. Repasé de nuevo sus cálculos y estaban equivocados. Había puesto mal la coma. Pero ¿qué iba a hacer una joven estudiante como yo? Era una simple novata, mientras que él era el profesional más conocido de la ciudad. No podía decirle: Señor P. se ha equivocado. Era de esa clase de personas que no pueden cometer equivocaciones, especialmente frente a un estudiante. En ese momento, al pasar a mi lado, me dijo:
—Ponga usted los supositorios en el almacén; quizá los necesite más algún día.
Peor que peor. No podía dejar que se almacenaran los supositorios. Se trataba de un medicamento peligroso, que empezaba a utilizarse; aunque cualquier medicina se soporta mejor si se administra por vía rectal, de todos modos… No me gustaba el asunto, pero ¿qué hacer? Estaba completamente segura de la respuesta que me daría si le advertía de su error: «Todo está bien. ¿Cree usted que no sé lo que me hago, cuando se trata de cosas así?»
Sólo me restaba una solución: antes de que los supositorios se enfriaran, resbalé, perdí el equilibrio, me agarré a la mesa en la que reposaban y me caí sobre ellos pesadamente.
—Señor P. —le dije—. Lo siento muchísimo he tropezado y me he caído encima de los supositorios.
—Pero, querida —dijo, molesto—. Vamos a ver, aquí hay uno que está bien —exclamé, mientras cogía uno que había escapado a mi peso.
—Está sucio —respondí con firmeza y, sin esperar más, los arrojé todos al cubo de la basura—. Lo siento mucho —repetí de nuevo—. Está bien, está bien, pequeña. No se preocupe demasiado —dijo, golpeándome cariñosamente en la espalda.
Era muy propenso a esas cosas, palmadas en la espalda, codazos suaves, a veces un débil intento de acariciarme las mejillas. Me dejaba porque era mi profesor, pero me mostraba lo más fría posible y procuraba siempre que el otro farmacéutico estuviera presente, para no quedarme a solas con el señor P.
Era un hombre extraño. Un día, tratando quizá de impresionarme, sacó de su bolsillo una ampolla de color oscuro y me la mostró, diciendo:
—¿Sabe lo que es esto?
—No —le contesté.
—Es curare. ¿Sabe usted algo del curare?
Le dije que había leído algo.
—Es un producto interesante —me dijo—. Muy interesante. Si se toma por vía oral, no produce ningún daño. Pero si entra en la corriente sanguínea, paraliza y causa la muerte al poco tiempo. Lo utilizan en las flechas envenenadas. ¿Sabe usted por qué lo llevo en el bolsillo?
—No —le contesté—. No tengo la menor idea.
Me parecía una verdadera estupidez, pero, naturalmente, no se lo dije.
—Pues verá —dijo, pensativo—, lo llevo encima porque me siento más poderoso.
Le miré fijamente. Era un hombre bajito de aspecto más bien divertido, rechoncho y pelirrojo, con un rostro rosáceo, de facciones regulares. Tenía siempre un cierto aire de satisfacción infantil.
Terminé mi curso de adiestramiento poco después, pero durante mucho tiempo seguí pensando en aquel tipo. Me parecía, a pesar de su aspecto bonachón, un hombre potencialmente peligroso. Lo tuve presente en mi mente durante tanto tiempo, que aún estaba ahí, esperando, cuando concebí por vez primera la idea de escribir El misterio de Pale Horse, unos cincuenta años después.