Entré en el hospital como doncella de pabellón y me puse a limpiar celosamente todo. Cinco días después me trasladaron al pabellón de heridos. La mayoría de las señoras de mediana edad que habían entrado anteriormente, aunque estaban llenas de buenos sentimientos e intenciones, ignoraban que la labor de una enfermera consiste sobre todo en manejar orinales y bacines, limpiar hules, retirar los vómitos y respirar el olor de las heridas infectadas, y no —como pensaban al principio— en arreglar los almohadones y susurrar frases consoladoras a los combatientes. Así, las idealistas abandonaron con presteza sus tareas: nunca habían imaginado que tendrían que hacer algo así, decían. Y las valerosas chicas jóvenes las sustituyeron a la cabecera de los heridos.
Al principio todo fue confusión. Las pobres que tenían experiencia se veían totalmente desbordadas por la cantidad de voluntarias llenas de buenos deseos, pero sin práctica alguna, que estaban a sus órdenes. Ni siquiera había algunas enfermeras en período de prueba, bien adiestradas, que ayudaran. Yo me encargaba, junto con otra chica, de dos hileras de doce camas; dependíamos de una enérgica hermana —la hermana Bond—, quien, a pesar de ser una enfermera de primera clase, tenía muy poca paciencia con el infeliz personal subalterno. No es que fuéramos tontas, pero sí totalmente ignorantes. Apenas se nos había enseñado nada de las labores necesarias en un hospital; todo lo que sabíamos era cómo hacer un vendaje. Lo único que en realidad nos ayudó un poco fueron las pocas instrucciones que obtuvimos de la enfermera jefe de distrito.
Lo que más nos confundía era los misterios de la esterilización, sobre todo porque la hermana Bond estaba siempre demasiado ocupada para explicárnoslos. Nos llegaban continuamente tambores llenos de apósitos, listos para su utilización, que quedaban a nuestro cargo. Ni siquiera sabíamos dónde dejar los usados y dónde se encontraban los esterilizados. Además, todos tenían un aspecto extremadamente sucio, aunque estaban quirúrgicamente limpios (se hervían en el esterilizador del sótano), lo que acentuaba aún más nuestra confusión. Al cabo de una semana, las cosas empezaron a marchar un poco mejor relativamente Al fin comprendimos lo que se nos pedía, y lo hacíamos sin equivocamos. Pero, por aquel entonces, la hermana Bond se había dado por vencida, nos había abandonado. Dijo que sus nervios ya no resistían más.
Vino una nueva hermana, la hermana Anderson, para sustituirla. Si la anterior había sido una enfermera de primera clase, la nueva, además de serlo también, tenía mucho sentido común y una razonable dosis de paciencia. A sus ojos no éramos unas chicas tontas, sino sólo mal adiestradas. Tenía cuatro voluntarias a sus órdenes para las dos hileras de enfermos y procedió a adiestradas. Cada dos días las examinaba dividiéndolas en dos grupos, el de las que valía la pena preparar, y el de las que sólo servían «para ver si el agua de la olla hervía». La razón de esto último es que al final del pabellón había cuatro enormes recipientes con agua hirviendo, que se utilizaba para aplicar fomentos. Casi todas las heridas se trataban de este modo, por lo que el control del agua era fundamental. Si la pobre chica encargada de ver si hervía el agua comunicaba que sí, pero luego resultaba que se había equivocado, la hermana Anderson explotaba con su vozarrón:
—Enfermera, ¿todavía no sabe cuándo el agua está hirviendo?
—Es que salía algo de vapor de la olla —contestaba la aspirante.
—Eso no es vapor —decía la hermana Anderson—. ¿No sabe distinguir aún el ruido que hace? Primero viene un sonido cantarín, después se aplaca, y entonces es cuando sale el verdadero vapor —explicaba, mientras se murmuraba a sí misma: «¡Si me mandan más idiotas como ésta, no sé qué voy a hacer!»
Tuve la suerte de estar bajo las órdenes de la hermana Anderson.
Era muy severa, pero también justa. En las dos hileras siguientes estaba la hermana Stubbs, una mujer bajita, alegre y amable con las chicas, a las que muchas veces llamaba «queridas», y que después de adormecerlas en una falsa seguridad estallaba en una explosión de mal humor cuando algo iba mal.
Es como si tienes a una gatita de mal carácter: se pone a jugar contigo y un momento después te araña.
Desde un principio disfruté con las labores de enfermera. No tuve dificultades con mis tareas y descubrí, y nunca he cambiado de opinión, que es una de las profesiones más gratificantes que existen. Pienso que, si no me hubiera casado, después de la guerra me hubiera convertido en enfermera profesional. Quizá lo haya heredado. La primera mujer de mi abuelo, mi abuela americana, lo era.
Al entrar en el mundo hospitalario, tuvimos que revisar por completo los criterios acerca de nuestra posición en la vida, de nuestra situación real en la jerarquía del hospital. Había considerado siempre a los médicos como algo normal. Cuando estás enfermo, le llamas, y haces más o menos lo que te ordena —salvo mi madre, que siempre sabía mucho más que el doctor—. Por lo general, era siempre Un amigo de la familia. No estaba en absoluto preparada para la reverencia y la servidumbre.
—¡Enfermera, toallas para las manos del doctor!
Pronto aprendí a estar atenta, una especie de vehículo portatoallas, esperando servilmente mientras el doctor se lavaba las manos, se las secaba con la toalla y, sin pensar en devolvérmela, la tiraba desdeñosamente al suelo. Incluso los que, según el criterio general, estaban por debajo del nivel necesario, se movían a sus anchas y recibían una veneración digna de seres superiores.
Hablar directamente con un doctor, mostrarle algún tipo de reconocimiento, era algo muy presuntuoso. Aunque fuera un amigo íntimo, nunca se demostraba. Aprendí esta estricta etiqueta rápidamente, aunque metí la pata un par de veces. En cierta ocasión, un médico, irritable como todos los que estaban en el hospital —y no porque tuvieran motivos reales, creo yo, sino porque las hermanas esperaban que fueran así—, exclamó con impaciencia:
—No, no, hermana, no quiero ese tipo de fórceps. Deme…
Ahora no recuerdo cómo se llamaban, pero como los tenía en mi bandeja, se los entregué directamente.
Durante las siguientes veinticuatro horas recibí continuos reproches de la hermana.
—Realmente, enfermera, adelantarse de esa forma… ¡Entregarle directamente los fórceps al doctor!
—Lo siento mucho, hermana —murmuré sumisamente—. ¿Qué era lo correcto?
—La verdad, enfermera, creo que ya debía saberlo a estas alturas. Si el doctor pide algo, usted me lo entrega a mí, y yo seré quien se lo dé al doctor.
Le aseguré que no me equivocaría otra vez.
La huida de las mujeres de mayor edad se aceleró por el hecho de que los primeros casos venían directamente de las trincheras, con su ropa de campaña y con las cabezas llenas de piojos. La mayoría de las damas de Torquay no habían visto un piojo en su vida —yo tampoco los había visto nunca— y la impresión que les causaba esos horribles bichos era demasiado para ellas. Las más jóvenes y fuertes, sin embargo, no nos dejamos impresionar. Con frecuencia le decíamos a la que venía a reemplazamos: «He hecho ya todas mis cabezas», en tono alegre y blandiendo un cepillo triunfalmente.
Tuvimos un caso de tétanos en la primera remesa de pacientes. Fue nuestra primera muerte. Nos afectó mucho a todas. Pero al cabo de tres semanas, me sentía como si hubiera cuidado soldados toda mi vida, y al cabo de un mes era lo bastante experta para descubrir los variados trucos de los soldados.
—Johnson, ¿qué ha escrito usted en su tablilla? —las tablillas, con los gráficos de la temperatura clavados en ellas, colgaban de la cabecera de la cama.
—¿Escrito en mi tablilla, enfermera? —contestaba, con un aire de herida inocencia—. Nada; ¿por qué iba a hacerlo?
Pues alguien ha escrito un régimen muy peculiar. No creo que haya sido la hermana o el doctor. Es muy raro que le hayan prescrito vino de Oporto.
Otra vez me encontré con un hombre que se quejaba y que me dijo:
—Enfermera, creo que estoy muy enfermo. Estoy seguro, tengo mucha fiebre.
Después de mirar su rostro rubicundo y lleno de salud, cogí el termómetro que me entregaba. Marcaba entre 39 y 40.
—Estos radiadores son muy útiles, ¿verdad? —le dije—. Pero vaya con cuidado; si pone el termómetro en uno demasiado caliente, el mercurio se escapará del todo.
—Ah, enfermera —me dijo con una mueca—, no se deja engañar, ¿eh? Ustedes las jóvenes son mucho más duras de corazón que las ancianas de antes; ellas no sospechaban nada cuando veían temperaturas de 40; salían disparadas a buscar a la hermana.
—Debería avergonzarse de sí mismo.
—Pero, enfermera, ¡todo ha sido una broma!
A veces tenían que ir al departamento de rayos X, al otro lado de la ciudad, o a recibir fisioterapia. Entonces teníamos que vigilar una expedición de seis hombres y estar atentas ante una repentina solicitud de cruzar la calle, «porque necesito comprarme un par de cordones para las botas, enfermera». Mirabas entonces al otro lado de la calle, y veías que la zapatería estaba justamente al lado del pub «The George and Dragon». No obstante, regresé siempre con mis seis hombres, sin que ninguno me diera esquinazo y apareciera luego un poco achispado. Eran todos terriblemente encantadores.
Había un escocés al que le escribía las cartas. Resultaba asombroso que no supiera leer ni escribir, pues seguramente era el hombre más inteligente de todo el pabellón. Y sin embargo, era así; le escribía yo las cartas a su padre. Para empezar se sentaba incorporándose en el lecho y esperaba a que estuviera lista.
—Bueno, enfermera. Vamos a escribir a mi padre —me indicaba.
—Sí. «Querido padre» —empezaba yo—. ¿Qué más le pongo?
—Bueno, cualquier cosa de esas que usted sabe.
—Esto…, creo que es mejor que me diga exactamente qué quiere decirle.
—Seguro que usted sabe mejor lo que tiene que poner.
Insistía que me diera alguna indicación. Entonces empezaba a contar cosas: sobre el hospital en el que estaba, la comida que le daban y demás. Después, se interrumpía.
—Creo que eso es todo.
—«Con todo el amor de su afectuoso hijo» —le sugería.
Se quedaba muy sorprendido ante esa expresión.
—Ni hablar, enfermera. Conocerá alguna despedida mejor que ésa, ¿no?
—¿Qué es lo que está mal?
—Diga usted: «De su respetuoso hijo». Nosotros no mencionamos palabras como amor, afecto o cosas así; no a mi padre. Me sentía como si me reprendieran.
La primera vez que asistí a una operación en el quirófano fue un desastre. De repente todo empezó a dar vueltas alrededor de mí, y sólo los brazos de otra enfermera que me sujetaron por los hombros, sacándome rápidamente de allí, evitaron que me derrumbara. Nunca me había desmayado con la visión de la sangre o de las heridas. Cuando más tarde apareció la hermana Anderson, me enfrenté a ella llena de temor. Fue, sin embargo, muy amable conmigo.
—No debe preocuparse, enfermera —me dijo—. Nos ha ocurrido a todas las primeras veces. Por un lado, no está acostumbrada al calor y al olor de éter, todo junto. Eso siempre da un poco de náuseas. Además, era una difícil operación abdominal que es de las más desagradables de ver.
—Oh, hermana, ¿cree que la próxima vez irá todo bien?
—Inténtalo. Y si no va bien, continúe hasta que se acostumbre. ¿De acuerdo?
—Sí —respondí—. De acuerdo.
La siguiente vez fue una operación bastante corta y sobreviví.
A partir de entonces, ya no tuve más problemas, aunque muchas veces volvía la cara cuando se hacía la primera incisión con el bisturí; era lo que más me desagradaba, pero después miraba con tranquilidad e incluso me interesaba. La verdad es que uno se acostumbra a todo.