Reggie y yo nos escribíamos regularmente; le contaba las noticias locales lo mejor posible (nunca se me han dado bien las cartas, mientras que Madge era una artista; convertía cualquier tontería en un estupendo episodio. Envidio ese don).
Las cartas de mi querido Reggie eran como su conversación, hermosas y tranquilizantes. Siempre me animaba a salir: «No te quedes en casa aburrida. No pienses que lo deseo, pues no es así; debes salir y ver gente, ir al baile y a fiestas. Quiero que tengas toda clase de oportunidades antes de que nos casemos».
Me pregunto si, en el fondo, no me afectaría esa postura. Entonces no me di cuenta; pero ¿le gusta a alguien que le animen a salir, a ver a otros y a divertirse? ¿No es verdad que cualquier mujer preferiría una carta apasionada, de celos? «¿Quién es ese tipo del que me hablas en tu carta? Creo que te gusta, ¿eh?» ¿No es eso lo que demanda la relación hombre-mujer? ¿Aceptamos bien demasiado desinterés?
Se celebraban bailes en los alrededores con cierta frecuencia. No iba, pues como no tenía coche no era práctico aceptar invitaciones para más de una o dos millas de distancia. Alquilar un automóvil o un taxi, era un gasto excesivo salvo en ocasiones especiales. Pero a veces se iba a la caza de chicas y me rogaban que me quedara o me llevaban y traían.
Los Clifford de Chudleigh iban a dar un baile y pidieron a unos de la guarnición de Exeter y a sus amigos que se trajeran una o dos chicas. Mi antiguo enemigo, el comandante Travers, ya jubilado, que vivía con su esposa en Chudleigh, me propuso llevarme. De pequeña no lo podía soportar; ahora, en cambio, se había convertido en un viejo amigo de familia. Me telefoneó su esposa para invitarme a ir a su casa y, de allí, al baile de los Clifford. Acepté encantada, desde luego. Recibí también una carta de un amigo llamado Arthur Griffiths, al que conocí en casa de los Matthews en Thorpe Arch Hall, en Yorkshire. Era artillero, hijo del vicario local. Éramos muy buenos amigos. Me decía que estaba en Exeter, pero que, desgraciadamente, no iría al baile, y que le apenaba no bailar conmigo. Pero iba un compañero de rancho llamado Christie. A ver si me encontraba con él, pues bailaba muy bien.
Nos vimos varias veces durante el baile. Era un joven alto y rubio, con el pelo rizado, nariz bastante interesante, algo respingona y muy seguro de sí mismo. Me lo presentaron, me pidió un par de bailes y me dijo que su amigo Griffiths le había recomendado que me buscara, Nos entendimos muy bien; bailaba estupendamente; bailamos varias veces más. Me divertí muchísimo toda la noche. Al día siguiente, di las gracias a los Travers, que me llevaron en coche hasta Newton Abbot, donde tomé el tren.
Una semana o diez días más tarde, me encontraba tomando el té con los Mellor en su casa, que estaba frente a la nuestra. Max y yo seguíamos practicando el baile de salón, aunque, gracias a Dios, ya estaba pasado de moda el vals escaleras arriba. Creo que estábamos con un tango, cuando llamaron al teléfono; era mi madre.
—Ven a casa corriendo, Agatha; ha venido a verte un joven. No sé quién es, no lo he visto nunca. Le he dado un té, pero está prolongando su estancia con la esperanza de verte.
A mi madre no le gustaba nada atender a mis admiradores, pues pensaba que era una ocupación exclusivamente mía.
No me apetecía marcharme, me estaba divirtiendo mucho. Además, creía que se trataba de un joven subteniente de marino bastante pesado, quien me pedía a menudo que leyera sus poemas. Así que fui de mala gana, con cara larga.
Entré al salón y se levantó, con cara de alivio, un joven. Se puso colorado y me explicó, algo confuso, el motivo de su presencia. No se animó mucho ni siquiera al verme, temiendo que no me acordara de él; sí me acordaba, aunque me quedé muy sorprendida. No esperaba volver a ver a Christie, el amigo de Griffiths. Me dio explicaciones vagas; había tenido que ir en moto a Torquay y pensó que podía visitarme. Omitió cómo había averiguado mi dirección —probablemente se la preguntó a Griffiths—. Pero, al cabo de dos minutos, las cosas fueron mejor. Mi madre se sintió muy aliviada con mi llegada. Archie Christie, tras las explicaciones de rigor, se mostró más alegre y yo me sentí muy halagada.
La tarde fue pasando mientras charlábamos. En nuestra clave secreta, mi madre y yo nos preguntábamos si le invitaríamos a cenar y, en caso afirmativo, qué comida teníamos en casa. Debió ser poco después de Navidad, pues sabía que había pavo frío en la despensa. Le hice señales afirmativas y mamá le invitó a compartir nuestra humilde mesa. Aceptó sin vacilar. Tomamos, pues, pavo, ensalada y alguna otra cosa, queso me parece, y pasamos una grata velada. Luego Archie montó en la moto y partió para Exeter con ruidosas explosiones.
Durante los diez días siguientes apareció frecuente e inesperadamente. Aquella primera tarde me había preguntado si me gustaría ir a un concierto a Exeter (yo le había comentado en el baile que me encantaba la música), y que después me llevaría a tomar el té al hotel Redcliffe. Le contesté que iría con gusto; pasamos un momento embarazoso cuando mi madre dijo que su hija no aceptaba invitaciones para ir sola a conciertos. Se quedó cortado, pero rápidamente la invitó a ella también. Mamá se ablandó, decidió darle confianza y contestó que podía ir al concierto, pero no a tomar té a un hotel (entonces había unas normas curiosas; se podía jugar al golf, cabalgar y patinar con un joven, pero no tomar el té con él en un hotel; era un riesgo que las buenas madres evitaban a sus hijas). Llegamos a un arreglo: tomaríamos el té en el restaurante de la estación, un lugar nada romántico. Luego le invité a un concierto wagneriano que se celebraría en Torquay cuatro o cinco días después. Aceptó encantado.
Me contó su vida y añadió que esperaba con impaciencia ingresar en el recién formado Royal Flying Corps. Me entusiasmé, como todo el mundo, al tratarse de la aviación. En cambio él lo dijo como si fuera la cosa más natural. Comentó que sería el servicio del futuro. En caso de guerra, lo primero que se necesitaría sería los aviones. No es que estuviera loco por volar, pero ascendería con más facilidad; si no, en el ejército no había futuro. Como artillero, era difícil escalar puestos. Hizo lo posible por desmitificar la aviación, pero no lo consiguió. Por primera vez mi romanticismo superaba a la mente práctica y lógica. En 1912 el mundo era muy sentimental. La gente se consideraba dura, sin saber lo que eso significaba. Las chicas se hacían ideas románticas sobre los chicos y éstos las idealizaban. Sin embargo, nos habíamos alejado mucho de los tiempos de mi abuela.
—Oye, me gusta Ambrose —dijo la abuelita en cierta ocasión, refiriéndose a uno de los pretendientes de mi hermana—. El otro día le vi recoger en el jardín un puñado de grava donde había pisado Madge y se lo metió en el bolsillo. Me pareció muy hermoso. Me imaginé que me ocurría a mí cuando era joven.
Pobre abuela, tuvimos que desilusionarla. Ambrose era muy aficionado a la geología, y por eso había recogido unas cuantas piedrecillas llamativas.
Archie y yo reaccionábamos siempre de forma opuesta ante las cosas, lo que me fascinó desde el principio, con la excitación de lo extraño.
Le invité al baile de Año Nuevo. Aquella noche estaba de un humor especial, apenas me dirigió la palabra. Éramos un grupo de cuatro o seis. Cada vez que terminábamos un baile, nos sentábamos y él se quedaba en silencio. Cuando le hablaba, me contestaba al tuntún, sin sentido. Desconcertada, le observé varias veces, para adivinar lo que le pasaba o lo que estaba pensando. No parecía interesado en mí.
Qué tonta era; ya tendría que saber que cuando un hombre pone ojos de cordero degollado, parece confuso, estúpido e incapaz de escuchar, es que está enamorado.
¿Qué sabía yo? ¿Sabía lo que me pasaba a mí? Me acuerdo que una vez, al recibir carta de Reggie, me dije: «La leeré más tarde». La metí en un cajón y allí la encontré pasados varios meses. Creo que, en el fondo, sí sabía lo que me pasaba.
El concierto de Wagner se celebró dos días después del baile. Fuimos y después volvimos a Ashfield. Cuando subimos a tocar el piano, según acostumbrábamos, Archie me habló casi con desesperación. Partía dentro de dos días hacia Salisbury Plain, para comenzar el entrenamiento en el cuerpo de aviación.
Luego añadió con pasión:
—Tienes que casarte conmigo, tienes que casarte conmigo. —Dijo que lo había pensado desde el día en que nos conocimos—. Me costó muchísimo conseguir tu dirección y encontrarte. Nunca querré a otra; tienes que casarte conmigo.
Le dije que era imposible, que estaba comprometida. Rechazó mis palabras con un furioso gesto.
—Qué diablos importa eso, no tienes más que romperlo.
—No puedo, no podría hacerlo.
—Claro que puedes. Yo no estoy comprometido, pero si lo estuviera rompería el compromiso ahora mismo, sin pensarlo más.
—No puedo hacerle eso.
—Tonterías, las cosas son así. Si os queríais tanto, ¿por qué no os casasteis antes de que se fuera al extranjero?
—Pensamos —dije con vacilación— que era mejor esperar.
—Yo no habría esperado; ni voy a esperar.
—No podríamos casarnos hasta pasados algunos años. Eres un suboficial, aunque sea de aviación.
—No puedo esperar años. Me gustaría casarme el mes que viene o el siguiente.
—Estás loco; no sabes lo que dices.
Creo que no lo sabía. Al final, no tuvo más remedio que poner los pies en el suelo. Fue un golpe terrible para mi madre; estaba preocupada y sintió mi gran alivio cuando Archie se fue a Salisbury Plain; pero encontrarse de repente con un fait accompli, era duro.
—Lo siento, mamá —le dije—. Tengo que decírselo. Archie Christie quiere casarse conmigo y yo también le quiero.
Tuvimos que reconocer los hechos. Aunque Archie no quería, mi madre se mostró muy firme.
—¿Con qué contáis para casaros? —pregunté.
Nuestra situación económica no podía ser peor. No era más que un suboficial, sólo me llevaba un año y no tenía dinero, salvo la paga y lo que le pasaba su madre mensualmente. Por otro lado, yo no disponía más que las cien libras anuales que había heredado de mi abuelo. Pasarían años hasta que pudiéramos casarnos.
Antes de partir, me dijo con amargura:
—Tu madre me ha hecho bajar de las nubes. Creí que no me importaba nada, que nos casaríamos como fuera y que todo iría bien. He comprendido que ahora no podemos, Tendremos que esperar, pero no esperaremos ni un día más de lo necesario. Haré todo lo que está a mi alcance. La aviación nos ayudará… Aunque, como en el ejército de tierra, no quieren que uno se case joven.
Nos miramos como dos enamorados desesperados.
Nuestro compromiso duró año y medio, con borrascas, con grandes altibajos y sufrimientos, pues éramos conscientes de que pretendíamos algo imposible.
Dejé de escribir a Reggie durante un mes, sobre todo por un sentimiento de culpa, y en parte porque pensaba que aquello había sido un sueño y que pronto despertaría para regresar a mi puesto.
Al fin le escribí, muy apesadumbrada, pero sin una sola disculpa.
Resultó peor por lo comprensivo y amable que se mostró conmigo, diciendo que no me afligiera, que estaba seguro de que no era culpa mía; que era inevitable y que son cosas que pasan.
«Claro que ha sido un golpe para mí, Agatha, saber que te casas con un tipo más pobre aún que yo. Si te casaras con un rico que te conviniera, no me importaría tanto, pues te lo mereces todo, pero ahora, lamento mucho no haberte tomado la palabra y haberte traído conmigo».
¿Lo lamentaba también yo? Creo que por aquel entonces no, y, sin embargo, persistía el deseo de volver atrás, de tener un pie en tierra firme y de no andar en aguas profundas. Con él, había estado contenta y tranquila; nos entendíamos muy bien y nos gustaban y alegraban las mismas cosas.
Ahora era al revés; amaba a un extraño; nunca sabía cómo iba a reaccionar ante una palabra o frase y todo lo que decía era encantador y nuevo. A él le pasaba lo mismo. Una vez me dijo:
—No logro entenderte; no sé cómo eres.
Muchas veces nos asaltaba la desesperación y rompíamos las relaciones, pensando que era lo mejor. Una semana más tarde, ya no lo soportábamos y volvíamos a las andadas.
Todo se volvió en contra. Pasábamos grandes estrecheces, cuando un nuevo golpe financiero se abatió sobre mi familia. La compañía H. B. Chaflin de Nueva York, de la que mi abuelo había sido socio, se hundió. Como consecuencia, mi madre se quedó sin la única renta que tenía. Gracias a Dios, la situación de la abuela era diferente. Aunque tenía el dinero invertido en acciones de la misma compañía, Mr. Bailey, uno de los socios que cuidaba sus intereses, había previsto lo que sucedería. Encargado de cuidar a la viuda de Nathaniel Miller, se lo tomaba muy a pecho. Cuando la abuelita quería dinero no tenía más que escribirle y en seguida se lo mandaba, como se hacía antes: en efectivo. Un día le propuso que invirtiera su capital en otro negocio.
—¿Quiere decir que retire el dinero de la compañía Chaflin? —dijo afligida.
Se mostró evasivo. Contestó que convenía tener cuidado con las inversiones, lo que resultaba muy difícil para una inglesa residente en Inglaterra y viuda de un norteamericano. Añadió otras cosas que no eran la verdadera explicación, pero la abuelita aceptó, como aceptaban todas las mujeres de su tiempo cualquier consejo financiero que les diera una persona en quien confiaban. Mr. Bailey dijo que se fiara de él, pues invertiría el dinero de forma que los ingresos fueran parecidos. La abuela consintió sin mucho entusiasmo y, gracias a eso, cuando ocurrió la bancarrota, su capital estaba a salvo. Para entonces ya había muerto Mr. Bailey, después de haber cumplido con su deber y sin perder sus temores sobre el futuro de la compañía. Creo que unos directivos jóvenes se habían lanzado con excesiva ambición, logrando éxitos iniciales, pero extendiéndose demasiado, abriendo muchas sucursales en todo el país y gastando enormes cantidades de dinero en la organización comercial. Fuera lo que fuera, estaban en bancarrota. Se repitió la experiencia de la infancia, cuando oí hablar a mis padres de las dificultades económicas y corrí alegremente a contar a la servidumbre que estábamos arruinados. La ruina me pareció entonces algo estupendo; en cambio, ahora significaba el desastre definitivo para Archie y para mí. Mis cien libras anuales servirían, por supuesto, para mantener a mi madre. Seguramente, Madge también echaría una mano. Aunque vendiéramos Ashfield apenas subsistiríamos.
Las cosas no fueron, de hecho, tan malas como pensábamos, pues Mr. John Chaflin escribió desde Norteamérica, expresando su pesar y asegurándole una pensión de trescientas libras anuales de por vida provenientes no de la compañía, sino de su propia fortuna. Disminuyó nuestra angustia, pero cuando muriera mamá cesaría ese ingreso. En el futuro, yo no contaría más que con cien libras anuales y Ashfield. Escribí a Archie para decirle que nunca podría casarme con él, que tendríamos que olvidamos. No estuvo de acuerdo; de alguna forma conseguiría dinero, nos casaríamos y se apañaría para mantener a mi madre. Me dio ánimos y renovamos nuestro compromiso.
La vista de mi madre empeoró y al final acudió a un especialista. El diagnóstico fue cataratas en ambos ojos, sin posibilidad de operación por varias razones; quizá no se desarrollaran de prisa, pero le causarían la ceguera sin duda. Escribí de nuevo a Archie rompiendo el compromiso, diciendo que si mi madre se quedaba ciega no la abandonaría. Se negó otra vez a aceptarlo. Contestó que esperara a ver cómo evolucionaban las cosas, que a lo mejor se curaba o se operaba y que, en todo caso, no estaba ciega aún, de modo que podíamos seguir comprometidos. Así lo hicimos. Luego recibí carta suya en la que me decía: «Es inútil, nunca podré casarme contigo, soy demasiado pobre; he invertido lo que tenía y lo he perdido. Debes resignarte». Le contesté que no me resignaría; me contestó diciéndome que lo olvidara. Entonces, de común acuerdo, rompimos el compromiso. Cuatro días más tarde consiguió un permiso y se presentó en su moto. Empezaríamos de nuevo; había que confiar y esperar; ya cambiarían las cosas, aunque pasaran cuatro o cinco años. La tormenta emocional concluyó con un nuevo compromiso, si bien la posibilidad de casarnos se alejaba más y más cada día. Presentía que todo era inútil pero no quería reconocerlo. Archie también lo pensaba, pero nos aferramos a la idea de que no podíamos vivir separados y continuamos las relaciones pidiendo al cielo que nos sonriera de pronto la fortuna.
Ya conocía a su familia. Su padre había sido juez en el servicio civil de la India; sufrió una caída de caballo que le afectó el cerebro y, finalmente, murió en un hospital de Inglaterra. Después de unos años, la viuda se había casado de nuevo con William Hemsley, quien había sido muy amable y paternal con él. Su madre era de Irlanda del Sur, de cerca de Cork y tenía once hermanos. Cuando conoció a su primer marido estaba con un hermano que era empleado del servicio médico de la india. Tuvo dos niños, Archie y Campbell. Archie fue el primero de la escuela en Clifton y el cuarto de Woolwich tenía cabeza, recursos y audacia. Ambos hermanos estaban en el ejército.
Archie le comunicó a su madre nuestro compromiso, cantando mis alabanzas como saben hacerla todos los jóvenes enamorados. Peg le miró dudosa y contestó con su bonita voz irlandesa:
—¿No será una de esas chicas que llevan cuellos Peter Pan?
No tuvo más remedio que asentir. Era un nuevo invento. Por fin habíamos abandonado los cuellos de las blusas altos, con un par de ballenas de hueso a los lados y otra atrás, que dejaban señales rojas y molestas. Llegó un día en el que la gente se atrevió a abrazar la comodidad. El cuello Peter Pan se introdujo probablemente a raíz de la obra de Barrie. Se acomodaba a la base del cuello; era suave, sin huesos y daba gloria llevarlo. En realidad, no era nada atrevido. Parece mentira que nos hayan tachado de ligeras sólo por enseñar unos centímetros por debajo de la barbilla. Al ver a las chicas en bikini, me doy cuenta de lo que hemos corrido en cincuenta años.
A lo que iba, yo era una de esas chicas lanzadas que en 1912 llevaba cuello Peter Pan.
—Y le queda muy bien —dijo mi fiel Archie.
—Hombre, claro, qué duda cabe —comentó Peg.
A pesar de lo que pensara de mí por ese motivo, me saludó con extrema amabilidad e incluso con lo que me parecieron muestras exageradas de afecto. Confesó que le encantaba, que era la chica que siempre había deseado para su hijo, etc., de modo que no creí ni una palabra. La verdad es que consideraba a su hijo demasiado joven para casarse. No halló en mí ningún fallo. Desde luego, podía haber sido peor: hija de un vendedor de tabaco (lo que entonces era símbolo de desastre) o una joven divorciada (ya había algunas) o incluso una corista. Sin duda pensó que, con nuestras perspectivas, el compromiso se esfumaría. Así que se mostró muy dulce conmigo, dejándome algo confusa. A Archie, de acuerdo con su temperamento, le daba igual lo que pensáramos la una de la otra. Iba por la vida con la buena costumbre de no importarle lo que pensaran los demás de él y de sus cosas; sólo se preocupaba de lo suyo.
Así pues, seguíamos comprometidos, pero nuestro matrimonio seguía siendo tanto o más remoto. El ascenso en la aviación era igual que en cualquier otro sitio. Se había desanimado porque sufría de sinusitis al volar. Tenía muchos dolores, pero siguió adelante. Me escribía cartas llenas de tecnicismo sobre los aviones «Farman» y «Avros», opinando sobre los que ponían en peligro la vida del piloto y los que eran seguros y tendrían éxito. Al final me familiaricé con los nombres de su escuadrilla: Joubert de la Ferté, Brooke-Popham, John Salmón. Un primo suyo irlandés había estrellado ya tantos aviones, que estaba casi permanentemente en tierra.
Parece raro que no me preocupara de su integridad física. Volar era peligroso, pero también lo era la caza y ya me había acostumbrado a que la gente se rompiera la crisma en ese terreno. Era uno de los azares de la vida. En aquella época no se insistía mucho en la seguridad; el eslogan «seguridad en el trabajo» se habría considerado algo ridículo. Era fantástico relacionarse con este nuevo medio de locomoción. Archie fue uno de los primeros pilotos que volaron. Tenía el número 105 ó 106 me parece; me sentía muy orgullosa de él.
Nada me ha decepcionado más en la vida que el establecimiento del avión como medio regular de transporte. Lo habíamos imaginado como el vuelo de un pájaro, el gozo de surcar los aires. En cambio, ahora, cuando pienso lo aburrido que es volar de Londres a Persia o a Japón, me pregunto si habrá algo más prosaico. Una caja comprimida con asientos estrechos, desde la que sólo se ven las alas y el fuselaje y unas pocas nubes de algodón. Cuando se vislumbra la tierra, aparece plana como en el mapa. Sí, una gran desilusión. Los barcos son mucho más románticos; y los trenes… Nada los superaba, sobre todo antes de que llegara el diesel con su olor. Un gran monstruo que lanza bocanadas de humo a través de desfiladeros y valles junto a cascadas, avanzando por montañas nevadas o a lo largo de carreteras rurales con extraños campesinos en sus carros. Los trenes son maravillosos, me encantan. Viajar en tren es contemplar la naturaleza y encontrarse con seres humanos, ciudades, iglesias y ríos: es decir, con la vida misma.
No digo que no me entusiasme la conquista del aire por el hombre, las aventuras espaciales, que son fruto de ese don del que carecen las demás formas de vida, el sentido de la aventura, el espíritu invencible y el valor, no el de la autodefensa, que tienen también todos los animales, sino el de arriesgar la vida en busca de lo desconocido. Me siento orgullosa y contenta de haberlo vivido y me gustaría ver las conquistas futuras, que se sucederán posiblemente con rapidez vertiginosa.
¿En qué parará todo? ¿En triunfos ulteriores o quizás en la destrucción del hombre por su propia ambición? Creo que no. El hombre subsistiré, aunque quizá sólo, en grupitos dispersos. Tal vez ocurra una gran catástrofe; pero no perecerá toda la humanidad. Alguna comunidad primitiva, enraizada en su simplicidad, que sólo conozca de oídas los hechos pasados, fundamentará una nueva civilización.